sábado, febrero 15, 2014

El hombre en busca de sentido

Convencido de la naturaleza expansiva y asesina del nazismo, el psiquiatra y profesor universitario Viktor Frankl acude a la Embajada de Estados Unidos en Viena para solicitar la aprobación de un visado para él y sus parientes. La respuesta oficial no tarda mucho en llegar. En el seno de la modesta familia judía las buenas noticias no acuden en bandada: la felicidad de contar con una nueva tierra para proseguir la marcha se transforma en angustia al conocer que el permiso de inmigración ha sido negado a los padres.
De este modo, el destino coloca a Viktor Frankl frente a una durísima prueba de conciencia: ¿debe quedarse con los seres que le dieron la vida o marcharse a otro país para preservar su joven hogar y también su incipiente carrera académica?, ¿debe procurar la seguridad física de su esposa embarazada o acompañar a sus padres en una batalla perdida contra la barbarie? Tras intensas reflexiones, deja vencer el visado y permanece en Austria. Una decisión que sella la suerte de todo el grupo familiar. Los Frankl son apresados y deportados al campo de Auschwitz, en Polonia.
El francés Pierre Alféri sostiene que para llevar una experiencia a su término es preciso decirla, pronunciarla, robársela al silencio, porque la circunstancia vivida no podrá jamás ser sentida ni recreada por otras personas si únicamente se le evoca con una fugaz sonrisa o se le recuerda calladamente entre lágrimas. Viktor Frankl intuye esta verdad revelada en el verso del poeta y, consciente de su doble condición de escritor y psiquiatra, se anima a poner en papel su testimonio como sobreviviente de un campo de exterminio. De tal empeño memorioso surge El hombre en busca de sentido, uno de los diez libros más influyentes en los Estados Unidos de América, según un estudio de la Biblioteca del Congreso en Washington.
Con la rigurosidad del científico social, Viktor Frankl inicia sus anotaciones con una declaración de principios: su compromiso personal de domeñar los sentimientos nacidos del dolor y la humillación para ensayar una respuesta, que se pretenda objetiva, a una inquietante pregunta: ¿Cómo afectó el día a día en el campo de concentración la mente, la psicología, del prisionero medio?
En términos de salud mental, ¿cómo eran esos prisioneros? ¿Podemos afirmar que el terror circundante uniformaba sus conductas y percepciones o, por el contrario, sus actuaciones obedecían a diferentes perfiles psicológicos? He aquí una primera observación del psiquiatra en el lager: «La mayoría de los sucesos que aquí se describen ocurrieron en los pequeños campos —donde se llevó a cabo la mayoría del exterminio real—, y no en los campos grandes y famosos. Tampoco cuenta el testimonio del sufrimiento y la muerte de los héroes y los mártires, ni de los prisioneros con renombre, ni la crueldad de los kapos (prisioneros que disfrutaban de privilegios especiales por gozar de la confianza de los guardias de las SS). Por lo tanto, no nos ocuparemos de los sacrificios, los tormentos y la muerte de la incontable legión de víctimas anónimas y olvidadas, y relegaremos a un segundo plano el dolor de los poderosos. El relato se acerca más bien a los prisioneros corrientes y molientes, aquellos sin ningún brazalete distintivo en sus mangas, los que exasperaban el desprecio de los kapos. Mientras esos simples prisioneros no tenían nada o casi nada que llevarse a la boca, los kapos jamás pasaban hambre; de hecho, muchos kapos disfrutaban de mayor fortuna en su estancia en el campo que en el resto de sus vidas, tanto antes como después del cautiverio. A menudo trataban a los prisioneros con mayor crueldad que los propios guardianes, y los golpeaban con más saña que los hombres de la SS. A nadie le extrañaba esa conducta, pues los kapos eran escogidos entre los prisioneros cuyo carácter y actitud presagiaban ese tipo de comportamientos, y en el caso de no cumplir esas expectativas, inmediatamente eran degradados de sus funciones. En poco tiempo se convirtieron en una réplica de los guardias del campo y de los miembros de la SS, hasta el punto de poderlos incluir en su mismo perfil psicológico (...) El proceso de selección de los kapos era de tipo negativo: se escogía para este encargo exclusivamente a los prisioneros más brutales (aunque, por suerte, se produjeron una pocas y felices excepciones). Además de esta selección de los kapos por las SS, que podríamos denominar “activa”, también se producía un continuo proceso de autoselección —“pasiva”— entre los internados en el campo. Por lo general, sólo solían sobrevivir aquellos que, endurecidos quizás por el deambular durante años de campo en campo, y en la lucha por la supervivencia, perdían todos los escrúpulos; aquellos que, con tal de salvarse, eran capaces de emplear cualquier medio, honesto o menos honesto, incluida la fuerza bruta, el robo o la traición a sus compañeros. Después de todo lo visto y vivido, los escasos afortunados que regresamos de allí, gracias a una cadena inexplicable de fortuitas casualidades o de auténticos milagros —cada cual llámelo como quiera—, estamos férreamente convencidos de lo siguiente: los mejores de entre nosotros no regresaron a casa».
