Quizás por el recargado sentimentalismo de los demagogos
y lo desmañado de sus procederes políticos, la mayoría de los ciudadanos se
muestra refractaria a concederle al fingimiento un carácter artístico.
Tal es la mala fama que signa al fingimiento que
antiguas virtudes sociales, como la cortesía, la prudencia y la moderación, son
hoy satanizadas por el pueblo llano, por observar en ellas manifestaciones
contrarias a la espontaneidad y la franqueza.
Sin embargo, la impostura cumple una importante función
en la vida de una colectividad, porque refrena la belicosidad contenida muchas
veces en las primeras impresiones, diferencia al hombre de la bestia y aleja la
posibilidad del enfrentamiento permanente entre personas o grupos con ideas y
costumbres diferentes. En este sentido, la prédica insistente de la tolerancia no
es más que un velado homenaje de las sociedades al fingimiento, porque para
todos es sabido que lo ideal sería pronunciarse siempre a favor del respeto.
Pero, como reza el tópico, algo es
mejor que nada.
En este contexto dominado por la cultura de lo «políticamente
correcto» conviene detenerse en la pertinencia del razonamiento del periodista
polaco Adam Soboczynski en El arte de no
decir la verdad (Anagrama, 2011): «El arte del fingimiento se parece a la
lectura cuando nos dejamos absorber por ella, o al amor cuando creemos ver el
mundo a través de los ojos del otro (…) el que finge se comporta como Proteo,
el dios de los mares, que puede transformarse en un león, una serpiente, un
leopardo, un cerdo, en agua o en árbol. El que finge es capaz de infiltrarse en
temperamentos ajenos, en los deseos de su enemigo, en otro sexo o en la
trayectoria vital de sus competidores. Y, cuando es necesario, es capaz de
apropiarse de estos papeles como el actor al que, en pleno arrebato creativo,
ya no reconocemos como la persona que es fuera del escenario».
Compuesto como una colección de 33 historias
personales aparentemente inconexas, con capítulos singularizados en la mejor
tradición de los textos de autoayuda («Mostrar interés», «Simular un acuerdo», «Aprovechar
el momento oportuno», entre otros títulos) y un estilo de redacción a ratos comparable
con el desarrollado en los casos de estudio de la Universidad de Harvard, El arte de no decir la verdad es un libro
desconcertante para los amantes de los géneros literarios puros.
Es una novela atípica, en particular por el modo
de presentar a los personajes, cuyas circunstancias individuales deben
reconstruirse a partir de relatos fragmentarios. La ruptura cronológica se
disfraza, en esta ocasión, de antología de relatos moralizantes. Por ejemplo,
hay que leer casi treinta historias para enterarse de que el sexagenario Heinrich
Walter, agente inmobiliario, protagonista del segundo capítulo («Controlar los
arrebatos»), es padre de Anja, la chica que encontramos en la recreación de una
malograda entrevista de trabajo («Nunca parecer perfectos»), pero también en
una escena de celos en medio de un reencuentro de amigos («Abandonar la fiesta
en el momento justo») y como confidente de una diseñadora gráfica de escasa
suerte con los hombres («No hacerse nunca pesado»). No es el único caso: hay
que leer cuatro historias para saber que Kirsten, la compañera de residencia
del arquitecto Stephan Karst («Hacerse el ofendido de vez en cuando») y fugaz amante
de un joven llamado Christian («Mostrar indignación moral»), es la novia formal
de Sacha, el abogado defensor de la madre de Stephan Karst en un pleito laboral
por jubilación forzada (capítulo 23: «Poner furiosos a los demás»).
Soboczynski confecciona un amplio catálogo de
hombres y mujeres hijos de la «posmodernidad», etapa supuesta de la raza humana
donde ilusiones tan mundanas como el orden, la certeza o la seguridad son por
siempre postergadas. «Somos la última generación que todavía podrá vivir por un
breve espacio de tiempo del milagro económico de sus abuelos», se nos advierte
en el capítulo tercero.
