jueves, marzo 06, 2014

Cuando un tirano dialoga

Como si viviésemos sumidos en el esplendor cultural de un festival mundial de teatro, de esos que cada cierto tiempo se acostumbra organizar en el país, los venezolanos de este oscuro tiempo hemos podido presenciar el precipitado intento del gobierno de Nicolás Maduro de copar la atención pública con una puesta en escena que, en función de sus características básicas, puede inscribirse, de pleno derecho, en el conocido género de «teatro de calle».
La «conferencia por la paz y la convivencia» es, además de un inocultable expediente para ganar tiempo, una parodia de negociación que se halla destinada a no fructificar en acuerdos duraderos y respetables; entre otras razones, porque allí no se encuentra representada la parte del país que ha sido acosada, vejada y torturada por los organismos represivos del Estado revolucionario bolivariano y la violencia criminal de grupos paramilitares escondidos tras el burladero de los colectivos sociales.
La cúpula del gobierno comunista militarista únicamente puede hablar con dirigentes políticos provenientes de la disidencia chavista, distinguidos desertores de la claque encargada, a lo largo de estos quince años, de simular resonancia intelectual en cada una de las palabras de la inculta, altisonante y contradictoria verborrea del finado presidente comandante. Estos actores, desgastados de tan vistos, pronuncian un monólogo que se pretende diálogo. Una operación propagandística de origen cubano que está condenada al fracaso, porque los ciudadanos demócratas estamos al tanto de cómo conversan los tiranos. Nos lo advirtió la cínica Elena, esposa del dictador rumano Nicolae Ceauşescu: «Cuando yo dialogo no me gusta que me interrumpan».
Y la alocución inicial de Nicolás Maduro ciertamente no fue interrumpida, porque no pueden tomarse por interrupciones ni la tímida alusión a los heridos, muertos y desaparecidos ensayada por el periodista Vladimir Villegas («Creo que este acto debió comenzar con un minuto de silencio por las víctimas que han caído en estos días tan lamentables para Venezuela»), ni el escueto latiguillo que empleó el titular de Fedecámaras para sintetizar su diagnóstico del aparato productivo («Nuestro país no está bien, señor Presidente») o la preocupación estrictamente empresarial del señor Lorenzo Mendoza Giménez («Yo quiero centrar mi exposición en el área económica»). Ninguno se atrevió a llamar las cosas por su nombre. El sonoro silencio del eufemismo consumió la posibilidad de exigirle al dúo que detenta el poder el final de la criminalización de la protesta democrática, el respeto a los derechos humanos, el desmantelamiento de los colectivos paramilitares, el cese de la censura informativa, la liberación de los presos políticos y los estudiantes detenidos, la renovación de los poderes públicos, la suspensión de las medidas comunistas del plan de la patria, el término de la impunidad hamponil y el regreso a una economía de libre mercado. Envalentonado por la ausencia de contraparte argumental, soliviantado por saberse único peleador en un boxeo de sombras, Aristóbulo Istúriz, gobernador del estado Anzoátegui, acaso el participante más belicoso de la conferencia, le espetó a la falsa oposición reunida en Miraflores que él no permitiría que a las autoridades chavistas se le pegara a la pared.
«Nosotros, en esta confrontación no hemos peleado. Hemos contado hasta diez. Hemos sido pacientes. Hemos contenido al pueblo. Hemos contenido a nuestra gente, pero ¿qué pasará si la dejamos libre? ¿Qué pasará si la dirigimos? ¿Qué pasará si enfrentamos a quienes tenemos que enfrentar? ¿O es que nosotros no sabemos quiénes están dirigiendo esto? ¿Es esto espontáneo? ¡Esto no es espontaneo! Cada uno de nosotros en la gobernación sabe los nombres y apellidos de quienes dirigen. Los tenemos marcados. Los estamos respetando», clamó el matón de barrio en funciones de gobierno.
Es curioso como la dirigencia revolucionaria humilla constantemente al pueblo chavista que dice amar. Lo tiene por sicario, por tribu bárbara, por horda delictiva que suspende momentáneamente su impulso asesino por orden de arriba. Más que un nuevo actor político, el pueblo chavista es representado como la amenaza de disolución que pesa sobre cualquier intento de revertir la hegemonía de una ideología. Una amenaza verdaderamente escalofriante, si no fuese porque es falsa. No existe la tal jauría de mastines deseosos de atenazar entre sus mandíbulas la piel desgarrada de los traidores de la patria. Es un vil trampatojo. Una engañifa con la que se quiere desalentar el ímpetu de la protesta estudiantil.
