martes, agosto 05, 2014

El sentido de un final

«¿Hay algo más verosímil que una segunda aguja? Y, sin embargo, el placer o el dolor más nimio basta para enseñarnos la maleabilidad del tiempo. Algunas emociones lo aceleran, otras lo enlentecen; de vez en cuando parece que no fluye, hasta el punto final en que desaparece de verdad y nunca vuelve», piensa en voz alta el protagonista de El sentido de un final (Anagrama, 2012) novela del inglés Julian Barnes.
Seis recuerdos recurrentes, cinco verdaderos y uno apócrifo, incitan al jubilado y divorciado Tony Webster a reflexionar sobre el océano de renuncias y frustraciones que hacen del idealismo de la juventud y el pragmatismo de la adultez dos continentes lejanos.
«El tiempo primero nos encalla y después nos confunde. Creíamos ser maduros cuando lo único que hacíamos era estar a salvo. Pensábamos que éramos responsables pero sólo éramos cobardes. Lo que llamábamos realismo resultó ser una manera de evitar las cosas en lugar de afrontarlas. El tiempo…, que nos den tiempo suficiente y nuestras decisiones más sólidas parecerán temblorosas, nuestras certezas fantasiosas», piensa un envejecido Tony Webster al revisar su pasado.
¿Qué lo impulsa a volver sobre los caminos transitados, a repensar las decisiones adoptadas, a evocar las circunstancias olvidadas por libre voluntad? El fallecimiento de una mujer, que por un tris no fue su suegra, y el incumplimiento de una disposición testamentaria (la recepción de los diarios de un antiguo amigo de la secundaria: el joven suicida Adrian Finn) son las razones que alteran la tranquilidad de Tony Webster.
El nombre de Adrian Finn abre nuevamente el salón clausurado. Allí, sentados en los pupitres, están los otros dos miembros de la cofradía: Alex y Colin. De pie, en el estrado, el profesor Old Joe Hunt («cuyo sistema de control dependía de su capacidad de mantener un aburrimiento suficiente pero no excesivo») hace una pausa en su clase de historia para hacerle una pregunta al joven Marshall («un ignorante cauteloso que carecía de la inventiva de la auténtica ignorancia»):

—¿Cómo describiría el reinado de Enrique VII?
—Había descontento, señor.
—¿Podrías ser más preciso?
—[«Marshall asintió lentamente, reflexionó un poco más y decidió que no era un momento de cautelas»]Yo diría que había una gran descontento, señor…

Donde sí existía un gran descontento era en la vida sexual del joven Tony: «Yo no era exactamente virgen, por si los lectores se lo están preguntando. Entre el colegio y la universidad viví un par de episodios cuyas emociones fueron mayores que la huella que dejaron. De modo que lo que ocurrió más adelante me hizo sentirme tanto más extraño: al parecer, cuanto más te gustaba una chica y cuanto mejor te entendías con ella, tanto menos oportunidades de sexo. A no ser, por supuesto —y hasta más tarde no articulé este pensamiento—, que hubiera algo en mí que se sentía atraído por las mujeres que decían que no. Pero ¿existe acaso un instinto tan perverso?».
Aparece entonces la rara belleza de Veronica, la primera novia formal de Tony, y con ella el tortuoso descubrimiento de la pre-culpa («la expectativa de que ella iba a decir o hacer algo que me hiciera sentir debidamente culpable»), pero también del placentero infrasexo. Y he aquí un impensable hallazgo de esta novela: el infrasexo no es menos determinante del destino humano que el sexo.
