viernes, agosto 22, 2008

Esclavos de la lujuria

Hay quien afirma que el verdadero pecado es la castidad, y a partir de tan profano convencimiento juzga por muy mala cosa la posibilidad de rechazar el cuerpo desnudo y expectante de la persona identificada con ese sabio postulado cristiano que nos impone amarnos los unos a los otros.
Escapar de la lujuria siempre ha resultado una tarea vana, irrealizable. Sufrimiento incesante que comienza en horas de la madrugada cuando nuestro atribulado compatriota enciende su televisor mientras sopla el humeante tarro de café que preludia su ida al trabajo. Lejos de deleitarse con el solemne himno nacional, visualmente enriquecido por el infaltable collage de chigüires, tucanes e indígenas yanomamis, termina por tropezar con un reggaeton estridente que intenta musicalizar el infatigable pendular de un par de nalgas increíblemente retenidas en una minúscula malla elástica; impactante pompi que, sin necesidad de inducirlo al sueño, consigue hipnotizarlo. ¡Y uno, y dos, y tres, y cuatro!...
Con la psiquis alterada, como consecuencia de la terapia de choque ocular aplicada arteramente por la preparadora física y sus sensuales ayudantes, el infeliz oficinista enrumba sus pasos hacia las estaciones del transporte público. En el caso del Metro de Caracas, el pasajero asiste a una suerte de megalambada comunitaria que puede llegar a convertirse en subterráneo baño turco si por casualidad llega a faltar el aire acondicionado. La erotización es moneda frecuente en el vagón donde pululan los implantes siliconosos y los recuestes de órganos de condición eréctil. Yo por ejemplo recuerdo aquella oportunidad cuando una señora de edad madura me preguntó si yo pensaba restregarle el que te conté desde Propatria hasta Petare (es decir, durante toda la línea uno). Abochornado, respondí que no; fue entonces cuando me espetó encolerizada: “¡Entonces, estúpido, dele chance a otro!”.
Luego de un mar de penalidades, el desventurado prófugo del deseo llega a su puesto de trabajo. Confiado, se entrega a la aparentemente casta actividad de revisar los correos electrónicos. ¡Craso error! Al cabo de unos segundos observa como su bandeja de entrada se encuentra abarrotada de mensajes cuyos contenidos pornográficos son antecedidos por las clásicas tres equis y advertencias del tipo: ¡cuidado con abrir en público! Me acuerdo que tenía un amigo que enloquecido por el acoso tecnológico del departamento de Informática de su compañía no tuvo mejor idea que titular los subjects de sus emails pornográficos con enunciados administrativos: balance general, estado de ganancias y pérdidas, costos operativos, cotizaciones para licitación, partida presupuestaria. Su ingenio fue el culpable de que en una ocasión un colega periodista, aguijoneado por la curiosidad, me preguntara acerca de la fecha en qué había nacido mi interés por la información financiera. Tan crónica falta de coartada terminó obligándome a cursar una Maestría de Negocios...
La esperada hora del almuerzo se torna también en propicia ocasión para la lascivia. A menudo la sobremesa deviene intercambio chismoso sobre la dinámica copulativa de la empresa: este con aquella, aquella con aquel y, oh sorpresa, estos dos con esos tres. Sobreviene entonces la inevitable depresión del desdichado sujeto que se entera de golpe que en su trabajo el único pendejo que le echa bola es él.
Con la respiración acezante, los ojos puyúos y las comisuras babeantes -a un tris casi de convertirse en Hulk el sádico increíble-, el pobre individuo logra por fin llegar a su casa. Y allí, una vez retrepado en mullida poltrona, busca aplacar su creciente rijosidad sintonizando en la tele una inocua serie de corte juvenil. Pero su sorpresa se hace mayúscula al percatarse de que observa una historia de estudiantes concupiscentes en la cual no se ven ni pizarrones ni pupitres ni salones de clase; donde -Ave María Purísima, sin pecado concebida- las únicas pruebas que se aplican son los exámenes de embarazo. ¡O sea! ¡Hello! ¡Espec-tacu-larrrr!
En fin, amiguis, perdónneme lo confianzudo, pero siento la urgencia de preguntarles: ¿Cómo carajo hacemos para no convertirnos en soldados del ingente ejército de lujuriosos de clóset? ¿Cómo hacemos para no abdicar ante lo que Paul Auster describió como la tautología del deseo, esto es, la sui géneris argumentación de lo quiero porque lo quiero?