En reciente artículo, publicado el lunes 3 de marzo en el diario El nuevo país, la periodista Jurate Rosales desmonta con estadísticas pertinentes e impecables razonamientos la magnitud de la farsa con la que el siniestro tándem Maduro-Cabello pretende engañar a la comunidad internacional e intimidar a los miembros de la resistencia democrática: «En el Censo Comunal efectuado a mediados de 2013, el Ministerio de las Comunas registró en toda Venezuela 1.150 comunas, 31.670 consejos comunales, 1.032 salas de batalla y 16.000 movimientos sociales. Por el lado de la oposición, el pasado sábado 1° de marzo, según cifras que manejan los medios de comunicación, 197 municipios en Venezuela fueron escenario de actividades de guarimba, término criollo para definir la acción callejera de rebeldía activa al gobierno. En cifras, esto significa que en 197 municipios, donde en cada uno funciona cierta cantidad de Comunas oficialistas, la actividad de calle de la oposición no encontró dificultad alguna por parte de la población. De haberla, provenía de la Guardia Nacional o los “colectivos” armados, pero no de las Comunas. ¿Significa esto que el sostenido y costosísimo esfuerzo de crear las Comunas como brazo activo del control político de las comunidades ha fracasado?».
La pluma de Jurate Rosales confirma la apreciación generalizada en la opinión pública de que el pueblo filochavista (no necesariamente de tendencia «madurista») se ha negado a enfrentar a los manifestantes en las calles, y ha desoído de modo recurrente los constantes llamados formulados por la dirigencia peseuvista para celebrar en cada localidad iniciativas «espontáneas» a favor del gobierno del señor Nicolás Maduro. Ante este creciente estallido de malestar social, los sectores populares de supuesta adscripción chavista (distinción hecha a partir de una prejuiciosa y arbitraria distribución geográfica) han optado por la no beligerancia. Ellos han desertado de la militancia activa. En el mejor de los casos, desde la perspectiva gubernamental, se han refugiado en la indiferencia, actitud ésta, escasamente revolucionaria. Contrariamente, los colectivos paramilitares sí han salido a cumplir las directrices de la «ofensiva fulminante».
Destaca el escritor Ricardo Piglia en su opúsculo Teoría del complot que la paranoia, antes de volverse clínica, es una salida a la crisis de sentido. Y es verdad. El gobierno diprosopo ―monstruo de dos caras, semejante al dios Jano― de Nicolás Maduro y Diosdado Cabello, puesto a explicar el origen de la masiva presencia ciudadana en las calles se abstiene de transitar el tortuoso camino de las culpas propias, de las consecuencias políticas de los errores cometidos. Ambos dirigentes prefieren, más bien, echar mano de la tesis paranoica del «golpe de estado continuado» (¡?), perpetrado por la burguesía parasitaria en contra del gobierno del pueblo; postura pública  que ha sido respaldada por todos los cuadros del Partido Socialista Unido de Venezuela, en un gesto maquinal enteramente comprensible porque, como bien señala Piglia en el citado librito,  «el partido leninista está fundado sobre la noción de complot, y conecta complot y clase, complot y poder».
En política, el complot es el líquido amniótico del revolucionario. La intriga forma parte del universo simbólico del conspirador, quien, al encontrarse en disputa con un orden legal que lo sataniza y criminaliza, se ve obligado a actuar en la clandestinidad y adoptar la invisibilidad y la infiltración como estrategia de lucha (en este sentido, es apropiado revisar las crónicas periodísticas del difunto Alberto Garrido, filósofo, doctor en Psicología Social, especializado en los orígenes ideológicos y organizacionales del chavismo, acerca del lento pero efectivo proceso de penetración de las Fuerzas Armadas por parte de jóvenes relacionados con la izquierda guerrillera de los años sesenta).
Una revolución es una secta que triunfó. Y cuando se analiza rigurosamente el discurso de un sistema político hegemónico se descubre, casi de inmediato, que las palabras y las frases pronunciadas por los dirigentes en el poder fueron, en un primer momento, el lenguaje cifrado empleado por los miembros de la secta al interior de las catacumbas.
Si lleva razón el filólogo alemán Victor Klemperer, y el «lenguaje del vencedor no se habla impunemente», entonces tampoco luce descabellado afirmar que la adopción de los principios normativos y operativos de una secta no se lleva a cabo de manera impune, porque los iniciados en la organización secreta terminan por asimilar mentalmente las obsesiones psicológicas (la debilidad extrema), las ansiedades (la inminencia de una derrota, la necesidad de depurar la estructura interna de posibles infiltrados) y los miedos (la amenaza de ser descubiertos) asociados con la lucha clandestina. El chavismo, en sus orígenes, fue una secta, no una facción, debido a ese componente de misticismo mundano nacido de la mezcla antinatura del culto a Simón Bolívar y la religión laica del marxismo, que promete a sus creyentes el advenimiento del paraíso proletario en la tierra.
