domingo, marzo 03, 2013

La revolución de los espejitos


Antonio Arráiz fue uno de los pocos intelectuales que intentó consignar un inventario mínimo de las revoluciones acontecidas en Venezuela. En su libro Los días de la ira (Vadell Hermanos, 1991) el historiador y hombre de letras llegó a documentar un total de 39 revoluciones en el período comprendido entre el 1 de enero de 1830 y el 31 de diciembre de 1903.
Aún hoy, la cifra es objeto de debate. La culpa puede ser achacada, en parte, al propio Antonio Arráiz, quien atiza la polémica al exponer a los lectores los criterios aplicados para distinguir una revolución de una vulgar gresca de montoneras: la existencia de un plan político-militar para derrocar al gobierno, la participación comprometida de más de 500 personas en el proyecto de dominación y la sucesión de más de 30 días de acciones bélicas. Sin embargo, cuando estos tres criterios de clasificación son puestos de lado el panorama decimonónico cambia de manera dramática. De hecho, Arráiz pasa a reconocer la existencia de 166 revoluciones, producto de sumar, a la cifra original, las invasiones y los motines, las asonadas y los desconocimientos, los alzamientos y los cuartelazos.
Este ideal militarista de la revolución redentora siempre termina por pulverizar el propósito republicano de instaurar una larga tradición de gobiernos civiles en Venezuela. Una tara abominable de nuestra historia política que se inicia con la «carujada» vil de la llamada «Revolución de las Reformas». En 1835, José María Vargas obtiene la victoria en elecciones censitarias ante los próceres guerreros Santiago Mariño y Bartolomé Salom. De este modo, logró convertirse en el primer presidente civil del país. Ese fue, digamos, el pecado original de su breve gobierno. El 8 de julio de 1835, en la residencia oficial de gobierno, se presenta Pedro Carujo al mando de un batallón de rebeldes, para derrocar al médico ilustre, al hombre justo. Todavía retumban en la noche de los tiempos las alevosas palabras que marcaron el inicio del primer alzamiento militar: «¡Doctor Vargas, el mundo es de los valientes!».
Fue ese mismo año cuando Francisco Javier Yanes, un atento testigo de su época,  escribe sin proponérselo unas de las observaciones sociológicas más agudas en relación con la idiosincrasia venezolana. Lo hace en las Epístolas catilinarias: «Yo no me cansaré de repetirlo: ningún país del mundo ha pagado con más profusión los servicios que se le han hecho, que el nuestro; pero la corrupción, la disipación, han dejado a muchos hombres en una situación de que ahora no encuentran otro modo de liberarse que haciendo revoluciones a costa del propietario honrado (…) Hombres de esta especie no son idólatras sino de sus sórdidos intereses: habiendo vivido siempre de los empleos y del desorden, aborrecen todo gobierno en cuya administración no pueden influir en beneficio propio (…) Desde luego, estos hombres acogieron el medio de vivir  de empleos y de lucrar a costa del hombre honrado y laborioso. ¿Cuál fue éste? Una revolución. Este es el modo de vivir más conocido en nuestro país, dijeron para sí: los pueblos se han familiarizado tanto con ellas, que ya no parecen crímenes; si acaso la que vamos a emprender no tiene el éxito que prometemos, un indulto, una completa amnistía nos librará del suplicio (…) El pretexto que más puede alucinar es el de las reformas; pues proclamaremos las reformas. Se dará una nueva Constitución que, sin duda, será vista con desprecio por los pueblos que todos los años están jurando constituciones, se inspirará el desaliento, se acarrearán males infinitos; a cuyo lado no son perceptibles los que se originan de los que actualmente tenemos; pero este desaliento y estos males convienen a nuestras miras. Colóquese por fin en la presidencia al hombre que nos da empleos y esto no basta, proclamemos reformas».
En 1903 la batalla de Ciudad Bolívar significa el sometimiento definitivo de los caudillos de la «Revolución Libertadora» y el inicio de una época de paz tutelada para el pueblo venezolano. En esencia, se puede hablar de años de miedo, de terror, que convierten al término «revolución» en una mala palabra. El país debe esperar poco más de cuatro décadas para presenciar como otro grupo de insurgentes reivindica la utilización de esta prestigiosa categoría política para su proyecto de toma del poder. En un episodio que algunos historiadores no les gusta recordar —particularmente a aquellos historiadores ocupados en la tarea de construir la figura de un santón civil que pueda competir en el imaginario colectivo con el santón militar de Simón Bolívar—, Rómulo Betancourt, joven político formado en la extrema izquierda y luego reconvertido a la socialdemocracia, lidera junto con Marcos Pérez Jiménez, y otros tenientes coroneles, la denominada «Revolución de Octubre» que defenestró de la silla presidencial a Isaías Medina Angarita. Nuevamente, y como en tiempos de Carujo, el mundo se revelaba como un sitio destinado para los valientes.
