jueves, marzo 27, 2008

Vía crucis del temporadista

El pueblo venezolano no aguanta otro feriado. Sus pobres ciudadanos necesitan más fechas laborales para poder descansar. La dura realidad les ha enseñado que pocas cosas resultan más engañosas que la holganza asociada a un día festivo.
El sino trágico de nuestros argonautas del siglo XXI comienza desde el mismo instante en que deciden convertirse en temporadistas. Un lamentable descenso en los escalones de la zoología, que se traduce, impepinablemente, en la afectación profunda de la estructura genética de hombres y mujeres.
De la palpable evidencia de que temporadista no es gente, nos habla, con persuasiva elocuencia, la nula capacidad para percibir las más sencillas señales de tránsito (la luz amarilla significa para él un retador “¡coño hunde esa chola!”, mientras que la luz de cruce equivale a un altanero “¡tú sí eres bien güevón si me das paso”!). Otra característica que delata su involución ontológica es la proverbial imposibilidad de procesar los mensajes preventivos de las campañas institucionales (de hecho, la única estadística que supera con creces la tasa de fallecidos en accidentes viales es el índice total de consejos desoídos).
Cuando advertimos el carácter inexorable de esta suerte de demencia colectiva, no podemos evitar pensar en la conveniencia de colocar, en lugares limítrofes de las principales ciudades, un aviso que señale -en contraposición de la famosa inscripción del infierno dantiano-: “Ustedes, los que salen, perded toda esperanza”. Y es que una vez metidos en carretera, podemos afirmar que arranca oficialmente la fase conocida como round robin o “todos contra todos”. Los primeros en destacarse son, sin duda, los émulos tropicales del británico Lewis Hamilton o del “hombre de hielo” Kimi Räikkönen, quienes no vacilan en enfrascarse en una reñida y suicida lucha por la obtención de la vuelta más rápida. Llegados a este punto, nos vemos obligados a confesar, ante nuestros pacientes lectores, que nuestras habilidades intelectuales se revelan insuficientes a la hora de ensayar una explicación medianamente efectiva de los extraños mecanismos mentales que llevan a determinados sujetos a confundir la ruinosa superficie de la Autopista Regional del Centro con los modernos trazados de los circuitos de Montmeló, Sepang o Interlagos. Hay que echarle bola para homologar el movimiento de las banderas reglamentarias de la Fórmula Uno con las violentas sacudidas de paqueticos artesanales de panelitas de San Joaquín...
Así pues, ante la ausencia de un estandarte amarillo que indique oportunamente a los pilotos la imposibilidad de acelerar el coche, o la prohibición de intentar una arriesgada maniobra de adelantamiento, los funcionarios adscritos a Protección Civil y a la Dirección Nacional de Tránsito Terrestre han tenido que tomar para sí la misión de preservar el orden vial. De este legítimo mandato burocrático ha surgido la inefable figura del Operativo Especial de Semana Santa: una ambiciosa plataforma humana y tecnológica orientada, en un principio, al propósito inconfensable de incomodar y torturar a todos los temporadistas.
En este sentido, cabe destacar las altísimas cotas de crueldad alcanzadas en el asueto reciente con la aplicación del Plan Nodriza, iniciativa gubernamental consistente en la circulación estratégica de patrullas de vigilancia a baja velocidad. El poderoso efecto disuasivo de la tal medida se puso de manifiesto rápidamente: en cuestión de minutos el país entero se transmutó en una infinita e insoportable cola. Ninguno de los conductores se atrevía a superar los coches de paso testudíneo; en su lugar, sólo se limitaban a manejar a treinta kilómetros por hora bajo un sol abrasador.
Pero justicia es reconocer que no faltó quien se rebeló frente a semejante destino, y, desesperado, optó por amarrar su suerte al hallazgo de un atajo milagroso. Sin embargo, a estas alturas del partido, ya todos sabemos que los famosos “caminos verdes” en verdad constituyen la versión carreteril de mitos tan nefastos como El Dorado o la fuente de la eterna juventud. Lo que sí existe -y vaya que existe- son policías acostados que, al no estar debidamente pintados, pareciesen echarse a dormir justo cuando pasa el carro del temporadista, como para dañarle por completo las mesetas, muñones, amortiguadores y demás piezas del tren delantero. Igualmente, también menudean esos vagos autóctonos que con aliento a caña se le atraviesan a los conductores en plena cola, para solicitarles una humilde contribución dizque con miras a conservar el buen estado de lo que, a todas luces, es un colador vial. ¡Y ay si el chofer se pone cicatero y no se baja de la mula para ayudar al loable mantenimiento de la cirrosis!: Termina inscribiendo su nombre entre los protagonistas de la tradicional “Quema de Judas”.
Asombra observar cómo seres racionales, puestos a elegir entre el precipicio final y el sosiego reparador, escogen sin vacilación el sinuoso camino de la muerte en vida. Algo muy malo debe estar ocurriendo en los hogares venezolanos, para que la gente sólo desee huir de ellos. Aunque de repente exageramos la nota y no se trate de una misérrima vida familiar, sino de una incontrolable pulsión autodestructiva, como aquella que quedó garabateada en el pequeño diario de Hector Mann -complejo personaje de Paul Auster-: “Si pretendo salvar mi vida, tengo que estar a un paso de destruirla”.

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