La generalidad de los historiadores de los
sistemas de gobierno fija el nacimiento de la democracia en el año 508 A.C.,
como consecuencia de las reformas políticas de Clístenes. Pero lo cierto es que
nunca se sabrá con exactitud la fecha y el lugar en los que la primera
agrupación humana convino en regir su destino según un modelo basado en la
voluntad colectiva.
Numerosos hallazgos
de la antropología y la arqueología han corroborado, en distintos puntos
geográficos, la existencia de prácticas culturales que pudiesen ser resultados
de una inspiración democrática (Dahl, 2006). Las condiciones favorables para el
surgimiento de una sociedad democrática guardan relación con la lógica de la
igualdad. La forma popular de mando, principio de la democracia, nació
espontáneamente en tribus independientes de control externo, con cohesión
social, distribución armónica del trabajo individual y de las responsabilidades
comunes, profundo sentido de pertenencia a la comunidad y un sector mayoritario
de la población interesado en participar en el gobierno del grupo.
Quizá por la
necesidad de mitigar el malestar de los sectores más humildes de la tribu, o
por la urgencia de formar una alianza política con clanes vecinos, las
novedosas jerarquías de mando no tardaron en comprender la importancia de
fortalecer su dominio social con el uso conveniente y controlado de algunos
mecanismos de los gobiernos populares primigenios (por ejemplo, la asamblea o
el consejo de ancianos). De este modo, los reyes y los jefes militares lograron
proyectar un cariz popular, e incluso cierta resonancia épica, alrededor de
medidas basadas en intereses individuales. La unanimidad y la aclamación
pasaron a ser, por la fuerza de los hechos, el remedo histórico del espíritu de
grupo, la materialización vicaria del antiguo todo. Como plantea Pierre
Rosanvallon (2010: 42-43):
En el mundo
antiguo, la realización de una sociedad unida y pacificada definía el ideal
político. Homonoia, la diosa de la
concordia, era celebrada en las ciudades griegas, y en el mundo latino se
erigían templos a la diosa Concordia. En esos diferentes universos, participar
es, ante todo, afirmarse como miembro de una comunidad… Sólo se puede
participar de un conjunto, de una totalidad. No hay, por lo tanto, ninguna
técnica política admitida que lleve a manifestar la existencia de una división.
De ahí el papel central desempeñado por la aclamación popular.
Al volver la mirada a la antigua Grecia se
advierte que no existían categorías políticas tales como «mayoría» y «minoría»,
en los debates asamblearios recreados por Homero en el texto fundamental de la
cultura helénica: Ilíada. La facultad
de cualquier persona para participar en un debate de alcance general, así como
la posibilidad de expresar su posición política, dependían exclusivamente de la
venia del rey. Este gobernante único se reservaba el derecho de consultar la
opinión del consejo de generales o de ancianos.
Del ágora al claustro
Con la desaparición de la monarquía
aristocrática y su sustitución por la aristocracia republicana, el poder perdió
parcialmente su carácter personalista. La voluntad política no dependía de la
imposición de un sujeto, sino que surgía de la sumatoria de los pareceres de
los integrantes de las asambleas nobiliarias: juicios expresados y recogidos
mediante un proceso de votación. De acuerdo con el helenista Domenico Musti
(2000: 54):
En un estudio
reciente, F. Ruzé analiza el concepto de plêthos
(totalidad). Su tesis es que la historia de la expresión de la voluntad
política en Grecia se presenta como el paso de la idea de la unanimidad, que
encontramos en las asambleas homéricas como única posibilidad de expresión, al
principio de la mayoría… Pero en realidad, más que el descubrimiento de la idea
de la mayoría, que es un punto de vista formal, lo que se descubre son los
derechos de la asamblea, que aumentan continuamente.
La votación a mano alzada (cheirotonía) fue el primer mecanismo de
decisión instituido en la democracia griega, como sistema de autogobierno
nacido de la ampliación de derechos de los ciudadanos y de la asamblea popular.
