Quisiera el monje Jorge Giordani que los
opinadores de prensa nos ocupásemos exclusivamente del extraño caso del
paciente fantasma recluido en el Hospital Militar entre gallos y medianoche, a
pesar de que es cosa sabida que el propio Libertador advirtió a los venezolanos
que a la sombra del misterio sólo trabaja el crimen.
Desearía el monje Jorge Giordani que los
sicarios entogados del Poder Judicial, además de incoar juicios relancinos contra
los dirigentes de la oposición democrática, se animaran también a dictar medidas
de prohibición de uso para un conjunto de voces de la lengua castellana que se
han vuelto subversivas con el paso de los días, palabras tan escuálidas y
apátridas como «engaño», «mentira» o «paquetazo».
Anhelaría el monje Giordani que en la comarca
simbólica del lenguaje humano se estableciera un control de significantes, que
obligase a las personas a comunicarse mediante una cantidad limitada de vocablos
(el cupo Cadivi transustanciado en verbo), una familia de términos bien vistos
por los capitostes de la revolución bolivariana. Esto es, la instauración entre
nosotros, pobres hablantes, de una neolengua orwelliana que haga posible una
realidad desquiciada en cuyos predios la guerra sea la paz, la libertad sea la esclavitud,
la ignorancia sea el poder y la devaluación sea un ajuste…
Sueña el monje Jorge Giordani, abismado en el
silencio místico de su ermita burocrática, con un mundo compuesto por ideas, utópico
e incorpóreo. Un mundo en el que sus capacidades de científico social sean
ponderadas y den pábulo a interminables jornadas sobre el advenimiento triunfal
del socialismo. Sueña pues el canoso recoleto con ver reproducidas por doquier miles
de reseñas como la publicada en la revista española La república cultural, suscrita por el escritor comprometido José Ramón
Martín Lugo, quien lo califica como aventajado epígono del filósofo húngaro István
Mészáros e indiscutible poseedor de una erudición rica en ironía y con destellos
de humor, pero no muchos; no olvidemos que estamos en presencia de un monje, nunca
de un goliardo.
En los párrafos dedicados al perfil del
personaje, Martín Lugo cuenta a sus lectores que el buenazo de Giordani nació
en 1940 en el pueblo de San Pedro de Macorís, en la República Dominicana. Hijo de un comunista italiano, perteneciente a las Brigadas Internacionales, que
peleó en la Guerra Civil española y terminó mudándose, por distintas
razones, a los Andes venezolanos, a un pueblo del Estado Trujillo. El
relato biográfico se torna surrealista cuando los lectores nos enteramos, no sin
sorpresa, como durante la oprobiosa y excluyente democracia puntofijista una
familia inmigrante logró prosperar en una sociedad que supuestamente era de
castas y como un joven tímido, dominicano de origen, de orientación marxista y
vocación antisistema, consiguió una beca oficial para cursar estudios de Ingeniería
Eléctrica en la Universidad de Bolonia y estudios de doctorado en Planificación
en la Universidad de Sussex, donde pudo convertirse en discípulo de Mészáros.
Es menester precisar que el puntilloso reseñista
ya había informado previamente a sus lectores acerca de las proezas
intelectuales del austero monje Giordani. Y lo había hecho en los siguientes
términos: «Venezuela ha conseguido cumplir por anticipado gran parte de los “Objetivos
del Milenio” establecidos por la ONU, lo que significa la reducción del
porcentaje de personas en estado de pobreza extrema (del 25% en 2002 al 7,2% en
2009), la erradicación del analfabetismo, la universalización de la enseñanza
general básica, la eliminación de las desigualdades entre géneros en la
enseñanza primaria y secundaria, la reducción del desempleo (que se encuentra
en torno al 7,9%), la disminución de la mortalidad infantil y la mejora de la
salud materna, el acceso al agua potable y la aplicación de principios de
desarrollo sostenible en las políticas nacionales. Todo ello en el marco de una
economía que creció un 4% en 2011 y que se prevé alcanzará un crecimiento
similar en el 2012» (Ante tal copioso desfile de logros, que sólo existen en
hojas de cálculo de Excel, únicamente atino a decir, con el político inglés
David Lloyd George, que lamentablemente para
los venezolanos «no se pueden alimentar a los hambrientos con estadísticas»).