Tras otra dolorosa dictadura, muchos venezolanos volvieron a soñar con la «revolución». En 1959, Rómulo Betancourt asciende al poder por la vía de los votos e inicia, con dos lecciones suficientemente aprendidas, la defensa de la naciente institucionalidad acosada por dos flagelos que él conoce de primera mano: el militarismo y el comunismo. Triunfa en su empeño, pero en silencio los descendientes de los derrotados abrevan en el mismo venero de los padres. El sistema de becas culturales y educativas, pensado acaso para expatriar a nacionales incómodos, termina por acercar a los hijos de los guerrilleros a los escenarios europeos donde se gestó la teoría marxista. Fue así como el resentimiento ñángara se hizo de una generación de ideólogos con estudios de doctorado, los actuales planificadores del socialismo del siglo XXI…
La decadencia del sistema de partidos reforzó el prestigio de la «revolución» como estrategia de asalto al cielo, como antesala de la utopía; un ideal romántico que siempre logró sobreponerse a su etimología y al peso semántico del prefijo «re». Una clase de gramática que muchos no terminaron de entender, como bien reflexiona el profesor Tom Crick, protagonista de El país de agua, novela del escritor inglés Graham Swift: «¿Os acordáis, niños, de cuando estudiamos la Revolución Francesa? Ese importante hito, ese cambio de rumbo experimentado por la historia. ¿Os acordáis que les explique lo que la palabra “revolución” significaba implícitamente? Os dije que quería decir dar la vuelta, completar un círculo.  Os dije que, aunque popularmente revolución equivale a cambio categórico, a transformación absoluta —a dar un salto progresista hacia el futuro—, todas las revoluciones conllevan, sin embargo, una tendencia opuesta y no por ello menos evidente: la idea de regreso. Redención; restauración. Reafirmación de lo puro y esencial frente a lo decadente y lo falso. El regreso a un nuevo comienzo (…) ¿Por qué es tan frecuente que la historia exija grandes derramamientos de sangre, holocaustos, armagedones? ¿Y por qué ocurre que, cada vez, el pasado no haya llegado a enseñarnos ninguna lección? “Seguidme” —dijo Napoleón—, “y os daré la Edad de Oro”. Y siguieron al Emperador los mismos que antes fueran regicidas, los mismos que antes odiaban a los tiranos. Cómo se repite a sí misma la historia, cómo se repliega sobre sí misma por mucho que tratemos de hacerla avanzar. Cómo serpentea y se retuerce. Cómo avanza en círculos y nos devuelve al mismo lugar (…) Avanza simultáneamente en dos direcciones. Retrocede al tiempo que avanza. Hace el rizo. No caigáis en la tentación de creer que la historia es una disciplinada e incansable columna que camina sin vacilación hacia el futuro».
La historia venezolana también avanza retrocediendo cuando el 4 de febrero de 1992 un alma decimonónica, criada en los cuarteles, viola su juramento constitucional de fidelidad democrática y fuerza al país a retomar, con una cruenta asonada militar, el conteo de las revoluciones.
«¿Qué importa el nombre?», se pregunta Julieta Capuleto luego de enamorarse de un muchacho de apellido Montesco. Siglos después, y bien lejos de Verona, el teniente coronel Hugo Chávez Frías, alias «Tribilín», tiene plena conciencia de la importancia de un nombre y por ello no vacila en atar su suerte política a la figura venerada del Libertador; decide, entonces, llamar a su proyecto mesiánico y continuista la «Revolución Bolivariana».
¿Qué tan atrás en el pasado nos aventará esta nueva revolución? Yo, como si fuese otro más de los alumnos del profesor Crick, confieso que no tengo respuesta para esta interrogante. Sólo atino a denunciar en estos apuntes que muchos lobos, al amparo de la sombra proyectada por el nuevo hombre fuerte, se hicieron pasar por corderos y consiguieron entrar en el aprisco donde el rebaño democrático languidecía de cansancio. Aprendieron la jerga del quehacer democrático y del constitucionalismo republicano para fingirse voceros legítimos del malestar de los sectores populares, para ganar elecciones, para aplastar las derechos conquistados por las minorías, para implantar un sistema basado en la adoración de un único hombre y para, en definitiva, acabar con la república, tras dinamitar la garantía de libertad contenida en el principio de la división de los poderes públicos.
