jueves, septiembre 28, 2006

Los hijos como coartada

Hay quien sostiene que una persona sólo forma parte de una empresa cuando coloca sobre su escritorio las fotografías de sus seres queridos; mudos y atentos testigos que parecen transmitirle, desde la inmovilidad de sus respectivos portarretratos, las energías necesarias para acometer con éxito la homicida agenda de reuniones y actividades laborales. Y es que, aunque parezca cosa de locos, con ellos allí todo se hace más fácil.
Quizás sea esta íntima certeza el factor que nos lleva a desconfiar de aquellos sujetos que sólo amontonan carpetas y papeles en su área de trabajo. Puede que jamás lo comentemos en voz alta, pero sin duda tarde o temprano expresaremos, en el claro lenguaje de nuestros gestos inconscientes, el malestar producido por esa imposibilidad de reconstruir la historia personal de nuestros compañeros de oficina: ¿Estará soltera o casada? ¿Le gustará bailar? ¿En qué lugares habrá estado?...
Pero cuando la foto de un niño se encuentra cercana a un computador o a un aparato telefónico, la cota de felicidad sube a su punto más alto. ¿Qué no haríamos por asistir a la milagrosa epifanía de una sonrisa infantil? Nuestros pequeños iluminan los senderos, y suavizan el yugo que nos impone la diaria tarea de ser mejores. Al verlos, y al vernos, no dudamos siquiera por un segundo esa verdad encerrada en la frase “el hijo es el padre del hombre”.
Después, en ese momento de furia en el que pensamos que no resistiremos más, y que ha llegado la hora de presentar la renuncia y mandar a todos al carajo, miramos sus fotografías y logramos calmar el ímpetu de esas pasiones volcánicas propias de la juventud. Una vez más sus rostros nos han recordado que el tiempo ha pasado, y que ahora nuestras decisiones arrastran una cauda de incalculables implicaciones. Resignados, nos refugiamos en la broma para decirnos: ¡Con razón el pobre hombre no tiene retratos! No es porque sea un desarraigado, sino porque algún día, en libertario arranque de dignidad, aspira poder renunciar y evitar así vegetar entre botones de antigüedad…
Ante la inminencia del desempleo, muchos piensan que no queda otra opción que seguir echándole pichón, y aceptan el consejo del Conde de Montecristo: esperar y confiar. Entonces las oportunidades no tardan en llegar, y las cúspides del organigrama organizacional parecen alcanzables.
Sin embargo, más temprano que tarde los alpinistas tropiezan con ese punto aciago definido por el principio de Peter: “En una jerarquía, todo empleado tenderá a ascender hasta alcanzar su nivel de incompetencia”. O, lo que es lo mismo: “Con el tiempo, todo puesto de una jerarquía tenderá a ser ocupado por un empleado incompetente para desempeñar sus funciones”. Allí empieza el descenso, porque en tiempos de sobrevivencia toda acción es legítima.
La delación, la zancadilla y la puñalada trapera quedan justificadas, porque “nuestros niños tienen que comer tres veces al día y estudiar en los mejores colegios. Ellos merecen tener una existencia mejor”. Triste logro de este nuestro mundo: Haber hecho del hijo el siniestro padre de lo innombrable.
Volvemos la mirada al pequeño de otra foto, de una que quizás no se encuentre en nuestro escritorio (porque todos hemos sido niños; porque todos hemos sido atrapados en la instantaneidad de un flash), y nos preguntamos qué parte de su crecimiento nos hemos perdido. Que parte de nosotros hemos dejado por el camino.

1 Comments:

Blogger Inos said...

¡Ciertísimo! Yo probé con una fórmula que me ha funcionado hasta el momento: "Mi familia y yo profesamos una antigua religión sioux que prohíbe que nos tomen fotos: nuestro espíritu quedaría atrapado en la cámara".

Generalmente a mitad de frase no les quedan ganas de seguir preguntando por mis portarretratos familiares..

6:36 p.m.  

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