lunes, febrero 25, 2013

Sin el Estado liberal no hay democracia


El Estado de Derecho se expresa en la sujeción de la actividad estatal a la Constitución y a las normas legítimamente aprobadas, con la finalidad de garantizar el funcionamiento responsable y organizado de los órganos del Poder Público, el ejercicio de la autoridad conforme a disposiciones conocidas (y no retroactivas en términos perjudiciales) y la permanente observancia de los derechos individuales y colectivos.
El fallecido jurista italiano Norberto Bobbio, en su libro Liberalismo y Democracia, sostiene que el concepto de Estado de Derecho es una encarnación de las ideas de los pensadores políticos clásicos (entre ellos Platón y Aristóteles), sobre la superioridad del gobierno de las leyes con respecto al gobierno de los hombres.
En respaldo de su tesis, el autor cita al filósofo griego Platón, quien, al ser interrogado sobre el modo más idóneo de gobierno, señala: «Veo pronto la destrucción en el Estado (…) donde la ley es súbdita y no tiene autoridad; en cambio, donde la ley es patrona de los magistrados y éstos son sus siervos, yo veo la salvación y toda clase de bienes que los dioses dan a los Estados».
El debate histórico sobre la aparición del Estado contiene una larga lista de ilustres filósofos. Norberto Bobbio inicia la enumeración de sabios pensadores con el griego Aristóteles, que veía en el Estado (al cual denominaba civitas) un hecho natural, propio del avatar humano desde su transformación de individuo asocial a individuo social, formador de familias y clanes.  Le sigue el nombre del inglés Thomas Hobbes, para quien el Estado es una invención de los hombres para superar el Estado de Naturaleza, donde predomina la ley del más fuerte. «Los hombres», nos dice Hobbes, «sacrifican parte de su libertad primitiva para poder disfrutar de mayor seguridad».
El francés Juan Jacobo Rousseau hablará del contrato social, como un mecanismo ingeniado por los hombres para superar las calamidades colectivas que le sobrevinieron a la sociedad al desatarse el predominio de los deseos individualistas por encima de los deseos colectivos, como consecuencia de la corrupción del hombre primitivo por obra y gracia del surgimiento de la propiedad privada y la llegada de la civilización. Mientras Hegel manifiesta que sólo puede hablarse de historia y de sociedades civilizadas en aquellos pueblos que han logrado darse un ordenamiento político y jurídico como el Estado territorial moderno.
Son cuatro las características que, históricamente, se asocian a la noción de Estado de Derecho: (I) la existencia de normas emanadas de la voluntad popular o de sus representantes legítimamente elegidos (Derecho Positivo), de obligatorio cumplimiento para gobernantes y gobernados; (II) la consagración de la responsabilidad penal, administrativa y política de las autoridades del gobierno central o descentralizado; (III) el respeto y garantía de los derechos humanos, a través de un ordenamiento jurídico que disponga los mecanismos o recursos que se puedan interponer en caso de atropello o violación por parte del Estado u otros particulares; y (IV) la distribución del poder en diferentes órganos, de modo de evitar que el Poder del Estado no se concentre en una sola institución y haga posible el uso arbitrario de potestades y privilegios.
El concepto de Estado de Derecho, al igual que la noción del Estado mínimo, guarda relación con el desarrollo de la doctrina liberal, cuyos teóricos abogan por la existencia de un Estado limitado, tanto con respecto a sus poderes como a sus funciones.
Muchos de los filósofos tenidos por liberales figuran como los artífices de la aparición del moderno Estado de Derecho. Emmanuel Kant, prestigioso pensador alemán, es uno de los cultores del Derecho Positivo: un ordenamiento legal elaborado por la autoridad legítima, y cuyas normas son de obligatorio cumplimiento, dado que existe la posibilidad de que en su defensa se ejerza el poder coactivo, que «pertenece exclusivamente al soberano».
En sus escritos, Kant plantea su desacuerdo con la interpretación sociológica que reduce a la ciudadanía a un conglomerado confuso de sujetos infantilizados, cuyos comportamientos desatinados justifican la existencia de un régimen que tutele, con mano dura, cualquier desconocimiento de los intereses comunes. Enemigo del absolutismo ilustrado, Kant defiende el ascenso de un Estado de Derecho, cuyo ámbito de acción se limite al cumplimiento de las garantías individuales. Y, a guisa de conclusión, advierte a sus contemporáneos que sólo se puede hablar de estructura republicana en aquel régimen que observa el principio de separación de poderes.