La pobreza amplió sus dominios: a la pobreza económica se le sumó la miseria del alma. Hombres y mujeres de distinto origen socioeconómico abjuraron de su condición ciudadana para engrosar las filas de las famélicas y codiciosas huestes del «tiramealguismo». Ricos, pobres y personas de clase media internalizaron una verdad canalla: En Venezuela la actividad más productiva, después del petróleo, es hacerse el pendejo, el loco, el güevón. Calla y cobra, mira para otro lado mientras estiras las manos y recibes el dinero que borra los recuerdos incómodos asociados con toda escena de crimen.
Las mentes más limitadas guardaron silencio; las más instruidas se convirtieron en «hermeneutas del monstruo» (Ulrich Beck dixit) y dedicaron su tiempo y sus luces a cohonestar con eufemismos y lugares comunes los zarpazos del régimen neototalitario. Fueron apenas pavesas arrojadas de la pira en la que ardía un país llamado Venezuela.
Los pobres del bolsillo fueron a lo suyo y aprovecharon su extensa parentela para tener al menos a un miembro del grupo familiar metido en una de las diferentes colas de las misiones sociales (una aplicación exitosa al mundo político del concepto mercadotécnico de la« segmentación de mercado»). Ante la triste visión de personas prosternadas, con las cabezas gachas y en poses mendicantes, acudieron solícitos los hermeneutas del monstruo a prestar sus servicios y, en arriesgada manipulación lingüística, trocaron la antiquísima costumbre de la compra de conciencia en el novedoso enfoque de la inclusión social: «¡Señores de la canalla mediática, digan la verdad! El gobierno bolivariano no reparte a la población dinero no trabajado, sino que cancela directamente a los verdaderos accionistas de PDVSA los proventos de la actividad petrolera». Más tarde, estos pobres de alma, que no del bolsillo, también fueron a lo suyo: bajo la excusa de ser hombres de empresa y ciudadanos apolíticos (¿?), hicieron del silencio el mecanismo paralelo más eficiente para acceder a las petrodivisas y los jugosos contratos de obras públicas. De este modo nació la pestilente «boliburguesía».
El catálogo de oportunistas quedaría incompleto si no mencionamos aquí a los «chavistas de clóset», a los millones de sujetos que se hacen pasar por opositores al régimen, acuden a las marchas de la oposición, tocan cacerolas en la tranquilidad de sus apartamentos de lujo e incluso se inventan seudónimos ingeniosos para convertir a la internet en un campo violento de lucha; muchos de estos sujetos son seres sin talento que en la administración pública ocupan una posición técnica o gerencial que desborda por mucho sus capacidades intelectuales, pero se hacen de  recursos monetarios suficientes para mantener un estatus socioeconómico elevado, que les permite viajar al exterior varias veces al año y mantenerse actualizado en las últimas tendencias tecnológicas. Los «chavistas de clóset» siempre están atentos a una emisión de títulos de deuda «denominados en dólares», a pesar de que saben que con la compra de los bonos públicos aportan el dinero que le hace falta a la dictadura para mantener su política de compra de conciencias. El excelente novelista venezolano Eduardo Sánchez Rugeles nos ayuda a completar el perfil de estos virtuosos del fingimiento: «Una de las mayores fortalezas electorales del gobierno ha sido la de activar y profundizar el clientelismo de la mediocridad. Estos tipos (que pueden ser nuestros hermanos, primos, vecinos o amigos del colegio) saben perfectamente que en un contexto objetivo de competencia no tendrían nada que aportar ni que decir. Su ineficacia, a la hora de una prueba de aptitud, quedaría en la más absoluta evidencia. Muchas de estas personas, como parte del juego social, reivindican en su vida cotidiana alternativas como las de Hay un camino pero a la hora de participar, por mera conveniencia, eligen la única opción electoral que garantice sus inmerecidos cargos y desproporcionados salarios. Lo que sucede en PDVSA sucede en todos los sectores de la vida pública. Cuesta creer que dentro de los millones que refrendaron el desastre el pasado 7 de octubre, un porcentaje relevante corresponde a este perverso clientelismo. Todos tenemos algún conocido que, de un día para otro, pasó de cuidar carros en un restaurante chino a ser cónsul de Venezuela en cualquier lugar del mundo o asesor estratégico del ministerio de un poder, supuestamente, popular».
