domingo, julio 14, 2013

Lección pasada de moda

Suelo descreer de los comprometidos, de quienes anuncian con abundante lagrimeo el deseo de atar su suerte al desenlace de cualquier causa considerada perdida. Y como soy periodista, de esos que sueñan con algún día escribir una buena novela, tal desconfianza se acrecienta con aquellos compañeros de oficio afanados en proclamar públicamente su compromiso con los pobres, los tullidos, las mujeres preñadas, los eyaculadores precoces o cualquier otro miembro de la galería de víctimas de las sociedades capitalistas –jamás comunistas-. Un «compromiso de vida» con todo y con todos, menos con el instrumento básico de trabajo y comunicación: la lengua castellana.
Para Álex Grijelmo, defensor apasionado del idioma español, el orden gramatical es el orden del pensamiento. Quien habla y escribe mal no posee una mente sana. El empobrecimiento de una sociedad y la decadencia de su clase dirigente dejan entrever sus primeras manifestaciones en los usos inapropiados del lenguaje, mucho antes que en los índices macroeconómicos de desempleo, inflación o distribución del ingreso. Razón no le falta al ciudadano común cuando desconfía de la longitud de las denominaciones oficiales: sabe muy bien que mientras más luengo sea el nombre de la institución de gobierno, mayor será la incompetencia que la autoridad busca ocultar.
Las obras relacionadas con el idioma terminan por ser agudos tratados sociológicos; amenos estudios en cuyas páginas quedan retratadas las ágiles manipulaciones verbales de corruptos y demagogos. También quedan expuestos los muchos servilismos que aquejan la vida de una sociedad. De allí que la publicación de Lección pasada de moda. Letras de lengua (Galaxia Gutenberg. 2012), exquisita antología de artículos del escritor español Javier Marías, deba ser recibida como una venturosa noticia por la comunidad hispanohablante.
En total suman cuarenta y nueve las piezas periodísticas redactadas por Marías, un hombre que no teme enfrentar el furor de las muchedumbres miméticas, integradas por «un indecente número de personas que esperan a ver qué hacen u opinan otros —sobre todo si son celebridades— para adecuar sus conductas y sus ideas a ello, dado que no hay necedad que no prospere y no triunfe, que no consiga al instante una ingente cantidad de adeptos y seguidores».
Más que una reseña artículo por artículo, creo conveniente detenerme en las sabias y densas reflexiones del escritor en torno al lenguaje de su tiempo. Por ejemplo, cuando denuncia los perniciosos efectos que tienen para una sociedad el encumbramiento de la expresión grosera y la progresiva desinhibición verbal; esto es, cuando los hablantes no distinguen qué se puede decir en público y qué en privado. El novelista se ocupa de esos líderes que, a fuer de ser campechanos y populares, no respetan, ni en su discurso ni en su léxico, las formas civilizadas de comunicación («El muy patán Hugo Chávez lleva años insultando en público a todo bicho viviente que se le atragante, y nadie —ni los insultados ni sus electores venezolanos le da un toque o le contesta—). Habla, entonces, de una forma superior de demagogia, aquella que demanda del dirigente «no limitarse a decirle al pueblo lo que éste desea oír, sino en adoptar en público los mensajes y el vocabulario brutales que en principio sólo son admisibles en el ámbito privado, y así darles legitimidad (…) Que los políticos empiecen a expresarse como en las tabernas, sin cortapisas ni hipocresías, suele ser el primer paso hacia un fascismo real».
Marías critica la moderna afición por el eufemismo y recuerda que las lenguas han servido siempre para nombrar la realidad, no para negarla. Sin embargo, todos los días vemos como diferentes sectores de la sociedad se empecinan en disfrazar las circunstancias de la vida que juzgan más duras y complejas —ésas que probablemente los avergüenzan en la intimidad— bajo la ingenua creencia de que una vez desaparecido el sustantivo o el adjetivo que cumple una función gramatical descriptiva (viejo, negro, pobre, marico, puta, ciego, sordo, mudo, calvo, enano, mongólico, sidoso) también desaparecerá el aspecto de la realidad que tan intragable les resulta. Es la doctrina de lo políticamente correcto.