Cuando excluye de su estudio el caso de los Kamerandenpolizei (popularmente conocidos como kapos), y aborda el desarrollo psicológico de la mayoría de los prisioneros sobrevivientes a la política de exterminio impuesta por el nazismo, Viktor Frankl distingue tres etapas: (1) el choque y el desconcierto emocional del internamiento, (2) la adaptación a la vida del campo de reclusión y (3) la mezcla de sentimientos asociados con la liberación.
El síntoma característico de la primera fase psicológica era el shock agudo e intenso. La psique proseguía su desmoronamiento cuando el prisionero, sin reparar en las funestas realidades que condicionaban el entorno de reclusión (hambre, piojos, maltratos, hacinamiento), se entregaba ingenuamente a «la ilusión del indulto», un mecanismo de amortiguación interna que suelen desarrollar los condenados a muerte justo antes del momento de su ejecución, cuando sueñan con la llegada de un funcionario que informe acerca de una milagrosa medida de perdón. Una vez superada cualquier ilusión (musa veleidosa desterrada del infierno de Dante), el prisionero echaba mano de un humor grotesco, perdía progresivamente el temor a la muerte  y desarrollaba una curiosidad enfermiza por saber hasta qué punto el azar y sus oscuros designios lo salvaría. «En una situación anormal, la reacción anormal constituye una conducta normal».
La segunda etapa tenía en la apatía su principal característica. Una especie de muerte afectiva que suponía la suspensión del pensamiento moral, para adoptar, en su lugar, una suerte de ética de la sobrevivencia. Emociones como el horror, la piedad la repugnancia o la indignación estaban vedadas en la psicología del prisionero. La falta de alimentación y la escasez de sueño incrementaban la irascibilidad del carácter. El instinto de sobrevivencia recomendaba proyectar una inacabable capacidad de trabajo.
«La realidad se desvanecía ante nosotros, el mundo emocional se amortiguaba, y todos los esfuerzos se concentraban en una única tarea: conservar nuestra vida y la vida de los camaradas amigos. Cuando la noche caía y los prisioneros —como rebaños— regresaban al campo desde sus lugares de trabajo, con frecuencia se escuchaba un respiro de alivio y un susurro: “Menos mal, vivimos otro día más”», escribe años después el prisionero número 119.104, el doctor Viktor Frankl.
En esta parte del libro, el autor se detiene a analizar el impacto del horror en las facetas más básicas del hombre torturado en el infierno concentracionario. En cuanto al sexo, impulso vital según la psicología freudiana, reporta una mínima incidencia. Hay escasísimos casos de sodomía o pederastia. La orientación heterosexual reprimida no se manifiesta siquiera en sueños eróticos recurrentes. El instinto copulativo, curiosamente, no forma parte de las necesidades primarias de aquel grupo de personas bestializadas. Se extingue el deseo carnal, pero también cualquier vestigio de vida sentimental. La verdadera urgencia es el hambre, cuya presencia se nota en aquellas esqueléticas figuras moldeadas por la peor de las muertes: la que perdona la vida.
«Algunos de mis colegas del campo, de orientación psicoanalítica, solían referirse a una “regresión” de los internos en el lager; un retroceso hacia forma más primitivas de vida mental. Los deseos y aspiraciones se manifestaban con claridad en sus sueños. Pero, ¿con qué soñaban los prisioneros? Con pan, pasteles, cigarrillos y baños de agua templada. La imposibilidad real de consumar esos deseos básicos les empujaba a satisfacerlo en el mundo ilusorio de los sueños (…) En la última época de nuestro cautiverio, la dieta diaria se reducía a una única ración de sopa aguada y a un minúsculo pedazo de pan. Además se nos repartía una “entrega extra”: veinte gramos de margarina, o una rodaja de salchicha de mala calidad, o un trocito de queso, o una pizca de algo que pretendía ser miel o una cucharada de mermelada aguada. Una dieta totalmente insuficiente en cuanto a calorías, sobre todo si tenemos en cuenta nuestra pesada jornada laboral y la continua exposición a la intemperie con ropas inapropiadas. En peores condiciones se encontraban los enfermos que necesitaban “cuidados especiales”; es decir, aquellos a los que se les permitía quedarse en el barracón en vez de salir a trabajar. Cuando desaparecían por completo las últimas capas de grasa subcutánea, y presentábamos la apariencia de esqueletos disfrazados con pellejos y andrajos, comenzábamos a observar cómo nuestros cuerpos se devoraban a sí mismos. El organismo digería sus propias proteínas y los músculos se consumían; el cuerpo se quedaba sin defensas. Unos tras otros, morían los miembros de nuestra pequeña comunidad del barracón. Éramos capaces de calcular, con estremecedora precisión, quién sería el próximo e, incluso, cuando nos tocaría a nosotros. Tras repetidas observaciones, conocíamos los síntomas a la perfección, de ahí el certero acierto en nuestros pronósticos, que jamás solían fallar. “No va a durar mucho” o “Ése es el siguiente”, nos susurrábamos entre nosotros. Y por la noche, al comenzar la operación de despioje, a la vista de nuestros cuerpos desnudos, todos pensábamos más o menos lo mismo: este cuerpo, mi cuerpo, es ya un cadáver. ¿Qué ha sido de mí? No soy más que una pequeña parte de una enorme masa de carne humana», rememora el Viktor Frankl sobreviviente y testigo.
