miércoles, abril 28, 2010

Marginalidad Hig Tech

El doctor Jaime Berumen Campos fue el encargado de dar la noticia: cerca del ochenta por ciento de las pruebas de ADN aplicadas por los especialistas en Medicina Genómica del Hospital General de México fueron ordenadas por hombres atormentados por la supuesta infidelidad de sus esposas.
«Cuando comenzamos a utilizar la tecnología del ADN, en 1985, la mayoría de los casos guardaban relación con el reconocimiento de cadáveres o con la identificación de criminales con alteraciones de fenotipo, debido a la realización de cirugías plásticas. Sin embargo, en los últimos años esta tendencia se ha revertido, y hemos visto crecer en 500 por ciento las solicitudes para pruebas de paternidad por parte de hombres que acuden con sus hijos a los laboratorios privados, generalmente a escondidas de sus parejas», explica Berumen Campos.
La autoridad médica señala que de cada cien sujetos que ordenan la prueba de paternidad sólo cinco logran corroborar sus funestas sospechas. Los otros noventa y cinco comprueban, a un alto precio (500 dólares por el pecho), la siempre jurada virtuosidad de sus amadas.
Pero la inseguridad masculina no es un fenómeno exclusivo de la sociedad mexicana. Y es que gracias a la prensa sensacionalista brasileña podemos enterarnos del escándalo surgido en la modesta crujía del Hospital Azevedo Lima, de Río de Janeiro, donde una pareja de negros (o «afroprogenitores») tuvo un bebé blanco, de pelo lacio y ojos azules. La madre, Alexsandra Santos de Oliveira, alarmada por las dudas que ensombrecen su reputación de consorte amantísima, solicitó rápidamente a los técnicos del centro hospitalario la realización de una prueba de ADN, a fin de descartar la hipótesis amarillista y sensacionalista del intercambio de criaturas. El resultado fue positivo.
«Estoy alegre por la noticia, pero triste por los rumores que han empezado a circular sobre la paternidad de mi hijo. En verdad, no sé lo que ha pasado. Mis otros seis hijos son todos negros. Pienso que la genética me ha jugado una mala pasada. Por eso, pediré a los doctores la realización de otro test que sirva de contraprueba más detallada, porque para mí es muy importante desmentir a todos aquellos chismosos que andan diciendo que mi marido no es el papá. Ellos sólo desean perjudicar mi imagen en el barrio”, comentó la airada mamá.
Lo que aún no sabe la acontecida Alexsandra Santos de Oliveira es que su cuñada, la joven Mónica Assunçao Maciel, fue la instigadora de las maledicencias mediáticas. Fue ella, quien al ser consultada por los reporteros, dijo cosas así: «A pesar de que nosotros en la familia somos de la opinión de que mi hermano no debe apresurarse a reconocer al pequeño, lo cierto es que a éste no se le ocurrió otra idea que llamar a mi mamá para decirle que se encargue del bebé, sin importar el resultado del examen de ADN. Sin embargo, en este punto yo he sido muy clara: Si el hijo es de otro, no le brindaré ayuda para criarlo».
Esta especie de culebrón latinoamericano, arrancado de la vida misma —como rezaría la letra de una promoción del bloque romántico de Venevisión—, nos ilustra claramente como los increíbles avances científicos y tecnológicos conquistados por la raza humana, en años recientes, no sólo han servido para mejorar de manera sostenida los índices de calidad de vida de la población, sino también para incrementar —como una suerte de efecto no deseado—la marginalidad de amplios estratos sociales, dado que multiplican por mil los medios y recursos existentes para la práctica del chisme, el cachondeo y la intriga ociosa. Es, sin duda, el imaginario telenovelero, fuertemente afianzado en las fibras más íntimas del ser latinoamericano, lo que consigue explicar, en términos sociológicos, la lamentable conversión del hallazgo biológico de Watson y Crick en una especie de test antidumping de la fidelidad sexual, en una vulgar prueba de despistaje de cachos.