«Con esta uniformidad impuesta no hay forma de saber quién es quién, ni cómo es cada uno. Se ha hecho obligatorio el disfraz de cordero, lo cual ha venido de perlas a muchísimos lobos. Digámoslo simple pero claro: si todo el mundo habla igual y utiliza los mismos términos asépticos; si todo el mundo se declara demócrata, tolerante y antirracista porque lo contrario está demasiado mal visto; si el uso de palabras normales y precisas y meramente descriptivas es condenado por una sociedad tan opresora como taimada; ¿cómo podemos distinguir entonces? ¿Cómo podemos saber quién es en verdad demócrata y quién se lo proclama tan sólo por conveniencia? ¿Quién no es racista y quién sí, pero se lo calla para no asustar? Lo que ha conseguido el lenguaje políticamente correcto ha sido entregarles, gratis, un maravilloso instrumento o manual de fingimiento a los gangsters, a los canallas, a los racistas, a los fascistas, a los maltratadores y a los totalitarios. Ahora conocen la sencilla fórmula para no pasar por tales. Y el problema es que no van a dejar de ser lo que sean, en cada caso, sino que se les ha confeccionado un estupendo disfraz, multiusos, de cordero».
El novelista español sostiene que tratar de uniformar y falsear la lengua no sólo constituye un atentado contra la libertad individual, sino que también supone la eliminación de un elemento indispensable de conocimiento, de precaución, de discernimiento, de protección y defensa para las personas. «Según el habla particular de un sujeto podemos querer tener trato con él o no, y sin ese dato fundamental estaríamos más inermes. Claro que quienes quieren regular la lengua saben a qué se dedican: en el fondo saben  que si a uno le quitan la propia habla también acaban quitándole el pensamiento propio, porque no se puede pensar sin el apoyo del habla. O mejor dicho: se acaba pensado sólo lo que piensan los otros, y eso es precisamente lo que han buscado siempre los represores: que nadie piense por sí mismo y ser ellos quienes sólo piensen, por todos nosotros».
En brillante analogía, el escritor de Todas las almas nos habla de unas huellas linguales; huellas que los demás intuyen pero sólo nosotros conocemos. Sus espirales imaginarias están formadas por las palabras, las expresiones y los giros idiomáticos de nuestra preferencia; un repertorio comunicativo lleno de manías y caprichos, que resulta irrepetible para el resto de los hablantes. Este singularísimo modo de hablar nos arroja, entre otras informaciones, indicios sobre (a) si alguien dice la verdad o miente; (b) si sabe algo del asunto del que está disertando; (c) si es un farsante; (d) si esquiva la cuestión sobre la que se le inquiere; (e) el grado de educación y de respeto del hablante hacia sus oyentes; y (f) si nos está tomando por personas normales o por idiotas, si tiene una opinión sobre algo o no sabe nada al respecto.
Pero los fanáticos de lo políticamente correcto no son los únicos interesados en construir una neolengua de obligatoria observación. Ellos conviven con los promotores del lenguaje no sexista, activistas que no disimulan su naturaleza belicosa e intransigente. El capítulo Venezuela de este grupo de sedicente feminismo rechazó enérgicamente, en marzo de 2012, las recomendaciones del informe acerca del sexismo lingüístico y la visibilidad de la mujer, redactado por el académico de la lengua Ignacio Bosque, en el cual se critica el profuso desdoblamiento léxico (ciudadanos y ciudadanas…) de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela.
De este tipo de personajes también se ocupa Javier Marías. En el artículo Cursilerías lingüísticas, publicado el 20 de marzo de 1995, nos dice que la actitud maniquea de los grupos feministas no pretende igualdad sino favoritismo, y nos alerta sobre el espíritu policial que trata de imponer censuras al habla y a la opinión con pretextos y subterfugios machistas. Cinco años más tarde, en el artículo Todas las farsantas son iguales, el hijo del filósofo Julián Marías retoma la crítica: «He aquí una advertencia, amparada por una prueba irrefutable: estén prevenidos y sepan que todos, absolutamente todos los que van por ahí con la cantilena de “los ciudadanos y las ciudadanas”, “los españoles y las españolas” y demás, son unos cantamañanas y unos farsantes, unos cobistas, unos embaucadores y unos falsos (o, en el mejor de los casos, unos melindrosos y unos acomplejados). No debe, por