martes, octubre 20, 2009

Una plaga llamada karaoke

En una de sus crónicas más recientes, el mexicano Juan Villoro define al Japón, en su vertiente más catastrofista, como el país de Godzilla; y, en su vertiente más enternecedora, como el país de Pikachú. Nosotros, menos expertos en idiosincrasias orientales, nos atrevemos a afirmar que, en su vertiente más diabólica y dañina a la paz ciudadana, Japón es también el país del karaoke.
Fue el músico nipón Daisuke Inoue quien ensambló, en 1971, la primera máquina básica de karaoke, hecha a partir de una cinta grabada con canciones de diversos géneros, un reproductor, una caja para las monedas, un micrófono y un amplificador. “Todo empezó –relata Inoue- cuando el presidente de una importante acería quiso contratarme para animar musicalmente una actividad especial de su compañía; como ese día no podía acompañarle, le entregué un cassette con el ritmo de mis canciones. Nunca registré la propiedad intelectual. En verdad, jamás pensé que en apenas tres años aquello iba a tener tanto éxito. Mi única idea fue alquilar aparatos de karaoke a doscientos locales en Kobe, y ganarme la vida mientras tocaba la batería y el piano con mi banda, que era lo que realmente me gustaba”. Una explosiva mezcla de romanticismo e imprevisibilidad que le acarreó al patrimonio de Inoue, por concepto de royalty, una pérdida de 150 millones de dólares según cálculos realizados por el académico estadounidense Robert Scott Field.
Lamentablemente en Venezuela este práctico invento, concebido para el disfrute y diversión de la raza humana, se ha transformado en un instrumento masivo de tortura sensorial. Y es que entre nosotros el bendito karaoke se asemeja cada vez más a una suerte de Latin American Idol de tasca. No hay fin de semana en que las tabernas y pocilgas caraqueñas no se encuentren transmutadas en el decorado o escenario del más bochornoso de los realitys shows caribeños: aquel que le niega a su público la posibilidad de contar con las milagrosas y oportunas interrupciones del Chacal de la Trompeta.
Resulta impresionante la habilidad que tienen los organizadores de karaoke para convocar, a sus interminables sesiones de gritos y alaridos, a los rebotados permanentes de casting y audiciones, a los vocalistas frustrados de corales y estudiantinas, a los reguetoneros peleados con la rima y con el flow: un apelmazado conjunto de voces espectrales, de cadáveres insepultos que todavía hoy sueñan con una reivindicación póstuma por parte de los visitantes de Youtube. Artistas sin arte (Truman Capote dixit) que sólo pueden ser ponderados por un acreditado jurado de borrachitos y sátiros de night club. Y por supuesto también por enamorados arrastrados y sin escrúpulos, de esos que para saciar sus más bajos instintos no tienen el menor reparo en comparar a la fémina que evidentemente desafina con la soprano inglesa Sarah Brightman -pero en versión unplugged-.