La ruptura con Veronica y su inmediato noviazgo con Adrian Finn disuelve el grupo de los fieles mosqueteros y obliga al relegado a ocultar su dolor y refugiarse en la supuesta ataraxia de la madurez emocional. Pero la madurez también decepciona…
« A medida de que los testigos de tu vida disminuyen, hay menos corroboración y, por consiguiente, menos certeza de lo que eres o has sido (…) ¿Cuántas veces contamos la historia de nuestra vida? ¿Cuántas veces la adaptamos, la embellecemos, introducimos astutos cortes? Y cuanto más se alarga la vida, menos personas nos rodean para rebatir nuestro relato, para recordarnos que nuestra vida no es nuestra, sino sólo la historia que hemos contado de ella. Contado a otros, pero, sobre todo, a nosotros mismos», dice Tony.
La historia personal y la historia colectiva como una narración nacida del instinto primitivo de dotar de sentido al caos de las acciones humanas. La historia como la imposición de las mentiras de los vencedores, pero también como la aceptación pasiva de los autoengaños de los derrotados.
«En mis propios términos, me contenté con las realidades de la vida y acaté sus necesidades: si esto, entonces esto otro, y así pasaron los años, En los términos de Adrian, yo renuncié a la vida, desistí de estudiarla, la tomé como venía (…) Había querido que la vida no me molestara demasiado, y lo había conseguido; y qué lamentable era. Una medianía, era lo que había sido desde que dejé el colegio. Una medianía en la universidad y en el trabajo; una medianía en la amistad, la lealtad, el amor; un mediocre, sin duda, en el sexo (…) La palabra retumbaba. Medianía en la vida; medianía en la verdad;  una medianía moralmente», se cuestiona Webster.
Pero todos sufren abusos; sólo que algunos sujetos, devenidos victimarios, y sin «la circunstancia atenuante de la juventud», esgrimen los antiguos abusos recibidos como justificación moral para nuevos atropellos. Vemos así como abundan los individuos cuya única preocupación es evitar a toda costa que vuelvan a abusar de ellos y son, acaso sin proponérselo, «los más despiadados, de los que hay que cuidarse».
Para Tony no hay mayor idiota que un idiota viejo, aquel que a pesar de los años se deja estremecer por la «eterna esperanza del corazón humano», aquel que aún se niega a renunciar a esa variante de la utopía que desea ver en el premio y el reconocimiento el destino inexorable de todo esfuerzo («Crees que te lo mereces. Yo sí, en todo caso. Pero entonces empiezas a comprender que a la vida no le incumbe recompensar el mérito»). Webster concluye: «Llegas así hacia el final de la vida; no, no de la vida misma, sino de algo distinto: el final de cualquier posibilidad de cambio en esa vida».

¿Descontento? Mas bien diríamos que un gran descontento…

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domingo, agosto 03, 2014

Guerra y lenguaje

Adan Kovacsics goza de un justo prestigio en el mundo de las letras hispánicas por su trayectoria como traductor de escritores de tres importantes tradiciones literarias: la austríaca, la húngara y la alemana. Gracias a su trabajo, paciente y documentado, numerosas personas se han podido deleitar con los textos de grandes maestros como Karl Kraus, Joseph Roth, Ingeborg Bachmann, Hugo von Hofmannsthal, Viktor Klemperer, Imre Kertész, Ádám Bodor y László Krasznahorkai.
La publicación de Guerra y lenguaje (Acantilado, 2007) permite descubrir otra faceta del eminente intérprete: la del ensayista, la del lector acucioso y erudito que pone al servicio de la investigación su amor por la palabra y el complejo entramado de resonancias que ejerce sobre el devenir humano. 
En «La crisis del lenguaje», primer texto de la compilación, Kovacsics, se centra en la capacidad del idioma de dar debida cuenta de los acontecimientos que forjan el espíritu de una época. La reflexión inicia con el análisis de un escrito de Hugo von Hofmannsthal, el documento apócrifo titulado Carta de Lord Chandos, el cual constituye, a los ojos de un oscuro profesor vienés de latín, el inicio de la modernidad. Hofmannsthal pone en boca del personaje su creciente descontento con los postulados artísticos del movimiento esteticista, además de expresar su preocupación por el desmoronamiento, en las grandes capitales del imperio austrohúngaro, del estilo de vida burgués. «No puedo captar a mis contemporáneos ni sus acciones con la mirada simplificadora de las costumbres», se queja Lord Chandos.