Hubo también quienes por convicción ideológica colaboraron con la supresión de la democracia. Muchos de ellos, provenientes de hogares izquierdistas, mamaron el resentimiento del seno de la madre y forjaron su panteón de héroes y mártires con los compañeros fallecidos o desaparecidos que el padre conoció durante la lucha guerrillera y la política clandestina. Estos comunistas genéticamente puros, intoxicados con categorías políticas y conceptuales de escasa aplicación en el contexto venezolano (burguesía, plusvalía, alienación, lucha de clases), jamás plantearon peticiones desmedidas; se conformaban únicamente con ver a los malditos adecos y copeyanos freídos en aceite.
Para que nosotros podamos entender esta loca obsesión por ideas fracasadas, para que nosotros podamos comprender cabalmente el deseo de renunciar a la existencia propia y arrastrarse como un zombi detrás de postulados inhumanos, más letales que el nazismo, quizás sólo tengamos la ayuda y la perspicacia de Claudio Magris, quien comparte con los lectores una intuición incómoda:
«Algunas veces se ama algo sólo porque creció con nosotros, es el espacio y el terreno de nuestras vidas; aunque viésemos su indignidad e inmoralidad objetivas, no dejaríamos de amar ese mundo, porque es el nuestro».
Algunos de los testigos de la asfixia del espíritu cívico y libertario, de la vergonzante entrega del país al gobierno de una isla tiranizada por dos patéticos ancianos, no tuvieron mejor idea que pontificar acerca de virtudes tales como la objetividad, la neutralidad, la ponderación. Sin embargo, el hedor de la charca, ese espeso caldo putrefacto donde las apremiantes necesidades de la sobrevivencia jamás podrán confundirse con las máximas del sabio arte de vivir, siempre nos reveló la lucidez del inglés Gilbert Keith Chesterton cuando dijo: «La imparcialidad es un nombre muy pomposo para la indiferencia; y la indiferencia es un nombre muy elegante para la ignorancia».
En una reciente entrevista al diario madrileño El País (periódico cuya sola mención causa la indignación de las celestinas del chavismo), el director de cine austríaco Michael Haneke recordó las palabras que escuchó de un antiguo profesor de Filosofía: «Si quieres destruir a alguien, déjale definir». En Venezuela, quizás por miedo a ser destruidos, acaso también por temor a sufrir retaliaciones, muy pocos se atrevieron a emprender una definición rigurosa del sistema que vampirizaba a la nación. No se le puso un nombre a las cosas, no se levantó una taxonomía de los demonios resucitados, y el mal innominado avanzó. El neototalitarismo ataviado de mil disfraces, muchos de ellos zurcidos por reputados intelectuales de la oposición, capitalizó a su favor las imprecisiones, las ambigüedades, las contradicciones. A las finas dagas florentinas del silencio interesado, se unieron los burdos puñales de quienes prestaron sus voces para propagar las expresiones y giros idiomáticos de los ideólogos de la hegemonía cultural. Entre todos le inyectaron aliento a una seudoparla cuyos vocablos rimbombantes (a menudo perfumados de lejanas epopeyas guerreras) estuvieron siempre vaciados de su significado original. Términos empleados en contextos ajenos a sus etimologías, en una operación de resemantización de una realidad desquiciada y desquiciante, como esos damnificados que nos presentan como dignificados, a pesar de experimentar diariamente en un refugio las miserias de la vida.
Pero todo lo que nace muere. Los sistemas que niegan la economía de mercado, en particular aquellos identificados con la izquierda extrema, mueren económicamente al acabar con las fuerzas de la producción; y políticamente también fallecen cuando les sobreviene la inevitable intoxicación por engaños. Es la famosa maldición del propagandista; esa alma oscura que un buen día comienza a creerse, a pies juntillas, la veracidad de todo el universo simbólico recreado a partir de las mentiras, de las repeticiones, de las negaciones, de las exageraciones, de las proyecciones. Sin embargo, en esta hora desgraciada de la historia venezolana el cuerpo martirizado de un enfermo terminal nada puede contra la realidad. El paciente-muriente, recluido en una sala de terapia intensiva o de cuidados especiales, no da para grabar comerciales ni campañas promocionales. Mucho menos da para juramentaciones y labores de gobierno.
