miércoles, febrero 10, 2010

También las palabras son balas perdidas

Abro el periódico. La foto del reportaje captura el momento del derrumbe. Una mujer blanca, como de cuarenta años de edad, esconde la mirada y estalla en llanto. Y aunque estemos imposibilitados de escuchar sus lamentos, con tan sólo ver las rejas cerradas y los pasillos espectrales que le sirven de fondo, podemos adivinar su asfixiante soledad, su enloquecedora impotencia. Una imagen entresacada del álbum del dolor, que para nuestro asombro no guarda relación alguna con el terremoto de Haití o con uno de los muchos ataques suicidas del extremismo islámico. Esta víctima es -si acaso constituye verdad aquello de que las víctimas tienen nacionalidad- venezolana.
Una humilde compatriota –otra más- que no precisó perderse en el fuego cruzado de dos bandas enemigas para sentir el impacto de un proyectil inesperado. Porque en este país, que tanto amamos, y que tanto nos duele, las palabras del poder autoritario se han venido convirtiendo, día tras día, en impunes balas perdidas que marran el supuesto blanco escogido (el imperio, la contrarrevolución, la oligarquía apátrida), para continuar sus caprichosas y serpenteantes trayectorias, con su carga de muerte simbólica, hasta alojarse en el cuerpo, ora inerme, ora inerte, del pueblo venezolano. De suerte que la bala contra Colombia hiere a los empresarios. La bala contra los empresarios hiere a los trabajadores. La bala contra la inseguridad personal mata a nuestros niños y jóvenes.
Hasta la tarde del día domingo 7 de febrero, esta mujer, que son muchas (Ana Medina, Idalmis Martínez, Evelyn Fernández), disfrutaba plácidamente de las horas finales del fin de semana. En compañía de amigos y familiares, reparaba fuerzas para recomenzar la faena en la pequeña tienda que logró alquilar, luego de un esfuerzo de diez años, en el centro joyero del edificio La Francia. Fue entonces en ese instante cuando en los predios de la histórica Plaza Bolívar se escuchó el estruendo producido por un gatillo alegre:

-Ese edificio de allá, ¿de quién es?
-Es un edificio con locales privados dedicados a las joyerías, respondió un correveidile que en algún momento de la historia, al frente del Consejo Nacional Electoral, escondió su condición servil y fingió ser independiente.
-¿Y aquel otro?
-También de joyerías.
-¡Exprópiese!

El tiro destinado -no faltaba más- a los miembros más putrefactos de la más rancia, lacaya y «cipaya» oligarquía resultó, como de costumbre, desatinado; y su mortífero impacto fue a parar a la humanidad de la Universidad de Oriente (el edificio era público) y a un grupo de pequeños comerciantes. “Aquí no hay ninguna oligarquía. Somos familias trabajadoras a las que dejaron en la calle”, dicen que llegó a expresar una de las empavadas víctimas de la mala puntería revolucionaria.
Como todo acto barbárico, que se precie de tal, contó con la concurrencia de la canalla menesterosa, tarifada y resentida, esa fuerza de choque que, bajo el amparo de la más absoluta impunidad, tiene su cuartel de vejaciones y tropelías en la denominada «esquina caliente» de la Plaza Bolívar. Sus miembros, con el tono confiado y altanero que brinda el saberse parte del equipo ganador, bramaron como monolítica gavilla: “¡Al pueblo lo que es del pueblo!” “¡Al comandante no lo tumban los sifrinos!”.
Rodillas en tierra, estos valerosos guerreros que, según el relato oficialista han recuperado su independencia, su conciencia, su dignidad, opinan -parafraseando la fina ironía de Guillermo Cabrera Infante- siempre lo mismo que Chávez, pero sólo después que éste habla. En el fondo, una explosiva mezcla de odio, intoxicación ideológica y oportunismo político los hace tener por misma cosa la propiedad del Estado y la propiedad popular. ¡Pobres! Con su hambre pagarán tan costosa confusión, porque el mal que invocan jamás en la Historia se ha materializado de manera incruenta. El comunismo y los totalitarismos fascistoides siempre cancelan con la misma moneda.
De lo mucho que se ha escrito sobre esta estafa histórica, espigamos unas reflexiones de Isaiah Berlin, en la recopilación de artículos titulada La mentalidad soviética. La cultura rusa bajo el comunismo: “La mayoría de los males habituales que los marxistas han atribuido de manera tan monótona al capitalismo se encuentran en su forma más pura únicamente en la propia Unión Soviética. Estamos familiarizados con las típicas categorías marxistas de explotación capitalista, la ley de hierro de los salarios, la transformación de seres humanos en meros bienes de consumo, la retención del superávit por parte de quienes controlan los medios de producción, la dependencia de la superestructura ideológica de la base económica y otras locuciones comunistas. Pero ¿dónde encuentran estos conceptos su mejor aplicación? La explotación económica es un fenómeno bastante familiar en Occidente pero no existe ninguna sociedad en la que un colectivo de seres humanos esté siendo «explotado» de manera más firme, sistemática y descarada por otro que los obreros de la Unión Soviética por parte de sus supervisores. Cierto que los beneficios de este proceso no van a parar a manos de empresarios privados o capitalistas. El explotador es el propio Estado o, para ser más concretos, quienes controlan de manera efectiva su aparato de coacción y autoridad. Dichos controladores, tanto si actúan en calidad de funcionarios del partido, de burócratas estatales o ambas cosas, se asemejan más a los capitalistas de la mitología marxista que ningún capitalista que resida actualmente en Occidente. Los gobernadores soviéticos se aseguran de que los obreros reciban el mínimo de alimentos, cobijo, ropaje, ocio, educación, etc., necesario para producir la máxima cantidad de bienes y servicios estipulada por el Estado”.
Bienaventurados los soviéticos que por los menos sus amos producían.

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