Apelamos al juicio autorizado del psiquiatra Franzel Delgado Sénior para conocer las particularidades psicológicas de la denominada revolución bolivariana y determinar con precisión qué tipo de oponente tiene la sociedad democrática venezolana: «En 1978, en Guyana, más de 900 personas se suicidaron siguiendo a Jim Jones, el líder de una secta religiosa. Ese evento condujo a los representantes de distintas disciplinas a estudiar el fenómeno. Antes, las sectas tenían una connotación religiosa, hoy no. Pueden ser de mujeres, separatistas, políticas o de cualquier orden, siempre y cuando cumplan con los criterios universales que han establecido los académicos. ¿Qué es una secta destructiva? Un grupo organizado que emerge en el seno de una sociedad con las intenciones de destruir las instituciones y los valores hasta el momento dominantes y obligarles a asumir los de la secta. Las sectas destructivas tienen nueve características: la primera, poseen una estructura piramidal; la segunda, guardan una sumisión incondicional al líder, a quien se debe obediencia absoluta porque se le considera predestinado a cumplir una misión que solo él puede lograr y crea, al crecer la secta, una estructura dictatorial; la tercera, anulan el cuestionamiento interno y prohíben el pensamiento crítico; la cuarta, persiguen objetivos económicos enmascarados bajo una ideología destinada sólo a reforzar el poder del líder; la quinta, manipulan a  sus adeptos para lograr los fines que persigue la secta; la sexta, carecen del control de una autoridad superior sobre la secta; la séptima, fabrican palabras, frases y consignas para descalificar a quienes no pertenecen a ella, quienes son considerados inferiores; la octava, hacen uso de un color y una vestimenta particulares para identificarse y darle fortaleza al grupo; y la novena, y última característica, impiden el retiro voluntario de la organización y persiguen y castigan a los desertores. Visto lo anterior, ¿quién puede rebatir entonces que el chavismo no se corresponde con estos nueve criterios?», se pregunta Delgado Sénior, para acto seguido concluir: «Nosotros estamos mucho más allá de un fenómeno de un gobierno que hay que derrotar. No hemos tomado conciencia verdaderamente de lo que estamos enfrentando».
Triunfa la secta chavista y en su ascenso al poder, en 1998, se hace llamar «revolución». Reivindica un adjetivo femenino, «bolivariana», a pesar de que en el núcleo ideológico desarrollado en el árbol de las tres raíces se suelen emplear otros dos calificativos: «zamorana» y «robinsoniana». No tarda en iniciarse el proceso de desmontaje del Estado democrático, liberal y republicano según el credo de la secta victoriosa, cuyos principios preconizan la instalación de un Estado revolucionario y la ausencia de cortapisas a la voluntad del caudillo. El deseo de permanencia indefinida en el poder, por parte del líder carismático, torna inaplazable la incorporación de diseños institucionales copiados del Estado comunista cubano. La sensación de bienestar relacionada con la hegemonía política y la humillación del adversario no consigue aplacar los delirios persecutorios de la nueva clase dirigente. El Estado revolucionario es, por definición, un Estado paranoico. En palabras del argentino Ricardo Piglia: «El Estado anuncia desde su origen el fantasma de un enemigo poderoso e invisible. Siempre hay un complot y el complot es la amenaza frente a la cual se legitima el uso indiscriminado del poder. Estado y complot vienen juntos. Los mecanismos del poder y el contrapoder se anudan. El complot sería entonces un punto de articulación entre prácticas de construcción de realidades alternativas y una manera de descifrar cierto funcionamiento de la política».
El destino le sonríe a la revolución bolivariana. En el plano de la realidad, la dinámica internacional favorece el mercado de materias primas (en quince años el precio del petróleo venezolano aumenta en 363 %, según datos del economista David Alayón). En el plano simbólico, la cultura de masas, propia de las sociedades contemporáneas, le proporciona al discurso embaucador del 
«socialismo del siglo XXI» un  público proclive a confiar en teorías conspirativas que denuncien los tentáculos de los poderes transnacionales que motorizan la globalización y condicionan, supuestamente, el empobrecimiento de los países en vía de desarrollo. «¿La princesa Diana fue víctima de alguien que conducía ebrio o de un complot de la familia real británica? ¿Neil Armstrong caminó realmente por la superficie lunar o sólo en el estudio cinematográfico de Nevada? ¿Quién mató al presidente John F. Kennedy, los rusos, los cubanos, la CIA, la mafia o los extraterrestres? Casi todo gran acontecimiento tiene su teoría conspirativa. Creer en teorías conspirativas parece que va en aumento y los pocos estudios que se han hecho sobre esta cuestión confirman que esto es así desde los rumores de conspiración detrás del asesinato de JFK en 1963. Un informe de 1968 descubrió que alrededor del 33 por ciento de los norteamericanos creía en esta teoría de la conspiración, mientras que para 1990 esa proporción ya se había elevado al 90 por ciento. La tendencia histórica es al crecimiento (…) Nuestras investigaciones más recientes confirman que la gente que cree en una de las teorías conspirativas en circulación tiene más probabilidades de creer en otras», explica Patrick Leman, psicólogo de la Royal Holloway University en Londres, en un artículo publicado en la revista New Scientist.