En aquellos barracones el calor viene dado por dos vías: la proximidad de los cuerpos y la agitación de la discusión política. Para unos, los rumores suplen la ausencia de noticias de los campos de batalla; para otros, alimentan la esperanza por el repentino fin de la guerra. La religión atempera a los creyentes; mientras que un grupo nada desdeñable de ateos, con interés por la trascendencia, se refugian en diversas expresiones artísticas. Destaca el caso del «kapo asesino», quien exonera de su furia a todo aquel prisionero que acceda a escuchar algunos de sus poemas de amor.  Nadie critica este arrobo simulado del, nunca mejor dicho, público cautivo, porque en el lager la sabiduría consiste no tanto en el desarrollo pleno de la personalidad sino en la aplicación de un vasto repertorio de técnicas para asegurar la sobrevivencia. De allí que los principales objetivos sean, en el corto plazo, pasar  desapercibido a los ojos de los guardianes de la SS y, en el largo plazo, conseguir un traslado hacia un campo de concentración sin chimenea….
El encierro trastoca la noción del tiempo: el día, una unidad cronológica mínima, parece no acabar nunca, mientras que la semana, una unidad cronológica mayor, transcurre con cierta celeridad. La imposibilidad de vislumbrar los plazos temporales repercute directamente en la dificultad para tomar decisiones o impulsar iniciativas. Nadie conoce la fecha de culminación de la guerra y por tanto nadie sabe cuando llegará el intercambio de papeles entre víctimas y verdugos. Sólo hay una realidad: la tragedia de la dominación y el exterminio. Sin embargo, en aquellos momentos en que el pesimismo se torna asfixiante, el humor aparece como una válvula de escape: «El descubrimiento de algo parecido al arte en un campo de concentración sorprenderá bastante al profano en esta materia, pero la sorpresa será aún mayor al escuchar que también chispeaba un cierto sentido del humor; claro está, un humor apagado y, aún así, sólo durante unos breves segundos o unos escasos minutos. El humor es otra de las armas del alma en su lucha por la supervivencia. Es bien sabido que, en la existencia humana, el humor proporciona el distanciamiento necesario para sobreponerse a cualquier situación, aunque sea por breve tiempo (…) Los afanes por fomentar el sentido del humor y contemplar la realidad bajo una luz humorística constituyen una especie de truco que aprendíamos mientras dominábamos el arte de vivir, pues aún en un campo de concentración es posible practicar el arte de vivir, aunque el sufrimiento sea omnipresente», reflexiona el psiquiatra vienés.
En opinión de Viktor Frankl, la creación individual de un reducto de libertad espiritual e independencia mental, que evite la anulación del 
«yo» en un contexto de tensión psíquica y debilidad física, debe pasar necesariamente por el otorgamiento de un sentido existencial al dolor. Incluso en los instantes más aciagos, el hombre siempre mantiene intacta su capacidad de decidir el modo en que enfrentará lo aparentemente ineluctable. La libertad interior puede elevar a una persona muy por encima de las circunstancias nefastas de un momento determinado e impide los cuadros depresivos que causan mengua del sistema inmunológico: «El hombre que se dejaba vencer interiormente ante la ausencia de metas futuras ocupaba y llenaba su mente de recuerdos. Esta tendencia a refugiarse en el pasado se explica como un recurso de apaciguamiento de los horrores del presente, al mostrarlos así con una menor sensación de realidad. Pero despojar al presente de su genuina realidad entraña ciertos riesgos. Si se dejaban inundar por ese tono de irrealidad, el prisionero de desentendía con facilidad de aprovechar las ocasiones de realizar las acciones positivas que el campo le brindaba, y esas oportunidades existían de verdad, eran reales. Considerar nuestra “existencia provisional” como algo irreal constituía un factor primordial para que la vida se les fuese entre las manos a los prisioneros, porque todo se revestía como carente de sentido.  Tales personas olvidaban que, en multitud de ocasiones, son las circunstancias excepcionalmente adversas o difíciles las que otorgan al hombre la oportunidad de crecer espiritualmente más allá de sí mismo (…) Lo que de verdad necesitamos es un cambio radical en nuestra actitud frente a la vida. Debemos aprender por nosotros mismos, y también enseñar a los hombres desesperados que en realidad no importa que no esperemos nada de la vida, sino que la vida espere algo de nosotros. Dejemos de interrogarnos sobre el sentido de la vida y, en cambio, pensemos en lo que la existencia nos reclama continua e incesantemente. Y respondamos no con palabras, sino con el valor y con la conducta recta y adecuada. En última instancia, vivir significa asumir la responsabilidad de encontrar la respuesta correcta a las cuestiones que la existencia nos plantea, cumplir con las obligaciones que la vida nos asigna a cada uno en cada instante particular».
