miércoles, octubre 27, 2010

Sociología de la hora loca

La clase media venezolana ha sabido dotarse de un complejo y variopinto entramado de prácticas culturales. Manías, hábitos y costumbres que buscan ser respuestas creativas a problemas acuciantes del país. La garita de vigilancia, con el guachimán muchas veces achispado que anota pacientemente el nombre de los visitantes de la urbanización, y la hilera espaciada de «policías acostados», jurados enemigos de amortiguadores y trenes delanteros, constituyen dos intentos desesperados por acabar con la inseguridad que limita la vida en común.
Pero sería un error renunciar a la diversión. El ocio y el entretenimiento son compensaciones justas ante lo fatigoso del trabajo y el estrés. La clase media consigue recuperar las energías pérdidas en los relajantes espacios de los cafés lounch, entre catas gastronómicas y acordes de chill out; sin embargo, también se ha animado a crear ritos de carácter familiar y colectivo, como los baby shower y los open house, concebidos como mecanismos de conservación de su identidad como estrato social. En este contexto sociológico, es donde centraremos nuestro análisis de la práctica festiva conocida como la hora loca.
¿Quién de nosotros no ha terminado enredado en un trencito, de lenta y zigzagueante trayectoria, tan pronto se dejan escuchar los acordes de «Vamos pa’la conga» de Ricardo Montaner? ¿Quién de nosotros no ha girado con rapidez y entrecruzado brazos para así seguir el ritmo de la mediterránea tarantela? ¿Quién de nosotros no ha participado en un corro de tambores que imita una noche en Choroní en el centro de la pista? En verdad os digo, que aquel que esté libre de barrancos que tire la primera piedra…
La hora loca es legítima representante de la globalización. En su disposición musical, hecha de cortos y entreverados ritmos, se funden la cumbia, la polka, la changa, la samba, la lambada, el calipso, la ranchera, el merengue ripiao y la música electrónica. Lo más parecido a este crisol de nacionalidades es un elenco de una telenovela mayamera, donde en un mismo techo conviven un papá cubano, una mamá colombiana, un hijo mexicano, una hija argentina, una suegra venezolana y un nieto portorro.
Puede que a los ojos de las autoridades oficiales y vaticanas la ceremonia de la boda sea interpretada como una legítima unión conyugal, pero sin la celebración mundana de la hora loca el matrimonio carece de validez para amigos, familiares y jodedores. Y no se trata de una actitud que pueda explicarse por una afición disfuncional por el caos y el despelote, ya que en la vida pocas cosas entrañan más seriedad que la organización de la parte estelar del entretenimiento. Cuando analizamos a profundidad el fenómeno de la hora loca llegamos a la conclusión de que, más que un hábito social, parece una franquicia. De hecho, sabemos del surgimiento de una nueva profesión: el «horalocólogo», sin duda un desprendimiento del oficio chic de organizador de bodas.
El horalocólogo se esfuerza por garantizar una pulcra y armónica puesta en escena. Su método de trabajo consta de varias fases. La primera de ellas es la realización de una estricta auditoría de los ritmos incorporados al listado de temas de la hora loca. El objetivo es lograr un producto equilibrado: un exceso de reggaetón, de cumbia o de tambores puede desbordar las bajas pasiones de los participantes, y devenir en la antesala de un episodio orgiástico y barriobajero («Échale carne pa’los perros, échale carne pa’los perros, échale carne»). La segunda etapa pone especial cuidado en la correcta conformación del cotillón, el cual debe incluir: máscaras y antifaces, cintillos con estrellas y sombreros estrafalarios, collares florales y lentes con nariz y bigotes (también son válidos los del tipo Poncharelo), y un ruidoso kit de pitos, matracas y claqueadores. La última y más riesgosa fase es fiscalizar que el trencito borrachístico, inducido pavlovianamente por la conga de Montaner, no descarrile y termine por causar una colisión que dé al traste con los centros de mesas y las botellas de güisqui que los invitados cleptómanos y marginales pensaban llevarse «encaletados». Nunca falta el horalocólogo que sueñe con convertirse en el Joaquín Riviera de fiestas y guateques, y ensaye una megaproducción hollywoodense con zanqueros, escupefuegos, lanzacuchillos y titiriteros (sólo hacen falta orfebres, artesanos, estudiantes de letras y un aviso herrumbroso del Centro Simón Bolívar para que aquello parezca la plaza Morelos).
Los participantes del jaleo viven una sensación catártica y un goce carnavalesco. Tal como el antruejo se erige como una reacción profana ante el predominio y la solemnidad del rito religioso, un contrapunto medieval a la cuaresma cristiana, la hora loca, babel musical, constituye un guiño desacralizador de esa atmósfera hierática propia del matrimonio consumado en el altar eclesiástico. Durante la hora loca se suspende el principio de autoridad, pero también se experimenta la intermitencia de los duros requerimientos estéticos de la sociedad moderna. Entre antifaces y máscaras de rostros contrahechos, la ausencia de belleza no supone una desgracia. Llegados a este punto, echamos de menos al cronista que relate este encuentro de los feos con su patria.
Dice Mijaíl Bajtin, en su estudio clásico La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento: «El carnaval es la segunda vida del pueblo, basada en el principio de la risa (…) Las festividades siempre han tenido un contenido esencial, un sentido profundo, han expresado siempre una concepción del mundo. Los “ejercicios” de reglamentación y perfeccionamiento del proceso del trabajo colectivo, el “juego del trabajo”, el descanso o la tregua en el trabajo nunca han llegado a ser verdaderas fiestas. Para que lo sean hace falta un elemento más, proveniente del mundo del espíritu y de las ideas. Su sanción debe emanar no del mundo de los medios y condiciones indispensables, sino del mundo de los objetivos superiores de la existencia humana, es decir, del mundo de los ideales. Sin esto, no existe un clima de fiesta».
En tiempos recientes hemos presenciado un fenómeno curioso: el salto al mundo cotidiano de la hora loca, o mejor dicho, del concepto caricaturizado de la hora loca. No hablamos ya de la moda gimnástica de la bailoterapia, con su cauda de viejitos moviéndose de un lado para el otro, sino de algo de mayor densidad, que se expresa en Caracas, por ejemplo, en un paisaje urbano grotesco, producto de una arquitectura de estilo hora loca, que junta moles inmensas con pequeños edificios. Aunque también pudiésemos referirnos a la esperpéntica hora loca —y, de paso, nona— que deben encarar a diario los usuarios del Metro de Caracas, degradados en su condición de usuarios y seres humanos. Todo esto por no mencionar las mentalidades estructuradas al ritmo trunco y entremezclado de una hora loca ideológica que une, en apelmazada e indigesta melcocha, al Oráculo del Guerrero, Marx, Lenin, Meszaros, Laclau, Galeano, Samuel Robinson, Guevara, Chomsky, Zamora, Dussel, Kléber Ramírez, Fanon, Zizek, Ceresole y Bolívar (el trencito de la hora loca ideológica es pariente cercano del trencito beodo de bodas y bautizos; no en balde tiene como combustible la concupiscente borrachera de petrodólares).
Afirma Milan Kundera, en su libro Los testamentos traicionados, que en la niebla se puede ser libre, para, acto seguido, aclarar: «Pero eso sí: siempre será la libertad de alguien que está entre tinieblas».

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