sábado, marzo 01, 2008

Las otras misses

A veces las mujeres incurren en delitos que nunca prescriben. El peor de ellos, de acuerdo con ciertos talibanes de la élite cultural, consiste en inscribirse en edad temprana en esa suerte de vitrina mediática de frivolidad y crasa ignorancia conocida en los cinco continentes como el certamen de Miss Venezuela.
Las conservadoras fuerzas de la tradición han delegado en los integrantes del gremio periodístico, presurosos ujieres del tribunal de la opinión pública, la facilista tarea de “desenmascarar” la naturaleza supuestamente iletrada de toda fémina con medidas noventa-sesenta-noventa. Resulta muy difícil describir aquí la intensidad de los violentos estremecimientos orgásmicos que sacuden la humanidad resentida de la adiposa reportera que escucha, in situ, los altisonantes rebuznos de la acémila devenida monarca de la belleza.
Todavía hoy se le suele recriminar a la siempre universal Alicia Machado el grueso gazapo cometido en trance de cuestionar el carácter “decayente” de la sociedad venezolana (en verdad una lúcida -aunque involuntaria- observación sociológica: a punta de chambonería no se llega ni siquiera a los más profundo del abismo; hasta para sumirse en la decadencia, el ser humano tiene el deber de desarrollar determinados niveles de estilo o de técnica).
Las preferencias artísticas han sido también terreno fértil para la ocurrencia de muchos de los dislates de nuestras reinas de cetro y corona. Melómanas adictas a los dulces acordes de William Shakespeare, bibliófilas extasiadas con la densidad de los aforismos de Tchaikovsky, gourmets obsesionadas con la propuesta gastronómica mediterránea de Kazuo Ishiguro, compiten diariamente entre sí para protagonizar el turbión de notas y croniquillas con las que el periodismo sensacionalista de farándula pretende documentar las versiones preliminares de una ambiciosa antología del disparate.
No pretendo defender en estas líneas lo indefendible. Ello no tendría ningún sentido. Pero sí deseo, en cambio, subrayar el carácter inacabado del cuadro, pues en el lienzo falta la figura oscura y difusa -casi un manchón- de la supuesta élite cultural que acumula títulos universitarios pero no lee. Una inteligencia apacentada en tupidos pastizales de fotocopias, guías de estudio y resúmenes ejecutivos, espasmódicamente memorizados ante la inminente llegada de los exámenes parciales o finales. Lo peor del asunto es que parece ser un problema endémico en la región.
El economista Gabriel Zaid nos dice, al comentar los resultados de la Encuesta Nacional de Lectura patrocinada por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes de México, lo siguiente: “De los 8.8 millones de mexicanos con estudios universitarios o de postgrado, el 18% (1.6 millones) dice que nunca ha ido a una librería; el 35% (3 millones) que no lee literatura en general; el 23% (2 millones) que no lee libros de ningún tipo; el 40% (3.5 millones) que no lee periódicos; el 48% (4.2 millones) que no lee revistas y el 7% (más de medio millón) que no lee nada: ni libros ni periódicos ni revistas impresas o electrónicas. El 30% (2.6 millones) dice que no gasta en libros, el 16% (1.4 millones) que gasta menos de 300 dólares al año. O sea, que casi la mitad de los universitarios (4 millones) prácticamente no compra libros. Sin embargo, el 66% dice que compra la mayor parte de los libros que lee. Como dice leer en promedio cinco libros al año, esto implica que compra tres. El 77% dice que tiene su propia biblioteca, pero en el 68% de los casos de estas bibliotecas personales hay menos de 50 libros. Y esta es la crema y nata del país”.
Aunque duela decirlo, un pergamino avalado por el Ministerio de Educación no equivale necesariamente a cultura. El simplismo intelectual que pretende vestir los ropajes de la sabiduría resulta tan condenable como la ignorancia supina. Vivimos tiempos caracterizados por el ascenso de una presuntuosa generación de nuevos maniquíes (misters y misses, que de todo hay), surgida al margen de las pasarelas, sin el ucase creador del zar Osmel Souza, que se encuentra capacitada genéticamente para superar el discurso iniciático de los concursos de belleza, famoso por su tono comeflor en contra de la guerra, la pobreza, el desequilibrio ecológico o la niñez abandonada.
Las novedosas joyas de retórica se nutren simultáneamente de dos ríos bastante caudalosos en lo que a útiles máximas y aleccionadoras moralejas se refiere: la gerencia y la literatura de autoayuda. ¡Caracha negro! ¿Quién no ha oído ya sus originales tonadas de ordeño?: «Lo único constante es el cambio», «Cada crisis esconde una oportunidad», «Hay que romper paradigmas», «No deje pasar una sinergia», «Hay que ser parte de la solución y no del problema», «El recurso humano es el recurso más importante»; un cúmulo de frases vacías, ayunas de vida, que inevitablemente me hacen recordar una anécdota contada por el trigésimo presidente de los Estados Unidos de América, John Calvin Coolidge: “Una vez le preguntaron a un campesino que había estado escuchando por dos horas el discurso de un político, sobre qué estaba hablando el orador. Entonces el campesino contestó sucintamente: Aún no lo ha dicho”.

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