Es obvio que al inquieto gramcista, que siempre ha
sido Giordani, nunca le ha interesado conocer nada de las vulgares evidencias
de la cotidianidad. Prefiere, muy por el contrario, empinarse sobre la
muchedumbre ignara y dejar retumbar su voz de profeta de la posmodernidad. En
un fragmento de uno de los libros del tríptico Impresiones de lo cotidiano (Vadell Hermanos Editores) el monje
pontifica: «La transición pacífica y democrática al socialismo es un proceso en
el que la atención continuada a las demandas populares puede y debe armonizarse
con la preservación igualmente continuada de la utopía, entendida ésta como
horizonte cuya viabilidad (y visibilidad) se construye de manera cotidiana». Pero
más adelante, y quizás para no pecar de optimista, Giordani desliza un
comentario a medio camino entre la queja y la plegaria: «En el proceso
histórico venezolano hay tres tendencias cuya importancia no es posible
ignorar: el clientelismo, el personalismo y la “dedocracia”; formas todas ellas
de corrupción que propician la ineficiencia del Estado y a cuya neutralización
están llamados el PSUV y el poder popular con los medios de que disponen para transformar
realmente a la sociedad y a ellos mismos como sujetos del cambio».
Llegados a este punto, las interrogantes son
claras: ¿Cómo se transforma a la sociedad? ¿Cómo se convierte al individuo en
sujeto del cambio social? Si tuviéramos la oportunidad de conversar con
Giordani de seguro se lo consultaríamos (un dato importante: a los oráculos se
les consulta, jamás se les pregunta). Pero, ¿cómo demonios se puede hablar con
un monje de clausura? La única opción posible, en nuestro caso, consiste en citar
en las venideras líneas el testimonio de alguien que trabajó con Jorge Giordani
en el gabinete ministerial. Por ejemplo, Guaicapuro Lameda. Un exministro que ha
dicho cosas así: «Era la época en que se le decía al país que nos estábamos
quitando los inversionistas a sombrerazos y que el submarino estaba a flote.
Sin embargo, los inversionistas venían al país y no conseguían un interlocutor
válido que les explicara cuáles eran las oportunidades de negocio. Todos se
iban decepcionados porque habían invertido tiempo y dinero sin recibir nada. Un
día Chávez aceptó que nos reuniéramos para hablar del asunto. Para la reunión
invitó a cuatro personas: José Vicente Rangel, Jorge Giordani, Héctor Navarro y
Aristóbulo Istúriz, a quienes conseguí en la sala del consejo de ministros
donde se suponía que haríamos la antesala para luego reunirnos con Chávez. Estando
allí, Giordani me preguntó sobre qué era aquello que quería informar al presidente.
Yo le respondí del siguiente modo: "La proyección plurianual a cinco años
nos indica que no vamos a tener crecimiento. El desempeño será negativo, el
déficit fiscal será creciente y vamos a tener serias necesidades de
endeudamiento, porque estamos perdiendo el control sobre el gasto del gobierno
bajo excusas populistas. El gobierno no está ahorrando en el FIEM. Gasta todo y
engañamos al hablar de una economía creciente. Para que eso ocurra, deberían
estarse construyendo galpones, edificios y toda la infraestructura que requiere
la producción, y eso no existe. Si es verdad que queremos acabar con la
pobreza, es imprescindible que se genere riqueza y que se diseñen mecanismos
adecuados para que su distribución sea justa y equitativa, y eso tampoco lo
veo". En ese punto de la conversación Giordani me interrumpió y me dijo:
"Mire, general, ¡usted todavía no ha comprendido la revolución! Se lo
explico: Esta revolución se propone hacer un cambio cultural en el país,
cambiarle a la gente la forma de pensar y de vivir, y esos cambios sólo se
pueden hacer desde el poder. Así que lo primero es mantenerse en el poder para
hacer el cambio. El piso político nos lo da la gente pobre: ellos son los que
votan por nosotros, por eso el discurso de la defensa de los pobres. Así que, los
pobres tendrán que seguir siendo pobres. Los necesitamos así hasta que logremos
hacer la transformación cultural. Luego podremos hablar de economía y generación
de riquezas. Entretanto, hay que mantenerlos pobres y con esperanza". Yo
lo interrumpí y le pregunté: "Ya que usted dice 'luego', por favor dígame ¿cuánto
tiempo cree usted que tomará hacer este cambio?". La respuesta fue
inmediata: "Mire, se trata de un cambio cultural y eso toma al menos tres
generaciones: los adultos se resisten y se aferran al pasado; los jóvenes la
viven y se acostumbran; y los niños la aprenden y la hacen suya. Eso toma por
lo menos 30 años"». (http://www.twitlonger.com/show/jmu7kd).
