jueves, marzo 06, 2014

Cuando un tirano dialoga

Como si viviésemos sumidos en el esplendor cultural de un festival mundial de teatro, de esos que cada cierto tiempo se acostumbra organizar en el país, los venezolanos de este oscuro tiempo hemos podido presenciar el precipitado intento del gobierno de Nicolás Maduro de copar la atención pública con una puesta en escena que, en función de sus características básicas, puede inscribirse, de pleno derecho, en el conocido género de «teatro de calle».
La «conferencia por la paz y la convivencia» es, además de un inocultable expediente para ganar tiempo, una parodia de negociación que se halla destinada a no fructificar en acuerdos duraderos y respetables; entre otras razones, porque allí no se encuentra representada la parte del país que ha sido acosada, vejada y torturada por los organismos represivos del Estado revolucionario bolivariano y la violencia criminal de grupos paramilitares escondidos tras el burladero de los colectivos sociales.
La cúpula del gobierno comunista militarista únicamente puede hablar con dirigentes políticos provenientes de la disidencia chavista, distinguidos desertores de la claque encargada, a lo largo de estos quince años, de simular resonancia intelectual en cada una de las palabras de la inculta, altisonante y contradictoria verborrea del finado presidente comandante. Estos actores, desgastados de tan vistos, pronuncian un monólogo que se pretende diálogo. Una operación propagandística de origen cubano que está condenada al fracaso, porque los ciudadanos demócratas estamos al tanto de cómo conversan los tiranos. Nos lo advirtió la cínica Elena, esposa del dictador rumano Nicolae Ceauşescu: «Cuando yo dialogo no me gusta que me interrumpan».
Y la alocución inicial de Nicolás Maduro ciertamente no fue interrumpida, porque no pueden tomarse por interrupciones ni la tímida alusión a los heridos, muertos y desaparecidos ensayada por el periodista Vladimir Villegas («Creo que este acto debió comenzar con un minuto de silencio por las víctimas que han caído en estos días tan lamentables para Venezuela»), ni el escueto latiguillo que empleó el titular de Fedecámaras para sintetizar su diagnóstico del aparato productivo («Nuestro país no está bien, señor Presidente») o la preocupación estrictamente empresarial del señor Lorenzo Mendoza Giménez («Yo quiero centrar mi exposición en el área económica»). Ninguno se atrevió a llamar las cosas por su nombre. El sonoro silencio del eufemismo consumió la posibilidad de exigirle al dúo que detenta el poder el final de la criminalización de la protesta democrática, el respeto a los derechos humanos, el desmantelamiento de los colectivos paramilitares, el cese de la censura informativa, la liberación de los presos políticos y los estudiantes detenidos, la renovación de los poderes públicos, la suspensión de las medidas comunistas del plan de la patria, el término de la impunidad hamponil y el regreso a una economía de libre mercado. Envalentonado por la ausencia de contraparte argumental, soliviantado por saberse único peleador en un boxeo de sombras, Aristóbulo Istúriz, gobernador del estado Anzoátegui, acaso el participante más belicoso de la conferencia, le espetó a la falsa oposición reunida en Miraflores que él no permitiría que a las autoridades chavistas se le pegara a la pared.
«Nosotros, en esta confrontación no hemos peleado. Hemos contado hasta diez. Hemos sido pacientes. Hemos contenido al pueblo. Hemos contenido a nuestra gente, pero ¿qué pasará si la dejamos libre? ¿Qué pasará si la dirigimos? ¿Qué pasará si enfrentamos a quienes tenemos que enfrentar? ¿O es que nosotros no sabemos quiénes están dirigiendo esto? ¿Es esto espontáneo? ¡Esto no es espontaneo! Cada uno de nosotros en la gobernación sabe los nombres y apellidos de quienes dirigen. Los tenemos marcados. Los estamos respetando», clamó el matón de barrio en funciones de gobierno.
Es curioso como la dirigencia revolucionaria humilla constantemente al pueblo chavista que dice amar. Lo tiene por sicario, por tribu bárbara, por horda delictiva que suspende momentáneamente su impulso asesino por orden de arriba. Más que un nuevo actor político, el pueblo chavista es representado como la amenaza de disolución que pesa sobre cualquier intento de revertir la hegemonía de una ideología. Una amenaza verdaderamente escalofriante, si no fuese porque es falsa. No existe la tal jauría de mastines deseosos de atenazar entre sus mandíbulas la piel desgarrada de los traidores de la patria. Es un vil trampatojo. Una engañifa con la que se quiere desalentar el ímpetu de la protesta estudiantil.