Presentaba la ventaja de permitir un conteo rápido de los votos.
Los atenienses
advirtieron que, cuando tomaban las decisiones a cara limpia y a mano alzada,
corrían el riesgo de perder autonomía, en los casos más polémicos. La fuerza
numérica de la mayoría, la manipulación emocional ejercida por los amigos
presentes en la votación, la posibilidad de represalias posteriores o la
presión psicológica del público funcionaban, en la práctica, como formas de
intimidación en la mente del votante. Quedaba comprobado que la democracia
asamblearia, al igual que la tiranía, podía avanzar gracias al miedo.
La necesidad de
librar a los votantes de influencias, presiones o extorsiones condujo a una
segunda modalidad de agregación de votos: la votación secreta (psephophoría). Gracias a ella, el
ciudadano manifestaba su opinión depositando una piedra (psêphos) en un ánfora (hydría).
Al final de la consulta, un funcionario seleccionado para tal fin, el kêryx (el que proclama), comunicaba al
colectivo el resultado final. Cuando el enjuiciamiento popular de un ciudadano
de la polis culminaba con igualdad de votos (isopsephía), la asamblea no procedía a organizar rondas de
desempate, sino que aplicaba directamente el llamado «voto de Atenea» (prenda
de humanismo de la cultura helénica): un recurso extraordinario de absolución
penal o de reivindicación moral. Como explica Musti (2000: 56):
Los griegos
distinguieron rápidamente el voto secreto del voto público, y analizaron el
problema y la oportunidad de tal distinción. En cuanto al carácter abierto o
secreto del voto, observamos cómo los procedimientos más «garantistas» (voto
secreto, pero también cómputo minucioso y puntual, cuando es secreto, y en
cualquier caso, también cuando es abierto) no se adoptan por un criterio
formalista, sino cuando están en juego las delicadas cuestiones que afectan al
estatus y a los derechos de las personas. Estos mecanismos de garantía que se
adoptan, según los casos, completos o en parte, en los tribunales y en la
asamblea cuando funciona como órgano jurídico, sirven para asegurar la
imparcialidad de los jueces populares defendiéndolos de influencias, presiones
o retorsiones, ese reconocido derecho al miedo, por así decirlo, que comporta
la democracia y, en general, cualquier régimen político.
Los temores eran justificados. Los políticos
con mayor habilidad oratoria no pocas veces aprovechaban el escenario
asambleario para agitar las pasiones de los asistentes y torcer el sano
desenvolvimiento de la discusión pública. Ocurría entonces el enfrentamiento
entre grupos con líderes rivales, la aparición de redes informales de
comunicación e intriga, la formación de facciones hostiles deseosas de medidas
parcializadas y la adopción de decisiones escasamente razonadas.
Otro factor de
decadencia institucional era el carácter belicoso y expansionista de la
democracia ateniense, que reclamaba constantemente el incremento de las tropas
de infantería y las unidades de marina. Debido a la escasez de hombres libres
disponibles para participar en la guerra se hizo necesario reclutar a libertos
y metecos, a quienes se otorgaba la ciudadanía. La administración de Pericles
fue mucho más allá de lo prudente y multiplicó la cantidad de cargos públicos.
Su movimiento reformista más osado fue la autorización del ejercicio de las
magistraturas por parte de varones sin propiedades.
Las consecuencias
de la ampliación de la ciudadanía y la proliferación de magistraturas son
explicadas por Domenico Fisichella (2002: 62-65):
Si los ciudadanos
que no son propietarios son excluidos del Consejo de los quinientos, de los
tribunales y de las funciones públicas, ¿cómo distinguir entonces entre
democracia y oligarquía? A estas preguntas Pericles contesta con la decisión de
atribuir, a cargo del erario, una compensación (mistos) a los ciudadanos, a cambio de su renuncia a la actividad
laboral… La consecuencia es que el pobre posee la igualdad de los derechos
políticos, pero carece de la igualdad de las fortunas económicas (…) La
institucionalización del salario eclesiástico ha hecho que el ciudadano tome
conciencia de que el voto tiene un precio y que éste puede incrementarse, hasta
el punto que resulta más conveniente vivir vendiendo el voto o la sentencia.
