viernes, junio 28, 2013

La libertad, Sancho

Qué importante aporte ha hecho al país lector la editorial Lugar Común con la reciente publicación del libro La libertad, Sancho, una breve antología de textos fundamentales, tomados del corpus ensayístico del Diplomado de Estudios Liberales de la Fundación Valle de San Francisco.
El afamado docente y crítico literario Guillermo Sucre echa mano de su erudición para fungir de cicerone en un paseo fascinante por cinco siglos de ideas liberales. Su prosa antecede las reflexiones de autores como Etienne de la Boètie (1530-1563), Michel de Montaigne (1533-1592), Baruch Spinoza (1632-1677), Albert Camus (1913-1960), Mariano Picón Salas (1901-1965), Isaiah Berlin (1909-1997), Leszek Kolakowski (1927-2009) y Amos Oz (1.939). Una experiencia impagable.
El gobierno de uno solo, la peste del tirano, se convierte en el punto de partida para la tesis histórica que Etienne de la Boètie desarrolla sobre la servidumbre voluntaria, suerte de terrible vicio colectivo que la naturaleza desaprueba y la palabra cobardía no alcanza a significar. Agonía creciente que sólo culmina con el momento luminoso en que los hombres deciden no rendir más pleitesía a la autoridad despótica.
En palabras del joven filósofo: «¿Cómo es posible que tantos hombres, tantas ciudades, tantas naciones a veces soporten todo de un solo tirano, que no tiene más poder que el que le quieren dar, que no tiene capacidad de daño sino porque se lo permiten y que no podría hacer ningún mal si se le contradice y combate.  Es algo sorprendente ver millones y millones de hombres, miserablemente sojuzgados, con la cerviz bajo el yugo, y no porque una fuerza  mayor los obligue, sino porque están fascinados y, por así decirlo, embrujados por el nombre de uno solo, al que no se debería temer puesto que está solo, ni apreciar puesto que es inhumano y cruel (…) Hay una sola cosa que los hombres, no sé por qué, no tienen la fuerza de desear. Es la libertad: bien tan grande y dulce que desde que se pierde  sobrevienen todos los males, y que sin ella, todos los otros bienes, corrompidos por la servidumbre, pierden su gusto y sabor (…) Estad resueltos a no servir más y seréis libres. No es necesario  pulverizar al coloso sino dejar de sostenerlo y lo veréis caer por su propio peso y romperse en pedazos».
Páginas más adelante, Michel de Montaigne, padre del ensayo, comparte con los lectores de siglos posteriores su declaración de principios: «El más fructuoso y natural ejercicio de nuestro espíritu es, a mi entender, la conversación. Considero su práctica más dulce que ninguna otra actividad de nuestra vida (…) Cuando me contrarían, despiertan mi atención, no mi cólera; avanzo hacia quien me contradice, pues me enseña. La causa de la verdad debería ser la causa común al uno y al otro. Festejo y amo la verdad en cualquier mano que la encuentre y me rindo a ella con alegría (…) La obstinación y el fervor en la opinión son la prueba más segura de estupidez; ¿hay algo más seguro, decidido, desdeñoso, contemplativo, serio, grave, que un burro?».
Baruch Spinoza, enemigo de las almas sectarias y recalcitrantes, identifica a la libertad como el verdadero fin del Estado y reafirma que ningún individuo puede renunciar al derecho de mantener sus propios razonamientos y expresarlos de manera pública: «Nunca podrán lograr que los hombres no opinen, cada uno a su manera, sobre todo tipo de cosas y que no sientan, en consecuencia, tales o cuales afectos (…) Por consiguiente, si nadie puede renunciar a su libertad de opinar y pensar lo que quiera, sino que cada uno es, por el supremo derecho de la naturaleza, dueño de sus pensamientos, se sigue que nunca se puede intentar en un Estado, sin condenarse a un rotundo fracaso, que los hombres sólo hablen por prescripción de las supremas potestades, aunque tengan opiniones distintas y aun contrarias. Pues ni los más versados, por no aludir siquiera a la plebe, saben callar. Es éste un vicio común a los hombres: confiar a otros sus opiniones, aun cuando sería necesario el secreto. El Estado más violento será, pues, aquel en que se niega a cada uno la libertad de decir y enseñar lo que piensa; y será, en cambio, moderado aquel en que se concede a todos esa misma libertad».
Un alegato contundente a favor de la libertad de expresión secundando, tres siglos después, por Albert Camus quien advierte que cuando los hombres están demasiado persuadidos de sus razones, como para cerrar violentamente la boca de sus oponentes, la democracia ha dejado de existir. El escritor francés, cuyo quehacer intelectual siempre estuvo regido por dos sólidos principios éticos (no mentir sobre lo que sabía y resistir la opresión allí donde estuviese), sostiene que únicamente se puede considerar como un demócrata a la persona dispuesta a escuchar las argumentaciones contrarias a su pensamiento, puesto que reconoce la posibilidad de que su adversario político tenga la razón.