Cuando analiza el perfil psicológico del guardián del campo de concentración, Viktor Frankl comparte con los lectores cuatro observaciones: (1) la minoría de los vigilantes eran hombres con cuadros clínicos de sadismo; (2) estas personas con una tendencia sádica pronunciada eran convocadas para integrar los equipos de patrullaje más implacables del lagar; (3) la mayoría de los agentes de la SS si bien se negaban a participar en acciones de carácter sádico, adolecían de permisividad moral y endurecimiento emocional; y (4) un grupo reducido de guardias tuvo muestras de compasión ante la suerte de los prisioneros. «De todo lo expuesto debemos concluir que hay dos razas de hombres en el mundo: la “raza” de los hombres decentes y la “raza” de los hombres indecentes. Ambas se entremezclan en todas partes y en todas las capas sociales. Ningún grupo social se compone exclusivamente de hombres decentes o indecentes. En este sentido, ningún grupo es de “pura raza”. Por eso, a veces, se asomaba entre los guardianes alguna persona decente».
La liberación, la tercera fase del desarrollo psicológico de los prisioneros sobrevivientes al exterminio nazi, se caracteriza por un estado de confusión sentimental, una alegría imprecisa, una vaga tristeza, que evidencia los efectos deletéreos originados por el proceso de deshumanización padecido en el lager. «Durante esta fase psicológica observé que en las personalidades más primitivas hizo mayores estragos la brutalidad que dominaba la vida en el campo de concentración; les resultaba muy difícil sustraerse a esas experiencias. Ya libres, consideraban que estaban en su derecho para usar la libertad de una manera licenciosa y arbitraria, sin sujetarse a ninguna norma. Lo único que cambió para ellos es que pasaron de oprimidos a opresores. Costaba tiempo y paciencia reconducir a esos hombres a aceptar la verdad lisa y llana de que a nadie le está permitido hacer el mal, ni aun cuando la injusticia se hubiese cebado con él (…) Además de la deformidad moral, consecuencia del cese repentino de la tensión psicológica, otras dos experiencias amenazaban con dañar la personalidad del hombre liberado: la amargura y el desencanto —la desilusión— que sufría al retornar a su vida anterior. La amargura se surtía del cúmulo de decepciones que el recién liberado sufría, una tras otra, al reintegrarse a su vida anterior. Se rebelaba interiormente al comprobar que en muchos lugares se le recibía con un ligero encogimiento de hombros y unas cuantas frases rutinarias».
Finalmente, El hombre en busca de sentido concluye con un apartado explicativo de las bases terapéuticas de la logoterapia, técnica profesional empleada por el doctor Viktor Frankl para curar los casos de neurosis surgidos de la angustia producida por una vida carente de propósito y por la pueril negación del sufrimiento como componente inevitable de la vida emocional de los seres humanos.
«El ser humano no es un objeto más entre otros objetos: las
cosas se determinan unas a otras, pero el hombre, en última instancia, es su propio determinante. Lo que alcance a ser —considerando el realismo de la limitación de sus capacidades y de su entorno— lo ha de construir por sí mismo. En los campos de concentración, en aquel laboratorio vivo, en aquel banco de pruebas, comprobamos y fuimos testigos de la actitud de nuestros congéneres: mientras unos actuaron como cerdos otros se comportaron como santos. El hombre goza de ambas potencialidades: de sus decisiones, y no tanto de las condiciones, según cuál de las dos pone en juego. Nuestra generación es muy realista pues, después de todo, hemos llegado a conocer al hombre en estado puro: el hombre es ese ser capaz de inventar la cámara de gas de Auschwitz, pero también es el ser que ha entrado en esas mismas cámaras con la cabeza erguida y el Padrenuestro o el Shemá Israel en los labios».

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