Kovacsics, con recursos de ensayista solvente, indaga acerca de las posibles influencias que embargaron de susidio el alma de Hugo von Hofmannsthal. El primer nombre en aparecer es el del Ernst Mach, defensor de una postura reñida con la deificación del lenguaje. En su opinión, el principal valor de la palabra reside en su poder de singularizar todos los objetos y fenómenos estables, mediante denominaciones aceptadas por todos. Congerie de términos que, a fuerza de repetirse, constituyen el sólido piso de las costumbres, la piedra angular de una tradición de pensamiento y desarrollo cultural.
La tesis de Fritz Mauthner es aún más radical, más antimetafísica. Cuestiona la capacidad del lenguaje para reflejar la realidad: «Hemos heredado la lengua, estamos expuestos y sometidos al poder de las palabras, que actúan como dioses. Herencia, divinidad: lastres todos que impiden nuestro acceso a lo real. El lenguaje ejerce un poder falso. Sólo genera superstición. Significa una maldición. Nuestro conocimiento del mundo está distorsionado porque se produce a través de él. Depende de los sentidos, que son productos de la casualidad, de una evolución que bien podría habernos llevado en otra dirección. Supeditado a los datos sensoriales, limitados y demasiado humanos, no puede conducirnos a “la cosa en sí”».
Mauthner acusa al lenguaje de ser el principal culpable de nuestra incomprensión del mundo, puesto que nos obliga, como hablantes, a cargar con una larga y pesada cauda de palabras y conceptos muertos, de voces y elaboraciones intelectuales ideados para denominar un tiempo ya ido. Una furiosa arremetida de la que sólo se libran la poesía y el silencio.
El anarquista Gustav Landauer secunda los planteamientos de Mauthner y llama la atención sobre tres verdades de valor casi científico: (1) el lenguaje no sirve, es una antigualla, no está a la altura de las potencialidades del conocimiento, incluso, lo frena; (2) el lenguaje actúa como herramienta del poder explotador, represor y engañoso, para someter a reprimidos, explotados y engañados;  y (3) el ser humano sólo cuenta con la salida salvadora de la acción revolucionaria.
Del empleo del idioma como instrumento de sometimiento real y simbólico de la población nos habla también Oswald Wiener, cuyas tesis son glosadas ampliamente por Kovacsics en su ensayo: «Wiener insiste en el dominio político y social ejercido a través de la lengua. Señala, por ejemplo, “y si alguien dice que el significado de una palabra es su uso en el lenguaje, es muy simpático de su parte y sin duda está dicho con toda la buena intención, pero nosotros añadimos a voz en cuello: las palabras y su uso están insuperablemente ligados a la organización política y social, son esta organización…”. No hay manera de escapar del “nudo inextricable de lenguaje, estado y realidad, de esa santísima trinidad”. Y “cuando se consigue acuñar una  ̕opinión̕  en el lenguaje […] la  ̒opinión̕ sirve al Estado”. Quien se expresa por medio de la lengua es, por tanto, un “pensador estatal”. En consecuencia, “la rebelión contra el lenguaje es una rebelión contra la sociedad”».
Hugo Ball, uno de los fundadores del movimiento dadá, carga también contra la lengua maldita («pegada a la suciedad como en manos de cambistas que han sobado las monedas») y el periodismo que la ha hecho posible. El guante de la provocación es recogido del suelo por un eminente bicho de redacción, que superpone la devoción por la pureza del verbo a su amor por la imprenta y sus productos. Karl Kraus, orador de fuste, temible polemista, padre de ingeniosos aforismos («Un periodista es aquel que no sabe nada de cuanto habla y escribe, pero sabe expresarlo») comparte, para asombro de sus colegas, las críticas de Ball: el secreto del mal se esconde en los tópicos y lugares comunes hilvanados por currinches, folicularios y paradisleros, que perpetran sus bodrios sin una cultivada conciencia lingüística.