En reciente artículo, publicado el lunes 3 de marzo en el diario El nuevo país, la periodista Jurate Rosales desmonta con estadísticas pertinentes e impecables razonamientos la magnitud de la farsa con la que el siniestro tándem Maduro-Cabello pretende engañar a la comunidad internacional e intimidar a los miembros de la resistencia democrática: «En el Censo Comunal efectuado a mediados de 2013, el Ministerio de las Comunas registró en toda Venezuela 1.150 comunas, 31.670 consejos comunales, 1.032 salas de batalla y 16.000 movimientos sociales. Por el lado de la oposición, el pasado sábado 1° de marzo, según cifras que manejan los medios de comunicación, 197 municipios en Venezuela fueron escenario de actividades de guarimba, término criollo para definir la acción callejera de rebeldía activa al gobierno. En cifras, esto significa que en 197 municipios, donde en cada uno funciona cierta cantidad de Comunas oficialistas, la actividad de calle de la oposición no encontró dificultad alguna por parte de la población. De haberla, provenía de la Guardia Nacional o los “colectivos” armados, pero no de las Comunas. ¿Significa esto que el sostenido y costosísimo esfuerzo de crear las Comunas como brazo activo del control político de las comunidades ha fracasado?».
La pluma de Jurate Rosales confirma la apreciación generalizada en la opinión pública de que el pueblo filochavista (no necesariamente de tendencia «madurista») se ha negado a enfrentar a los manifestantes en las calles, y ha desoído de modo recurrente los constantes llamados formulados por la dirigencia peseuvista para celebrar en cada localidad iniciativas «espontáneas» a favor del gobierno del señor Nicolás Maduro. Ante este creciente estallido de malestar social, los sectores populares de supuesta adscripción chavista (distinción hecha a partir de una prejuiciosa y arbitraria distribución geográfica) han optado por la no beligerancia. Ellos han desertado de la militancia activa. En el mejor de los casos, desde la perspectiva gubernamental, se han refugiado en la indiferencia, actitud ésta, escasamente revolucionaria. Contrariamente, los colectivos paramilitares sí han salido a cumplir las directrices de la «ofensiva fulminante».
Destaca el escritor Ricardo Piglia en su opúsculo Teoría del complot que la paranoia, antes de volverse clínica, es una salida a la crisis de sentido. Y es verdad. El gobierno diprosopo ―monstruo de dos caras, semejante al dios Jano― de Nicolás Maduro y Diosdado Cabello, puesto a explicar el origen de la masiva presencia ciudadana en las calles se abstiene de transitar el tortuoso camino de las culpas propias, de las consecuencias políticas de los errores cometidos. Ambos dirigentes prefieren, más bien, echar mano de la tesis paranoica del «golpe de estado continuado» (¡?), perpetrado por la burguesía parasitaria en contra del gobierno del pueblo; postura pública  que ha sido respaldada por todos los cuadros del Partido Socialista Unido de Venezuela, en un gesto maquinal enteramente comprensible porque, como bien señala Piglia en el citado librito,  «el partido leninista está fundado sobre la noción de complot, y conecta complot y clase, complot y poder».
En política, el complot es el líquido amniótico del revolucionario. La intriga forma parte del universo simbólico del conspirador, quien, al encontrarse en disputa con un orden legal que lo sataniza y criminaliza, se ve obligado a actuar en la clandestinidad y adoptar la invisibilidad y la infiltración como estrategia de lucha (en este sentido, es apropiado revisar las crónicas periodísticas del difunto Alberto Garrido, filósofo, doctor en Psicología Social, especializado en los orígenes ideológicos y organizacionales del chavismo, acerca del lento pero efectivo proceso de penetración de las Fuerzas Armadas por parte de jóvenes relacionados con la izquierda guerrillera de los años sesenta).
Una revolución es una secta que triunfó. Y cuando se analiza rigurosamente el discurso de un sistema político hegemónico se descubre, casi de inmediato, que las palabras y las frases pronunciadas por los dirigentes en el poder fueron, en un primer momento, el lenguaje cifrado empleado por los miembros de la secta al interior de las catacumbas.