Si alguien entre nosotros duda de que el chavismo se está convirtiendo en una suerte de religión laica, como ya lo advirtió el encuestador Oscar Schemel, sólo debe apreciar el surgimiento de los denominados «misterios». El socialismo del siglo XXI, como toda secta ocultista que se respete, se basa en el secreto y por tanto no duda en improvisar una casta sacerdotal, cuyos miembros (Nicolás Maduro, Diosdado Cabello, Elías Jaua), tras ser poseídos por el hálito divino, comunican a los mortales la voluntad del dios invisible. Un dios colérico, de dimensiones bíblicas, que como el Creador de la Sagradas Escrituras manda pestes y castigos, como la devaluación del bolívar, la escasez de alimentos y la alta inflación. Pero, sobre todo, un dios tecnológico, que ratifica sus edictos mediante una firma electrónica.
La engañifa de la firma electrónica equivale a los espejitos que el colonizador español intercambiaba por oro con nuestros antepasados. Los venezolanos de este tiempo entregamos la posibilidad de tener un mejor futuro y de vivir en democracia a cambio del espejito de una firma digital; una firma digital que esgrime un funcionario que insulta, maltrata y se burla de la buena fe de la gente, a pesar de que no cuenta ni con un solo voto popular como prenda de legitimidad. Un vicepresidente dirigido desde Cuba para que la anarquía no deje perder el subsidio de ocho mil dólares a la tiranía castrista.
«El Presidente va para tres meses sin aparecer públicamente y la vida pública nacional se desarrolla en medio de un juego comunicacional en el que la figura del jefe de Estado se ha reducido a una historia, a una narración, a un momento descrito por sus colaboradores. Nada de contacto directo y menos de comunicación directa con los ciudadanos. El Tribunal Supremo de Justicia decidió continuar el mandato de Hugo Chávez, manteniendo un precario hilo constitucional. No obstante, alargar esta extraña figura pudiera llevar a otra situación más polémica todavía: la ausencia indefinida, a todas luces un estado anormal y definitivamente inconstitucional que no es sostenible en el tiempo y, a la larga, con profundo impacto internacional», denuncia con comprensible preocupación el editorial del diario El Universal del domingo 3 de marzo de 2013.
¿Quién manda por fin en el país? Si, efectivamente, mandan los venezolanos o manda el mismísimo dios Chávez desde su gruta mística del piso nueve del Hospital Militar, ¿entonces por qué demonios Nicolás Maduro viaja a La Habana? Si Hugo Chávez informó por primera vez al país el 10 de julio de 2011 acerca del hallazgo de un tumor abscesado con presencia de células cancerígenas, ¿por qué Fidel Castro en carta pública, escrita en la ciudad de La Habana a las 8 y 35 de la noche, del 17 de febrero de 2013, escribe: «Fue necesaria una larga y angustiosa espera, tu asombrosa resistencia física y la consagración total de los médicos como lo hicieron durante diez años, para obtener ese objetivo [la recuperación de la salud plena]?».
Si los venezolanos nada sabemos del estado de salud real de Hugo Chávez, a pesar de que se trata de un empleado público más a la orden de la ciudadanía, ¿por qué el locuaz Fidel Castro declara: «Ahora que no tendremos el privilegio de recibir noticias tuyas todos los días, volveremos al método de la correspondencia que durante años hemos utilizado»? ¿Por qué el secretario general de la OEA José Miguel Insulza afirma que la solución de la crisis de gobernabilidad venezolana se resolverá esta semana? ¿Por qué el diplomático panameño Guillermo Cochez afirma que «han estado engañando a Venezuela y al mundo entero», que el presidente Chávez tiene muerte cerebral desde el 30 de diciembre de 2012 y que «las hijas lo decidieron desconectar hace cinco días»? Es obvio que en esta historia los venezolanos hacemos las veces del marido cornudo.
Chávez no representa nada para mí; nada distinto a un aborrecible dictador. Sin embargo, para sus seguidores Chávez es prácticamente un dios; ellos son los pobres creyentes que observan como los principales sacerdotes se burlan del Dios que le da vida a su credo. ¿Por qué no lo muestran? ¿Por qué no lo enseñan?
Escribe el fallecido historiador Manuel Caballero en su obra Gómez, el tirano liberal: «La experiencia enseña que ni el más meritorio, ni el más poderoso, ni el más aparentemente insustituible de los prestigios resisten la erosión del tiempo: en la República de Venezuela, desde 1830 se ha ido recortando la estatura de los hombres que vencieron al Imperio, su prestigio consumido en la política diaria. No sólo fue Páez, rebajado de mayúsculo “Centauro” a “Rey de los Araguatos”, sino también José Tadeo Monagas, de prócer a ladrón y prófugo». Así las cosas, Hugo Chávez ha pasado a convertirse, para nuestra desgracia, de segundo Bolívar a padre incuestionable de la fracasada «Revolución de los Espejitos».

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