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miércoles, agosto 13, 2008

Ser gobierno o ser revolución

La inseguridad se ha convertido en la principal preocupación de los ciudadanos. Sus terribles efectos se han distribuido democráticamente en los diferentes estratos de la población, de manera que resulta casi imposible encontrar a una persona que se haya librado de su trágico influjo.
Estadísticas oficiales demuestran que en apenas diez años nuestro país ha visto triplicar el número de muertes violentas, al pasar de 4.500 a 13.500 casos. La situación se torna mucho más complicada cuando tomamos nota de la tibia actitud exhibida por el gobierno bolivariano ante el auge delictivo. Mientras los venezolanos piden a gritos el lanzamiento de la Misión Seguridad, los funcionarios del gobierno se limitan a desarrollar una política de no represión que comporta graves efectos sociales y psicológicos.
“Las sociedades controlan la violencia a partir de regulaciones internas y externas. Las internas tienen que ver con la cultura y los valores; las externas, con la ley y los cuerpos represivos. Sin embargo, en algunas ocasiones estas regulaciones internas y externas no se cumplen, y se instala, para desgracia de un colectivo, un sistema de impunidad. Y en Venezuela, lamentablemente, los hechos nos dicen que la situación de inseguridad personal va para peor, porque no existe en la actualidad ningún componente de políticas públicas que avance con firmeza hacia la contención de los violentos”, señala el sociólogo Roberto Briceño León, director del Laboratorio de Ciencias Sociales de la Universidad Central de Venezuela (Lacso).
Atrás quedaron los días en que los venezolanos encontraban en el alza de los precios, la persistencia del desempleo, la escasez de viviendas o el colapso de la red hospitalaria el summun de sus preocupaciones. Hoy nos inquieta el incremento de los delitos; en particular, ese obsceno ensañamiento con el que los criminales someten a sus víctimas. Aunque duela reconocerlo nuestra sociedad está enferma; baldada por la angustia cotidiana de no superar un mal que tiene trazas de crónico.
La administración chavista no desea proyectar ante los sectores populares una imagen de gobierno represivo. En la escena mundial, tampoco le causa excitación ser apreciado por sus potenciales aliados tácticos y estratégicos como un régimen autoritario. La verdad monda y lironda es que el socialismo del siglo XXI no tiene un Plan B que salga al auxilio de los magros resultados de la no represión. Por ello, los ciudadanos se muestran recelosos ante cualquier iniciativa oficial que haya sido invocada para superar la dura crisis de inseguridad personal.
Para el año de 1997 Colombia tenía una tasa de homicidios de 67 por cada cien mil habitantes, mientras las de Venezuela era de 20. Once años después, en el 2007, la situación luce radicalmente distinta: Colombia presenta una tasa de 39; y Venezuela una de 49. En la actualidad, Bogotá es una ciudad muchísimo más segura que Caracas. La tasa de homicidios de Bogotá es de 26 por cada cien mil habitantes. La de nuestra capital es de 130.
“Hay un cortocircuito entre la idea revolucionaria, subversiva, y lo que significa una estrategia integral de lucha contra el delito. Sin lugar a dudas, la revolución no es orden. Por el contrario, es desorden. Al abandonar la oposición y asumir las riendas del poder, al presidente Chávez se le presentó un dilema político irreconciliable: ser revolución o ser gobierno. Cuando tú eres gobierno tienes que actuar en la dirección del orden: ofrecer y garantizar servicios de seguridad a la población. Pero cuando tú eres revolución debes quebrar las instituciones y generar una dinámica permanente de conflictividad y lucha social. Por eso, ser las dos cosas juntas -gobierno pero también revolución- es un propósito descomunal. Prácticamente antinatura", reflexiona, a modo de conclusión, el sociólogo Roberto Briceño León.