La última idea nos lleva directamente a nuestro segundo nombre: Carlos Luis de Secondat, conocido como el Barón de la Brede y Montesquieu, quien en su obra Del espíritu de las leyes consagró la teoría de la división de los poderes, noción tan valiosa para los teóricos del Estado de Derecho. El Barón de Montesquieu escribió pasajes memorables, de permanente vigencia, como por ejemplo: «Cuando el Poder Legislativo está unido al Poder Ejecutivo en la misma persona o en el mismo cuerpo, no hay libertad porque se puede temer que el monarca o el senado promulguen leyes tiránicas para hacerlas cumplir tiránicamente. Tampoco hay libertad si el Poder Judicial no está separado del Legislativo ni del Ejecutivo. Si va unido al Poder Legislativo, el poder sobre la vida y la libertad de los ciudadanos sería arbitrario. Si va unido al Poder Ejecutivo, el juez podría tener la fuerza de un opresor. Todo estaría perdido si el mismo hombre, el mismo cuerpo de personas principales, de los nobles o del pueblo, ejerciera los tres poderes. El de hacer las leyes, el de ejecutar la resoluciones públicas y el de juzgar los delitos o las diferencias entre particulares». Montesquieu también advirtió: «La libertad sólo puede encontrarse allí donde no se abuse del poder, y para que esto pueda ocurrir, es necesario que, por la disposición de las cosas, el poder frene al poder».
Finalmente, es justo mencionar al filósofo alemán Wilhelm Von Humboldt, quien, en su obra Ideal para un ensayo de determinar los límites de la actividad del Estado, indica: «El hombre verdaderamente razonable no puede desear otro Estado más que aquel en el cual, no sólo cada individuo pueda gozar de la libertad más irrestricta para desarrollarse en su singularidad inconfundible, sino también aquel en el que la naturaleza física no reciba de la mano del hombre otra forma que la de cada individuo, a medida de sus necesidades y de sus inclinaciones, le puede dar a su arbitrio, con las únicas restricciones que derivan de los límites de sus fuerza y derecho (…) El Estado no debe inmiscuirse en la esfera de los asuntos privados de los ciudadanos, salvo que estos asuntos se traduzcan inmediatamente en una ofensa al derecho de uno por parte del otro». Wilhelm Von Humboldt es categórico al afirmar que el fin del Estado es la seguridad, entendida como «certeza de la libertad en el ámbito de la ley».
El Derecho Revolucionario es la negación de la libertad y de la democracia. Porque como ya lo dijo Giovanni Sartori: «El Estado “justo”, el Estado social, el Estado de Bienestar, siguen siendo, en sus premisas, el Estado constitucional construido por el liberalismo. Donde y cuando este último ha caído, como en los países comunistas, ha caído todo: en nombre de la igualdad se ha instaurado el “socialismo en la servidumbre”. La lección que hoy nos llega del Estado y de la parábola de la experiencia comunista confirma lo que la doctrina liberal ha mantenido desde siempre, es decir, que la relación entre libertad e igualdad no es reversible, que el iter procedimental que vincula los dos términos va desde la libertad a la igualdad y no en sentido inverso, es decir, desde la igualdad a la libertad. La “superación” de la democracia liberal no ha existido. Fuera del Estado democrático-liberal no existe ya libertad, ni democracia».

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lunes, febrero 18, 2013

El monje Giordani


Quisiera el monje Jorge Giordani que los opinadores de prensa nos ocupásemos exclusivamente del extraño caso del paciente fantasma recluido en el Hospital Militar entre gallos y medianoche, a pesar de que es cosa sabida que el propio Libertador advirtió a los venezolanos que a la sombra del misterio sólo trabaja el crimen.
Desearía el monje Jorge Giordani que los sicarios entogados del Poder Judicial, además de incoar juicios relancinos contra los dirigentes de la oposición democrática, se animaran también a dictar medidas de prohibición de uso para un conjunto de voces de la lengua castellana que se han vuelto subversivas con el paso de los días, palabras tan escuálidas y apátridas como «engaño», «mentira» o «paquetazo».