En esta parte del relato, conviene retomar la guía de Adan Kovacsics: «Kraus no pretende en absoluto renunciar a la lengua. Es más, actúa como oficiante de su sacralización. Por tanto, los dardos van dirigidos contra su mal uso, contra la corrupción y degradación de lo sagrado (…) En Die dritte Walpurgisnacht [La tercera noche de Walpurgis], llegó a “enmendar” las consignas de los nacionalsocialistas. Les “reprochaba” que pusieran “Judá pálmala” en lugar de “Judá, pálmala”. Una y otra vez resaltaba el hecho de que los autoproclamados defensores de la lengua alemana hablaran y escribieran tan nefastamente. Sin embargo, la ausencia de la coma en la consigna nazi no era tan sólo un asunto gramatical o de estilo, un error o como quiera llamarse, sino una cuestión moral, el síntoma de una inmoralidad profunda. “Síntoma”, concepto tan grato al campo freudiano, cabe perfectamente en este caso, porque Kraus se cebaba en las erratas como Freud en los lapsus. Kraus ponía el lenguaje como eje para medir la degradación. A la autoridad del juez catoniano añadía la minuciosidad del corrector de pruebas ideal. Insistió hasta las últimas consecuencias en que una coma era una cuestión moral, política y estética de primer orden, en realidad, el fundamento de todo ello. El nazi es inmoral por el contenido de su consigna: “Judá pálmala”. Lo es también porque no pone la coma. He ahí la enorme e incansable rigurosidad de Karl Kraus. No deja pasar ni una. A nadie (…) La cita fija la esencia lingüística del hablante y, en consecuencia, para Kraus, su moral. El nacionalsocialista no sólo se retrata por el contenido de “Judá pálmala”, sino también por la ausencia de la coma. Un nazi no guarda la misma relación con el lenguaje que Kraus. Y Kraus no guarda la misma relación con el lenguaje que un nazi. Se levanta allí una frontera infranqueable».
La restitución de la paz y la dignidad pasaban por dotar a la sociedad de un lenguaje que no pudiera ser manipulado por los nazis. Una tarea descomunal que implicaba la sustitución de la violencia verbal, los giros expresivos, las figuras literarias, los coloquialismos, las acepciones equívocas y las falsas sinonimias que hicieron posible las dos guerras mundiales. Se precisaba la muerte de la lengua de la muerte: “Un discurso lo ha empapado todo. No sólo la palabra resulta cuestionable, sino también la cosa que nombra. No sólo el “haya” sacudido hasta la náusea, sino también el haya, sacudida hasta la náusea. La crisis lingüística implica la de los objetos, hasta la de los más naturales. ¿Existe algo que quede al margen del lenguaje mortífero, que parece haberlo inundado todo? Las cosas no pueden permanecer intactas. Van atadas a sus denominaciones», nos recuerda Kovacsics.
Y en esto consiste la grandeza del poeta Paul Celan: en alumbrar palabras que, en su pureza, reproducen los testimonios de amor y dolor de los millones de judíos asesinados en los campos de concentración: «En la obra de Celan queda patente que existe un nexo entre la cultura alemana, su acervo literario, la forma profunda de su discurso poético y el nazismo. Después de pasar por las palabras de Celan, hasta el concepto de “lengua materna” adquiere otro significado. Su poesía devuelve a los términos un sentido real. Es como si los expusiera al frío Y ello ocurre porque no se aparta de la fuente del dolor. ¿Por qué siguió escribiendo en alemán? Estar siempre cerca de los muertos implica no alejarse nunca de la lengua de la muerte. En alemán hablaban tanto su madre como los nazis. Sólo esta dolorosa ambigüedad podía permitirle tal mirada sobre las palabras», comenta Kovacsics.