De cómo las nuevas tecnologías nos están haciendo más marginales pueden darnos buena cuenta también las cámaras de videos de los teléfonos celulares, las cuales han hecho de cada usuario un potencial paparazzi. Sobran episodios reales y virtuales en los que estos aparatos han sido utilizados para filmar pornografía amateur o capturar gráficas comprometedoras de parejas sospechosas de traición conyugal. En el mejor de los casos, son empleados para captar instantáneas picantes tomadas para «envenenar» el perfil, bien de un desconocido, bien de una celebridad, en el portal digital de una red social.
El Facebook, nacido con la intención de convertirse en una útil red de trabajo y contactos profesionales, en nuestras tierras sólo consiguió otorgar a la marginalidad un irrebatible carácter regional, al hacer del chisme un fenómeno multimedia, un hipertexto ampliado en progresión geométrica por contenidos wiki construidos en línea por cibernautas provenientes de todo el continente.
Los foros de discusión, que en algún momento fueron concebidos como un conjunto de modernas ágoras, han devenido cotarro y sentina; muladar cuyas excrecencias no dejan de recordarnos lo pernicioso de estimular una deliberación pública que no se encuentre fundada en el estudio y el conocimiento. La mayoría de los envalentonados foristas, presentes en Internet, abraza el anonimato como patente de corso para arremeter contra el otro, y de paso despacharse a gusto contra la ortografía (esa forma sutil del alma, según Ángeles Mastretta). Tan desconsolador intercambio de prejuicios, groserías y eslóganes propagandísticos, de llegar a parecerse a una tribuna, ésta no sería otra que la del estadio Universitario.
Todos hemos sido testigo de cómo, en más de una ocasión, los denominados walk and talkie, confiados al personal de seguridad, no pasan de ser una plataforma tecnológica para la charla y la joda; una apropiación grupal de la frecuencia radial para compartir entre panas los datos de loterías, los resultados de los eventos deportivos o los seguimientos estratégicos de las mujeres «buenotas» que se desplazan por los espacios bajo supuesta vigilancia.
Hiela la sangre, pues, conjeturar la utilización última que hará la marginalidad desbordada de las conclusiones del proyecto genoma y los proyectos de células madre. De no controlar estos instintos propios de personajes deliafiallescos, no tengo la menor duda de que pronto se empleará el dispositivo GPS (Global Positioning System) para ubicar en un radar a los amantes promiscuos, para corroborar de modo convincente si la esposa casquivana o el esposo mujeriego se encuentran efectivamente donde dicen estar.
Lo único positivo de tan apocalíptico panorama es que cuando se invente una tal cosa como la teletransportación, de seguro las muchedumbres, que entorpecen el tránsito ciudadano en las vías públicas, trasladarán su hacinamiento al gimnasio de Brad Pitt o a la sala de baño de Megan Fox. Entonces el morbo habrá realizado su primera gran contribución a la paz de las ciudades.