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jueves, agosto 07, 2008

Envidia del silicón

Hace más de un siglo que el médico vienés Sigmund Freud escandalizó a la comunidad científica con su polémica teoría de la envidia del pene. En aquella oportunidad el padre del psicoanálisis llegó a señalar que las mujeres sojuzgadas por el machismo tradicional identificaban en el falo una penetrante metáfora de poder y prestigio social.
“En nuestras sociedades abundan los estereotipos que presentan a la mujer como un ser envidioso. Se trata, sin duda, de una de las muchas creencias misóginas -y por tanto negativas- que conforman el imaginario social sobre la feminidad. En este sentido, desde la perspectiva freudiana, lo primero que envidian las mujeres es ser hombres, lo cual, ¡atención!, no quiere decir que no se encuentren satisfechas con su sexo, ni que hayan reprimido un deseo lésbico, atávico y colectivo. Para nada. Se trata más bien de un asunto simbólico: la necesidad de apropiarse del poder conferido por el pene. Un poder que viene dado por el conjunto de privilegios físicos y sociales que son negados, mezquinamente, a todos aquellos individuos que carecen de dicho miembro”, explica el profesor de Psicología de la Universidad Central de Venezuela (UCV), Leoncio Barrios.
Sin embargo, es conveniente precisar que no todas las razones que sustentan el livor femenino hunden sus raíces en la manigua del inconsciente. De hecho, hay algunas de ellas que se caracterizan por una indiscutible dosis de practicidad. Pienso, por ejemplo, en las ventajas relacionadas con el alivio de no menstruar, la facilidad de orinar en cualquier lugar y el reconocimiento popular asociado con la promiscuidad masculina.
Lamentablemente para los usufructuarios del modelo androcrático hubo un momento en que este relato sufrió una importante modificación. Las mujeres decidieron salir de su encierro doméstico para ocupar posiciones cimeras en los espacios sociales tenidos como columnas principales de la vida en comunidad. Y de hecho, a la chita callando, consiguieron transformarse en sólidas cariátides, en seres que conjugan, en su compleja individualidad, roles tan variados como fascinantes: hijas y madres, amigas y amantes, trabajadoras y empresarias.
Abundan los hombres que no terminan de adaptarse a la nueva realidad. Y aunque ellos muchas veces prefieran impostar la voz del visionario que informa a su audiencia acerca de la proximidad de acuciantes desafíos globales, lo cierto es que en la inmediatez de sus entornos no hacen otra cosa que aferrarse a las viejas prerrogativas. Se limitan a pontificar a todo gañote sobre la inmarcesible igualdad de “género”, sin atreverse siquiera a trasladar una sola de sus declaraciones políticamente correctas al plano de las realizaciones, como por ejemplo aquellas referidas al principio administrativo “a igual trabajo, igual salario”.
Por supuesto que no podían faltar los infelices que piensan que las mujeres sólo ascienden laboralmente gracias a su atinada estrategia de aumentarse el busto; parte de la anatomía femenina que funciona como kriptonita a los ojos de los insepultos y babosos carcamales enquistados en las cadenas organizacionales de mando. Si Freud estuviese vivo, y fuese consecuente con su línea analítica del resentimiento, tendría que acuñar el término científico de envidia del silicón; teoría que escudriñaría las implicaciones psicológicas del convencimiento, surgido en algunos sujetos, de que el poder y el prestigio social ya no se miden en centímetros de virilidad, sino en centímetros
Nada nuevo bajo el sol. Los pobres de espíritu siempre han opinado que el otro no merece ninguno de los bienes deparados por el esfuerzo propio o la fortuna. En fin, pura miseria humana que nos recuerda la lapidaria frase del corso Napoleón Bonaparte: “La envidia es una declaración de inferioridad”.