Leman señala que las teorías conspirativas se arman sobre la base de fenómenos repentinos y pueden llegar a gozar de amplia credibilidad en sociedades signadas por la anomia y la incertidumbre. En la parte final de su escrito, el psicólogo inglés consigna un breve manual con seis recomendaciones para que los lectores puedan fabricar, en la tranquilidad de sus hogares, su propia «teoría de la conspiración». De seguidas, procedo a transcribir esta maquiavélica «matriz del complot» (los añadidos entre corchetes son de mi autoría y obedecen a los supuestos de la última  teoría de la conspiración montada por los propagandistas de la  revolución bolivariana, a saber: «la guarimba o el golpe continuado»): (1) Elija una organización grande de cualquier tipo y con mala fama, las favoritas suelen ser el gobierno y las grandes empresas [El «Imperio»]; (2) Como condimento adicional, identifique su historia con alguna sociedad oscura y secreta, cuanto más oscura mejor [La oligarquía «apátrida y parasitaria»]; (3) Seleccione un acontecimiento contemporáneo para entretejer con su historia [Las guarimbas de los «estudiantes manitas blancas»]; (4) Construya su teoría conspirativa a partir de información cuidadosamente seleccionada y acumule imágenes que puedan ser editadas de un modo que den soporte a una historia visualmente convincente [Materiales audiovisuales recopilado por el sistema de medios públicos basados en personas encapuchadas, estudiantes con conductas hostiles hacia los reporteros de los canales del Estado, testimonios de personas afectadas por las barricadas, declaraciones de dirigentes de los sectores extremistas de la oposición y grabaciones telefónicas privadas que den pie a la denuncia de planes con fines subversivos]; (5) Cree incertidumbre, cuestione la evidencias existentes o encuentre nuevas pruebas que contradigan la historia o la versión que usted desea poner en duda [Escenas que apuntalen las siguientes ideas fuerza: manifestaciones violentas, irrespeto a los funcionarios de los organismos de seguridad, división en el liderazgo de la oposición y búsqueda del diálogo y la paz por parte del gobierno]; y (6) Amplíe el círculo de conspiradores para incluir a aquellos que cuestionen su posición. La idea es poder decir: «¡Ellos niegan la verdad, también deben estar involucrados!» [El empresariado, la Conferencia Episcopal de Venezuela, los medios de comunicación privados nacionales e internacionales, las organizaciones no gubernamentales para la defensa de los derechos humanos, los gobiernos identificados en el espectro ideológico como de derechas].
Los valerosos estudiantes universitarios y el resto de los sectores de la sociedad democrática venezolana combaten desigualmente con una nueva mutación de la teratología política mundial, un engendro que en este mismo blog he identificado como un «neototalitarismo de masa crítica». Un sistema más peligroso y desconcertante que una dictadura latinoamericana tradicional, porque aprovecha las instituciones democráticas para avanzar en el control absoluto de las partes estratégicas del país y esquilma los recursos del Estado liberal para financiar la creación de un Estado comunal. Una labor de zapa potenciada con la aplicación de reforzadores psicológicos clásicos (el dinero, el premio y castigo, la esperanza postergada) y el manejo más eficiente de las estrategias propagandísticas que nuestro país jamás haya conocido.
Una secta destructiva, transmutada en revolución al triunfar por la vía electoral, que ejecuta actualmente un viraje hacia una modalidad colegiada de dirección, de resultas del fallecimiento inopinado de Hugo Chávez Frías, fundador y líder carismático del movimiento conspirador. Nicolás Maduro (representante del sector comunista) y Diosdado Cabello (representante del sector militar) mantienen una precaria cohabitación en la cima del poder. Este mando bicéfalo, demediado, refleja una situación política que pudiera resumirse en la frase acuñada por el sociólogo francés Alain Touraine: un «equilibrio de impotencias». Los comunistas le facilitan a los militares el know how propagandístico y el aparato de inteligencia policial necesarios para blindar el control social y administrar la capacidad coercitiva del Estado (Cuba como único dueño de la franquicia socialista, luego de que el sociólogo alemán Heinz Dieterich oficializara en el portal web Aporrea: «Chávez nunca implementó ninguna de las medidas del socialismo del siglo XXI que yo y varios otros hemos propuesto. Todo quedó en un eslogan» ); por su parte, los militares le garantizan a los comunistas la paz en los cuarteles, seguridad en operaciones delictivas de alto nivel, pago de coimas por la triangulación de importaciones estratégicas exacerbadas por una economía de puertos, ayuda logística a los socialistas venezolanos para el establecimiento del Estado comunal y transferencia regular de recursos económicos a la isla de Cuba, por un total de trece mil millones de dólares anuales, incluidos unos cien mil barriles diarios de petróleo, según datos manejados por los técnicos de la Mesa de la Unidad Democrática (Los militares como garantes de las remesas mensuales de petrodivisas y supervisores del proyecto de ideologización de los sectores populares).