El capítulo correspondiente a las reflexiones de Isaiah Berlin nos informa de los peligros que acechan a una sociedad compuesta por sujetos nostálgicos de una supuesta edad dorada; leyenda que siempre termina por servir como piedra fundacional para gigantescas y deshumanizadoras utopías. Aunque hablen de futuro, las revoluciones anclan a los hombres en épocas pretéritas, en circunstancias de dudosa condición histórica, dado que ninguna de ellas ocurrió del modo exacto como pretenden ser fijadas en la memoria de los pueblos. Escribe Berlin: «La principal característica de la mayoría, o quizás de todas las utopías, es que son estáticas. Nada se altera en ellas, pues han alcanzado la perfección: no hay ninguna necesidad de novedad o cambio; nadie podría querer alterar esa condición en la que todos los deseos humanos naturales están colmados (...) La sujeción a una ideología, no importa qué tan razonable e imaginativa sea, roba a los hombres su libertad y su vitalidad».
El concepto político de «revolución» despierta el interés intelectual de Mariano Picón Salas, quien relaciona esta variante drástica del cambio social con la irrupción de dictadores desesperados por anunciar el advenimiento profético de su milenio de dominación. Nunca como ahora una palabra ha sido empleada tantas veces para ocultar el afán de violencia de «los endemoniados» y sus deseos de aniquilar la cultura de la libertad. Cuando llega a los oídos del maestro merideño la sonora y deificada palabra revolución, éste se apresura a recomendarnos: «Acaso no hay mito de la época que convenga someter a más escueto y esclarecedor balance”.
Leszek Kolakowski, supérstite de una revolución, deja escuchar su voz en las dunas del destierro y opone su testimonio personal a cualquier tentativa de exculpar a la utopía de los daños infligidos por los obsesionados con el poder total; una caterva de oscuros personajillos, siempre dispuestos a proclamar su inocencia y buena fe, su imperecedera alegría por la condición humana. Pero la historia nos enseña que a menudo aquello que despierta la risa de los gobiernos produce riza en las sociedades. El filósofo polaco, con agudo discernimiento, concluye que los dictadores del comunismo soviético no tuvieron que distorsionar los planteamientos del barbudo de Tréveris para dar con una ideología que justificara la aniquilación de la libertad. Según Kolakowski, en el pensamiento de Carlos Marx ya se encuentra  el tósigo que termina por baldar a la sociedad donde es inoculado.
Finalmente, en el diálogo de cinco siglos, tercia el escritor israelí Amos Oz para hablarnos del mellizo del revolucionario: el fanático, aquel sujeto que juzga al mundo según el prisma del maniqueísmo. El Premio Príncipe de Asturias nos asombra entonces con su definición del traidor: la persona que cambia a los ojos de quienes no pueden cambiar (y no cambiarán jamás): los fanáticos. «La conformidad y la uniformidad son formas morigeradas pero extendidas de fanatismo. A ellas tengo que añadir el culto a la personalidad, la idealización de los líderes políticos o religiosos, la adoración de individuos seductores (…) Es dura la elección entre convertirse en un fanático o convertirse en un traidor. No convertirse en fanático significa ser, hasta cierto punto y de alguna forma, un traidor a ojos del fanático. Sin embargo, yo he hecho mi elección».
El autor de No digas noche, curtido en la lucha contra los intolerantes, comparte con los lectores la mejor vacuna para el fanatismo: «Me atrevería a asegurar que, al menos en principio, creo haber inventado la medicina contra el fanatismo. El sentido del humor es un gran remedio. Jamás he visto en mi vida a un fanático con sentido del humor. Ni he visto que una persona con sentido del humor se convirtiera en un fanático, a menos que él o ella lo hubieran perdido. Con frecuencia, los fanáticos son muy sarcásticos y algunos tienen un sarcasmo muy sagaz, pero nada de humor. Tener sentido del humor implica habilidad para reírse de uno mismo. Es relativismo, es la habilidad de verse a sí mismo como los otros te ven, de caer en la cuenta de que, por muy cargado de razón que uno se sienta y por muy terriblemente equivocados que estén los demás sobre uno, hay cierto aspecto del asunto que siempre tiene su pizca de gracia. Cuanta más razón tiene uno, más gracioso se vuelve. Uno puede ser un israelí cargado de razón, un palestino cargado de razón o cualquier cosa cargada de razón. Con sentido del humor, puede que además uno sea parcialmente inmune al fanatismo…».
Que atinado que un libro que termine exaltando las bondades sociales de la risa tome su título de un pasaje proveniente de la novela humorística más famosa del mundo, ésa que tiene el honor de ser considerada como la mayor obra literaria en lengua española. «La libertad, Sancho», le dice el ingenioso hidalgo a su fiel escudero, «es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra se puede y debe aventurar la vida».

