viernes, diciembre 17, 2010

Ya no esperamos a los bárbaros

«Ya no esperamos a los bárbaros». La contundencia de esta frase, conseguida al azar en el cuaderno de aforismos del poeta Rafael Cadenas, ya no resulta inquietante. Más que la intuición de lo nefasto, estas palabras vienen a ser la confirmación del ánimo zafio y belicoso que eclipsa el espíritu de nuestro tiempo.
Más que convivir, los venezolanos no cesan de rivalizar en un entramado de ambientes cargados de hostilidad. Las plazas, calles y avenidas, pretéritos lugares de encuentro ciudadano, asemejan hoy cuadriláteros de asfalto donde, para insultar y golpear, no hace falta que nadie vaya en calzoncillos. Triste combate que no consigue un réferi que lo detenga o, al menos, conceda la fugaz pausa de un conteo de protección. Marchamos groguis de pelea en pelea, en busca de una corona que no alcanzamos a mirar.
Los seres más aptos y «agresivos», ataviados con los ropajes científicos de un darwinismo new age, satanizan de cutio a la cortesía. Sostienen que en el competitivo mundo del sálvese-quien-pueda la urbanidad jamás logrará ser una virtud, debido, entre otras causas, a que los buenos modales son una rémora, una tara culturalmente transmitida, que limita al sujeto en la lucha por trascender en el proceso evolutivo, al interrumpir o condicionar su accionar en sociedad. Un ideario pragmático que puede resumirse en la expresión «mejor pedir perdón que pedir permiso» (aunque no faltará quien le guste la consigna «mejor amenazar, golpear e insultar que pedir perdón»).
Es una tarea ímproba precisar la cronología del fin de la urbanidad. Sin embargo, pienso que alguna relación debe existir con el proceso de depreciación semántica experimentado por el término cortesía, el cual se concretó a través de dos recursos lingüísticos: la sinonimia y la antonimia. El mecanismo de comparación allanó el camino a los manipuladores del idioma (y por ende también de las conciencias) para seleccionar un listado de palabras a las cuales yuxtaponer o contraponer el término cortesía. De suerte, que la cortesía se emparentó con una familia de palabras de carga semántica despectiva: doblez, timidez, cobardía, hipocresía, diplomacia (cosa mal vista en tiempos de Wikileaks) y prosopopeya. Pero lo contrario también se hizo. De este modo, la cortesía pasó a considerarse la negación de virtudes cardinales como la sinceridad, la audacia, la valentía, la humildad y la campechanía.
Más tarde llegó la ideología. La urbanidad fue despachada como una secreción de la estructura de dominación de las clases poderosas, un dispositivo educativo concebido para la perpetuación de las prácticas culturales de un sistema político y económico injusto. La batalla por una sociedad sin clases debía, para su éxito, extenderse al plano simbólico, dado que en una sociedad de iguales los tratamientos honoríficos o de consideración no resultan justificables. No puede haber camaradas allí donde los proletarios deben pedir permiso. ¿Permiso para qué? ¿Para ser iguales? ¿Para estar en el mismo sitio o disfrutar de la misma comida? ¡Por favor! El hombre nuevo es precisamente nuevo porque sus pensamientos y acciones no emanan de las páginas del Manual de Carreño.
Lo cierto es que no había mucho que preservar para cuando los psicólogos y las huestes de lo «políticamente correcto» nos impusieron el mandato de la proximidad y la cercanía. Ya nunca padres: amigos. Ya nunca esposos: cómplices. Ya nunca jefes: compañeros de equipo. Ya nunca maestros: facilitadores. Ya nunca estadistas: soldados. De las jornadas de contenta barbarie participaron también aquellos que pasaban de largo sin agradecer a quienes les franqueaban el paso o les sostenían la puerta, aquellos que prescindían del saludo al entrar en algún sitio, aquellos que no respetaban el orden de llegada en las tiendas y establecimientos, aquellos que requerían de manera arbitraria la ayuda ajena.
A esta ominosa estirpe de reacios a los buenos modales debemos sumar la recua de sujetos que tienen por grave ofensa cualquier gesto de gentileza. Hablamos de la mujer que no acepta que se le ceda un asiento, porque ella dizque no es una vieja y además se baja en la próxima parada; del empleado que rechaza el agradecimiento de los clientes porque sólo realiza su trabajo y además «gracias hacen los monos»; de la persona recién conocida que se empeña en ser tuteada y tratada como amiga de alma. Recuerdo que el checo Milan Kundera, en su novela La Broma, pone en labios de uno de los protagonistas una aguda reflexión sobre las diferencias del tuteo amistoso y el tuteo forzado: «Reconozco que tengo aversión por el tuteo; originalmente debe ser expresión de una proximidad íntima pero si las personas que se tutean no se sienten próximas, adquiere de inmediato el significado opuesto, es expresión de grosería, de modo que un mundo en el que toda la gente se tutea no es el mundo de la amistad generalizada sino el mundo de la falta de respeto generalizada».
