lunes, agosto 20, 2007

De eso que llaman madurez

Trato en lo posible de no ser una persona de respuestas prefabricadas. Sin embargo, cuando algunos interlocutores me preguntan mi edad suelo contestar que, desde un punto de vista cronológico, tengo treinta y cinco años de edad, pero, desde un punto de vista intelectual, sospecho que apenas he logrado alcanzar unos ocho calendarios. Todo un batiburrillo etario que se torna más rocambolesco y complicado cuando una suerte de pálpito me lleva a sospechar que el venidero 6 de noviembre mi cuerpo cumplirá sus previsibles treinta y seis años, pero mi mente deberá conformarse con apagar, en el mejor de los casos, unas siete velitas.
Como las matemáticas no fallan, puedo aseverar que mi destino está poco menos que sellado: al arribar a los cuarenta y tres años, y tal como si se tratase de un hechizo maligno extraído del mundo feérico, mis capacidades cognoscitivas se nivelarán con las existentes en un feto o, peor aún, en un huevo cigoto. Entonces ni todo el papel periódico contenido en las hemerotecas del mundo servirán para envolverme y hacerme madurar. Terminaré mis días como uno de esos personajes bobos y anodinos que pueblan la programación infantil de Discovery Kids, diciendo a quien quiera oírme: ¡Hola amiguito, juega conmigo!
Desde que tengo uso de conciencia me han tildado de inmaduro. Jamás nadie ha ponderado mi perspicacia y prudencia en el decir o en el actuar. Por el contrario, siempre me han etiquetado como un aventajado militante del “mentepollismo”, movimiento universal de baja ralea caracterizado por la vaciedad craneal de cada uno de sus integrantes, que produce, entre otros efectos, una tendencia irreprimible a privilegiar la risa, y una imposibilidad genética de asumir posturas hieráticas y solemnes.
Y es que para muchos a eso se reduce finalmente la noción de madurez: al hábito de andar por la vida con la cara del individuo que debe diez meses de alquiler, y se acaba de enterar de que le robaron el carro. Sin embargo, no siempre resulta abisal la profundidad del dolor percibido en el rostro del ser atribulado. Con frecuencia se trata de un pozo de agua cuya supuesta hondura queda explicada por la espesa y oscura capa de cieno que niega toda claridad. Es la depresión de quien no consigue el dinero para la lipoescultura y el implante de siliconas; es la tristeza de quien no logra rebajar con pastillitas dizque milagrosas; es la melancolía de quien siente que se está pelando todos los boches que a diario brinda, entre polémicos maletinazos, la Venezuela saudita.
Claro que también se encuentra esa noción de madurez que, entre hímenes desgarrados y sábanas mojadas, crearon para nosotros una pléyade de salseros eróticos. Un mundo lleno de buenos amigos que, sin querer queriendo, han sido curtidos por la vida en el adulterio, la traición, el engaño sexual y el abandono; todas ellas formas exitosas de la andragogía del dolor.
Debo confesar que, en estos términos, me niego rotundamente a madurar. No estoy dispuesto a renunciar al humor y a sus peligros. No deseo sentarme en la agelastos petra -roca sin risa- donde se reclinó en silencio la diosa Deméter antes de descender al mundo inferior. Y aunque la solemnidad siempre haya gozado de gran prestigio, recuerdo con agrado la anécdota citada por Diógenes Laercio en su Vida de los filósofos más ilustres: “Habiendo Platón definido al hombre como bípedo sin plumas, y agradádose de esta definición, tomó Diógenes un gallo, quitóle las plumas, y lo echó en la escuela de Platón, diciendo: ‘Este es el hombre de Platón’. Y así se añadió a la definición con uñas anchas
Ya lo dijo el crítico Mijail Bajtin: “La verdadera risa, ambivalente y universal, no excluye lo serio, sino que lo purifica y lo completa. Lo purifica del dogmatismo, de unilateralismo, de esclerosis, de fanatismo y espíritu categórico, del miedo y la intimidación, del didactismo, de la ingenuidad y de las ilusiones, de la nefasta fijación a un único nivel, y del agotamiento. La risa impide a lo serio la fijación, y su aislamiento con respecto a la integridad ambivalente. Estas son las funciones de la risa en la evolución histórica de la cultura y la literatura”.
O en palabras de Fernando Savater: “¿Complejo de Peter Pan? ¿Síndrome de Guillermo Brown? No faltan nombres a los idiotas para envilecer la punzada abrasadora de la rebelión contra el tiempo, para justificar como normalidad la decadencia de la carne y del alma, el pacto con la resignación y el acomodo al espanto, la dimisión de la vocación de riesgo, de la opción por la hermandad, la entrega al prestigio abstracto de lo irremediable, la traición a la generosidad”.

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3 Comments:

Blogger Unknown said...

¿Será, amigo Felo*, por alguna de esas razones por la que mi hermano, a quien le llevo unos cuantos años, parece mayor que yo? Sé que casarse y deber plata envejece: es un hecho probado (y lo primero, además, engorda). Habré de ahondar en sus otros factores de madurez. ¿Cachos? ¿Perspicacia y prudencia? ¿Postura solemne? ¿Lipo sin fondos previstos?

O tal vez no deba ver en él ninguna de esas cosas, y voltear a reconocer en el espejo mis ya inamovibles tendencia a lo inocuo y lo lúdico, evasividad, fobia a las responsabilidades, prepúber narcisismo y olímpico desdén por las normas sociales. ¡Soy un inmaduro!

Lúcido e introspectivo como siempre, don Felo (iba a poner "maduro", pero mejor no). Un gusto leerlo.

(*) ¿O será esta al menos una de las pistas que apuntan a los eternos piterpanes? ¡Felos y Quiques del mundo, nunca creceremos con estos motes!

12:07 p.m.  
Blogger Morbridae said...

Trillada la frase de "Envejecer es obligatorio, crecer es opcional", pero no por ello menos cierta.

Orgulloso siéntete, de pertenecer a esta cofradía de locos, que somos pocos y cada vez menos...

Gracias por dejar leerte...

11:19 a.m.  
Blogger Lao said...

La rebeldía del inmaduro ya no es tal. ¡Si la ñoñería y la falta de contenido gobiernan el mundo!
No se jacten de sus temores. Es más arriesgado asumir la grieta que maquillarla.
De cualquier modo, el vampirismo de tu blog es excelente.

9:22 a.m.  

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