Al conocer este escalofriante razonamiento, pintiparado
a los demenciales preceptos del doctor Josef Mengele, comprendemos mucho de lo
que pasó en Venezuela el pasado 8 de febrero (día también conocido como «el viernes
rojo»), cuando Jorge Giordani y Nelson Merentes anunciaron al país la quinta
devaluación del bolívar aprobada durante el gobierno popular y humanista del
teniente coronel Hugo Chávez. Una devaluación que le permite a un gobierno
maula «licuar» la deuda nacional (esto es, bajar su monto equivalente en dólares)
y obtener 85 mil millones de bolívares adicionales por la venta de las divisas
provenientes de la actividad petrolera. El gobierno recupera oxígeno, pero lo
hace a costa del bienestar del trabajador
venezolano que ve disminuir en 32 por ciento el monto del salario mínimo (que
pasa de 476 dólares a 325 dólares).
«Y mientras tanto», escribe el profesor Ángel
Alayón en el portal Prodavinci, «un fantasma recorre los anaqueles: la escasez.
El BCV ubicó el índice de escasez en 20,4 % en enero –el nivel que se considera
normal es 5 %-. Hemos alcanzado el nivel más alto desde el año 2008. Y ya
sabemos que la escasez es dinamita política. El control de precios cumplió diez
años mostrando señales inequívocas de agotamiento. Los precios de los alimentos
han crecido casi el doble que el resto de los precios de la economía y la gente
anda saltando de establecimiento en establecimiento para conseguir sus
alimentos. ¿Hace falta algo más para entender que el control de precios es una
política fallida?».
El control de cambios y el control de precios
son medidas fallidas únicamente para la persona guiada por la razón económica; supuesto psicológico que no se cumple en el caso del
monje Giordani. Él no es un economista, sino un planificador central. Un sujeto
fanatizado que se concibe a sí mismo como el demiurgo de un nuevo amanecer.
Es bueno recordar aquí que el programa de gobierno
presentado por Hugo Chávez Frías, apoyado en elecciones por 8 millones 185
mil 120 venezolanos, establece entre sus grandes objetivos históricos la
consolidación del Poder Popular en el período 2013-2019 y la conformación de tres
mil comunas socialistas (que agruparían cerca de 39 mil consejos comunales). Si
la revolución bolivariana consigue cumplir con esta meta, para el año 2019 el 68 por ciento de los
venezolanos (30.550.479 de personas, según las proyecciones oficiales) vivirían
en comunas.
Las extravagancias ideológicas del monje
Giordani se acoplan perfectamente a los delirios de Hugo Chávez de instaurar un
modelo político y territorial que anule el sistema republicano y facilite el
mando perpetuo de una casta de origen militar (el pasado 4 de febrero Diosdado
Cabello, sin pudor alguno, se atrevió a utilizar nuevamente el uniforme). Las
comunas buscan dividir el país en dimensiones territoriales que faciliten el
manejo de variables estratégicas como la movilización de recursos, la
concentración de personas, la identificación de enemigos políticos, la
neutralización de focos de oposición y la consolidación del proceso de toma de
decisiones.
Lo que casi nadie dice, por temor a
retaliaciones, es que el establecimiento del modelo del Estado comunal implica
también la creación de redes de inteligencia social, esto es: la delación
vecinal. Este proceso de saber «quién es quién» en el barrio le ha servido al
gobierno revolucionario para captar a dirigentes de base, pero también para
identificar a los sectores de oposición y limitar su capacidad de movilización.
Se busca aprovechar la estructura de control
social para poder gerenciar un sistema de premios y castigos que modele y
determine las conductas de las personas. «Si tú no te comportas como yo quiero,
no obtienes nada», ésa es la cuestión de fondo. Lo peor del caso es que la
sociedad venezolana, en la actualidad, no tiene ningún contrapeso que oponer a
esta estructura de dominación.
La utilización del binomio «amigo-enemigo» también
contribuye al chantaje. No en balde se divide a las regiones en gobernaciones
patriotas y gobernaciones apátridas. Los gobernadores oficialistas están
obligados a “esfaratar” las instituciones regionales y transferir los recursos
económicos a los consejos comunales para que éstos ejecuten sus proyectos. En
cambio, los gobernadores de oposición sufren el retraso en la entrega de los recursos.
En el fondo, se trata de una maniobra con fines electorales: convencer a los votantes
de que, en términos de acceso a las fuentes de financiamiento, lo más
conveniente para la comunidad es un gobernador chavista.