Si lleva razón el filólogo alemán Victor Klemperer, y el «lenguaje del vencedor no se habla impunemente», entonces tampoco luce descabellado afirmar que la adopción de los principios normativos y operativos de una secta no se lleva a cabo de manera impune, porque los iniciados en la organización secreta terminan por asimilar mentalmente las obsesiones psicológicas (la debilidad extrema), las ansiedades (la inminencia de una derrota, la necesidad de depurar la estructura interna de posibles infiltrados) y los miedos (la amenaza de ser descubiertos) asociados con la lucha clandestina. El chavismo, en sus orígenes, fue una secta, no una facción, debido a ese componente de misticismo mundano nacido de la mezcla antinatura del culto a Simón Bolívar y la religión laica del marxismo, que promete a sus creyentes el advenimiento del paraíso proletario en la tierra.
Apelamos al juicio autorizado del psiquiatra Franzel Delgado Sénior para conocer las particularidades psicológicas de la denominada revolución bolivariana y determinar con precisión qué tipo de oponente tiene la sociedad democrática venezolana: «En 1978, en Guyana, más de 900 personas se suicidaron siguiendo a Jim Jones, el líder de una secta religiosa. Ese evento condujo a los representantes de distintas disciplinas a estudiar el fenómeno. Antes, las sectas tenían una connotación religiosa, hoy no. Pueden ser de mujeres, separatistas, políticas o de cualquier orden, siempre y cuando cumplan con los criterios universales que han establecido los académicos. ¿Qué es una secta destructiva? Un grupo organizado que emerge en el seno de una sociedad con las intenciones de destruir las instituciones y los valores hasta el momento dominantes y obligarles a asumir los de la secta. Las sectas destructivas tienen nueve características: la primera, poseen una estructura piramidal; la segunda, guardan una sumisión incondicional al líder, a quien se debe obediencia absoluta porque se le considera predestinado a cumplir una misión que solo él puede lograr y crea, al crecer la secta, una estructura dictatorial; la tercera, anulan el cuestionamiento interno y prohíben el pensamiento crítico; la cuarta, persiguen objetivos económicos enmascarados bajo una ideología destinada sólo a reforzar el poder del líder; la quinta, manipulan a  sus adeptos para lograr los fines que persigue la secta; la sexta, carecen del control de una autoridad superior sobre la secta; la séptima, fabrican palabras, frases y consignas para descalificar a quienes no pertenecen a ella, quienes son considerados inferiores; la octava, hacen uso de un color y una vestimenta particulares para identificarse y darle fortaleza al grupo; y la novena, y última característica, impiden el retiro voluntario de la organización y persiguen y castigan a los desertores. Visto lo anterior, ¿quién puede rebatir entonces que el chavismo no se corresponde con estos nueve criterios?», se pregunta Delgado Sénior, para acto seguido concluir: «Nosotros estamos mucho más allá de un fenómeno de un gobierno que hay que derrotar. No hemos tomado conciencia verdaderamente de lo que estamos enfrentando».
Triunfa la secta chavista y en su ascenso al poder, en 1998, se hace llamar «revolución». Reivindica un adjetivo femenino, «bolivariana», a pesar de que en el núcleo ideológico desarrollado en el árbol de las tres raíces se suelen emplear otros dos calificativos: «zamorana» y «robinsoniana». No tarda en iniciarse el proceso de desmontaje del Estado democrático, liberal y republicano según el credo de la secta victoriosa, cuyos principios preconizan la instalación de un Estado revolucionario y la ausencia de cortapisas a la voluntad del caudillo. El deseo de permanencia indefinida en el poder, por parte del líder carismático, torna inaplazable la incorporación de diseños institucionales copiados del Estado comunista cubano. La sensación de bienestar relacionada con la hegemonía política y la humillación del adversario no consigue aplacar los delirios persecutorios de la nueva clase dirigente. El Estado revolucionario es, por definición, un Estado paranoico. En palabras del argentino Ricardo Piglia: «El Estado anuncia desde su origen el fantasma de un enemigo poderoso e invisible. Siempre hay un complot y el complot es la amenaza frente a la cual se legitima el uso indiscriminado del poder. Estado y complot vienen juntos. Los mecanismos del poder y el contrapoder se anudan. El complot sería entonces un punto de articulación entre prácticas de construcción de realidades alternativas y una manera de descifrar cierto funcionamiento de la política».