A los mendaces «hijos de Chávez», incansables promotores de diálogos apócrifos y de delirantes teorías conspirativas, debemos desmentirlos diariamente en las calles gracias a una limpia vocación democrática, acendrada en las fraguas de la verdad, dado que sólo la verdad, como dijo Gramsci, es auténticamente revolucionaria. Al totalitarismo del poder hay que responderle con la ubicuidad y «viralización» de la resistencia, un activismo multiplicado por el efecto instantáneo, global y multiplicador de las nuevas tecnologías. El mundo real más el mundo virtual, ésa es la combinación que debemos procurar, porque sólo el todo podrá ser capaz de derrotar al todo.
En este nuevo contexto de la lucha democrática, sean bienvenidas pues las verdades documentadas por el padre Alejandro Moreno. Ellas nos permiten descorrer el tupido velo propagandístico de eslóganes nefastos como la generación de oro y la revolución humanista: «
De culpas políticogubernamentales hay que hablar y escribir. Si en 1999, cuando arranca este régimen de gobierno, estábamos en una tasa de 25 homicidios por cada 100.000 habitantes, muy alta ya pues la tasa mundial estaba en 9, hoy estamos en una de 79 cuando la mundial ha bajado a 7,4, esto es, se ha multiplicado por tres y algo. ¿Cómo pensar que en esa escalada no tienen ninguna culpa este régimen y este gobierno por muy expertos que sean en descargar su responsabilidad sobre otros? Pero hay un cambio cualitativo a mi entender más importante que el numérico. En efecto, si la edad promedio del homicida entonces oscilaba entre los 20 y 25 años, hoy tenemos criminales no sólo juveniles y adolescentes sino incluso infantiles. Uno de los asesinos de mis hermanos [los padres dominicos Jesús Plaza y Luis Sánchez] tiene entre 12 y 13 años y el otro 17 según reconoce el mismo ministro. ¿Qué significa un bajón tan drástico en la edad? Significa un aumento en la inmediatez de la acción violenta, esto es, una significativa disminución de la latencia (el tiempo) entre estímulo y respuesta y por ende una casi anulación total de los procesos de ideación, afectividad y valoración ética subjetivos de modo que el paso al acto, el llamado acting out, se vuelve casi automático y maquinal. Una nueva subjetividad, una nueva producción de forma-de-vida, una nueva subcultura criminal, se está produciendo, en el seno de este régimen y como producto del mismo: de su incuria, ¿de su complacencia quizás?, de su tolerancia a la impunidad. La impunidad protege al malandro. ¿Qué protege al ciudadano honesto?».
En fin, como dice el poeta Rafael Cadenas: «¿Qué hace aquí colgada de un látigo la palabra amor?».

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lunes, marzo 03, 2014

De la confusión y otros demonios

Los apuestos se enamoran; los feos se confunden. Si un galán le pregunta a una mujer si desea ser su novia, lo más factible es que acepte de inmediato, movida por una apremiante felicidad. Pero cuando sucede justo lo contrario, y es un rijoso sujeto con discapacidad estética quien desliza la posibilidad de iniciar una relación de pareja, entonces lo más normal es que ella eche mano del manido recurso de la confusión mental.
Al apuesto se le responde. Al feo se le disuade: «Tú no me amas, estás confundido. Tú no me amas, estás confundido. Tú no me amas, estás confundido», repite la dama escurridiza, con la ciega vehemencia de quien se propone apaciguar la lujuria ajena con la técnica psicológica de la hipnosis y la sugestión mental. Una variante del mantra, que reza así: «Tienes mucho sueño. Tienes mucho sueño. Tienes mucho sueño. Pero ni por el carajo vas a dormir conmigo».
Lo más curioso del asunto es que, por lo general, el que suele estar confundido es el  hombre apuesto y musculoso que —como tantos entusiastas de la mensajería de texto— ni siquiera sabe si «labio» se escribe con «b» o con «v», o si la palabra «cariño» lleva «c» o lleva «k». Aunque, aquí entre nosotros, ¿a qué mujer seria le puede alarmar un detalle tan anecdótico e irrelevante? Lo fundamental siempre será no perder de vista que es el feo quien impepinablemente termina por confundirse, a pesar de que el pobre tenga muy claro las partes femeninas que sueña besar, las carnes que anhela palpar o las zonas donde quiere retozar («El norte es el sur», nos recuerda de manera pícara Ricardo Arjona, patrono musical de las causas perdidas). Es pues el feo una especie de San Nicolás incomprendido, condenado siempre a llegar a deshora, a darse de bruces contra puertas selladas. Porque en los asuntos de la pasión, es muy sabido, más importancia tienen las urgencias que los obsequios.