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lunes, junio 10, 2013

Cuando no estamos

No hay guerra psicológica más asquerosa, desde el punto de vista mentepollístico, que aquella que pretende hacer de nosotros la vera imagen del tedio y el aburrimiento. Y esto sucede cuando los falsos amigos se empeñan en convencernos de que las cosas se ponen buenas justo en el momento en que nosotros no estamos presentes.
Si acaso duda usted de la veracidad de este grave señalamiento, amigo lector, lo invito a observar el malsano placer que agita el rostro de los tales sujetos cuando recuerdan frente a nuestras narices los pormenores más escandalosos de la fiesta a la que no asistimos, pero también cuando comentan, ¡ay mal haya!, los resultados extraordinarios alcanzados en la reunión de trabajo a la que nos fuimos convocados o evocan las arrebatadoras pasiones vividas en ese polémico concierto del cual jamás seremos público.
No consigue uno entender como los amigos de toda la vida, esos predecibles sujetos que a duras penas sobreviven de la renta simbólica de viejas y frenéticas peas, puedan convertirse en apenas en una noche —justamente la noche de nuestra ausencia—en exultantes tarambanas que cantan a los cielos, al mejor estilo de los juglares medievales, la prez inmarcesible de sus horas de farra.
«¿Pero por qué no me llamaron, cuerda de canallas?», increpa con rabia la víctima excluida de los goces libertinos (o sea, yo). «¡Por supuesto que lo hicimos, hermanito querido! Lo que pasa es que tu celular es un pote y se la pasa fuera del área de cobertura», responde con cinismo la morralla de mis falsos amigos, esos que todos los fines de semana supuestamente me contactan, pero jamás me consiguen, porque yo, ¡pobre infeliz!, dizque nunca aparecezco en el radar de la diversión y mi plan de «éxito social» siempre se halla sin saldo. «Chamo, Vampiro, de pana que buscarte a ti es más difícil que convocar el alma de un vivo en el tablero de la ouija. Eres el antípoda de la rumba. Un loser. Vade retro».
La guerra psicológica, que sigue a tan cordial recriminación, consiste en describir la vida como un desmadre glorioso, como un cojeculismo épico y VIP, como una saturnal que hace palidecer a la mítica rumba de la película Proyecto X hasta reducirla a una pacata reunión de Barney y sus amigos. La existencia como una emisión sin interrupciones de Wild On, programa bandera del canal E! Entertaiment Television, donde los presentadores entrevistan a juerguistas que responden con alaridos histéricos o con un prolongado «coooooooooool», como si la persona que se atreviese a unir dos palabras (o peor aún: hilvanar una oración con sentido) debiese abandonar ipso facto el despelote.
Es difícil hurtar el cuerpo a la envidia cuando escuchas a tus amigos recordar su presencia en una fiesta alocada, desmesurada, que imita la apoteosis orgásmica y orgiástica de Jean-Baptiste Grenouille, el antihéroe de la novela El perfume. Una fiesta en cuyas atracciones no están invitadas la vejez, la fealdad o la celulitis. Una fiesta con alfombra roja y amplia cobertura mediática. Un guateque decadente donde se deja caer de improviso la controversial Lady Gaga para rifar un polvo entre los asistentes, o donde las niñas malas Rihanna y Lindsay Lohan no tienen reparos en protagonizar una pelea de barro con diminutos bikinis y con pícaros guiños lésbicos, donde las nuevas participantes del Miss Venezuela se entregan, sin perder un ápice de su glamur, a la voluptuosidad del perreo reguetonero. Insisto: ¿pero por qué no me llamaron, cuerda de canallas?
Pero hay algo peor: cuando la cosa trasciende el frívolo terreno de la rumba para adentrarse en los predios más vitales de la vida cotidiana. Entonces te dicen que el supermercado cercano a tu casa, ese local donde nunca consigues los productos regulados de primera necesidad, se convierte, apenas tú faltas, en un repentino emporio de harina de maíz, azúcar, caraotas, Nestum, pañales, toallas sanitarias y papel higiénico (incluso dejan que los clientes se lleven varios paquetes). ¿Por qué no me llamaron? Y te enteras también, de paso, que aquel viejo hospital municipal, allí donde siempre has debido llevar contigo las gasas, las jeringas y otros insumos médicos, fue transformado solamente por un día, y quizás por el acicate de tu no presencia, en la clínica con la más avanzada tecnología genética y molecular a escala mundial. Nada nuevo, en verdad, para los jóvenes ciudadanos de un país que gozó de fama internacional positiva justamente en el momento histórico cuando ellos no habían nacido.
Basta que uno no esté, para que no haya cola en la autopista ni empujones en el metro. Basta que uno no esté, para que el río Guaire recupere su prístino color plateado y en las películas del cine venezolano no se pronuncien groserías, no aparezcan personajes de malandro ni se desnude Mimí Lazo. Basta, en fin, que uno no esté, para que se obre el milagro.
¿Por qué no me invitaron?
¿Acaso será porque soy un mesías de la ausencia?