El destino le sonríe a la revolución bolivariana. En el plano de la realidad, la dinámica internacional favorece el mercado de materias primas (en quince años el precio del petróleo venezolano aumenta en 363 %, según datos del economista David Alayón). En el plano simbólico, la cultura de masas, propia de las sociedades contemporáneas, le proporciona al discurso embaucador del 
«socialismo del siglo XXI» un  público proclive a confiar en teorías conspirativas que denuncien los tentáculos de los poderes transnacionales que motorizan la globalización y condicionan, supuestamente, el empobrecimiento de los países en vía de desarrollo. «¿La princesa Diana fue víctima de alguien que conducía ebrio o de un complot de la familia real británica? ¿Neil Armstrong caminó realmente por la superficie lunar o sólo en el estudio cinematográfico de Nevada? ¿Quién mató al presidente John F. Kennedy, los rusos, los cubanos, la CIA, la mafia o los extraterrestres? Casi todo gran acontecimiento tiene su teoría conspirativa. Creer en teorías conspirativas parece que va en aumento y los pocos estudios que se han hecho sobre esta cuestión confirman que esto es así desde los rumores de conspiración detrás del asesinato de JFK en 1963. Un informe de 1968 descubrió que alrededor del 33 por ciento de los norteamericanos creía en esta teoría de la conspiración, mientras que para 1990 esa proporción ya se había elevado al 90 por ciento. La tendencia histórica es al crecimiento (…) Nuestras investigaciones más recientes confirman que la gente que cree en una de las teorías conspirativas en circulación tiene más probabilidades de creer en otras», explica Patrick Leman, psicólogo de la Royal Holloway University en Londres, en un artículo publicado en la revista New Scientist.
Leman señala que las teorías conspirativas se arman sobre la base de fenómenos repentinos y pueden llegar a gozar de amplia credibilidad en sociedades signadas por la anomia y la incertidumbre. En la parte final de su escrito, el psicólogo inglés consigna un breve manual con seis recomendaciones para que los lectores puedan fabricar, en la tranquilidad de sus hogares, su propia «teoría de la conspiración». De seguidas, procedo a transcribir esta maquiavélica «matriz del complot» (los añadidos entre corchetes son de mi autoría y obedecen a los supuestos de la última  teoría de la conspiración montada por los propagandistas de la  revolución bolivariana, a saber: «la guarimba o el golpe continuado»): (1) Elija una organización grande de cualquier tipo y con mala fama, las favoritas suelen ser el gobierno y las grandes empresas [El «Imperio»]; (2) Como condimento adicional, identifique su historia con alguna sociedad oscura y secreta, cuanto más oscura mejor [La oligarquía «apátrida y parasitaria»]; (3) Seleccione un acontecimiento contemporáneo para entretejer con su historia [Las guarimbas de los «estudiantes manitas blancas»]; (4) Construya su teoría conspirativa a partir de información cuidadosamente seleccionada y acumule imágenes que puedan ser editadas de un modo que den soporte a una historia visualmente convincente [Materiales audiovisuales recopilado por el sistema de medios públicos basados en personas encapuchadas, estudiantes con conductas hostiles hacia los reporteros de los canales del Estado, testimonios de personas afectadas por las barricadas, declaraciones de dirigentes de los sectores extremistas de la oposición y grabaciones telefónicas privadas que den pie a la denuncia de planes con fines subversivos]; (5) Cree incertidumbre, cuestione la evidencias existentes o encuentre nuevas pruebas que contradigan la historia o la versión que usted desea poner en duda [Escenas que apuntalen las siguientes ideas fuerza: manifestaciones violentas, irrespeto a los funcionarios de los organismos de seguridad, división en el liderazgo de la oposición y búsqueda del diálogo y la paz por parte del gobierno]; y (6) Amplíe el círculo de conspiradores para incluir a aquellos que cuestionen su posición. La idea es poder decir: «¡Ellos niegan la verdad, también deben estar involucrados!» [El empresariado, la Conferencia Episcopal de Venezuela, los medios de comunicación privados nacionales e internacionales, las organizaciones no gubernamentales para la defensa de los derechos humanos, los gobiernos identificados en el espectro ideológico como de derechas].
Los valerosos estudiantes universitarios y el resto de los sectores de la sociedad democrática venezolana combaten desigualmente con una nueva mutación de la teratología política mundial, un engendro que en este mismo blog he identificado como un «neototalitarismo de masa crítica». Un sistema más peligroso y desconcertante que una dictadura latinoamericana tradicional, porque aprovecha las instituciones democráticas para avanzar en el control absoluto de las partes estratégicas del país y esquilma los recursos del Estado liberal para financiar la creación de un Estado comunal. Una labor de zapa potenciada con la aplicación de reforzadores psicológicos clásicos (el dinero, el premio y castigo, la esperanza postergada) y el manejo más eficiente de las estrategias propagandísticas que nuestro país jamás haya conocido.