En la moderna cultura de la belleza y el esplendor físico, a las personas feas no sólo se les niega el objeto del deseo, también se les prohíbe la humana posibilidad de desear. No pueden enamorarse, so pena de ser tildados de confundidos, sádicos o morbosos. En nuestro tiempo, la perversión y la aspiración malsana no están tanto en el deseo como en quien desea. Si un hombre atractivo, alguien como Brad Pitt, le sugiere a una dama principal que a la medianoche asista a su casa en compañía de un grupo de «amiguitas», este gesto jamás será interpretado como una velada invitación a sostener un encuentro licencioso, de corte promiscuo; muy por el contrario, será interpretado como un pedimento comprensible por parte de un caballero curtido en el cosmopolita arte de la socialización.
Pero toda presunción de buena fe cesa abruptamente cuando un sujeto poco agraciado, prudente y respetuoso, toma la palabra para proponerle a la chica de sus desvelos la conveniencia de un almuerzo familiar con la señora que quisiera su suegra:

—¿Qué dices mi amor? Tú, tu mamá y yo. Piénsalo… Para conocernos mejor…
—¿Pero de qué coño me hablas tú? ¡Si quieres invito a mi abuelita para que en vez de un trío hagamos un cuarteto, maldito pervertido! ¿Ah? ¿Qué te parece esa idea, sátiro infeliz? ¡Hazme el favor y sales ahora mismo de mi vista, monstruo libidinoso!».

No me extrañaría que en un futuro cercano la siempre atenta disciplina psicológica saliera al auxilio de las beldades acosadas por las huestes de lo contrahecho y, en brillante composición de neologismos científicos, le dé por acuñar la voz médica Síndrome de Déficit de Atención Sexual (SDAS, por sus siglas), para referirse a la tendencia patológica de ciertos feos —en realidad, sólo de aquellos feos que carecen de bienes de fortuna- de confundir los gestos femeninos de cortesía con escandalosas demostraciones de «pistoneo» sexual. Entonces veremos prosperar centros de terapia donde reconocidos especialistas muestren a sus pacientes las claves interpretativas del lenguaje corporal, de modo que un discapacitado estético pueda distinguir cuando una picada de ojo se debe a una «promesa de coito sin garantía» u obedece, por el contrario, a una molestia con el lente de contacto (en este sentido, pienso que no estaría de más incorporar a la terapia de lenguaje corporal un módulo 2.0, cuyos contenidos estén orientados a significar de una manera adecuada el repertorio de emoticones empleados en correos electrónicos, redes sociales, WhatsApp y pines. No sé, digo yo: para evitar el mal de la confusión digital).
Amor a primera vista. Confusión a primera vista. Amor eterno. Confusión eterna. Enamorarse solo. Confundirse solo. Sorprende comprobar que frases tan parecidas oculten realidades tan diferentes. De las personas enamoradizas lo sabemos todo. Sabemos, por ejemplo, que cuando no pueden tener a su lado al ser amado se entregan por completo al guayabo y al desamor, recorren bares y cantinas, vacían todas las botellas, se recuestan de rocolas y cantan en los karaokes el consabido repertorio de vallenatos y rancheras. ¿Pero qué hacen para desfogar sus cuitas aquellas almas que, a falta de mejor término, llamaremos «confundidizas»? ¿Cómo se supera la «desconfusión», un dolor tan atroz que la voz que lo nombra aún no aparece registrada en los diccionarios (es casi un hápax)? ¡Qué extraño resulta que aún el vate Ricardo Arjona no se haya lucrado con este asunto!
Conviene dejar hasta aquí esta incierta navegación por las procelosas aguas de la sexualidad y de los cánones estéticos, y ceder las últimas palabras a Fernando Savater, el noble filósofo que cuando no dice la verdad pronuncia la mentira más digna de ser verdad: «¿Cuál es la diferencia entre un rostro bello y uno realmente atractivo? Pues que el bello omite los defectos y el atractivo los tiene, pero irresistibles. La perfección que respeta todas las normas clásicas merece el encomio gélido del museo, pero cuando la imperfección acierta nos las queremos llevar a casa y vivir con ella y para ella. Se hace admirar lo que cumple las pautas y se hace amar lo que las desafía. Y eso en todo los campos, eróticos o artísticos. Hasta en la política».

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domingo, marzo 02, 2014

Los mecanismos de la ficción

¿Puede hacernos la lectura mejores personas? Me gustaría pensar que sí, pero lo cierto es que la historia está repleta de ejemplos de sujetos perversos que martirizaron a sus contemporáneos en nombre de pensamientos y esquemas teóricos extraídos de novelas, biografías y ensayos históricos. Una prolongación del pasado, un escamoteo del futuro, que dota de un oscuro sentido a la observación atribuida al francés Augusto Comte: los muertos gobiernan a los vivos.
Urgido por la necesidad de recabar pruebas a favor del poder benéfico de los libros me he dado a la tarea de buscar testimonios de lectores de fuste. Recientemente he dado con uno de ellos, el ensayo Los mecanismos de la ficción de James Wood, crítico de The New Yorker y profesor de literatura inglesa en la Universidad de Harvard.