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viernes, junio 07, 2013

Formas de volver a casa

El primer requisito para saber con exactitud las diferentes formas de regresar a casa es definir que se entiende por casa. El novelista Alejandro Zambra piensa que la infancia es el verdadero hogar. Por ello, se vale de los recuerdos de un niño de nueve años para intentar el regreso a las coordenadas geográficas, pero también afectivas, que signaron el comportamiento de los chilenos durante la dictadura de Augusto Pinochet.
«Una vez me perdí. A los seis o siete años. Venía distraído y de repente ya no vi a mis padres. Me asusté, pero enseguida retomé el camino y llegué a casa antes que ellos. Seguían buscándome, desesperados. Esa tarde pensé que se habían perdido. Que yo sabía regresar y ellos no», confiesa en las líneas iniciales el narrador de Formas de volver a casa (Anagrama, 2011).
No será el único episodio llamativo en la vida de este precoz aventurero. Páginas más adelante asistimos a la insólita petición de Claudia, una niña de doce años, interesada en espiar a un enigmático tío materno. El pequeño detective no vacila en tomar el trabajo, y aunque invariablemente resulta castigado por llegar muy tarde a casa, empieza a tomar nota de las circunstancias sospechosas del investigado. Gente extraña que entra a un apartamento, personas que salen a temprana hora de la mañana, mujeres que se pierden en barrios periféricos, conversaciones cortas repletas de monosílabos. Se puede decir que ha sido fácil construir el informe, la descripción de un conspirador; sin embargo, a la hora del encuentro pasa algo insospechado: Claudia no va. Entonces el espía amplía sus pesquisas y descubre que la niña más nunca llegará a cita alguna. Claudia no está, se ha ido de Chile.
«Claudia tenía ocho años y yo nueve, por lo que nuestra amistad era imposible. Pero fuimos amigos o algo así. Conversábamos mucho. A veces pienso que escribo este libro solamente para recordar estas conversaciones». Llegados a este punto comienza abrirse la matriuska. El lector se entera que se ha hundido en las páginas de una novela frustrada, autoría de un escritor que confiesa: «Nadie habla por los demás. Aunque queramos contar historias ajenas terminamos siempre contando  la historia propia».
Y la historia propia es que ese niño de nueve años vivió con unos padres que intentaron sobrevivir a un período oscuro de opresión política. La verdadera novela, aquella que debe redactarse, es la novela de los padres; hombres y mujeres que hablaban o callaban, mataban o eran muertos, mientras sus críos hacían dibujos en un rincón. «Mientras el país se caía a pedazos nosotros aprendíamos a hablar, a caminar, a doblar las servilletas en forma de barcos, de aviones. Mientras la novela sucedía, nosotros jugábamos a escondernos, a desaparecer».
Zambra no escribe un memorial de agravios contra una generación que, vista con los ojos de la distancia, hace muy poco para sacudirse una dictadura. Sólo intenta describir el conformismo y la pasividad que posibilitan los abusos. No busca héroes. Sabe bien lo que ya advirtió el poeta Antonio Machado en inolvidable verso: «Qué difícil es no caer cuando todo cae».