El voto también fue vaciado de su simbolismo
ciudadano institucional en los años finales de la república romana. En aquella
época el consulado, la máxima autoridad civil y militar, era la magistratura
más preciada. Se elegían dos cónsules, con un mandato de un año de duración,
que debían turnarse mensualmente en el ejercicio de sus funciones. La elección
de los cónsules tenía lugar en los Campos de Marte en el marco de la
celebración de los comicios de las centurias, agrupaciones formadas por
ciudadanos en edad militar. El día de la votación cada centuria proponía un
nombre entre todos los candidatos existentes; quienes obtenían la mayoría de las
postulaciones eran sometidos después a una votación general en la que
resultaban seleccionados dos cónsules. El voto era secreto y cada elector lo
emitía escribiendo el nombre del candidato preferido en una tablilla. Las
centurias se dividían en cinco clases, según su riqueza. La primera clase, la
de aquellos con mayores fortunas, constituía 88 de 193 centurias. Esta
desproporción determinaba que los comicios fuesen un instrumento electoral en
manos de los más ricos y allanaba el camino para el empleo perverso del derecho
del voto.
Atenas y Roma son
ejemplos de antiguos modelos de autogobierno basados en la participación
ciudadana en asambleas populares. Pero no son los únicos. Dahl (2006) menciona
los avances políticos de las sociedades vikingas cuando, a partir del año 600,
decidieron congregarse en una asamblea cuyo nombre en noruego era Ting. En estas reuniones, los hombres
libres discutían y votaban acerca de una variedad de asuntos: disputas entre
miembros de la comunidad, aprobación de leyes, declaraciones de guerra,
elección de nuevos reyes e incluso el cambio de religión del pueblo escandinavo
(lo que hicieron cuando se convirtieron en masa al cristianismo). Tan temprano
como el año 930, las sociedades vikingas se adelantaron a la formación de los
parlamentos nacionales, cuando fundaron el Alting,
confederación de las asambleas populares de Noruega, Dinamarca, Suecia e
Islandia.
Otra valiosa
experiencia de autogobierno ocurrió en el Renacimiento: las ciudades-repúblicas
del norte de Italia (Held, 2002). Asentamientos urbanos como Florencia, Padua,
Pisa, Milán y Siena establecieron «cónsules» o «administradores» para gestionar
sus asuntos judiciales, en abierto desafío a los derechos papales e imperiales
de control legal. A finales del siglo XII, estos sistemas consulares fueron
reemplazados por un sistema de mando político, que incluía consejos de gobierno
dirigidos por funcionarios conocidos como podestà
con poder supremo en materia ejecutiva y judicial. «Los podestà eran cargos electos, ocupados durante períodos de tiempo
estrictamente limitados (1 año), con responsabilidad ante los consejos y, en
última instancia, ante los ciudadanos (los hombres varones con propiedades
inmobiliarias sujetas a impuestos, nacidos o residentes en la ciudad)» (Held, 2002:
59).
Las complicaciones
institucionales de las ciudades-repúblicas renacentistas se derivaron principalmente
del origen nobiliario de los podestà,
elegidos en su mayoría con el voto asambleario entendido como aclamación, como
mecanismo natural de expresión del sentimiento común. El dominio abierto de una
clase de ciudadanos —la nobleza— terminó por incentivar el malestar social y la
inestabilidad civil dirigida por los grupos excluidos, los cuales apelaron, en
más de una ocasión, a medidas violentas y caóticas para formar sus consejos de
gobierno. Todas estas comunidades fueron finalmente aherrojadas por modalidades
hereditarias de transmisión del poder.