Sin duda que uno de los rasgos más deplorables del amateurismo con micrófono es su previsible tendencia a la interpretación sobreactuada; a ese error frecuente de confundir la calidez y sentimiento en la ejecución artística con la desagradable imagen de un rostro demudado por una crisis de estreñimiento o un ictus epiléptico. Al final, el merecido «disco de oro» llega a sus manos transmutado en el alcohólico aliciente de un servicio gratuito de güisqui o ron. Para que siga la pea. Para que siga el concierto. Total, nunca faltará el borracho que se anime a pedir otra (cerveza).
El joven humorista venezolano Cheo Chiste destaca como el pionero en el estudio del cancionero tradicional de los cantantes de karaoke. Gracias a él sabemos, por ejemplo, que las chicas prefieren las canciones de despecho de Ana Gabriel (¡Amiga tengo el corazón herido! / El hombre que yo quiero se me va / Lo estoy perdiendo, estoy sufriendo / llorando de impotencia / no puedo retenerlo…) y los joropos feministas de Scarlet Ortiz (¿Qué te has creído tú? ¿Qué yo no valgo? / Si tengo el corazón en sangre viva / Cobarde fuiste tú, te aprovechaste / de los mejores años de mi vida / Y vete, ya no quiero verte / machista insignificante / te crees más hombres que todos / por tener muchas amantes). Mientras que los chicos, por su parte, se encomiendan a las sentidas letras de Alejandro Fernández (Loco / me dicen loco / porque hablo con las aves / y a los amigos / que me encuentro por la calle / no les platico / de otra cosa que de ti / Loco / por esos ojos que me dicen que aman / cuando amanecen / encimita de mi almohada / tras esas noches / de locuras que me das / cuando te sueño) y Ricardo Arjona (No sé quién las inventó / no sé quién nos hizo ese favor / tuvo que ser Dios/ que vio al hombre tan solo / y sin dudarlo / pensó en dos… en dos / Mujeres / lo que nos pidan podemos / si no podemos no existe / y si no existe lo inventamos / por ustedes / Mujeres / que hubiera escrito Neruda / que habría pintado Picasso / sino existiesen musas como ustedes / Mujeres). Puestos a opinar ante tan copioso catálogo de lo patético-ontológico, no queda más remedio que repetir las parcas palabras pronunciadas por los abogados cuando escuchan de los acusados una involuntaria confesión de culpabilidad: “No más preguntas, Su Señoría”.
Finalmente, confesamos que tenemos por la circunstancia más aciaga aquella que vivimos en las reuniones familiares donde se instala un karaoke infantil, ya que allí debemos padecer el enceguecedor destello de una constelación de supuestas miniestrellas con cuerpo de baile y coreografías incluidos.
-¿Pero has visto ese movimiento de caderas? ¿Verdad que es igualita a Shakira? –pregunta una madre orgullosa.
-Sí señora, su niñita es toda una loba –responde uno a un tris de pasar por pedófilo.
-Y eso Vampiro que no conoces a la primita. Quédate por ahí para que veas que esa sí es verdad que es la mismísima chica dorada…