El segundo texto del libro Guerra y Lenguaje se intitula «Matuschka» es un relato a medio camino entre la semblanza y la crónica. ¿Ficción que se viste de historia? ¿Historia que se disfraza de ficción? Los lectores encontramos aquí algunos datos biográficos de un misterioso escritor: Hubert Matuschka (1949-1982), «una de las muchas rarezas que pueblan la literatura austríaca». Muerto en condiciones trágicas —su cadáver fue encontrado con el rostro desfigurado en las cercanías de la fortaleza de Kollmitz—, en vida le aficionaba las incursiones a moto cerca de los castillos de Raabs, Kollmitz y Hardegg para destruir, allí, en las cercanías de esas gigantescas moles medievales, su trabajo creativo. Lo hacía por dos razones: la infamia intrínseca del cualquier gesto poético posterior a los crímenes del nazismo y la certeza de la progresiva degeneración de la obra artística luego de su alumbramiento.
Matuschka debió padecer la inagotable vitalidad de su primera esposa Elena Fedorova, pianista, hija de un adinerado fondero de Luden y crítica acérrima de cualquier escarceo literario. De esta primera y dura convivencia marital se puede espigar un breve y sibilino escrito de Matuschka: «El débil quería ser humillado por el fuerte para tenerlo de este modo ocupado e impedir, por tanto, que se fortaleciera de verdad y emprendiera el vuelo. La humillación del débil era la venganza del débil». Al tiempo se separa, se muda a Salzburgo, conoce a su segunda mujer, Mira Lechfelder, y continúa entregado a sus operaciones motorizadas de destrucción creativa. No mucho más. Se consigna, a guisa de cata literaria, un cuento del narrador austríaco para que los lectores sopesen su talento.
En el ensayo «Guerra y Lenguaje», texto que presta su título a la compilación editada por Acantilado, Adan Kovacsics se sumerge en la Viena de entreguerras para buscar las claves que ayuden a desentrañar el turbio maridaje entre la violencia y el idioma, entre la militarización de la vida civil y el empleo distorsionado de la lengua.
El traductor y hombre de letras analiza los usos del idioma que antecedieron al estallido de la Primera Guerra Mundial. Subraya la presión social que le dificulta al ciudadano común salirse del habla dominante. No importa el nivel educativo que se posea, es casi imposible no claudicar ante el peso de la opinión mayoritaria, la fascinación por el combate y la visión romántica de la bella muerte (kalos thánatos) del héroe guerrero.
El 16 de agosto de 1914 la crema y nata de la academia alemana publica un comunicado donde señala: «Ahora, nuestro ejército lucha por la libertad de Alemania y, en consecuencia, por los bienes de la paz y la civilización no sólo en Alemania. Creemos que la salvación de la cultura europea depende de la victoria que conseguirá el “militarismo” alemán». Los profesores universitarios se sumaban, de este modo, a la prosa guerrerista y a los peanes que daban pábulo al espíritu de la época.
Según el crítico literario Julius Bab, en Alemania se escribían por esas fecha unos cincuentas mil poemas bélicos por día. Los principales diarios, «desde el bastión seguro de la retaguardia», jaleaban a la dirigencia política y militar y cantaban las virtudes del soldado pangermano. Se vivía, en palabras de Karl Kraus, un tiempo ruidoso, «que retumbaba por la horrenda sinfonía de los actos que generan informaciones y de las informaciones que provocan actos (…) de plumas que se sumergen en sangre y de espadas que se hunden en tinta». Era la catástrofe de la palabra…
Las noticias que venían con los periódicos respondían a una lógica propagandística y de entretenimiento, de frecuentes guiños de adulación al nacionalismo. Las informaciones eran aderezadas con opiniones, lugares comunes, aseveraciones sin fundamento y descripciones de cursi naturaleza literaria. En las salas de redacción se vivía el batiburrillo de lo espiritual y lo noticioso.