«La literatura difiere de la vida en que la vida está llena de detalles acumulados y raramente nos encamina hacia ellos, mientras que la literatura nos enseña a observar (…) La literatura hace que nos fijemos más en la vida; practicamos en la propia vida, que a su vez nos hace mejores lectores de los detalles en la literatura, que a su vez nos hace mejores lectores de la vida», escribe James Wood.
Para Wood la literatura que nos enseña a reparar en la vida no tiene relación con los best seller de acción sin fin, ni con las obras de autoestima que maquillan las trampas y miserias del yo. Más bien pertenece a la tradición iniciada por el francés Gustave Flaubert, quien en sus escritos dejó plasmados los mecanismos fundamentales de la narración realista moderna: un alto grado de observación de los detalles más vivos y reveladores de los personajes y de los ambientes donde ocurren los acontecimientos dramáticos, una compostura emocional que evita el sentimentalismo («que sabe retirarse, como un buen ayuda de cámara»), un compromiso con la verdad que no cede a la tentación del simplismo maniqueísta, un narrador omnisciente cuya voz a menudo consigue confundirse con la de los protagonistas, una prosa que hilvana las mejores palabras en el mejor orden posible.
La novela no proporciona respuestas a las grandes dudas filosóficas; pero, si ella está bien construida, ilumina el camino hacia la formulación de las preguntas correctas, dado que aporta el mejor retrato posible de la complejidad del tejido moral de hombres y mujeres. Sólo el lector familiarizado con personajes literarios de una incuestionable humanidad (rasgo subrayado por el entrevero de virtudes y flaquezas) puede percatarse de que la única manera de comprender adecuadamente a las personas consiste en distanciarse de las convicciones propias para sopesar las cosas desde el punto de vista ajeno.
El recorrido de James Wood por la literatura contemporánea se compone de diez tramos. Diez sólidos capítulos donde el crítico detiene su mirada en los aspectos técnicos que conforman el utillaje del buen narrador. El primero de ellos se refiere a los criterios de uso de los llamados «puntos de vista». En este apartado podemos leer: «La casa de la ficción tiene muchas ventanas, pero sólo dos o tres puertas. Puedo contar una historia en tercera persona o en primera persona, o quizás en segunda persona del singular, o en primera persona del plural, aunque los ejemplos acertados de este último caso realmente son escasos (…) Estamos atrapados en la narración en primera o tercera persona. La idea más común es que existe un contraste entre la narración fiable (narrador omnisciente en tercera persona) y la narración no fiable (el narrador en primera persona nada fiable, que sabe menos sobre sí mismo de lo que finalmente sabe el lector). Para el escritor alemán W. G. Sebald, y para muchos escritores como él, la narración en tercera persona omnisciente normativa es una especie de estafa, algo anticuado. Pero ambos lados de la división están caricaturizados».
El repaso de obras mayores de la literatura contemporánea mundial demuestra la dificultad de conseguir un narrador omnisciente puro. Wood sostiene que la omnisciencia ensayada por un novelista siempre se ve afectada por las particularidades psicológicas de los personajes envueltos en la trama (la sucesión de acciones dramáticas); un factor externo que condiciona el relato y termina por moldear una nueva voz narrativa, suerte de «tercera persona cercana», conocida entre los expertos como «estilo indirecto libre». La narración parece liberarse de la óptica del autor para adquirir el tono y los giros expresivos de los personajes, quienes pasan a tomar la palabra.
«El novelista siempre está trabajando, al menos, con tres niveles de lenguaje. Está el propio lenguaje del autor, el estilo, sus herramientas de percepción y demás. Está el presunto lenguaje del personaje, su estilo, sus herramientas de percepción y cosas semejantes, y por último está lo que podríamos llamar el lenguaje del mundo: el lenguaje que hereda la ficción antes de que ésta llegue a convertirlo en estilo novelístico, el lenguaje del habla cotidiana, de la prensa, de las oficinas, de los anuncios, de la blogósfera y de los mensajes de texto», nos precisa Wood.
El narrador que se apoya en el estilo indirecto libre, además de su capacidad de mimetizarse con el mundo íntimo de sus personajes, posee otra característica: se desplaza en el universo expresivo de la ficción con la calma y la desfachatez propias del flâneur que holgazanea por las calles, con la mirada atenta a los detalles, dispuesto siempre a reflexionar sobre sus descubrimientos volanderos, pero remiso a implicarse emocionalmente con ellos.
