sábado, marzo 19, 2011

De la conveniencia del enemigo

El Estado moderno es el dispositivo político más acabado de ordenamiento de la vida pública. Sus principios fundamentales resumen las experiencias de los distintos ensayos colectivos surgidos como respuesta a la disolución de la comunidad primitiva, aquella basada exclusivamente en los vínculos de parentesco. Factores como la explosión demográfica y la creciente intensidad de la lucha por la sobrevivencia interna (la sustentación) y externa (la defensa) condujeron a los hombres antiguos a integrarse en comunidades más amplias y heterogéneas.
La polis, la civitas, la res publica, los reinos y los imperios representan, en su conjunto, modos organizados de convivencia que lograron aminorar los niveles de inseguridad e incertidumbre social, pero hicieron más complejos la noción del poder, las formas de gobierno y las relaciones de dominación. Una lenta evolución histórica que, motorizada por la crisis del mundo feudal y la propagación del espíritu capitalista, desembocaría, a finales del siglo XV y comienzos del XVI, en el surgimiento en Europa de la figura del Estado, entendido éste «como un territorio comprendido dentro de fronteras ciertas (territorium clausum), en el que habita un pueblo concebido como conjunto de sujetos de derechos y deberes, sometido a un ordenamiento jurídico-político específico».
Sostiene el ilustre jurista Norberto Bobbio que la palabra «Estado» se impuso a otros términos de mayor abolengo político gracias a la difusión y prestigio alcanzado por la obra El Príncipe del florentino Nicolás Maquiavelo, cuyo texto se inicia con la frase: «Todos los Estados, todas las dominaciones que ejercieron y ejercen imperio sobre los hombres, fueron y son repúblicas o principados». A partir de este origen «maquiavélico» han sido muchos los autores que se han ocupado de esta famosa institución humana. Thomas Hobbes no vaciló en juzgarla odiosa pero necesaria, debido a su fortaleza para resguardar la propiedad privada y evitar la guerra civil. Hegel la definió, por su parte, como la mayor manifestación de la eticidad humana, la verdadera garantía de la emancipación ciudadana. Aún entre nosotros se recuerda la famosa postura marxista que despacha al Estado como mero instrumento de dominación de la clase burguesa contra el proletariado.
Pero fue Max Webber quien se animó a emprender un estudio más fenomenológico que valorativo, más explicativo que ideológico. Sería él quien definiría el Estado moderno a partir de dos elementos constitutivos: el monopolio legítimo de la fuerza y la presencia de un aparato administrativo que tiene la función de ocuparse de la prestación de los servicios públicos.
De acuerdo con el catedrático de la Universidad Autónoma de Madrid, Elías Díaz, ha habido cuatro tipos de Estado: el Estado absolutista, el Estado Liberal, el Estado Social y el Estado Social Democrático. Sin embargo, no todos ellos pueden considerarse como Estado de Derecho. En palabras del académico: «Un Estado con Derecho (todos o casi todos lo son) no es, sin más, un Estado de Derecho (sólo algunos cumplen sus requisitos). Éste implica -en términos no exhaustivos- sometimiento del Estado al Derecho, a su propio Derecho, separación y control de los poderes, y actuaciones todas del Estado por medio de leyes, creadas éstas además según determinados procedimientos de alguna abierta y libre participación popular, con respeto pues para derechos fundamentales concordes con tal organización institucional».
Sin embargo, no pocas veces tan importante salvedad jurídica ha sido puesta de lado por reputados estudiosos del Estado. Uno de ellos fue el alemán Carl Schmitt, quien nunca ocultó su menosprecio por los postulados de la doctrina liberal (con su diseño institucional de balances y contrapoderes), así como también por los modernos desarrollos teóricos de la Filosofía del Derecho. En una oportunidad llegó a opinar: «Es en las situaciones de guerra civil, como bien lo supo Thomas Hobbes, cuando quedan sepultadas todas esas ilusiones legitimistas y normativistas con las que, en tiempos de seguridad no estorbada, gustan los hombres de engañarse a sí mismos acerca de las realidades políticas».
Para este maestro del pragmatismo legal, la noción del Estado suponía el concepto de lo político. Aún retumba en el ámbito de las ideas la frase que insufló de vida al constitucionalismo nazifascita y que fue escrita, en un estilo directo y sencillo, en un famoso ensayo titulado El concepto de lo político: «El criterio que define a la política, aquel al que pueden reducirse todas las acciones y motivos políticos, es la distinción entre el amigo y el enemigo».
Para Carl Schmitt el estudio sereno de la historia pone de relieve que los pueblos interactúan a partir de relaciones de afinidad (que posibilitan los tiempos de entente) y de rivalidad bélica (que determinan los períodos de guerra). En su opinión, la adopción colectiva de posturas nobles e idealistas, como el pacifismo o la neutralidad, no traen aparejada la eliminación de los conflictos políticos, sino, por el contrario, la desaparición de las comunidades débiles, temerosas e irresolutas.
Lo inevitable, pero también lo necesario, de la existencia del enemigo, animan al jurista a esbozar las premisas básicas de una teoría polemológica. De este modo, adelanta una consideración básica: no cualquier presencia incómoda o ajena sirve para aglutinar políticamente a una sociedad. Sólo califica como enemigo aquella persona, etnia, agrupación o nación capaz de ser percibida como amenaza pública, capaz de representar un riesgo real de lucha, dominación y derramamiento de sangre. En sus propias palabras: «El enemigo político no necesita ser moralmente malo, ni estéticamente feo, no hace falta que se erija en competidor económico, e incluso puede tener sus ventajas hacer negocios con él. Simplemente es el otro, el extraño, y para determinar su esencia basta con que sea esencialmente distinto y extraño en un sentido particularmente intensivo».