El estigma social de la soledad, la angustia por
saciar deseos contradictorios, el miedo a la depresión y otros derrumbamientos
del alma, la impotencia frente al envejecimiento y la presión psicológica por mantener
el paso de los demás —los supuestamente triunfadores— constituyen el leitmotiv
de las vidas narradas por el novelista polaco. El resultado es un conjunto de
duros retratos de la clase media alemana: un hombre que en las postrimerías de
una fiesta debe capear con galanura el acoso sexual de una borrachita poco
agraciada; un joven que escucha con estoicismo las cuitas sentimentales de su
compañera de cuarto para finalmente manipularla y tener sexo con ella; un político
que se ve obligado a ofrecer disculpas a su principal contendor electoral por unas declaraciones citadas fuera de contexto; un iluso enamorado que para ganarse
el corazón de una mujer infiel le confiesa las aventuras sexuales del novio; un
cesanteado que abandona el puesto de trabajo en medio de gritos y empellones;
una madre que inocula sentimientos de culpa en su hijo; un empleado que se
busca la ruina por responder de un modo impulsivo un correo electrónico; un
académico entrado en años y una joven investigadora que son sorprendidos en
plena cópula; un periodista del corazón que por su enfermiza suspicacia es
engañado con la verdad; una mujer que se queja de la fama súbita de un novio
que abandonó por fracasado; una femme
fatale que engatusa al camarero de un café para fumar en su local y ganar
una apuesta…
«La movilidad es frenética, la competencia
feroz, pero el fingimiento resplandece por doquier: el mundo nunca ha sido tan
amable; raras veces ha venido envuelto en tan dulces palabras. El colérico
pertenece al pasado; el futuro es de los seductores. En tiempos de convulsión
social hace su aparición el artista del fingimiento (…) Nadie se rebela. No se
amotina el empleado, tampoco el profesional liberal ni el autónomo
económicamente dependiente. Sólo las clases más desfavorecidas se arrastran de
vez en cuando por las calles de la capital, en grupos dispersos y desolados,
armados con pancartas deshilachadas, silbatos y aliento a alcohol. ¿Rebelarse?
Eso pertenece al pasado. ¿Rebelarse contra quién? ¿Contra el jefe que atiza con
el látigo a los empleados? ¿Deberíamos entrelazar los brazos y derribarlo?
Impensable: ya no existe el jefe contra quien dirigir la ira; ahora es la
persona más amable del mundo. Además, no existe ningún Nosotros. Existe el Yo,
el Yo acorazado que lucha hábilmente por su carrera. El enemigo ya no se sienta
arriba; arriba ya sólo está el cielo. El enemigo se sienta al lado, en la misma
planta llena de mesas de oficina. Es lo que se llama jerarquía plana. ¿Cómo hay
qué comportarse para imponerse? Siempre con una sonrisa. El hombre versátil de
nuestro tiempo no hace jamás lo que finge hacer. Se comporta como el camaleón:
adopta el color de la piedra sobre la que reposa. El hombre de hoy en día, se
dice, es rápido de reflejos, no tiene ataduras con el lugar donde se encuentra
y tiene capacidad de adaptación. Conceptos muy acertados, sin duda. Se trata de
conceptos propios de la vida aristocrática, de cuando el cortesano era enemigo
de todos los demás cortesanos, labraba su carrera con ahínco o rivalizaba por
una conquista amorosa. En la corte ya no era el caballero de antaño, que
luchaba con lanza y espada; ahora, sus armas eran las palabras atinadas y los
gestos maliciosos. Igualmente, ya nadie profiere eslóganes en el matadero de la
calle, sino que se camufla en su vida diaria detrás de la amabilidad», filosofa
el cínico narrador de Soboczynski.
El lector familiarizado con las máximas moralistas
de Gracián («Tan importante es una lúcida retirada como un ataque esforzado»), de
La Rochefoucauld («La modestia es una virtud que apreciamos sobre todo en los
otros») o de Baltasar de Castiglione («El verdadero arte es el que no parece
serlo, y no se ha de poner estudio en otra cosa que en ocultarlo»), se dará
banquete con las sentencias formuladas por Adam Soboczynski. A continuación una
pequeña muestra:
v
El
que quiere adular al narrador, lo escucha atentamente
v
Al
emprender cualquier proyecto, resulta útil ser subestimado
v
Todo
lo que uno le resulte enojoso debe hacerse en secreto
v
El
peor peligro en una entrevista de trabajo no es dejar una mala impresión, sino
todo lo contrario: dejar una impresión demasiado buena
v Pocas
cosas complacen más a los jefes que las pequeñas inseguridades de los
subordinados
v
Un
jefe nunca debe ser puntual en una negociación de sueldo
v
Inteligente
es aquel que es capaz de ocultar a tiempo su inteligencia
v Ninguna
estrategia se ha de llevar al extremo, ningún arte se debe convertir en un conjunto
de trucos evidentes
v Ofenderse,
ya sea por una frase o por un hecho, sirve de bien poco. Hacerse el ofendido,
en cambio, puede resultar muy útil. Pues pocas cosas atan más a los demás a
nosotros que su mala conciencia
v Hay
que vivir siempre de tal modo que se pueda reclamar a los demás una factura
atrasada: estar rodeado de deudores significa tener poder
v
El
arte de dosificarse es el arte de pensar en el objetivo final
v
No
se puede ganar siempre. Lo ideal es sufrir derrotas muy de vez en cuando
v
Aquel
que pretenda indignarse moralmente que tome nota: siempre debe investigar antes
de expresar opiniones éticas para determinar si su arma tendrá efecto en el
destinatario
v Muchas
parejas fracasan porque uno de sus integrantes experimenta un cambio drástico en
su vida, ya sea por propia iniciativa o por casualidad, ya sea a mejor o a peor
v
Una
regla básica del comportamiento humano:
uno sólo consigue despertar confianza en los demás si les da a entender
que comparte sus intimidades
v
Las
ganas de confiarse sin tapujos a los demás son terriblemente perjudiciales
v
Las
declaraciones de amor prematuras ponen en fuga a la persona deseada
v
Los
simpáticos son apreciados por su facilidad de conversación y su contagioso buen
humor. Su punto débil: con frecuencia son más amados que deseados con pasión
erótica. Su punto fuerte: a menudo son subestimados.