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lunes, agosto 04, 2008

Los esbirros de Cupido

A pesar de ser tan cuestionada en bares y salones de belleza, la institución matrimonial conquista mayores espacios en la sociedad venezolana. La abundancia de crónicas sociales y el constante recibo de tarjetas de invitación para saraos nupciales constituyen claras evidencias de que cada día son más los hombres y mujeres que, inflamados de amor eterno, deciden precipitarse al altar (¡vaya que resulta difícil no pronunciar esta palabra sin luego asociarla con términos tan luctuosos como “víctima” o “sacrificio”!).
Las mujeres casadas, al igual que las instituciones bancarias, suelen desconfiar de los hombres sin compromisos sentimentales, a quienes acostumbran arrumbar en la conocida categoría conceptual de los “amigotes”: seres de vida promiscua e irregular, que se niegan a cumplir con el sabio contrato intergeneracional que ve en la familia la célula básica de la sociedad.
Podemos decir que la mala voluntad comienza con la siempre mitificada “despedida de soltero”. Es increíble como las mujeres se muestran convencidas del carácter supuestamente pervertido de todas las veladas organizadas por los amigos de su futuro cónyuge. En este sentido, deliran con la presencia de piñatas repletas de preservativos, bailarinas nudistas, ginkanas sexuales y ríos de alcohol.
Sin embargo, la realidad dista mucho de este cliché de película holiwudense. El soltero acepta estoicamente los hechos de la vida. Asume su condición de único prófugo de una banda desmantelada. Cuando se entera de que un pana va a contraer matrimonio (hay que reconocer que fraseado así suena como a enfermedad crónica) comienza un proceso de alejamiento; una distancia que opera como mecanismo de adaptación ante la ausencia del compañero de farra. Porque aunque contraríe la intuición femenina, lo más común es que un hombre casado sea sonsacado solamente por otro hombre casado; fenómeno que visto bien tiene su lógica: los sueños de fuga sólo pueden nacer entre aquellos que comparten celda y condena...
Pero lo que marca la ruptura definitiva con el amigo que se casó no es otra cosa que el monotemismo de su conversación; ese bendito empeño en regodearse en los abusos perpetrados por la suegra y en las dificultades de convivir con una dama que de la noche a la mañana se convirtió en cuaima. Con la centésima repetición del cuentico de Anabel (anaconda con cascabel) y su cambio de cuero crece la convicción de que ha llegado la hora de expandir la base de panas.
Tu empeño en mantenerte alejado de aquellas psicologías desequilibradas por la unión conyugal genera de inmediato una suerte de contrarreacción. Entonces la gente “con la vida resuelta” se reúne en una especie de sala situacional para planificar el operativo que dé al traste con tu patológica soltería.
La primera fase del plan invariablemente estriba en un ciclo de charlas de concientización. Es cuando aparecen en escena las denominadas voces de la experiencia -aunque yo prefiero motejarlos como los esbirros de Cupido-: “Hermanito, se ha comprobado científicamente que las personas que viven en pareja viven más años” “A los chamos hay que tenerlos temprano, porque después parecen tus nietos” “Lo importante es tener alguien aunque sea para pelear”. La segunda etapa consiste en un cronograma de citas a ciegas con mujeres cercanas a los treinta años de edad; hito etario inexplicablemente consagrado por las féminas como época límite para el matrimonio y el inicio de la reproducción.
Nuestras observaciones particulares sugieren que ninguna dama célibe, en edad de merecer, consigue librarse del todo de esta pulsión colectiva. De hecho, quienes optan por negarla con vehemencia terminan padeciendo con mayor violencia la demencial dinámica casamentera.
Ya lo dijo la reflexiva protagonista de La mujer justa, estupenda novela de Sándor Márai: “Estaba tan concentrada en un hombre que no me quedaba tiempo de ocuparme del mundo”.

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