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Blanco nocturno

Un mulato puertorriqueño asesinado en la pampa argentina. Dos bellas gemelas que comparten todo, incluso los amantes. Un viejo detective que descansa en un manicomio para ordenar sus ideas. Una fábrica espectral regentada por un empresario de proyectos alucinados. Un periodista que se excita cuando escucha de labios femeninos frases en pretérito perfecto del indicativo. Todo esas excentricidades conforman Blanco nocturno (Anagrama, 2010), obra ganadora de la XVII edición del premio de novela Rómulo Gallegos.
Debieron transcurrir trece años, desde la publicación de Plata quemada, para que Ricardo Piglia pudiese entregar a sus lectores un nuevo trabajo narrativo. El acontecimiento que encierra este regreso no ha podido ser más auspicioso y se expresa cabalmente en la inmediata obtención de importantes reconocimientos literarios (Premio de la Crítica de la Narrativa Castellana 2010 y Premio Dashiell Hammet).
Aunque algunos críticos inscriben a Blanco nocturno en la tradición de la novela policiaca, sería insuficiente decirle al lector que se ocupará únicamente de la resolución de un crimen, dado que la muerte de Tony Durán, un latin lover de visita en el campo argentino, también sirve de excusa para la construcción de una novela íntima, familiar, que orea los secretos del clan Belladona: de las hermanas Ada y Sofía, de los abandonados Lucio y Luca (las mujeres dejan a sus hijos porque no soportan que se parezcan a sus padres).
«Todas las historias familiares son parecidas, los personajes se reproducen y se superponen: siempre hay un tío que es un tarambana, una enamorada que se queda soltera, hay siempre un loco, un ex alcohólico, un primo al que le gusta vestirse de mujer en las fiestas, un fracasado, un ganador, un suicida», nos deja saber la voz que administra el relato. Sin embargo, en tan curiosa galería de personajes familiares notamos la ausencia del empresario obsesionado, del industrial alucinado tras la estela de un proyecto tan faraónico como imposible. Y en el caótico universo pigliano este papel lo representa Luca Belladona.
Encerrado en los galpones de una antigua fábrica de vehículos, Luca Belladona vive su vida como el protagonista de una ficción paranoica, novedoso género literario, según Piglia, en el que nadie comprende lo que está pasando, en el que todos son sospechosos y todos son perseguidos, en el que las pistas son contradictorias y mantienen las sospechas en el aire, en el que la víctima es el protagonista y el centro de la intriga.
«Sólo un pequeño grupo de iniciados, una extrema minoría, puede guiarnos a las altas verdades ocultas. Pero ese círculo iniciático de conspiradores -que comparten el gran secreto- actúa con la convicción de que hay un traidor entre ellos y por lo tanto dice lo que dice y hace lo que hace sabiendo que va a ser traicionado. Lo que dice puede ser descifrado de múltiples formas, e incluso el traidor desconfía del sentido expreso y no sabe bien qué decir o qué delatar (…) Hay un traidor entre nosotros, ésa debe ser la consigna básica de todas las organizaciones», dice Luca, el héroe alucinado.