Una secta destructiva, transmutada en revolución al triunfar por la vía electoral, que ejecuta actualmente un viraje hacia una modalidad colegiada de dirección, de resultas del fallecimiento inopinado de Hugo Chávez Frías, fundador y líder carismático del movimiento conspirador. Nicolás Maduro (representante del sector comunista) y Diosdado Cabello (representante del sector militar) mantienen una precaria cohabitación en la cima del poder. Este mando bicéfalo, demediado, refleja una situación política que pudiera resumirse en la frase acuñada por el sociólogo francés Alain Touraine: un «equilibrio de impotencias». Los comunistas le facilitan a los militares el know how propagandístico y el aparato de inteligencia policial necesarios para blindar el control social y administrar la capacidad coercitiva del Estado (Cuba como único dueño de la franquicia socialista, luego de que el sociólogo alemán Heinz Dieterich oficializara en el portal web Aporrea: «Chávez nunca implementó ninguna de las medidas del socialismo del siglo XXI que yo y varios otros hemos propuesto. Todo quedó en un eslogan» ); por su parte, los militares le garantizan a los comunistas la paz en los cuarteles, seguridad en operaciones delictivas de alto nivel, pago de coimas por la triangulación de importaciones estratégicas exacerbadas por una economía de puertos, ayuda logística a los socialistas venezolanos para el establecimiento del Estado comunal y transferencia regular de recursos económicos a la isla de Cuba, por un total de trece mil millones de dólares anuales, incluidos unos cien mil barriles diarios de petróleo, según datos manejados por los técnicos de la Mesa de la Unidad Democrática (Los militares como garantes de las remesas mensuales de petrodivisas y supervisores del proyecto de ideologización de los sectores populares).
A los mendaces «hijos de Chávez», incansables promotores de diálogos apócrifos y de delirantes teorías conspirativas, debemos desmentirlos diariamente en las calles gracias a una limpia vocación democrática, acendrada en las fraguas de la verdad, dado que sólo la verdad, como dijo Gramsci, es auténticamente revolucionaria. Al totalitarismo del poder hay que responderle con la ubicuidad y «viralización» de la resistencia, un activismo multiplicado por el efecto instantáneo, global y multiplicador de las nuevas tecnologías. El mundo real más el mundo virtual, ésa es la combinación que debemos procurar, porque sólo el todo podrá ser capaz de derrotar al todo.
En este nuevo contexto de la lucha democrática, sean bienvenidas pues las verdades documentadas por el padre Alejandro Moreno. Ellas nos permiten descorrer el tupido velo propagandístico de eslóganes nefastos como la generación de oro y la revolución humanista: «
De culpas políticogubernamentales hay que hablar y escribir. Si en 1999, cuando arranca este régimen de gobierno, estábamos en una tasa de 25 homicidios por cada 100.000 habitantes, muy alta ya pues la tasa mundial estaba en 9, hoy estamos en una de 79 cuando la mundial ha bajado a 7,4, esto es, se ha multiplicado por tres y algo. ¿Cómo pensar que en esa escalada no tienen ninguna culpa este régimen y este gobierno por muy expertos que sean en descargar su responsabilidad sobre otros? Pero hay un cambio cualitativo a mi entender más importante que el numérico. En efecto, si la edad promedio del homicida entonces oscilaba entre los 20 y 25 años, hoy tenemos criminales no sólo juveniles y adolescentes sino incluso infantiles. Uno de los asesinos de mis hermanos [los padres dominicos Jesús Plaza y Luis Sánchez] tiene entre 12 y 13 años y el otro 17 según reconoce el mismo ministro. ¿Qué significa un bajón tan drástico en la edad? Significa un aumento en la inmediatez de la acción violenta, esto es, una significativa disminución de la latencia (el tiempo) entre estímulo y respuesta y por ende una casi anulación total de los procesos de ideación, afectividad y valoración ética subjetivos de modo que el paso al acto, el llamado acting out, se vuelve casi automático y maquinal. Una nueva subjetividad, una nueva producción de forma-de-vida, una nueva subcultura criminal, se está produciendo, en el seno de este régimen y como producto del mismo: de su incuria, ¿de su complacencia quizás?, de su tolerancia a la impunidad. La impunidad protege al malandro. ¿Qué protege al ciudadano honesto?».
En fin, como dice el poeta Rafael Cadenas: «¿Qué hace aquí colgada de un látigo la palabra amor?».

Etiquetas: , ,