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sábado, octubre 17, 2009

Defensa de la comida chatarra

Vivimos tiempos de cobardía, de silencio reprochable. Tiempos en que casi nadie defiende aquello que le es más entrañable si ello supone plantar combate a los sectores tenidos por biempensantes en la sociedad. Tiempos en que sabrosos y venerables condumios son estigmatizados con el infamante remoquete de «comida chatarra».
En la actualidad, sólo un loco, un suicida o un condenado a las llamas infernales se atrevería a confesar, urbi et orbi, su amor por las pizzas, las hamburguesas, los choripanes, las costillitas de cochino y demás exquisiteces de la gastronomía callejera. El individuo que se animase a incurrir en semejante despropósito sería tildado de desvergonzado promotor de accidentes cerebro-vasculares, y aniquilado moralmente por los talibanes de la dieta sana y balanceada.
No se trata aquí de fungir como agente de la muerte. Todos sabemos que la temida parca cumple con suma eficiencia su tarea, y no necesita de la ayuda de ningún ejecutivo de cuentas para ver crecer sus haberes. El propósito que nos mueve es otro: solicitar un mayor recato a la hora de hacer referencia a una variedad de alimentos que nutren una parte importante de nuestra memoria emocional. No son comidas chatarras; son comidas deliciosas que ingeridas en exceso pudiesen causar complicaciones de salud.
Todo hombre inmolado en la pira sacrificial de la institución conyugal sabe muy bien que la verdadera comida chatarra es aquella preparada por las mujeres recién casadas; platillos carentes de sabor y consistencia, presentados a la mesa de modo desmañado como implacable represalia por la pérdida de la libertad ínsita a la soltería, pero también como astuta maniobra para abortar cualquier posible plan masculino de confinamiento de la esposa a los espacios de la cocina.
La denominada «comida chatarra» es -aunque luego termine matándolo- la comida del corazón. Ocasiones especiales como bodas, cumpleaños, citas amorosas y graduaciones tienen en común la posibilidad de aproximarnos por igual a seres queridos y sabores memorables, como, por ejemplo, una paella de mariscos o una parrilla. Nadie, ni siquiera un vegetariano, guarda recuerdos imborrables de reuniones y encuentros celebrados alrededor de una palangana de ensaladas y legumbres varias. En este sentido, creemos no exagerar cuando afirmamos que la remolacha, el brócoli y la vainita representan el Alzhéimer del corazón: ninguno de nosotros consigue evocar una circunstancia feliz en la que los hayamos disfrutado. Con ellos quedamos empachados de olvido.
Los «comesano», siempre obsesionados con las medidas de conversión de gramos a calorías (“¿Comerme un tequeño? ¿Está loco? ¡Si eso son más de 900 calorías!”), dicen amar los alimentos hervidos o cocinados a la plancha, pero tan pronto detectan que los compañeros de mesa se disponen a entrarle a un plato de comida sabrosa se apresuran a pedirles un poquito. ¡Son unos lambucios!
Igualmente, resulta condenable el empeño de algunas personas en escamotear los nombres más famosos de la gastronomía callejera para luego atribuírselos a los numerosos bodrios que conforman el recetario de la alimentación dizque sana y balanceada, con el fin de legitimarlos y hacerlos más pasables. Por tal razón, es fácil vaticinar que los que ayer nos cocinaron el pasticho de berenjena (¿?) o la carne de soya (¿?), mañana intenten agasajar nuestros sentidos con delicias salutíferas como el mondongo de calabacines, la fideguada de chayota o el pabellón molecular de acelgas y espinacas. Sólo agregaría la pertinencia de una cajita feliz contentiva de juegos tradicionales como el yoyo, el gurrufío y la perinola.
Hay quienes han intentado replicar en la quietud de sus hogares los altos estándares gastronómicos alcanzados en los tarantines apiñados en los espacios públicos conocidos como “Calle El Hambre”. Dichos ensayos culinarios, preparados en condiciones asépticas y controladas, jamás consiguen igualar el sabor propio de lo ambulante. Los especialistas en la materia coinciden en señalar que la clave radica en la sabia maduración de salsas y aderezos, y la creativa estructuración de los ingredientes.
La antípoda de la comida chatarra es el venerado pollo a la plancha, auténtico caballito de batalla de la buena alimentación. Sin embargo, se sabe que el consumo reiterado de esta suerte de «chola macrobiótica» favorece la aparición de cuadros depresivos y el surgimiento de brotes ginecomásticos en el caso específico de los varones. Es el elevado precio de la salud.
En definitiva, se requiere mucha fuerza de voluntad para no declinar ante las peligrosas bondades de la empanadoterapia. Como señala Hanif Kureishi en su novela Intimidad: “¡Qué perturbador es el deseo! Es un demonio que nunca duerme ni se está quieto. El deseo es travieso y no se pliega a nuestros ideales, y por eso tenemos tanta necesidad de ellos. El deseo se mofa de todos los esfuerzos humanos y los hace dignos de consideración. El deseo es el anarquista primigenio y el primer agente secreto; no es sorprendente que la gente quiera verlo arrestado y a buen recaudo. Y justo cuando creemos que lo tenemos bajo control, nos defrauda o nos llena de esperanza. El deseo me hace reír porque nos convierte a todos en idiota”.