«El uso del lenguaje como instrumento, frívolo e inconsciente quizá en sus inicios, acaba convirtiéndose en su uso como medio para un fin y alcanza su primer apogeo en la guerra. Una vez que se produjo la escisión, el empleo masivo de la palabra como utensilio no se hizo esperar. Ahora que el hombre está sumido en él, no resulta fácil entender que antes existiera otro lenguaje (…) El periodismo se ha apropiado de la literatura. Y la guerra se ha apropiado del periodismo y, de paso, también de la creación literaria. La campaña militar necesita exaltadores, divulgadores y portavoces, necesita la propaganda, los escritores. La literatura debe convertirse en medio. El fin: la difusión positiva del esfuerzo bélico propio (y de sus razones) y la negativa del ajeno. O, si se quiere, mi victoria y la derrota del otro. Todos los instrumentos deben ponerse a su servicio. Previa a la palabra existe una voluntad, que declara qué es lo bueno y qué es lo malo, quién es el amigo y quién es el enemigo, e impone cuanto se quiere decir. El bien y el mal están fijados de antemano, son exteriores al lenguaje, el cual se usa para expresar esa distinción y pierde así su dignidad»,  indica Adan Kovacsics.
Sin embargo, hay pensadores que perciben en las palabras mucho más que inertes señales de mediación entre los hablantes: ellas son emanaciones directas del hálito divino, propiciadoras de estados de ánimo, creadoras de realidades.
Walter Benjamin es uno de los pocos intelectuales que se rehúsa a sumarse al jolgorio del belicismo. En la intimidad de su estudio, dedica largas jornadas a la reflexión sobre la verdadera naturaleza del lenguaje. Si hace mutis no lo hace por cobardía ante el ciego poderío del pueblo reducido a masa. Su silencio, más bien, guarda una estrecha relación con la convicción interna descrita por Karl Kraus en su conferencia magistral «La gravedad de la época y la sátira del pasado»: «Se trata de callar ante una gentuza a la que la visión del horror innombrable no le ha paralizado la lengua, sino que se la ha soltado. Se trata de permanecer mudo ante la camada más despreciable que se haya escondido jamás en la retaguardia, ante los poetas y pensadores y toda esa obscenidad dispuesta a soltar palabras que profana la mañana y la tarde y respecto a la cual estoy profundamente convencido de que sin su existencia, sin su actividad cruelísima y anticultural (…) esta guerra de la ebria pobreza de imaginación nunca habría estallado». Acusación ratificada por el propio Karl Kraus en su escrito «Silencio, palabra y acción»: «Callar no es respeto a un tipo de acción tras el cual la palabra, siempre y cuando lo sea, nunca queda rezagada, sino preocupación por no tener la capacidad ni la autorización para manifestar la repugnancia ante la otra palabra, ante aquella que acompaña la acción, la causa y la sigue. Y el silencio ha sido tan sonoro que casi era un lenguaje».
Si Walter Benjamin se ha refugiado en el silencio lo ha hecho, según Adan Kovacsics, porque el silencio es el lugar donde se guarda y se protege el verbo ante el arrasamiento, el cajón donde se esconde el tesoro ante las tropas. Como hombre de pensamiento se ha negado a ser cómplice de la instrumentalización del lenguaje, del empleo del idioma como una herramienta de sojuzgamiento ante los dictados de una voluntad de poder. Y si lo ha hecho, entre otras razones, es porque está consciente de que «la verdad es la muerte de la intención». En una carta enviada a un amigo, Gerhard Scholen, Benjamin desarrolla su visión de la palabra como una realidad última mística e inexplicable, y afirma que el lenguaje es la esencia espiritual del hombre: no es un medio de alguien para conseguir algo, sino una manifestación que de forma inmediata, sin mediación, revela una esencia espiritual. «Exprésate para que pueda verte», pide Johann Georg Hamann, filósofo del siglo XVIII.