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Nocturno de Chile

Como buenos hijos del mal, los tiranos no se hunden solos. A veces también se despeñan con ellos los denominados intelectuales del régimen, esas personalidades secundarias dotadas de la habilidad para disfrazar con extrañas teorías y disquisiciones el nefasto inventario de crímenes cometidos por el gran señor.
La novela Nocturno de Chile (Anagrama, 2000), del escritor fallecido Roberto Bolaño, nos demuestra como el silencio de los cortesanos está lleno de palabras, de flatulencias vocales perfumadas de cinismo. El protagonista de la novela, Sebastián Urrutia Lacroix, sacerdote y crítico literario, miembro del Opus Dei y poeta mediocre, decide repasar su vida en una larga noche de delirios. Acosado por las mortificaciones de la mala conciencia, el viejo moribundo intenta rendir cuentas, por las injusticias cohonestadas, al fantasma del joven idealista que en un tiempo fue.
El relato biográfico nos lleva a los inicios del cura Ibacache, el seudónimo de Sebastián Urrutia. En estas primeras páginas presenciamos uno de los fenómenos más llamativos de las sociedades cerradas o de castas: la lucha subrepticia por escalar posiciones en el sistema y colarse en la clase dirigente. Lo logra bajo el padrinazgo de Farewell, padre de la crítica literaria chilena, quien le facilita el acceso a los grandes salones de las clases conservadoras de Santiago. Sin embargo, la felicidad dura poco: el pueblo «inculto» acude masivamente a las urnas electorales y convierte a Salvador Allende en su presidente. La intelectualidad de derecha se sume en el luto. Sebastián Urrutia comienza la lectura de los clásicos griegos.
La conspiración contra el gobierno electo popularmente está montada. Los rumores se materializan y el 11 de septiembre de 1973 ocurre un golpe de Estado. Muere Salvador Allende y una junta militar toma el poder. Ibacache deja atrás la melancolía y retoma las lecturas de los nuevos novelistas chilenos. En tales menesteres andaba cuando es llamado para atender el más alocado de los encargos: dictar clases clandestinas de marxismo a Augusto Pinochet. El ego desbordado del maestro le impide honrar el pacto de confidencialidad y, a los pocos días de saberse la noticia, Ibacache concita la envidia de los intelectuales del régimen.
Sebastián Urrutia Lacroix se convierte en la nueva vaca sagrada del sector cultural. Su presencia es requerida en las grandes veladas literarias. Pero él prefiere las organizadas por María Canales, rapsoda sin méritos y esposa del misterioso James Thompson. Sin embargo, es justo allí, en el sótano de la opulenta casona, debajo de quienes se extasían con declamaciones y lecturas de poemarios, donde sucede el horror. Roberto Bolaño consigna así una magistral metáfora de un país ciego y dividido.
«Uno tiene la obligación moral de ser responsable de sus actos y también de sus palabras e incluso de sus silencios, sí, de sus silencios, porque también los silencios ascienden al cielo y los oye Dios y sólo Dios los comprende y los juzga, así que mucho cuidado con los silencios», dice Sebastián Urrutia Lacroix antes de que se desate la tormenta de mierda…