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miércoles, abril 21, 2010

De autor

Los préstamos lingüísticos no sólo tienen lugar entre dos o más idiomas. A menudo ocurren también entre dos o más jergas; es lo que pasa cuando una pléyade de profesionales asume el desafío de rellenar la incómoda ausencia de un término, o tal vez un giro expresivo, que designe con propiedad algún novedoso fenómeno registrado dentro del área de su conocimiento o —como gustan decir algunos visionarios del castellano— «experticia».
Asistimos, de este modo, al intento rocambolesco de legitimar el uso de determinadas palabras en contextos semánticos verdaderamente impensables, dada la particularidad de cada acepción. Una tendencia de índole contemporánea que puede ser ejemplificada tan sólo con analizar el empleo, cada vez más creciente en conversaciones y escritos, de la frase adjetiva «de autor».
La expresión «de autor» fue acuñada por un grupo de creadores audiovisuales interesados en singularizar aquellos productos cinematográficos —de carácter artesanal y bajo presupuesto— filmados a contrapelo de las faraónicas disposiciones logísticas y tecnológicas de las grandes productoras de la industria hollywoodense. En este sentido, la pieza «de autor» se contrapone a la noción de pieza «comercial»; entre otras razones, porque, en teoría, no representa un producto genérico para el consumo de masas ignaras, bullangueras y «comecotufas», sino más bien simboliza una obra de arte, elaborada para el exclusivo disfrute estético de una vanguardia iluminada. En tiempos recientes, hemos visto como la frase «de autor» ha conseguido un feliz sinónimo en el adjetivo «independiente». De hecho, cine de «autor» y cine «independiente» son equivalentes.
En el mundillo progre constituye un crimen de lesa cultura el andar usurpando por ahí la condición de creador para filmar cintas con orientación mercantil. En opinión de estos exigentes talibanes de la pureza espiritual y el savoir faire, una película únicamente puede calificarse como «de autor» —y no como otro asqueroso y protervo producto comercial— si, y sólo si, cumple con los siguientes criterios: 1) es vista por menos de cuarenta espectadores (es decir, ni una persona adicional a la lista de invitados al estreno, en función privada, de la película); 2) consigue una recaudación inferior a los mil dólares por concepto de taquilla; 3) no está grabada en sonido Dolby Digital ni ha sido llevada al mefistofélico formato de 3-D; 4) su permanencia en cartelera no supera el lapso de dos semanas; 5) es proyectada en salas de cine ayunas de asientos reclinables y puestos de venta de caramelos; 6) los personajes centrales de la trama no son entregados posteriormente, en figuras de miniatura, en las cajitas felices de McDonald’s; y 7) su banda sonora no se encuentra disponible en YouTube o ningunas otra de las plataformas digitales de búsqueda y descarga de contenidos audiovisuales.
Lo bueno de contar con el certificado de realizador de piezas «de autor» es que el creador tiene acceso a los fondos gubernamentales de financiamiento, sin tener que renunciar por ello a las melifluas glorias del farandulerismo mediático. Y es que los prohombres del cine de autor o independiente han sabido dotarse de un circuito de premios y festivales —situados convenientemente en paraísos turísticos—, al mejor estilo de las grandes industrias del espectáculo. No será pues por «anticomercial» que un histrión o un director dejará de caminar por la codiciada alfombra roja ataviado con un traje de marca.
Es tal el irresistible perfume que prestigia a la frase adjetiva «de autor» que más de un profesional no ha resistido la tentación de trasladarla, no importa si de manera chambona y oportunista, a su respectivo campo de influencia. Lo extendido de esta práctica de apropiación semántica ha hecho que la frase «de autor» devenga sinónimo culto de la palabra «artesanal»; esto es, un eufemismo utilísimo a la hora de librar a la élite creativa del bochorno que supone ser adocenada junto a los humildes menestrales que, al frente de un tenderete, y rodeados de una atmósfera pintoresca y provinciana, venden sus tallas y figurillas a una compulsiva horda de turistas. ¡Tá' barato! ¡Dame dos!
Dijo el francés Víctor Hugo que todo hombre es discípulo de alguna palabra profunda (libertad, igualdad, solidaridad). Nosotros agregamos, desde esta atalaya bloguera, que todo necio políticamente correcto —aquel oscuro individuo que en la plaza proclama una cosa, pero en la intimidad hace otra— es siervo solícito de algún eufemismo, perífrasis o frase hecha. De allí, que ya no sólo observemos entre nosotros a un pretencioso cine «de autor» sino también presenciemos curiosidades culturales como, por ejemplo, la cocina «de autor», el reportaje «de autor», el chiste «de autor», el diseño «de autor» y hasta, no faltaba más, la lipoescultura «de autor».
Mientras el pueblo inconducente se limita a hacer («hoy cocinaré un pabellón»), la élite predestinada se concentra en proponer («mi propuesta culinaria de hoy será un pabellón»). Y aquel que no propone, apuesta. Apuesta a la alegría. Apuesta al futuro. Apuesta a la otredad; feliz ludopatía que no va en desmedro del peculio del jugador. Mientras tanto yo, humilde brizna de paja remecida por la brisa caraqueña, sólo me atrevo a apostar por la adopción popular del adjetivo «de autor». Ya es hora de romper su uso monopólico por parte de los creadores. Ya es hora de escuchar a mi inquieta vecina murmurarme al oído: «Vampiro, te tengo un chisme «de autor», para diferenciar, de este modo, la información ciudadana de la vulgar anécdota que repiten los ociosos y maledicientes del barrio. Ya es hora de oír a uno de mis compañeros de trabajo advertirme: «Vampiro, ten cuidado. No te me acerques mucho: Tengo una gripe «de autor», para diferenciar, de esta manera, su particularísimo quebranto de aquella virosis adquirida masivamente por un vulgar estornudo en un sitio concurrido o la peste cultivada industrialmente en un ambiente laboral con aire acondicionado. Parafraseada así, la gripe «de autor» resuena como la versión bacterial de un escocés de 12 años, pacientemente destilado por un profundo conocedor de las afecciones pulmonares.
En fin, queridos lectores, ¡cuánto daría yo por entregarles a ustedes un blog «de autor»! Pero como diría el doloroso verso vallejiano: «¡Tanto amor, y no poder nada contra la muerte!».