tanto, creérseles una palabra, sean hombres o mujeres, políticos, periodistas, abogados, deportistas o banqueros. Da lo mismo cuál sea su sexo, cuál su profesión, si es persona pública o tan sólo privada, si los oímos por televisión o ante la barra del bar, a nuestro lado (…) Pues la prueba irrefutable de que son unos farsantes es que ninguno, jamás, bajo ningún concepto seguirá a rajatabla la convención que predica. Ya que, de ser sinceros y consecuentes, esos camelistas habrían de hablar o escribir siempre del siguiente modo (valga cualquier ejemplo): “Los ciudadanos españoles y las ciudadanas españolas estamos hartos y hartas de pedir a nuestros y nuestras gobernantes y gobernantas que se ocupen de los niños y las niñas inmigrados e inmigradas, que llegan recién nacidos y nacidas, famélicos y famélicas, desnudos y desnudas, sin dónde caerse muertos y muertas. Nuestros y nuestras políticos y políticas se ven incapacitados e incapacitadas para afrontar el problema, temerosos y temerosas de que los votantes y las votantas los y las castiguen: el que y la que sea partidario y partidaria de que esos niños y esas niñas sean españoles y españolas a todos los efectos, teme la reacción de los y las compatriotas y compatriotas proclives y proclivas a frenar el flujo de extranjeros y extranjeras —sean adultos o adultas, niños y niñas, recién nacidos o nacidas—, y amigos y amigas de una población compuesta por individuos e individuas autóctonos y autóctonas, homogéneos y homogéneas racialmente: los ciudadanos y las ciudadanas, en suma, que no creen que todos los hombres y las mujeres son iguales o igualas”. Supongo que hace ya rato habrán dejado de leer, los señores lectores (ojo, en plural gramaticalmente masculino pero masculino y femenino de hecho). ¿Verdad que resulta insoportable? Pues que hablen y escriban así cuantos machacan con la cantilena de “españoles y españolas”, o, si no están dispuestos, que renuncien de una vez a ella. Pandilla de estafadores».
Quizás algunos lectores solemnes y agelastas resientan el estilo zumbón del fragmento anterior, y lo consideren irrespetuoso con los pobres defensores del lenguaje dizque no sexista. Pero Javier Marías, pluma con gracejo, traductor al español de la obra maestra del humorismo inglés Tristram Shandy, opina: «Suelen ser las burlas las que acaban con las cosas y las personas, porque las objetivan y las desnudan, y hacen reparar en ellas».
Es con esta irreverente apelación al humor que el hombre de letras arrostra su batalla perdida contra los vestiglos de la lengua: el descuido al hablar y escribir, la pobreza léxica, la expresión desarticulada y balbuceante, el olvido de las reglas básicas de la ortografía, el reemplazo de voces castizas por extranjerismos de engañoso parecido etimológico (los llamados falsos amigos), las malas traducciones («a este paso serán quienes lean los que peor hablen»), la tendencia a la desaparición de los verbos específicos (ahora todo se genera), el mal empleo de los verbos transitivos (la creciente supresión de los complementos), el uso erróneo de las preposiciones, el amaneramiento en la pronunciación y los nuevos tópicos del periodismo.
Desde la perspectiva venezolana, la antología Lección pasada de moda. Letras de lengua ofrece a los lectores dos importantes reflexiones adicionales: (1) la repetición de un vocablo acaba por privarlo de significado (esto explica porque el canciller de la República  le planteó al pueblo un nuevo dilema halemtiano: patria o papel toalet); y (2) hay palabras que caen en desuso cuanto mayor es la vigencia de lo que nombran (estaría fuera de lugar llamar a alguien «cínico» en la sociedad del cinismo generalizado).
Finalmente, Javier Marías nos advierte: «En lo que a mí respecta al hablar y escribir —aunque sea en prensa—, seguiré valiéndome de la lengua para nombrar la realidad, me guste o no, y jamás para ocultarla, enmascararla o negarla». Una confesión que hace el maestro «desde la subjetividad», la forma más honrada, según piensa, de expresarse.

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1 Comments:

Blogger Almanavar said...

Buen artículo.., y muy bueno la redacción del aglomerados de géneros: "vampiros y vampiresas..." me imagino que te saldrá un step up comedy genial... un abrazo...

6:54 p.m.  

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