Todos los ordenamientos constitucionales modernos encomiendan al Estado garantizar la paz, el orden público y la seguridad de los bienes patrimoniales. Sin embargo, no pocas veces este mandato legal ha servido de pretexto para que los principales funcionarios del Estado, en una calculada operación de manejo de la opinión pública, procedan a declarar la presencia de un enemigo interno (por ejemplo, «los escuálidos»); una presencia maligna y corruptora que pueda justificar la aplicación, en la política nacional, de los métodos y armamentos vedados por la ley, pero de uso tolerado y justificado en situaciones de emergencia o conflagración externa. Se trata de dar con ese Emmanuel Goldstein que justifique, como en 1984 la novela de George Orwell, la práctica de los dos minutos del odio.
Algunos estudios científicos han arrojado luces sobre la influencia que el binomio amigo-enemigo ejerce en la psique humana. En noviembre de 2007 la revista Nature publicó una investigación de Kiley Hamlin, profesora de la Universidad de Yale, donde se afirma que ya a los seis meses de edad los bebés dan muestras de evaluar el entorno social y creer distinguir entre amigos y enemigos.
«La capacidad de evaluar a otras personas es fundamental para convivir en el mundo social. Los seres humanos deben poder analizar las acciones o las intenciones de las personas que los rodean y tomar decisiones precisas sobre quién es amigo o enemigo. De hecho, todos los animales sociales se benefician de la capacidad de identificar características de los individuos que podrían ayudarlos y de distinguir entre esos individuos y otros que podrían dañarlos», explica Hamlin en la nota informativa.
El estudio consistió en presentar a un grupo de bebés, en edades comprendidas entre 6 y 10 meses, un video de dibujos animados donde el protagonista, un bloque de madera redondo y con ojos vivaces, intentaba infructuosamente subir una cumbre. Transcurrido unos segundos, aparecían en escena un personaje «bueno», que lo ayudaba a subir, y un personaje «malo», que lo empujaba hacia abajo. Luego de la proyección, los investigadores ofrecían a los bebés una representación de la caricatura buena y otra representación de la caricatura mala. La mayoría de los pequeños tomó de la bandeja al personaje bueno.
«Después hicimos un segundo experimento. Les mostramos otro video animado a los bebés. En esta ocasión, el protagonista trataba de hacerse amigo tanto del personaje bueno como del personaje malo. Esta situación de ambigüedad causó una notable sensación de incomodidad y extrañeza en los pequeños, la cual se evidenció en todo momento en sus rostros y reacciones», comentó Hamlin.
Los maestros de la manipulación a gran escala saben que la masa reproduce el comportamiento infantil. Ellos saben que, tal como advertía Elías Canetti, la masa siempre quiere creer y necesita contar con una clara dirección, aquella que le brinda el líder carismático y siempre esclarecido, quien tiene la virtud de conocer muy bien la identidad del enemigo.
La explotación política de la figura del enemigo desencadena muchos efectos perjudiciales para la vida cotidiana de hombres y mujeres. Uno de ellos es la deshumanización del otro. El psicólogo social Philip Zimbardo, en su imprescindible libro El efecto Lucifer, nos advierte que la deshumanización funciona como una catarata que empaña el cerebro, nubla el pensamiento y niega a otras personas su condición de seres humanos. «Esta táctica de manipulación hace que las otras personas lleguen a verse como enemigos merecedores de tormento, tortura y exterminio».
Esta especie de catarata, que produce la deshumanización, cubre la mente de Gabriela Ramírez, la denominada defensora del pueblo, cuando irrespeta la dignidad de los estudiantes y profesores declarados en huelga de hambre en el PNUD, al invitarlos a un amistoso desayuno. También se registra una peligrosa e impune deshumanización cuando Alberto Nolia, espoleado por la risita burlona de la periodista Tania Díaz, aprovecha su participación en el programa Dando y dando, transmitido en la televisión pública venezolana, para comparar con un despreciable cochino a un estudiante que, en un video nocturno, sale comiéndose un cachito detrás de una suerte de improvisado biombo. Dice que este estudiante no respeta la huelga de hambre y no tiene dignidad. Y entonces, al oír estas emponzoñadas palabras, todo cobra sentido. Se revela la lógica bastarda del entimema deshumanizador: el estudiante (el opositor, el escuálido, el cipayo, el contrarrevolucionario, el lacayo del imperio) es un cerdo, luego no tiene dignidad. Porque en esas andamos: La revolución, como la mítica Circe, convierte a los hombres en cerdos. Y como escribieron en un cartel los cerdos de Rebelión en la granja: «Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros».
Nolia y Díaz se permiten ese tonito entre irónico y perdonavidas porque son fieles creyentes de la eternidad, porque piensan que el miedo que inocula aquel que todo lo puede y todo lo graba no desaparecerá jamás. Desconocen ambos lo vivido y lo sabido por el escritor checo Ivan Klima, sobreviviente del nazismo y el comunismo: «El miedo que descansa en las camas de los que no tienen poder da un fuerte ímpetu a sus sueños y a sus acciones. Una persona sin poder anhelando escapar de su ansiedad, usualmente encuentra dos caminos: escapar más allá del poder hostil o convertirse en poderoso él mismo. El miedo engendra sueños de grandeza».

Etiquetas: , ,

1 Comments:

Blogger Señorita Cometa said...

Estremecida con tu artículo. Que bueno te quedó. Ojalá los sueños de esos pocos se hagan pronto las realidades de todos los que aun creen en la justicia. Saludos :)

6:43 a.m.  

Publicar un comentario

<< Home