Pero el destino del mundo austrohúngaro ya estaba jalonado por la metralla incesante de la ofensiva verbal. Las autoridades políticas y militares no precisaban de eruditos filósofos del lenguaje, sino de un batallón de divulgadores de la buena nueva: «La guerra era un producto, que no sólo necesitaba operarios en las fábricas o soldados en el frente o directivos en los pisos superiores o mandos en los cuarteles generales, sino también publicistas. Era la primera gran guerra moderna en todos los sentidos. Un artículo, una mercancía; de hecho, la preferente. Tenía, como producto, la prioridad. Todo se volcaba en su elaboración», nos recuerda Adan Kovacsics.
Escritores como Rainer Maria Rilke, Stefan Zweig, Franz Theodor Czokor, Albert Ehrenstein, Viktor Hueber, Hans Müller, Alfred Polgar, Felix Salten, Géza Silberer, Leopold Schönthal, entre otros, fueron reclutados para cumplir el servicio literario en el grupo austro-húngaro adscrito al Archivo de Guerra dirigido por el barón Emil Woinovich  von Belobreska. «A los reclutados por el Archivo de Guerra y encerrados allí de nueve a once horas, a los corresponsales adscritos voluntaria o involuntariamente al servicio de “propaganda”, se sumaban los mitificadores más o menos oficiales. La intención básica consistía en crear un molde perteneciente al pasado en el que el presente pudiese insertarse con facilidad. Era el momento de dar forma al mito», relata Kovacsics.
En las oficinas de la Stiftgasse de Viena, entre las nueve de la mañana y las tres de la tarde, cada escritor se dedicaba a redactar tres historias heroicas por día, misión ultrasecreta, conocida también bajo la curiosa denominación de «peinar a los héroes». Además de las labores de alta peluquería, el recluta literario debía ocuparse de vitalizar sus relatos con detalles imaginarios que proyectasen la ilusión de fidelidad a los sucesos históricos. Se compartía oficina con el Grupo de Guías de Campos de Batalla, encargado de la elaboración de quince guías turísticas, en alemán y en húngaro, para facilitar a los visitantes del futuro la contemplación detallada e informada de los escenarios bélicos.
Otro importante actor en el campo propagandístico fue el llamado Cuartel de la Prensa de Guerra, donde periodistas con veleidades literarias redactaban entretenidas crónicas a partir de los informes diarios remitidos por el Alto Mando del Ejército. Fue creado en 1909 en el marco del proyecto «Instrucción para la movilización Imperial y Real Ejército», que en un documento anejo regulaba la actividad periodística en situaciones bélicas. Este reglamento sería completado en 1917 por el comandante Wilhelm Eisner-Bubna, quien define el servicio de prensa como un servicio de propaganda: «El servicio de prensa es un servicio de propaganda. Ambos forman parte de los medios más importantes para aumentar el prestigio del ejército en el interior y en el extranjero. Es el deber de las autoridades militares fomentar ampliamente la actividad del Cuartel de la Prensa de Guerra. Esto se refiere lógicamente también a la información del frente mediante los corresponsales de guerra». En cuanto al tratamiento a los periodistas alistados para el servicio propagandístico, el reglamento rezuma un desprecio por lo civil que se pretende disfrazar de disciplina espartana: «Los reporteros y sus sirvientes  usarán exclusivamente vestimenta civil. Llevarán en torno al brazo, de forma visible, el distintivo correspondiente (brazalete negrigualdo con la inscripción de “prensa”). Los informadores y su personal recibirán del Ministerio de Guerra una legitimación para identificarse en todo momento (…) Los informadores y sus sirvientes firmarán un escrito por el que toman nota de que (a) a partir del día del ingreso en filas pertenecen al séquito de un cuerpo del ejército que se encuentra en pie de guerra y están, por tanto, sometidos a la justicia militar y a la disciplina del Imperial y Real Ejército, (b) se muestran de acuerdo en que el mando del Imperial y Real Ejército no asume ninguna responsabilidad por los daños materiales y físicos producidos ni paga indemnizaciones (…) Los informadores y su personal no podrán mantener contacto ni directo ni indirecto con miembros del estado enemigo o de sus aliados; de lo contrario serán tratados como espías (…) Para toda la correspondencia de los informadores sólo se permite el uso de las lenguas alemana, húngara y francesa (se prohíben la escritura cifrada o los utensilios  de escritura secreta). El censor es libre de impedir del todo o en parte el envío de cartas y telegramas sospechosos o indiscretos de los informadores y tachar, eliminar o volver ilegibles frases, palabras y números».