«El artificio se encuentra en la “selección” de los detalles. En la vida podemos girar la cabeza y los ojos, pero de hecho somos como cámaras indefensas. Tenemos una lente muy amplia, y debemos captar todo lo que se encuentra ante nosotros. Nuestra memoria selecciona para nosotros, pero no como selecciona la narración literaria. Nuestros recuerdos carecen de talento estético (…) Sólo hay que enseñar literatura para darse cuenta de que los lectores más jóvenes son malos observadores. Sé por mis libros más antiguos, anotados sin ningún miramiento hace veinte años, cuando era estudiante, que yo subrayaba rutinariamente, sólo para buscar el aprobado, detalles, imágenes y metáforas que ahora me parecen de lo más vulgar, y me perdía tranquilamente cosas que ahora me parecen maravillosas. Crecemos como lectores, y los veinteañeros son relativamente vírgenes. No han leído la suficiente literatura para que ésta les haya enseñado como leerla. Los escritores pueden ser como esos veinteañeros, también: estancados en los diversos pisos del talento visual. Como en todos los aspectos de la estética, hay niveles de éxito en la observación. Algunos escritores son observadores modestamente dotados, otros son observadores de primera. Y existen infinidad de momentos en la ficción en que un escritor parece retirarse, reservar su poder: una observación corriente va seguida por un detalle notable, un enriquecimiento espectacular de la observación, como si el escritor previamente se estuviera calentando y de repente la prosa se abriese como un lirio», comenta en un extenso pasaje el crítico y profesor universitario.
Wood afirma que la historia de la novela se puede contar como el auge de los detalles. La sucesión de datos relevantes e irrelevantes es el recurso mediante el cual la literatura consuma su nuevo y único proyecto: el dominio del tiempo. «En realidad no existen los detalles irrelevantes en la ficción, ni en el realismo, que tiende a usar tales detalles como una especie de almohadillas de relleno para hacer que la verosimilitud resulte más agradable y cómoda. Uno deja las luces encendidas en casa o en la habitación del hotel cuando no está, derrochando energía, no para probar que existe, sino porque el exceso en sí mismo se siente como vida y, de una forma curiosa, nos hace sentir vivos».
La controversia se asoma en Los mecanismos de la ficción cuando su autor cuestiona la canónica tipología de los personajes propuesta, en 1927, por el crítico literario E.M. Foster. El principal desafío de un novelista, en opinión de Wood, no consiste en alcanzar el pleno desarrollo psicológico de los sujetos que dan vida a la trama, sino en plasmar en acciones dramáticas (relevantes, desencadenantes de nuevos acontecimientos) el marco mental y emocional que condiciona la visión particular de cada personaje. De allí que no oculte su desprecio por la mayoría de los comentarios registrados en los foros de Amazon, en donde numerosos lectores exponen su desilusión por la lectura de relatos con personajes poco creíbles. «No existe el “personaje novelesco” como tal. Simplemente existen miles de personas de distintos tipos, algunos redondos, otros planos, algunos profundos, otros caricaturescos, algunos evocados de forma realista, otros esbozados con los trazos más ligeros (…) Creo que las novelas tienden a fracasar no cuando los personajes no son lo bastante vivos o profundos, sino cuando la novela en cuestión no ha conseguido enseñarnos a adaptarnos a sus convenciones, no ha conseguido despertar una atracción específica por sus propias características, su propio nivel de realidad».
Una novela consigue la identificación de los lectores de nuestro tiempo, según Wood, cuando los personajes y sus acciones ponen en jaque la tradición literaria que desea explicar la vida como una lucha permanente entre las fuerzas del bien y las fuerzas del mal, ambas en estado puro. El gran aporte de los novelistas del realismo contemporáneo se resume en la exploración psicológica de seres complejos desde el punto de vista moral; seres que se debaten internamente entre honrar principios o perseguir intereses; seres capaces, a un mismo tiempo, de actos cargados de heroísmo o de ruindad.
La novedosa dimensión psicológica de la novela realista contemporánea se afianza en dos pilares: el recurso del lenguaje (estilismo de la renuncia, que desecha lo superficial y busca el mejor ritmo y distribución de las palabras) y la técnica del diálogo (resguardo de la vitalidad narrativa, la cual muere con cada «explicación» de acciones o de caracteres de personalidad»). El éxito de la ficción no reside en su capacidad de evocar la vida, sino en la posibilidad de enriquecer la existencia de los lectores mediante mentiras que sorprenden por la poderosa carga de verdad que encierran.
La lectura de
Los mecanismos de la ficción nos pone al día con importantes teorías literarias, pero también nos aporta un canon mínimo de obras maestras cuyas páginas debemos frecuentar en procura de una base filosófica y emocional que nos permita leer, con mayor propiedad, los signos y los simbolismos ocultos en la cotidianidad de la vida. Con este libro, el crítico James Wood cumple cabalmente con la exigencia expresada por George Eliot en su ensayo sobre el realismo alemán: «El mayor beneficio que debemos al artista, ya sea pintor, poeta o novelista, es la extensión de nuestras simpatías (…) El arte es lo más cercano a la vida; es un modo de extender las experiencias y ampliar nuestro contacto con nuestros compañeros, los hombres, más allá de la fronteras de nuestro destino personal».

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