jueves, enero 31, 2008

La caída

Nada más parecido a los momentos iniciales de un robo bancario que la caída de un lente de contacto. En ambas circunstancias suele escucharse un mismo y desesperado grito: ¡Quieto todo el mundo! ¡Qué nadie se mueva!
Sin duda se trata de un momento de confusión generalizada, que se torna mucho más angustiante cuando apreciamos cómo la persona que menos ve -la más cegata del grupo- es precisamente quien se empeña en liderar la búsqueda del objeto extraviado; mientras que los sujetos llamados a recuperar las lentillas perdidas, dada la aguileña condición de su visión 20/20, permanecen en cambio petrificados, o afanados en complicadas contorsiones propias de la práctica del twister.
Mi abultado anecdotario con lentes de contacto se remonta al día en que pelé la córnea por primera vez. Aún recuerdo ese incómodo momento en que el pequeño disco gas-permeable fue a parar directamente a esa parte biológica identificada, por los hombres de ciencia, como el blanco del ojo. No exagero al afirmar que fue como haber experimentado lo peor de dos mundos, porque aparte de seguir hundido en las espesas tinieblas del queratocono, la miopía y el astigmatismo; me vi forzado a bregar con la punzante molestia causada por una presencia extraña.
El desconocimiento de la geografía ocular intensificó la gravedad del problema, pues me llevó a pensar seriamente en la posibilidad de que la traviesa lentilla terminase rodando hasta la mitad de mi mejilla izquierda -la ignorancia no sólo es osada: en algunos casos también puede llegar a ser alarmista-. Por fortuna, los tejidos corporales se encuentran bien zurcidos, y no tuve necesidad de apretar, en sentido ascendente, el rostro demudado por el susto.
La primera vez que perdí un lente de contacto iba de copiloto. El dueño del carro se negaba a subir los vidrios y encender el aire acondicionado. Argumentaba que no podía existir un mejor símbolo de libertad que la brisa golpeando constantemente en la cara. Sin embargo, el viento desarrolló tal potencia que me obligó a cerrar los ojos de manera violenta, con lo cual uno de mis lentes salió disparado rumbo a un paradero desconocido. Lo poco que me quedó de visión me hizo pensar en esas fallidas transmisiones televisivas que, bien por factores atmosféricos, bien por complicaciones técnicas, han perdido su conexión con la señal satelital. Comprendí entonces que la delirante ilusión de libertad extrema a veces puede conducirnos a la ceguera, si es que antes no es una peligrosa variante de ella...
Por lo demás, en estas líneas debemos testimoniar que así como han existido hombres que por amor han perdido el uso de la razón, también existen personas que -como yo- eyectan sus lentes de contacto al verse sitiadas por las apremiantes fuerzas de la lujuria. En mi caso particular, y para efectos de la redacción del consabido prontuario, debo precisar que se trató, en todo momento, de un episodio de baja ralea: Encontrábame yo en los barriobajeros espacios de la Tasca de los escapados, bailando con una sensual dama los pegajosos acordes del tema merenguero A dormir juntitos, cuando tuve la desatinada ocurrencia de ponerme creativo e improvisar unas cuantas vuelticas. No bien había soltado a mi despampanante morenaza cuando un par de gordos la devolvió hacia mí, de un traicionero empujón, en forma de mortal bumerang. Todavía recuerdo como su codo enhiesto impactó mi pobre ojo y me voló el lente de contacto. Lo más humillante de la ocasión fue cuando el resto de las parejas hizo un círculo en la pista de baile, y les dio por confundir cada uno de mis desesperados tanteos en el suelo con los pasos de una moderna coreografía.
Al día siguiente, al llegar a la oficina, mi jefa me interceptó a mitad de pasillo para encomendarme, a mí, al ciego, un trabajo impostergable: la elaboración de la visión estratégica de la empresa. En fin, supongo que la vida está llena de estos sinsentidos, de estas contradicciones....
Como dice José Saramago en su monumental novela Ensayo sobre la ceguera: “Dios santo, qué falta nos hacen los ojos, ver, ver, aunque no fuesen más que unas vagas sombras, estar delante de un espejo, mirar una mancha oscura difusa y poder decir, Ahí está mi cara, lo que tenga luz no me pertenece”.

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1 Comments:

Blogger Inos said...

Ha descrito usted admirablemente el calvario de los miopes, amigo Vampiro... aunque a veces esta tara tiene sus compensaciones, como lo demuestra este diálogo nocturno y playero:

- Chico, esta piquiña me tiene loca: sácame ésa arena de allí.
- ¿De dónde? ¡si no veo un coño!
(Susurrado):
- Dame acá tu mano pa' que veas...

"Ya lo ví todo" diría el filósofo Frank.

Saludos.

11:54 a.m.  

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