Estamos en presencia de un proyecto político que
hace una revolución de izquierda sin trabajadores. Desde el punto de vista de
la teoría marxista, se trata de una inconsistencia. ¿Pero cómo es posible
mantener en pie semejante contrasentido? Gracias a dos estrategias: incrementar
la dependencia económica del ciudadano con respecto al Estado («los pobres
tendrán que seguir siendo pobres») y perfeccionar una estructura de coacción y
control social («si tú no te comportas como yo quiero, no obtienes nada»). En
estas dos premisas se resume el modelo político del chavismo. La primera
estrategia corre por cuenta de Giordani. La segunda por los comisarios
políticos cubanos, interesados en mantener el tributo de seis mil millones de
dólares anuales que pagamos los venezolanos a las arcas del castrismo; una dolorosa
afrenta nacional que puede explicarse gracias a una debilidad de naturaleza psicológica:
la influencia ejercida por Jorge Giordani sobre Hugo Chávez sólo es superada
por la ascendencia que tiene el barbudo Fidel.
Tengo para mí que la relación de Hugo Chávez y
Jorge Giordani no se alimenta únicamente de la admiración que el alumno profesa
al maestro por su sabiduría; hay también mucho de la enfermiza dependencia
afectiva que padece el poderoso con respecto a aquellos colaboradores que mejor
se arrastran y adulan, opacas medianías concentradas en el afán de congraciarse con el mandón.
Ellos, los cortesanos, cultivan una extraña virtud: no frenarse ante las
quisquillas pequeñoburguesas que a menudo detienen a las personas con una
educación basada en valores morales.
El escritor comprometido José Ramón Martín Lugo,
en su benevolente reseña en la revista La
república cultural, perdió la oportunidad de glosar las páginas 51 y 52 del
tomo tercero del tríptico Impresiones de
lo cotidiano de Jorge Giordani. De haberlo hecho, les hubiese obsequiado a
sus lectores el retrato de cuerpo entero de un
vil adulador, de un ingeniero industrial que, como diría el pueblo,
prefiere jalar bola en la sombra que echar escardilla en el sol. El capítulo en
cuestión se intitula «La donación del presidente…» y procedo a citarlo en
extenso:
«En el programa Aló
Presidente, número 114, que se desarrolló en la populosa Parroquia La Vega de
Caracas, la Ministra de Salud y Desarrollo Social, la Dra. María Urbaneja, hizo
unos anuncios relativos a la organización para la donación de “órganos”. El
Presidente, con su estilo habitual, interrumpía para hacer el anuncio de
marras, que podrá no ser muy importante, ni significativo para el momento que
vive el país, pero que no cabe duda que dará que hablar. Decidió el Presidente
donar sus órganos luego de morir (…) A quién le tocarán las diferentes partes
del cuerpo del señor Presidente. Pensemos, por ejemplo, en la tan criticada
verruga que tan gallardamente ostenta. Las verrugas han sido como bien sabemos
hasta objetos poéticos, cuando los lleva una linda dama y dependiendo de donde
la porte. Pero esta del Presidente ha sido objeto hasta por él mismo de muchos
comentarios, demostrando una vez más su humor... ¿A quién irá a parar la
verruga del señor Presidente, tendrá demanda para ser usada por otro personaje
diferente al portador original? (…) La lista se hace interminable, pero debemos
hablar del gran corazón. Órgano vital para cualquier ser humano, que debe estar
ligado a la sensibilidad y su interés por los demás. Sobre este órgano
seguramente que aumentará la demanda y habrá que respetar el criterio de
precedencia (…) El hígado será posiblemente objeto de mucha disputa, porque es
necesario reconocer lo que ha tenido que aguantar el Presidente, para no
enfermarse ante tanta falta de democracia. Dado que el Presidente no tiene el
hábito de consumir alcohol, como si lo hacían otros que le precedieron, o
parecido al que corrió, whisky me refiero, en Miraflores durante la estadía de
Carmona el Breve, su hígado se encontrará en perfecto estado y será objeto de
disputa por lograrlo (…) En cuanto al cerebro, seguramente que entre los
científicos se tendrán severas discusiones para determinar sí biológicamente es
posible seccionarlo o bien su implante pueda ser dispuesto de manera total,
aquí algunos de los debates se referirán al nivel de inteligencia, de astucia,
de arrojo, de frío cálculo para la acción, y como se relaciona la pasión con la
razón en alguien que sigue dando temas para el diálogo y la confrontación».
En verdad no entiendo
como puede compararse tanta abyección con la disposición anímica a la
recolección espiritual. Al menos que se tenga a Rasputín como la única
referencia para un monje. Pobres venezolanos: transformados en cobayas del
laboratorio social de un marxista enloquecido.