Lo que quiere la gente
Y es que a la cultura a menudo se suele llegar de la mano de la fealdad, y en Venezuela, el país de la belleza, la creciente demanda social de los hombres y mujeres que “están buenos” les impone una agitada agenda de actividades, que les impide contar con los minutos de reposo y soledad necesarios para engolfarse en la plácida y cultivadora lectura de textos inmortales de la literatura universal. Únicamente son los feos, los eternos execrados de la rumba y el guateque, quienes cuentan con el tiempo requerido para entrarle como se debe a las aventuras del manchego Don Quijote y su escudero.
Es triste admitirlo, pero nadie en su cama reclama la presencia de un agudo conferencista ni mucho menos de un erudito en pintura medieval; tan sólo se solicita una pareja medianamente instruida en las artes del rascabucheo y la labia graciosa.
Sin embargo, por más bueno que se esté, reconocerse iletrado y analfabeta funcional siempre supondrá un alto costo social para el individuo, y un motivo de vergüenza para sus familiares y amigos. El idealismo propio de toda sociedad le pide a sus hijos que se esmeren en ser algo más que simples amasijos de músculos o monumentos vivientes de curvas y turgencias. También les exige que piensen y acumulen cierto bagaje cultural para el adorno de su expresión oral y escrita, de manera que el verbo se muestre en consonancia con la hermosura exterior.
Existen varias truquitos para simular el don de la inteligencia y la cultura sin necesidad de acudir a los temidos libros. De todos estos recursos echan mano las personas urgidas de demostrar que nacieron provistos de sustancia gris. El más socorrido de ellos es la utilización de las interrogantes como hilo del discurso. Ejemplo: (imagínese ante un grupo arrobado por sus dotes oratorias) ¿Pero qué es el amor? Pudiésemos preguntarnos (en este punto, haga una pausa para crear la atmósfera narrativa, y de paso para pensar sobre la continuidad de su cháchara) ¿Acaso la unión física y espiritual de dos seres humanos? ¿Pero pueden dos soledades hacer una compañía?...
Otro expediente, que por manido no debemos soslayar, es el gesto maquinal de frotarse la barbilla mientras se dirige una profunda mirada a la persona que nos habla; todo ello con esporádicos y alternativos movimientos de asentimiento, duda o estupefacción. Hay quien frunce el ceño y se aventura a repetir las tres últimas palabras de su interlocutor, aunque sin abusar.
Un mecanismo más elevado es utilizar en la conversación los denominados quiasmos, o cambios en el orden de las palabras que causa inversión del sentido, tal como por ejemplo la expresión: Más vidas para nuestros años, y no más años para nuestras vidas.
Y, finalmente, existe la opción de la cita culturosa, a cuya sombra me acomodo para así cederle la palabra al gran Oscar Wilde: “La gente no quiere que se le eduque; sólo quiere que se le tenga por educada”.