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miércoles, junio 05, 2013

El diario de un vasallo

Leemos en el prólogo de Los nibelungos (Alianza, 2009), obra fundamental de la literatura germana del siglo XIII, como los juglares de la época medieval decidieron sustituir, en sus poemas dramáticos, la antigua creencia helénica de un destino superior por otra fuerza igualmente fatal e inexorable: el vasallaje, un tipo de relación que «justifica el perjurio, la delación, la traición e incluso el crimen».
Sin esta noción del vasallaje no podrían entenderse las páginas de El diario de Georgi Dimitrov (Yale University Press, 2003), el dirigente más destacado del partido comunista búlgaro durante la primera mitad del siglo XX, quien llegó a ser secretario general del Komintern y colaborador directo de Josef Stalin.
Tal es la adoración que el vasallo siente por el dictador que no duda en efectuar largas anotaciones con las órdenes y reflexiones del líder soviético. En una entrada fechada el 7 de noviembre de 1937, el arrobado Dimitrov recoge las palabras de Stalin a propósito del vigésimo aniversario de la Revolución de Octubre: «Aniquilaremos a todos estos enemigos, aunque sean viejos bolcheviques, aniquilaremos a todos sus seres queridos, a toda su familia. Aniquilaremos a todos aquellos que atenten contra la unidad del Estado tanto de obra como de pensamiento (…) Es preciso liquidar a los trotskistas no sólo en la URSS, sino estén donde estén. ¡Hay que perseguir, fusilar y aniquilar a los trotskistas!».
De este modo, queda por escrito el recurso estratégico empleado por el tirano: el terror como instrumento de dominación. Pero hay otros métodos. Por ejemplo, el gusto por las instrucciones a medias, hechas con expresiones ambiguas, que someten a los colaboradores y subordinados al martirio de siempre tratar de descifrar la verdadera intención del jefe. Estas órdenes caprichosas privan a los subordinados de toda certeza e incrementan el sentimiento de dependencia y minusvalía intelectual.
El 7 de abril de 1934 Dimitrov anota la siguiente observación de Stalin: «Las masas innumerables tienen una psicología de rebaño. Sólo actúan a través de sus elegidos, de sus jefes». Y a pesar de pregonar que preside un régimen basado en sólidos valores ideológicos y revolucionarios, lo cierto es que Stalin prefiere no apartarse del pragmatismo en la acción política. El purismo marxista que quede, pues, para el viejito Marx. En una reunión con camaradas búlgaros y yugoslavos, el dictador comenta: «Ustedes tienen miedo de plantear la cuestión crudamente. Les impresiona el deber moral. Pero si no pueden levantar el peso histórico que les he asignado, tienen que admitirlo. No tienen que temer a un principio moral. Para nosotros no hay imperativos categóricos. La cuestión está en el equilibrio de fuerzas. Si eres fuerte, golpea. Si no, no aceptes el combate» (10 de febrero de 1948).
Finalmente, Dimitrov no oculta su admiración cuando Stalin ordena avanzar agachados, no proclamar el deseo de instaurar el comunismo sino esgrimir la excusa de la liberación nacional, porque «para los marxistas la forma nunca tiene un significado decisivo, lo que importa es el fondo de las cosas». 

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