miércoles, julio 20, 2011

El Palacio de los Sueños

Curioso: una novela sobre el mundo onírico nos aleja del dormir. El Palacio de los Sueños, del escritor albanés Ismail Kadaré, premio Príncipe de Asturias de las Letras 2009, despliega en sus páginas una perturbadora alegoría del poder totalitario, siempre interesado en hacer del inconsciente colectivo un nuevo territorio para la dominación política
«En el continente nocturno del sueño se encuentran tanto la luz como las tinieblas de la humanidad, su miel y su veneno, su grandeza y su miseria. Todo lo que se muestra turbio o amenazante, o lo que pueda llegar a serlo al cabo de los siglos, manifiesta su proyecto primero en los sueños de los hombres. No existe pasión o pensamiento maléfico, adversidad o catástrofe, rebelión o crimen que no proyecte su sombra mucho antes de materializarse en el mundo. Por eso el sultán soberano dispone que ningún sueño, aunque haya sido visto en el más apartado confín del Estado el día más anodino o concebido por el más insignificante siervo de Alá, debe escapar a la vigilancia del Tabir Saray [Palacio de los Sueños]», explica uno de los altos funcionarios del imperio otomano.
El vertiginoso ascenso profesional del joven Mark-Alem, descendiente de una de las familias albanesas de mayor abolengo e influencia, los Quyprilli, permite al lector conocer de primera mano la estructura burocrática del gigantesco palacio: el departamento de Acopio, donde los habitantes del reino envían el informe de lo soñado la noche anterior; el departamento de Selección, donde se desechan los ensueños sin valor predictivo, aquellos que poco advierten sobre inminentes peligros; el departamento de Interpretación, donde expertos en simbología se afanan en conseguir el «sueño maestro», pálpito onírico, aviso divino que informa al Estado acerca de magnicidios y conspiraciones; y el departamento de Archivo, donde reposan, documentados y catalogados, los sueños de hombres, mujeres y niños.
La novela de Kadaré también es una reflexión sobre las familias de tradición que lo sacrifican todo por disfrutar de los rituales y privilegios del mando; que preparan a sus hijos para ejercer funciones ministeriales y diplomáticas en gobiernos de cualquier signo político; que se extasían con los secretos y chismes de los gobernantes; que aspiran a ser el poder detrás del trono. Familias marcadas, a un mismo tiempo, por la gloria y la tragedia. En palabras de uno de los personajes centrales del relato: «La vida de un hombre queda perturbada para siempre una vez que se encuentra atrapada en los engranajes del poder, pero eso no tiene parangón con el drama de un pueblo entero prisionero de ese mecanismo (…) Repartirse el poder no significa sólo apropiarse de la parte correspondiente de los galones y los tapices. Yo diría que eso sólo llega más tarde. ¡Compartir el poder significa antes que nada repartirse los crímenes!».
Pero el Estado totalitario que crea una institución para desentrañar el misterio de lo onírico, y alimenta la ilusión del presunto dominio de los sueños y las pesadillas sobre la realidad, no pierde de vista que en última instancia el mundo consciente lo domina todo. Los turbios manejos de la política real terminan así por contaminar el plano surrealista de la existencia. En las brumas de Hipnos y Fobetor tampoco existe la meritocracia. Los grupos políticos presentes en el Tabir Saray se pelean la oportunidad de dictaminar el «sueño maestro», apaciguar la paranoia del gobernante y reservarse como merecido premio la posibilidad de administrar el castigo. El poder amenaza con cambiar de manos. De allí que el Visir, primera autoridad civil del imperio, advierta a su sobrino Mark-Alem, el menor del clan Quyprilli: «Vivimos una hora crítica. El sueño maestro nos puede volver a golpear (…) Se dice que algunos de los sueños maestros son inventados, son fabricados en el Palacio de los Sueños por los propios funcionarios del departamento, a la medida de los intereses de los poderosos grupos que rivalizan por el poder, o de acuerdo con el estado de ánimo del soberano».
Luego vienen los miedos. Los pequeños: a soñar, a oír de más, a confundir el delirio con el sueño, a abrir la puerta indebida, a caminar por siempre en infinitos y oscuros pasillos, a equivocarse en el desciframiento de los arcanos, a la cita repentina para conversar con el superior, a los sueños diabólicos que encabritan a las bestias de carga y detienen las caravanas. Los grandes: a perder la vida íntima, a traicionar a los suyos por el padre de todas las cosas, a las venganzas anónimas de la burocracia, a la imposibilidad de olvidar los abusos vistos, a la inutilidad de esconderse, a la obligación de avanzar con el sistema.
Mark-Alem teme. Únicamente le gusta la hora del descanso, cuando comparte con centenares de empleados en el gran comedor del Tabir Saray. Sólo allí experimenta «la tranquilidad que siente el hombre asustado al camuflarse entre la muchedumbre».

Etiquetas: , ,