Uno de los
principales ideólogos del llamado «republicanismo desarrollista», Marsilio de
Padua, no pudo ver consolidada la herramienta del voto como mecanismo de
designación de los gobernantes (siempre acompañado del sorteo, que sellaba la
preeminencia de los intereses difusos de la colectividad por encima de los
deseos individuales) y principal recurso del pueblo legislador.
La autoridad para
hacer leyes no puede residir en unos pocos, ya que ellos también podrían pecar
de hacer la ley en beneficio de unos cuantos y no en beneficio de todos, como
puede verse en las oligarquías. La autoridad para hacer leyes pertenece, por
tanto, al conjunto de los ciudadanos o a la mayor parte de ellos, debido
precisamente a la razón contraria, porque dado que todos los ciudadanos deben
ser tratados por la ley de acuerdo con la debida proporción, y nadie se daña a
sí mismo a sabiendas o desea para sí la injusticia, todos o la mayoría desean
una ley que lleve al beneficio común de los ciudadanos (Held, 2002: 67-68).
Pero ese novedoso método de decisión que
representa la mayoría, mencionado de pasada en la ardiente defensa del
autogobierno popular ensayada por Marsilio de Padua, únicamente funcionaba
entre las murallas de los monasterios. Desde sus orígenes clandestinos, la
Iglesia confía la determinación de sus asuntos terrenales a las decisiones
aprobadas en asambleas nacidas del seno de las primeras comunidades cristianas.
La tradición católica cimentará sus primeros logros en la antigua tradición de
la participación como mecanismo de obtención del sagrado bien de la unanimidad.
Rosanvallon (2010),
estudioso de la legitimidad como categoría política fundamental, destaca el
papel del mundo eclesiástico en la creación de un vocabulario relacionado con
las virtudes ciudadanas de la participación y la deliberación. Recuerda que fue
un hombre de iglesia (Cipriano, obispo de Cartago en el siglo III) quien acuñó
la expresión «sufragio universal». También fueron hombres de iglesia los
cristianos primitivos que masificaron el uso de la voz latina unanimitas, para manifestar la
aspiración compartida de ver consolidada en la tierra una verdadera comunión
entre los fieles. La regla de decisión adoptada en el siglo V por el papa
Celestino I, según la cual ningún religioso podía ser nombrado obispo sin
contar previamente con la aprobación del pueblo, consagra en los hechos la
elección plebe praesente, en la que
se solicita al religioso postulado y a la grey católica formar parte de un
ritual de aclamación.
Giovanni Sartori
(2003: 137) resume la experiencia del voto en las órdenes religiosas medievales
del siguiente modo: reglas mayoritarias, sí; derecho de la mayoría, no. Habría
que esperar los desarrollos teóricos de filósofos políticos del siglo XVIII,
para que la noción de unanimidad fuera reemplazada por la regla de la mayoría
como principio de legitimación. John Locke inserta el derecho de la mayoría en
un sistema constitucional que lo disciplina y lo controla, aunque en algunos
pasajes de su obra confiesa sus dudas acerca de que una sociedad políticamente
organizada pudiese sustentarse en la confrontación dinámica y positiva de una
minoría y una mayoría.
Una insoportable mentira
El advenimiento del derecho al sufragio
universal y la adopción de la mayoría como regla de oro, al menos en términos
procedimentales, obligaron a una elaboración filosófica y argumentativa de
filigrana, dado que la razón democrática debe aportar criterios lógicos para
que el principio jurídico de la voluntad mayoritaria quede imantado del
prestigio de las antiguas nociones totalitarias de la unanimidad popular y la
voluntad general.
Los sectores
refractarios al derecho de la mayoría se preguntan, por su parte, por qué razón
una cantidad determinada, ciertamente mayor que una minoría pero menor que la
totalidad de los sufragios, le otorga a un sector de la población el dominio
político pleno y el disfrute absoluto de los privilegios asociados con el
mando; por qué razón un fenómeno numérico, como lo es en esencia la victoria en
una consulta electoral, constituye per se
un valor moral sustancialmente incuestionable.
