miércoles, abril 18, 2012

De golpes y antigolpes

El eterno candidato de la revolución bolivariana, con la serenidad de ánimo que le brinda el saberse jefe directo de cuatro de los cinco rectores del Consejo Nacional Electoral y dueño de la lealtad aspaventosa del ministro de la Defensa, acaba de anunciarle al país su voluntad de respetar los resultados de los comicios presidenciales.
De este modo, con la misma temeridad con la que un jugador desfoga su ludopatía en timbas y garitos, el teniente coronel Hugo Chávez Frías confirma su arriesgada apuesta por la pureza adamantina de los escrutinios del próximo 7 de octubre (apuesta que, por cierto, nada tiene que ver con el hecho, si se quiere anecdótico, de que los datos electorales vayan a ser transmitidos, vía electrónica, por una compañía de telecomunicaciones supervisada por técnicos cubanos y llenas de activistas del Partido Socialista Unido de Venezuela).
Pero el compromiso «institucional y democrático» del líder intergaláctico no ha sido imitado por Henrique Capriles Radonski, majunche candidato de la oposición apátrida, quien cobardemente se ha negado a exteriorizar su acatamiento incondicional de la suprema voluntad del pueblo, la cual, como todos sabemos, no puede ser otra que la autorización para extender, por seis años más, la dominación absoluta de los poderes públicos por parte del arañero de Sabaneta. Ya lo dijo el reputado constitucionalista Cristóbal Jiménez: «A mecerse en un bejuco / pueda que vuelva Tarzán / puede volver Rintintín / puede volver Supermán / y puede volver Cantinflas / con Capulina y Tintán / pero adecos y copeyanos / esos nunca volverán». (Misterio: ¿Cómo puede volver aquello que nunca nos abandonó?).
Ante tan culposo silencio, y resteado completamente con la institucionalidad democrática del país, Hugo Chávez Frías, precoz conspirador de la Academia Militar, sagaz golpista del 4 de febrero de 1992, ha dispuesto la creación de un Comando Especial Antigolpe (CEP), para yugular cualquier aventura sediciosa de la sociedad civil fascista (poco le importa que, históricamente, el concepto de fascismo exija la presencia de una corporación castrense que funcione, en la práctica, como una facción pugnaz y en permanente movilización).
Las cosas no andan para guachafitas: nunca como ahora la guadaña se cierne sobre la república de Bolívar. Razón por la cual este humilde cronista se abstiene de incurrir en la liviandad de atribuir la medida presidencial al delirio persistente de una psicología paranoica. Por el contrario, la dramática realidad de nuestros días nos recomienda más bien obsequiarle un voto de confianza a quien históricamente se ha revelado como la persona de mayor experiencia en materia subversiva, porque la lógica indica que nadie mejor que un militar felón, violador contumaz de los juramentos de honor, para columbrar la inminencia de un ambiente de asonada y traición.
Empero (por fin consigo emplear esta antigualla), si todo lo anterior es verdadero, no lo es menos que esa suerte de chamán de las oscuras artes del golpismo, que es Hugo Chávez, pudiese incurrir en pecado de hybris si, envanecido por su vasta erudición en rebeliones cuartelarías, se abstuviese de sopesar sus barruntos y presentimientos a la luz del juicio iluminado de otro maestro de los arcanos de la conspiración, como, por ejemplo, el inmortal Nicolás Maquiavelo.
En el opúsculo De las conjuras (Taurus, 2012), el inmortal genio florentino advierte a sus lectores: «Un príncipe que quiera estar a salvo de las conjuras debe, pues, temer más a aquellos a quienes ha complacido demasiado que a lo que han recibido demasiadas injurias: porque a éstos les falta la facilidad que a los otros les sobra, y además su determinación no es tan firme, porque el deseo de mando es mayor que el de venganza».
No deja de ser lamentable que tan brillante consejo, venido desde los tiempos renacentistas, llegue con tanta tardanza a los oídos presidenciales, porque sabido es que los miembros del Comando Especial Antigolpe juramentado por Chávez son los principales sospechosos de esta costosa mojiganga de la comedia bananera y tercermundista.
El que va a caer no ve el hoyo y el obseso, en su monomanía, no consigue distinguir a las hienas de los perros fieles. «Los hombres se engañan a menudo respecto a los sentimientos que les profesan los demás, por lo que nunca puedes estar seguro de nadie sin haberlo puesto a prueba, y hacerlo es muy peligroso; y aún cuando en otras ocasiones te haya sido fiel, en asuntos de menor cuantía, no puedes basarte en ello en toda ocasión, siendo el peligro incomparablemente mayor», reflexiona Maquiavelo.
Oculto designio de la divinidad: el hombre afila el cuchillo que lo degollará, enhebra la soga que lo ahorcará, extrae la ponzoña que lo matará. Nos comenta Adam Phillips en un imprescindible ensayo: «“El traidor”, escribe Elaine Pagels en Reading Judas, “siempre nos intriga más que los discípulos que permanecen leales”. Lo que parece sugerir esta reflexión es que de los relatos de traición obtenemos un tipo de placer que no podemos obtener de los relatos sobre lealtad ―más placer o un tipo diferente de placer―. Como si la falta de lealtad nos ofreciera algo que la lealtad no puede. Como si nos intrigara la parte de nosotros que puede traicionar a otros, particularmente a aquellos que amamos y admiramos. Como si hubiera una especie de vitalidad prohibida en esta parte de nosotros, algo moralmente equívoco y atrayente (…) La traición es una modalidad ominosa de la intimidad, una de las formas de la revelación».
La fascinación por la traición: tal vez la explicación más adecuada del porqué convertimos en nuestro líder al peor de nosotros, a lo peor de nosotros.

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