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domingo, octubre 04, 2009

Durmiendo con el hacker

Los hackers más letales no se encuentran en internet. Son, más bien, presencias familiares que comparten nuestras camas y duermen con nosotros. Hermosas y disimuladas espías que para saciar sus ansias de información no han tenido que aprender complicadas técnicas de creación de virus, encriptación de datos o manejo estratégico de lenguajes de programación.
Para conocer los rigores de una auditoría femenina no es necesario convertirnos en un funcionario público de alto nivel; sólo se requiere que ellas cuenten con una ligera sospecha de infidelidad o con la autorización solidaria de la madre o de la mejor amiga para que practiquen, de manera expedita, las pruebas periciales de teléfonos celulares y correos electrónicos.
Tales afirmaciones no surgen de un posible arrebato misógino de este cronista, sino, por el contrario, de las conclusiones arrojadas por un estudio de opinión organizado por la empresa Sony Ericsson y la firma encuestadora Ipsos Consulting, a fin de conocer los usos y tendencias de la telefonía móvil en una muestra de mil mujeres españolas, con edades comprendidas entre 16 y 45 años, pertenecientes a diferentes estratos socioeconómicos.
“Además de usarlo para ligar, el teléfono móvil puede servir también para descubrir infidelidades. Una de cada tres mujeres reconoce que espía los mensajes del móvil de su pareja. Una táctica que le ha servido a más del 20 por ciento de las damas encuestadas para descubrir una traición de su pareja a través de un SMS”, señala un cable reseñado en el portal ibérico qué.es.
En verdad, son escasos los celulares que salen desembarazados de una auditoría sorpresa, dado que por lo general las personas suelen guardar en sus buzones los mensajes más candentes para tenerlos disponibles en momentos de excitación o de tambaleante autoestima. Y es que nada puede resultarnos tan malo en la vida cuando al menos alguien nos hace saber, vía mensajito de texto, el importante sitial que ocupamos en sus afectos.
El componente multimedia de la comunicación moderna ha supuesto un fuerte desafío para las habilidades de las detectives del ocio. De ahí que las pesquisas clandestinas, luego de haber sido enfocadas hacia la revisión del directorio telefónico y los clásicos apartados «llamadas recibidas» y «llamadas realizadas», se centren en el análisis pormenorizado de los archivos de audios, fotos y videos, con la intención de detectar calendarios eróticos amateur o películas gonzo de bajo presupuesto. En algunas ocasiones, las émulas de Torquemada han logrado dar con la identificación de un prófugo de la lealtad debido a las pruebas forenses practicadas al listado de ringtones (“Tas pillao, pillao, pillao”, La chicas del can, dixit).
Las redes sociales tipo Facebook favorecen mucho el trabajo de los celópatas 2.0. De hecho, los denominados perfiles de usuario se transforman en una suerte de páginas «wiki», donde cientos de chismosos, de un modo rápido e interactivo, crean, editan, borran o modifican anécdotas y acontecimientos de un sujeto en particular. Un conocimiento de construcción colectiva que halla su representación gráfica en la aleve práctica del «tagueo» (equivalente internáutico del popular «pajazo») y su consiguiente cauda de comentarios en línea. En todo caso, el propósito es garantizar la total inocuidad del personaje que anuncia a sus vínculos una ficticia soltería; al final, la urgencia siempre será oficializar en la web la existencia de un compromiso de amor, quedando de esta manera consagrados los tres tipos actuales de matrimonio: el civil, el eclesiástico y el virtual de Facebook.
El femenino instinto inquisitorial puede llegar a la evidente desproporción de efectuarle una auditoría al doble digital de la pareja. Es así como novias, esposas y concubinas irrumpen, contraseña en mano, en los fantasiosos predios del portal Second Life para comprobar si el avatar de su hombre mantiene un segundo frente, e indagar si tan igualada ciberbicha ya ha sido agasajada con yates, viajes y palacetes.
Para concluir, sabemos de relaciones amorosas que se han resquebrajado definitivamente porque el novio o el marido se levantó de la mesa de la computadora sin haber cerrado antes la sesión de navegación. En estos casos, la imprudencia masculina ha allanado el camino a las implacables cibercuaimas, quienes ya no pierden tiempo en la trabajosa captura de los dígitos del password: van directo al correo electrónico para identificar los avances de las páginas de adultos más visitadas, así como también la lista de amigos que fungen como proveedores de pornografía.
Cuando pensamos en los constantes operativos de inteligencia acometidos por nuestras queridas detectives, vienen a nuestra mente las palabras del escritor sueco Henning Mankell -uno de los grandes de la novela negra-: “La escena del crimen puede decir mucho acerca de las contradicciones de una sociedad, de las contradicciones de un hombre y entre los hombres”.

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