En la Francia
revolucionaria el abate Sieyès, padre de la constitución francesa, recoge el
guante del complejo debate. Desecha la perspectiva estrictamente colectivista
del binomio «sociedad-comunidad», para emplear utilitariamente el concepto liberal
del «individuo» y definir la voluntad general como la suma de las voluntades
personales. El ideal de la unanimidad adquiere, así, un cariz aritmético al
concebirse la mayoría como un equivalente de la aclamación asamblearia. Escribe
el abate Sieyès: «Una asociación política es la obra de la voluntad unánime de
los asociados… Se puede sentir que la unanimidad es algo muy difícil de lograr
en un conjunto de hombres, por poco numeroso que sea, pero se vuelve imposible
en una sociedad de millones de individuos… Es preciso, pues, conformarse con la
pluralidad» (Rosanvallon, 2010: 50). Según Sieyès existen dos razones para
identificar la mayoría con la unanimidad: (1) la concreción de un consenso
social similar a una «unanimidad mediata», dado que los integrantes de la
sociedad comprenden la conveniencia de una identificación de ambas nociones; y
(2) la obtención de importantes beneficios prácticos, en términos de
gobernabilidad política, a raíz del reconocimiento de todos los caracteres de
la voluntad común en la expresión final de un electorado plural.
En 1801, en su
primera comunicación oficial como presidente de Estados Unidos, Thomas
Jefferson apela a la razón como mecanismo para dotar de legitimidad política y
social a cada uno de los dictados emanados del derecho de la mayoría: «Aunque
la voluntad de la mayoría debe prevalecer en todos los casos, para ser justa
debe ser "razonable"» (Sartori, 2003: 138). Sin embargo, la realidad
política de las democracias modernas ha sido otra.
Las elecciones han
dejado de ser un instrumento cuantitativo, adoptado para una selección
cualitativa (la elección de las mejores opciones), para convertirse en un
mecanismo degenerativo de la calidad gubernamental, al prescindir de la
elección como hecho racional para prestigiar políticamente la fuerza numérica
de ideologías extremistas, bien en su demagogia, bien en su ideología. He ahí
la amenaza que muchas sociedades, entre ellas la venezolana, no han logrado disipar:
el riesgo de confundir la democracia (un sistema de gobierno) con la simple
organización de elecciones (un método de selección). El criterio informado de
Pierre Rosanvallon (2010: 22) puede ayudar a dilucidar este nuevo mecanismo de
secuestro de las libertades ciudadanas por líderes autoritarios y caudillos
totalitarios:
En la elección
democrática se mezclan un principio de justificación y una técnica de decisión.
Su rutinaria asimilación terminó por encubrir la contradicción latente que los
sustentaba. En efecto, ambos elementos, no son de la misma naturaleza... Sin
embargo, el razonamiento popular actúa como si la mayor cantidad valiera por la
totalidad, como si fuera una manera aceptable de acercarse a una exigencia más
intensa. Esta primera asimilación se desdobla en una segunda: la identificación
de la naturaleza de un régimen con sus condiciones de establecimiento. La parte
valía por el todo y el momento electoral valía por la duración del mandato:
tales fueron los dos supuestos sobre los que se asentó la legitimidad de un
régimen democrático. El problema es que, progresivamente, esta doble ficción
fundadora se fue mostrando como la expresión de una insoportable mentira.
Referencias
·Dahl, R. (2006): La democracia: una guía para los ciudadanos.
México: Taurus.
·Fisichella, D. (2002): Dinero y democracia: de la antigua Grecia a
la economía global. Barcelona: Tusquets.
·Held, D. (2002): Modelos de democracia. Madrid: Alianza.
·Musti, D. (2000): Demokratía: orígenes de una idea.
Madrid: Alianza.
·Rosanvallon, P. (2010): La legitimidad democrática: imparcialidad,
reflexividad y proximidad. Barcelona: Paidós.
·Sartori, G. (2003): ¿Qué es la democracia? Madrid: Taurus.
Etiquetas: Democracia, Manipulación, Mayoría
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