Si la crisis económica nos empobrece, la desaparición de la cortesía nos bestializa. Los gritos y vociferaciones, las higas y «palomas pintadas», son los emoticones de nuestro diálogo interrumpido, de nuestra no conversación («Si no somos capaces de vivir enteramente como personas, hagamos lo posible para no vivir enteramente como animales», pedía la mujer del médico en uno de los pabellones de Ensayo sobre la ceguera). El antiguo caballero medieval, con sus pesadas armaduras y su estricto código de comportamiento, símbolo de una cultura centrada en la nobleza de los ideales, encuentra hoy su contrafigura histórica en el motorizado, el último jinete de las tribus vandálicas. El motorizado no observa las pautas cívicas de comportamiento e incumple olímpicamente las reglamentaciones de tránsito. Su espíritu cimarrón sólo obedece a un principio: el no frenar. Por eso se «come» las luces rojas del semáforo, patea las puertas de los carros que obstruyen su paso, se monta en la acera e interrumpe la marcha de los viandantes y se pone de acuerdo con otros colegas para linchar a los pobres mortales que osen poner en entredicho la soberanía de sus anárquicos dominios. Los motorizados tocan sus bocinas con la misma esperanza con la que el Chapulín Colorado —el verdadero superhéroe latinoamericano— toca su chicharra: paralizar ipso facto a sus muchos adversarios.
Sin embargo, el motorizado no está solo en el fomento del desmadre. Lo acompañan, como fieles escuderos, los patanes situados detrás del volante (autobuseros, taxistas y particulares). Para todos ellos, la trompa del carro equivale a una suerte de cachiporra, ideal para amedrentar al conductor del canal vecino; mientras que la luz de cruce implica una invitación a acelerar. Llegados a este punto considero apropiado llamar la atención acerca de otra tragedia nacional: la imposibilidad de gozar de los beneficios de la alternancia en los espacios públicos (por ejemplo, la presidencia de la República); una carencia cultural que explica la imposibilidad de muchos conductores para respetar un acuerdo tácito de paso (de uno en uno, o de dos en dos) en aquellos cruces donde no hay semáforos o se echa de menos la presencia de fiscales de guardia. Si pasas tú nada me garantiza que después pase yo, parece pensar la mentalidad bárbara. Un pandemónium que se agrava por el estallido de pitazos, cornetazos y mentadas de madre; pésima conducta colectiva que es resumida por el cronista Rafael Osío Cabrices de modo magistral: «Quien toca corneta en todo momento y con esa violencia lo hace porque no quiere pensar en que forma parte, le guste o no, de una sociedad, y que sus derechos valen tanto como los de los otros. Siente que se está defendiendo, pero está alimentando el ambiente de agresión, metiendo más bulla en un país atormentado. Está echándole más leña al fuego».
Obcecados por la angustia, embriagados de inhumanidad, todos olvidamos que la cortesía es la solidaridad de los ciudadanos, entendidos como los hijos y herederos de la polis. Aunque la ruptura del tejido cívico no es un mal exclusivamente venezolano. La noche de la zafiedad se extiende por varios países. El novelista español Enrique Vila-Matas anota en su Dietario Voluble: «Es cansancio lo que me produce la búsqueda diaria de personas amables, educadas, con buen carácter. Cada día me siento más fatigado de todos esos seres que nos tratan tan mal. Es insoportable el mal humor general, la mala educación reinante. Cuanto más avanzamos en el Estado del Bienestar, más horrible y malhumorada se vuelve la gente. Tal vez es consecuencia de que ese bienestar lo estamos alcanzando por medio de luchas encarnizadas. Lo cierto es que el buen carácter es, de todas las cualidades morales, las que más necesita nuestro mundo y seguramente el buen carácter es consecuencia de la tranquilidad y no de progresos bestiales».
El ser agradecido es uno de los rasgos distintivos de las personas de bien, de esos hombres y mujeres que conforman lo que el mexicano Octavio Paz bautizó, en su libro La llama doble, como la aristocracia del corazón: «La cortesía no está al alcance de todos: es un saber y una práctica. No se trata de una aristocracia fundada en la sangre y los privilegios de la herencia sino en ciertas cualidades del espíritu. Aunque estas cualidades son innatas, para manifestarse y convertirse en una segunda naturaleza el adepto debe cultivar su mente y sus sentidos, aprender a sentir, a hablar y, en ciertos momentos, a callar. La cortesía es una escuela de sensibilidad y desinterés».
Nunca como ahora, el poder se regodea en la zafiedad, la corrupción y la belicosidad. No en balde el militar que dice encarnar al pueblo venezolano (¡vaya ego!) reivindica como uno de sus principales logros el haber acabado con los protocolos que, según su entender, distancian a los gobernantes de sus gobernados. Tal vez haya sido por este factor —el hecho de tenerlo tan de cerca— que los venezolanos hemos podido apreciar el inmoral aprovechamiento de la desgracia ajena, el vil intento de legitimar la más reciente etapa de su conspiración permanente (esa ley Habilitante concebida para arrogarse las atribuciones del nuevo parlamento, cambiar la distribución territorial del país, amordazar al canal de noticias Globovisión y limitar el uso de internet) con la supuesta atención a los damnificados por la temporada de lluvias.
Vuelvo al libro de dichos de Rafael Cadenas, y releo otro más de sus aforismos: «No seas juglar de ningún caudillo». Desde aquí, desde la virtualidad de esta atalaya, le contesto al poeta: Tranquilo maestro, ¡nunca lo seremos!

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1 Comments:

Blogger Señorita Cometa said...

tantas verdades juntas Vampi...me duelen los ojos después de leerte. Pero mas me duele el alma: No solo murió la señora cortesía, el señor respeto fué linchado y colgado a las puertas de Miraflores. Pero si te sirve de consuelo, la cortesía es una especie en extinción también el el mundo civilizado, donde el bienestar los aleja del "sálvese quien pueda" pero los entrega en brazos del egoísmo y la arrogancia. A veces, siento que los alemanes respetan solo para que no los metan presos...no porque sientan que el otro es su igual. Que mundo caballero! Llévatelo!

1:06 p.m.  

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