Anhelaría el monje Giordani que en la comarca simbólica del lenguaje humano se estableciera un control de significantes, que obligase a las personas a comunicarse mediante una cantidad limitada de vocablos (el cupo Cadivi transustanciado en verbo), una familia de términos bien vistos por los capitostes de la revolución bolivariana. Esto es, la instauración entre nosotros, pobres hablantes, de una neolengua orwelliana que haga posible una realidad desquiciada en cuyos predios la guerra sea la paz, la libertad sea la esclavitud, la ignorancia sea el poder y la devaluación sea un ajuste…
Sueña el monje Jorge Giordani, abismado en el silencio místico de su ermita burocrática, con un mundo compuesto por ideas, utópico e incorpóreo. Un mundo en el que sus capacidades de científico social sean ponderadas y den pábulo a interminables jornadas sobre el advenimiento triunfal del socialismo. Sueña pues el canoso recoleto con ver reproducidas por doquier miles de reseñas como la publicada en la revista española La república cultural, suscrita por el escritor comprometido José Ramón Martín Lugo, quien lo califica como aventajado epígono del filósofo húngaro István Mészáros e indiscutible poseedor de una erudición rica en ironía y con destellos de humor, pero no muchos; no olvidemos que estamos en presencia de un monje, nunca de un goliardo.
En los párrafos dedicados al perfil del personaje, Martín Lugo cuenta a sus lectores que el buenazo de Giordani nació en 1940 en el pueblo de San Pedro de Macorís, en la República Dominicana. Hijo de un comunista italiano, perteneciente a las Brigadas Internacionales, que peleó en la Guerra Civil española y terminó mudándose, por distintas razones, a los Andes venezolanos, a un pueblo del Estado Trujillo. El relato biográfico se torna surrealista cuando los lectores nos enteramos, no sin sorpresa, como durante la oprobiosa y excluyente democracia puntofijista una familia inmigrante logró prosperar en una sociedad que supuestamente era de castas y como un joven tímido, dominicano de origen, de orientación marxista y vocación antisistema, consiguió una beca oficial para cursar estudios de Ingeniería Eléctrica en la Universidad de Bolonia y estudios de doctorado en Planificación en la Universidad de Sussex, donde pudo convertirse en discípulo de Mészáros.
Es menester precisar que el puntilloso reseñista ya había informado previamente a sus lectores acerca de las proezas intelectuales del austero monje Giordani. Y lo había hecho en los siguientes términos: «Venezuela ha conseguido cumplir por anticipado gran parte de los “Objetivos del Milenio” establecidos por la ONU, lo que significa la reducción del porcentaje de personas en estado de pobreza extrema (del 25% en 2002 al 7,2% en 2009), la erradicación del analfabetismo, la universalización de la enseñanza general básica, la eliminación de las desigualdades entre géneros en la enseñanza primaria y secundaria, la reducción del desempleo (que se encuentra en torno al 7,9%), la disminución de la mortalidad infantil y la mejora de la salud materna, el acceso al agua potable y la aplicación de principios de desarrollo sostenible en las políticas nacionales. Todo ello en el marco de una economía que creció un 4% en 2011 y que se prevé alcanzará un crecimiento similar en el 2012» (Ante tal copioso desfile de logros, que sólo existen en hojas de cálculo de Excel, únicamente atino a decir, con el político inglés David Lloyd George, que  lamentablemente para los venezolanos «no se pueden alimentar a los hambrientos con estadísticas»).
Es obvio que al inquieto gramcista, que siempre ha sido Giordani, nunca le ha interesado conocer nada de las vulgares evidencias de la cotidianidad. Prefiere, muy por el contrario, empinarse sobre la muchedumbre ignara y dejar retumbar su voz de profeta de la posmodernidad. En un fragmento de uno de los libros del tríptico Impresiones de lo cotidiano (Vadell Hermanos Editores) el monje pontifica: «La transición pacífica y democrática al socialismo es un proceso en el que la atención continuada a las demandas populares puede y debe armonizarse con la preservación igualmente continuada de la utopía, entendida ésta como horizonte cuya viabilidad (y visibilidad) se construye de manera cotidiana». Pero más adelante, y quizás para no pecar de optimista, Giordani desliza un comentario a medio camino entre la queja y la plegaria: «En el proceso histórico venezolano hay tres tendencias cuya importancia no es posible ignorar: el clientelismo, el personalismo y la “dedocracia”; formas todas ellas de corrupción que propician la ineficiencia del Estado y a cuya neutralización están llamados el PSUV y el poder popular con los medios de que disponen para transformar realmente a la sociedad y a ellos mismos como sujetos del cambio».