v
Los
misteriosos tienen mucho poder. Crean relaciones de dependencia destructoras.
Su punto débil: con frecuencia son más deseados con pasión erótica que amados.
Su punto fuerte: a menudo son sobreestimados
v
La
ausencia es aquello que hace posible que uno desprenda cierta aureola. Lo que
despierta nuestro interés es la dificultad de ver al otro. La dificultad de
verlo, su desaparición bien calculada, son los fundamentos de la fama del
poderoso
v
El
que confiesa titubeante su atracción a una mujer, por ejemplo con las palabras:
«Esto… sabes… tú me gustas mucho», y recibe como respuesta: «Y tú a mí, pero
por favor no me malinterpretes, sólo como amigo», no debe reaccionar jamás
enfadado ni con extrema frialdad, sino siempre con serenidad. En el rostro del
rechazado únicamente debe adivinarse un ligero atisbo de tristeza melancólica,
un orgullo que conmueva íntimamente a la amada. ¡Cuán a menudo, tras una
primera negativa, se invierte la situación!
La desagradable tensión que presidía el ambiente, y que tenía su origen
en la incertidumbre sobre la naturaleza de la relación, parece haberse
esfumado: el seamos amigos, pues, se ha impuesto. Y, para brindar por la amistad,
se pide una copa de vino. Y otra. Hay risas. Y de pronto los cuerpos se
encuentran. Aquel que, lleno de indignación, abandona antes de tiempo la mesa
de juego del amor es un mal perdedor que tenía en su mano la victoria
v
¿Qué
es la vida? Un campo minado. ¿Y el fingimiento? La condición necesaria para
nuestra ascensión. ¿Y qué es el amor? El más bello de los engaños.
En mi opinión, uno de los mejores capítulos de El arte de no decir la verdad es el
número diecisiete («Utilizar el humor»). Aquí Soboczynski describe una reunión
de agentes inmobiliarios de la empresa de bienes raíces Wanders GmbH &
Co.KG. Es la historia de una discusión acalorada que queda zanjada por la respuesta
jocosa de una astuta ejecutiva. El incidente le sirve al autor de pretexto para ensayar
algunas teorías acerca del humor: la habilidad más difícil de cultivar para los
artistas del fingimiento. Afirma, entonces, que la persona con sentido del
humor destaca por la rapidez de sus pensamientos, sus reflejos intelectuales y
su espontaneidad.
«El humor tiene un doble efecto: hace que uno
parezca simpático ante los espectadores, y así disfraza el hecho de que, a
menudo, se utiliza no para el disfrute general de los presentes sino para herir
a un contrincante (…) El humor bien administrado gusta tanto que hace que se
disculpen rasgos que normalmente resultan odiosos», se indica en el capítulo.
Soboczynski,
finalmente, le revela al lector que la decisión tomada bajo el influjo del humor resultó
catastrófica para la empresa inmobiliaria y le reportó cuantiosas pérdidas. Acto
seguido, esta información sirve de contexto para una aguda reflexión: «Este
desafortunado desarrollo de los hechos, sin embargo, no desmerece en nada el
poder del humor. Simplemente subraya su peculiaridad: el humor tiene tendencia a
prescindir del sentido común. Es injusto, creador de mayorías, antidemocrático
y quintaesencia del poder del carisma».
Etiquetas: Lecturas, Literatura, Soboczynski
2 Comments:
No me queda mas remedio que leerlo ;) Saludos, vampi!
Señorita Cometa, siempre me alegra tu visita a la página. Recibe mis mejores deseos para ti y los tuyos.
Publicar un comentario
<< Home