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miércoles, abril 07, 2010

Cuando el azar descansa

A veces los gatos negros aparecen a deshora y esa llegada atrasada les impide convertirse en augurios efectivos de males que siempre habíamos intuido próximos. De modo que funcionan más bien como amargos recordatorios de lances recientes que se revelaron desafortunados. Presenciamos entonces la única aporía que le es dada a conocer a la antilógica del azar: el asistir a un pasado que creíamos futuro, el observar en clave de advertencia un escueto mensaje de confirmación.
Complejo razonamiento que logra explicar el porqué todavía ninguno de nosotros se ha animado a enunciar una verdad tan evidente como aquella que sostiene que la «oportunidad» que llega tarde es dos veces pava. Por supuesto, que al ser leídas estas líneas no faltará quién recuerde que los gatos negros jamás han simbolizado la cercanía de grandes o pequeñas bendiciones. Sin embargo, a estas personas, tan prestas para la polémica, me limitaría a argumentarles —dentro de la tradición de las creencias inverosímiles—: ¿Y es qué acaso contar con indicios de lo fatal y de su angustiante vecindad no equivale, en la práctica, a poseer una porción nada desde desdeñable de la buena fortuna?
No sabemos en qué lugar se echó Dios a reposar tras sus labores de creación y formación del mundo, pero gracias a la pluma del barcelonés Vila-Matas sabemos que el azar descansó de su agotadora faena en una ciudad portuguesa: “Dependemos siempre de la casualidad, del azar dependemos. Pero es más que posible que a esa hora de la tarde el azar en Oporto estuviera descansando. No debe ser visto lo que digo como una ligereza. En la Rua de Bonfim podrían haberse visto [Pablo y su tío Federico Mayol, personajes de El viaje vertical] —nada más fácil—, pero no se vieron. A mí me da a veces por imaginarles a los dos por esa calle, ese día, a las cuatro de la tarde, andando encogidos, como maltratados por la vida, absortos en sus respectivas soledades, incapaces de no ver nada que no fuera sus desesperadas almas. Podrían haberse visto pero no se vieron. Sesteaba el azar en la ciudad de Oporto y, además, ellos marchaban por la Rua de Bonfim, con saudade y hundidos en sus propios pensamientos, preguntándose qué podían hacer en las horas siguientes (...) « ¿Y ahora qué?», dice uno. « ¿Y ahora qué?», dice el otro”.
El azar, como el destino, es enemigo jurado de la autonomía humana. Por eso, los devotos creyentes en el libre albedrío y la pura posibilidad de ser observan con malos ojos la parla supersticiosa de los herederos modernos de las antiguas pitonisas. Sin embargo, resulta paradójico que la mayoría de estos sujetos, autoproclamados «hacedores de sus propias circunstancias», basen sus convicciones adamantinas en un corpus teórico de índole metafísico, cuyos imperativos categóricos son copiosamente extraidos de libros de autoayuda pergeñados, no pocas veces, a partir de premisas similares a las encontradas a las puertas del templo de Apolo en Delfos, a saber: «Conócete a ti mismo», «Nada en exceso» y «La seguridad conduce al mal».
Si los que no creen en Dios creen en todo —como bien nos advierte Umberto Eco—, los que no creen en el azar terminan por confiar en el cabal cumplimiento de decretos personales hechos a partir de «connimendecianas» llamas violetas y sagradas presencias «yo soy». El ciego fanatismo de los optimistas desemboca en la instauración de una secta laica que, sin detenerse mucho a pensar en los conceptos filosóficos de Comte, reclama para sí el nombre de «positivistas». El cuadro maniqueísta, propio de todo fanatismo, queda concluido con la incorporación, al cosmos seudorreligioso, de los seres escépticos y descreídos, también conocidos como «negativistas».
Para el positivista metafísico sólo cabe desear éxito, jamás suerte. Pero cuando en algunas ocasiones su cauda de proclamas violetas queda en entredicho por la tozudez de los acontecimientos, no vacila en atribuir a fuerzas heterónomas las causas de sus fracasos (Dios, el destino, las fuerzas del cosmos, Cadivi). Incurre de esta manera, en el error de percepción oportunamente señalado por el francés Michel Houellebecq: “Cuando se trata del pasado, no tenemos la menor duda: nos parece obvio que todo ha ocurrido del modo en que, efectivamente, tenía que ocurrir”.
Al analizar la victoria y la derrota política, Curzio Malaparte escribe en su libro Técnicas de golpe de Estado: “El dios de la fortuna tiene dos caras, como Jano: la cara de Cicerón y la de Catilina (...) En las llanuras de Lombardía, Bonaparte se preparaba para adueñarse del poder civil estudiando en los clásicos el ejemplo de Sila, de Catilina y de César (...) A sus ojos, el pobre Catilina no era más que un sedicioso imprudente; un cabezota sin voluntad, lleno de buenos propósitos y malas intenciones; un revolucionario siempre indeciso en lo referente a la hora, lugar y a los medios, incapaz de bajar a la calle en el momento oportuno (...) Bonaparte sabe muy bien que el mayor error de Catilina es haber perdido la partida”.
Un reconocido literato francés señaló que el azar es el seudónimo de Dios cuando no quiere firmar; sin embargo, un espíritu refractario a cavilaciones místicas preferiría apuntar que la suerte —sobre todo la mala— es el chivo expiatorio que redime a las personas de las frecuentes intermitencias del discurso del éxito y la autosuficiencia. El fario, el destino o la fortuna son pues un conjunto de fuerzas sobrehumanas que si bien no poseen la fortaleza de hacernos triunfadores al menos tienen la virtud de evitar nuestra desdichada conversión en perdedores. Y eso, tal como sostiene un conocido eslogan publicitario, no tiene precio.

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