Llegados a este punto, las interrogantes son claras: ¿Cómo se transforma a la sociedad? ¿Cómo se convierte al individuo en sujeto del cambio social? Si tuviéramos la oportunidad de conversar con Giordani de seguro se lo consultaríamos (un dato importante: a los oráculos se les consulta, jamás se les pregunta). Pero, ¿cómo demonios se puede hablar con un monje de clausura? La única opción posible, en nuestro caso, consiste en citar en las venideras líneas el testimonio de alguien que trabajó con Jorge Giordani en el gabinete ministerial. Por ejemplo, Guaicapuro Lameda. Un exministro que ha dicho cosas así: «Era la época en que se le decía al país que nos estábamos quitando los inversionistas a sombrerazos y que el submarino estaba a flote. Sin embargo, los inversionistas venían al país y no conseguían un interlocutor válido que les explicara cuáles eran las oportunidades de negocio. Todos se iban decepcionados porque habían invertido tiempo y dinero sin recibir nada. Un día Chávez aceptó que nos reuniéramos para hablar del asunto. Para la reunión invitó a cuatro personas: José Vicente Rangel, Jorge Giordani, Héctor Navarro y Aristóbulo Istúriz, a quienes conseguí en la sala del consejo de ministros donde se suponía que haríamos la antesala para luego reunirnos con Chávez. Estando allí, Giordani me preguntó sobre qué era aquello que quería informar al presidente. Yo le respondí del siguiente modo: "La proyección plurianual a cinco años nos indica que no vamos a tener crecimiento. El desempeño será negativo, el déficit fiscal será creciente y vamos a tener serias necesidades de endeudamiento, porque estamos perdiendo el control sobre el gasto del gobierno bajo excusas populistas. El gobierno no está ahorrando en el FIEM. Gasta todo y engañamos al hablar de una economía creciente. Para que eso ocurra, deberían estarse construyendo galpones, edificios y toda la infraestructura que requiere la producción, y eso no existe. Si es verdad que queremos acabar con la pobreza, es imprescindible que se genere riqueza y que se diseñen mecanismos adecuados para que su distribución sea justa y equitativa, y eso tampoco lo veo". En ese punto de la conversación Giordani me interrumpió y me dijo: "Mire, general, ¡usted todavía no ha comprendido la revolución! Se lo explico: Esta revolución se propone hacer un cambio cultural en el país, cambiarle a la gente la forma de pensar y de vivir, y esos cambios sólo se pueden hacer desde el poder. Así que lo primero es mantenerse en el poder para hacer el cambio. El piso político nos lo da la gente pobre: ellos son los que votan por nosotros, por eso el discurso de la defensa de los pobres. Así que, los pobres tendrán que seguir siendo pobres. Los necesitamos así hasta que logremos hacer la transformación cultural. Luego podremos hablar de economía y generación de riquezas. Entretanto, hay que mantenerlos pobres y con esperanza". Yo lo interrumpí y le pregunté: "Ya que usted dice 'luego', por favor dígame ¿cuánto tiempo cree usted que tomará hacer este cambio?". La respuesta fue inmediata: "Mire, se trata de un cambio cultural y eso toma al menos tres generaciones: los adultos se resisten y se aferran al pasado; los jóvenes la viven y se acostumbran; y los niños la aprenden y la hacen suya. Eso toma por lo menos 30 años"». (http://www.twitlonger.com/show/jmu7kd).