La perversión del idioma por parte de los uniformados, su uso como herramienta de guerra —tan cara al pretorianismo, al militarismo—, desembocó, en la sociedad, en la entronización de un lenguaje marcial con resonancias chauvinistas, y, en el periodismo, en la masificación de la jerga castrense y en la estetización de los hechos de batalla.
A modo de conclusión, Kovacsics entrega a sus lectores inquietantes reflexiones sobre el idioma y el periodismo: «Todo discurso es una campaña y allí entronca con lo militar. La campaña publicitaria, la discursiva y la militar se unen y se entrelazan como los hilos de una soga. Las tres responden a algo así como una cadena de mando (…) Una guerra es, además de sus actos y sufrimientos, un torrente de palabras. Quien lo percibe no puede menos que sentir un escalofrío. A la crueldad se suma la frivolidad verbal, que impregna hasta a quien la escucha, mancha incluso a quien piensa sobre ello (…) No es el discurso político el que tiene que ajustarse a la prueba, sino a la inversa: existe un discurso que es el destilado de una intención política, que es el que conviene a dicha intención, y al él deben adaptarse las pruebas (los hechos, las fotos, las representaciones). Primero se sabe lo que se quiere ver (…) El acto de anteponer el título al contenido de la fotografía es, sin embargo, inevitable precisamente desde el instante en que se prima el lado “arbitrario” y “activo” del lenguaje en detrimento del “involuntario” y “pasivo”. Se trata de evitar a toda costa que las imágenes hablen; no es cuestión solamente de adelantarse al “enemigo” sino también a las “cosas” y a sus “representaciones”. El sujeto crecido no puede admitir que algo externo a él, un objeto, una imagen, se pronuncie ni siquiera humildemente».
El cuarto texto de Guerra y Lenguaje lo conforma una historia de familia llamada «Danubio». Elvira Rádai, sobreviviente de un campo de concentración nazi, vuelve a su Hungría natal. Su antigua casa es ocupada por unos invasores muy agresivos provenientes de Transilvania. Desolada, camina por la plaza del pueblo y se sienta en un banco. El recuerdo de un gesto de cortesía y galanura le dicta a la mujer el rumbo futuro de sus pasos. Llega a la farmacia del viudo Segismundo Csáky, padre de Atila Csáky. Le dan empleo. El narrador nos informa del matrimonio entre Segismundo y Elvira.
Lo que sigue es la resurrección de lo aparentemente muerto. La indignación de la familia por la sangre judía que llega para corromperlo todo. La sevicia y los vejámenes que, al registrarse al interior de un hogar, nada le dicen al mundo. El lector comprende entonces lo imperceptible y lo eterno del viscoso caldo donde anidan los gérmenes del mal.
«Parecen que han dejado de existir pero al final vuelven… Los nombres, digo. Y no sólo los nombres, también los sinónimos, los símiles, los amaneramientos. Existe un núcleo enajenado, cruel y asimismo deleitoso que los genera, ¿sabes?; pues ese núcleo allí fue borrado, eliminado, extirpado. A mí, a nosotros. Tardé años en recuperar siquiera un mínimo vestigio. Aunque a veces siento que está todo impregnado de hoy, de supervivencia. Y que ésta es mentira. Y que era siempre mentira», piensa Elvira en la continuidad de sus desgracias.

En fin, recomiendo la lectura de Guerra y lenguaje, excelente libro de Adan Kovacsics.

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