Al conocer este escalofriante razonamiento, pintiparado a los demenciales preceptos del doctor Josef Mengele, comprendemos mucho de lo que pasó en Venezuela el pasado 8 de febrero (día también conocido como «el viernes rojo»), cuando Jorge Giordani y Nelson Merentes anunciaron al país la quinta devaluación del bolívar aprobada durante el gobierno popular y humanista del teniente coronel Hugo Chávez. Una devaluación que le permite a un gobierno maula «licuar» la deuda nacional (esto es, bajar su monto equivalente en dólares) y obtener 85 mil millones de bolívares adicionales por la venta de las divisas provenientes de la actividad petrolera. El gobierno recupera oxígeno, pero lo hace a costa del bienestar del  trabajador venezolano que ve disminuir en 32 por ciento el monto del salario mínimo (que pasa de 476 dólares a 325 dólares).
«Y mientras tanto», escribe el profesor Ángel Alayón en el portal Prodavinci, «un fantasma recorre los anaqueles: la escasez. El BCV ubicó el índice de escasez en 20,4 % en enero –el nivel que se considera normal es 5 %-. Hemos alcanzado el nivel más alto desde el año 2008. Y ya sabemos que la escasez es dinamita política. El control de precios cumplió diez años mostrando señales inequívocas de agotamiento. Los precios de los alimentos han crecido casi el doble que el resto de los precios de la economía y la gente anda saltando de establecimiento en establecimiento para conseguir sus alimentos. ¿Hace falta algo más para entender que el control de precios es una política fallida?».
El control de cambios y el control de precios son medidas fallidas únicamente para la persona guiada por la razón económica; supuesto psicológico que no se cumple en el caso del monje Giordani. Él no es un economista, sino un planificador central. Un sujeto fanatizado que se concibe a sí mismo como el demiurgo de un nuevo amanecer.
Es bueno recordar aquí que el programa de gobierno presentado por Hugo Chávez Frías, apoyado en elecciones por 8 millones 185 mil 120 venezolanos, establece entre sus grandes objetivos históricos la consolidación del Poder Popular en el período 2013-2019 y la conformación de tres mil comunas socialistas (que agruparían cerca de 39 mil consejos comunales). Si la revolución bolivariana consigue cumplir con esta meta,  para el año 2019 el 68 por ciento de los venezolanos (30.550.479 de personas, según las proyecciones oficiales) vivirían en comunas.
Las extravagancias ideológicas del monje Giordani se acoplan perfectamente a los delirios de Hugo Chávez de instaurar un modelo político y territorial que anule el sistema republicano y facilite el mando perpetuo de una casta de origen militar (el pasado 4 de febrero Diosdado Cabello, sin pudor alguno, se atrevió a utilizar nuevamente el uniforme). Las comunas buscan dividir el país en dimensiones territoriales que faciliten el manejo de variables estratégicas como la movilización de recursos, la concentración de personas, la identificación de enemigos políticos, la neutralización de focos de oposición y la consolidación del proceso de toma de decisiones.
Lo que casi nadie dice, por temor a retaliaciones, es que el establecimiento del modelo del Estado comunal implica también la creación de redes de inteligencia social, esto es: la delación vecinal. Este proceso de saber «quién es quién» en el barrio le ha servido al gobierno revolucionario para captar a dirigentes de base, pero también para identificar a los sectores de oposición y limitar su capacidad de movilización.
Se busca aprovechar la estructura de control social para poder gerenciar un sistema de premios y castigos que modele y determine las conductas de las personas. «Si tú no te comportas como yo quiero, no obtienes nada», ésa es la cuestión de fondo. Lo peor del caso es que la sociedad venezolana, en la actualidad, no tiene ningún contrapeso que oponer a esta estructura de dominación.
La utilización del binomio «amigo-enemigo» también contribuye al chantaje. No en balde se divide a las regiones en gobernaciones patriotas y gobernaciones apátridas. Los gobernadores oficialistas están obligados a “esfaratar” las instituciones regionales y transferir los recursos económicos a los consejos comunales para que éstos ejecuten sus proyectos. En cambio, los gobernadores de oposición sufren el retraso en la entrega de los recursos. En el fondo, se trata de una maniobra con fines electorales: convencer a los votantes de que, en términos de acceso a las fuentes de financiamiento, lo más conveniente para la comunidad es un gobernador chavista.
Estamos en presencia de un proyecto político que hace una revolución de izquierda sin trabajadores. Desde el punto de vista de la teoría marxista, se trata de una inconsistencia. ¿Pero cómo es posible mantener en pie semejante contrasentido? Gracias a dos estrategias: incrementar la dependencia económica del ciudadano con respecto al Estado («los pobres tendrán que seguir siendo pobres») y perfeccionar una estructura de coacción y control social («si tú no te comportas como yo quiero, no obtienes nada»). En estas dos premisas se resume el modelo político del chavismo. La primera estrategia corre por cuenta de Giordani. La segunda por los comisarios políticos cubanos, interesados en mantener el tributo de seis mil millones de dólares anuales que pagamos los venezolanos a las arcas del castrismo; una dolorosa afrenta nacional que puede explicarse gracias a una debilidad de naturaleza psicológica: la influencia ejercida por Jorge Giordani sobre Hugo Chávez sólo es superada por la ascendencia que tiene el barbudo Fidel.
Tengo para mí que la relación de Hugo Chávez y Jorge Giordani no se alimenta únicamente de la admiración que el alumno profesa al maestro por su sabiduría; hay también mucho de la enfermiza dependencia afectiva que padece el poderoso con respecto a aquellos colaboradores que mejor se arrastran y adulan, opacas medianías concentradas en el afán de congraciarse con el mandón. Ellos, los cortesanos, cultivan una extraña virtud: no frenarse ante las quisquillas pequeñoburguesas que a menudo detienen a las personas con una educación basada en valores morales.
El escritor comprometido José Ramón Martín Lugo, en su benevolente reseña en la revista La república cultural, perdió la oportunidad de glosar las páginas 51 y 52 del tomo tercero del tríptico Impresiones de lo cotidiano de Jorge Giordani. De haberlo hecho, les hubiese obsequiado a sus lectores el retrato de cuerpo entero de un  vil adulador, de un ingeniero industrial que, como diría el pueblo, prefiere jalar bola en la sombra que echar escardilla en el sol. El capítulo en cuestión se intitula «La donación del presidente…» y procedo a citarlo en extenso:
«En el programa Aló Presidente, número 114, que se desarrolló en la populosa Parroquia La Vega de Caracas, la Ministra de Salud y Desarrollo Social, la Dra. María Urbaneja, hizo unos anuncios relativos a la organización para la donación de “órganos”. El Presidente, con su estilo habitual, interrumpía para hacer el anuncio de marras, que podrá no ser muy importante, ni significativo para el momento que vive el país, pero que no cabe duda que dará que hablar. Decidió el Presidente donar sus órganos luego de morir (…) A quién le tocarán las diferentes partes del cuerpo del señor Presidente. Pensemos, por ejemplo, en la tan criticada verruga que tan gallardamente ostenta. Las verrugas han sido como bien sabemos hasta objetos poéticos, cuando los lleva una linda dama y dependiendo de donde la porte. Pero esta del Presidente ha sido objeto hasta por él mismo de muchos comentarios, demostrando una vez más su humor... ¿A quién irá a parar la verruga del señor Presidente, tendrá demanda para ser usada por otro personaje diferente al portador original? (…) La lista se hace interminable, pero debemos hablar del gran corazón. Órgano vital para cualquier ser humano, que debe estar ligado a la sensibilidad y su interés por los demás. Sobre este órgano seguramente que aumentará la demanda y habrá que respetar el criterio de precedencia (…) El hígado será posiblemente objeto de mucha disputa, porque es necesario reconocer lo que ha tenido que aguantar el Presidente, para no enfermarse ante tanta falta de democracia. Dado que el Presidente no tiene el hábito de consumir alcohol, como si lo hacían otros que le precedieron, o parecido al que corrió, whisky me refiero, en Miraflores durante la estadía de Carmona el Breve, su hígado se encontrará en perfecto estado y será objeto de disputa por lograrlo (…) En cuanto al cerebro, seguramente que entre los científicos se tendrán severas discusiones para determinar sí biológicamente es posible seccionarlo o bien su implante pueda ser dispuesto de manera total, aquí algunos de los debates se referirán al nivel de inteligencia, de astucia, de arrojo, de frío cálculo para la acción, y como se relaciona la pasión con la razón en alguien que sigue dando temas para el diálogo y la confrontación».
En verdad no entiendo como puede compararse tanta abyección con la disposición anímica a la recolección espiritual. Al menos que se tenga a Rasputín como la única referencia para un monje. Pobres venezolanos: transformados en cobayas del laboratorio social de un marxista enloquecido.

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