miércoles, junio 30, 2010

Más que pueblo, patota

La polarización es un fenómeno complejo del alma colectiva. Aunque sean dos las opciones que, desde el punto de vista político, pueden nutrirla y darle su funesta existencia, de espesa neblina que lo cubre todo, no son precisamente dos las pasiones que atizan el fuego que inflama el corazón del pueblo escindido.
«Quién dice “nosotros” miente» señalaba el filósofo Emil Ciorán a guisa de protección contra el siniestro comportamiento de seres megalómanos y grandilocuentes que pretenden representar la opinión y el sentimiento de sus compatriotas en todo tiempo y circunstancia.
Mientras la clase militar coloca en la palestra pública grandes y venerados términos sociopolíticos como igualdad, soberanía o patriotismo, la sostenida decadencia de nuestras vivencias cotidianas, aquellas que tienen lugar entre alimentos podridos y racionamientos de todo tipo, nos lleva a voltear la mirada hacia términos, acaso menos rimbombantes, pero sin duda más constitutivos del alma humana, como los de amistad, solidaridad, honor, respeto y responsabilidad.
Se trata también de dos batallas diferentes; la una, acaece en el gran tablero de la geopolítica mundial; la otra, se libra, con fragor asordinado, en los espíritus humanos. La primera se interroga sobre posibles invasiones; la segunda se pregunta acerca de contradicciones actuales y muy reales: ¿Cómo es posible que aquellos supuestos revolucionarios que dicen amar al pueblo lo acogotan diariamente con indignantes muestras de corrupción, abusos y chantajes? Aunque ninguno de los costosos asesores comunicacionales del gobierno tenga el coraje y la honradez profesional para decírselo al jefe de Estado, lo cierto es que no existe modo alguno de que un cargante maratón de cadenas televisivas aminore el repudio social producido por los casos de comida podrida, ese puñal de ignominia que se hunde en el estómago vacío de tantos venezolanos desnutridos.
Nada puede debilitar más que una exhibición de fuerza mal ejecutada. Cuando el primer mandatario se apodera del espacio radioeléctrico nos obliga a recibir sus mensajes. Recibimos, claro está, los mensajes que él desea hacernos llegar, como, por ejemplo, esa su obsesión de poner dizque en cintura a los directivos de Empresas Polar, con especial énfasis en el señor Lorenzo Mendoza, oscuro sujeto, incurso en el imperdonable delito de querer sucederle en la presidencia de la república; cargo público que, como sabemos todos los venezolanos, le pertenece en exclusiva a una única persona. Pero, desgraciadamente para el poder, también recibimos aquellos mensajes que Chávez no quisiera transmitirnos: lunares y baladronadas que terminan por salir a flote, debido al irrefrenable deseo de hablar todo el tiempo, de amenazar todo el tiempo, de mandar todo el tiempo.
Cuando escudriñamos los rostros de la audiencia, con sus muecas forzadas y el canto propagandístico a flor de labios (¡Uh, ah!), no observamos por ningún lado el amor que, según ciertos expertos, el líder logra despertar entre las gentes. Sí vemos, en cambio, el miedo que Chávez consigue incardinar en la mente de sus seguidores. No se trata de un miedo nuevo. Sabemos de su existencia en la Europa comunista. La escritora Herta Müller, premio Nobel de Literatura 2009, nos lo recrea vivamente en una de sus novelas, La bestia del corazón: «Se anunció una votación para excluir a Lola del partido y expulsarla de la universidad. El profesor de gimnasia fue el primero en levantar el brazo. Y todos los brazos le siguieron. Cada uno de los presentes observaba el brazo alzado de los demás. Si su brazo no destacaba tanto como los otros, estiraba el codo un poquito más, con la palma abierta hasta que los dedos se doblaban cansados y los codos empezaban a ceder. Entonces miraba en derredor, y puesto que nadie bajaba aún el brazo, volvía a estirar los dedos y el codo. Se distinguían manchas de sudor en las axilas, costuras desplazadas de camisas y blusas. Cuellos estirados, orejas enrojecidas, labios entreabiertos. Las cabezas inmóviles, pero los ojos inquietos (…) Y el silencio no se rompió hasta que el profesor de gimnasia posó el brazo sobre el púlpito y dijo: ‛No hace falta contar; por supuesto, todo el mundo está a favor’».
Es ese el modo de gobierno con el que sueña: una democracia donde, a fuerza de unanimidad («toda unanimidad es sospechosa», advierte Javier Marías), no sea necesario ni votar ni contar. Una democracia pensada a partir de la emponzoñada psique de los resentidos, de aquellos seres carcomidos por el malestar vital de «ser tolerados allí donde otros son amados». Seres que prefieren que se pudran unos alimentos antes que compartirlos con el prójimo (¡Menos mal que Jesús era socialista!). Seres, en fin, más putrefactos que la bazofia con que trafican a la sombra del poder; ese poder que dice ser el pueblo. Pero el pueblo tiene hambre…
Finalizo con una reflexión de Herta Müller durante su visita a Madrid, en ocasión de la presentación de su última novela Todo lo que tengo lo llevo conmigo: «Entiendo el patriotismo como una forma de señalar que algo no está bien (…) Una dictadura es un sistema enfermo y todo el que se opone a ella está perfectamente sano; son los demás los que no lo están. Cuando uno no se adapta a un régimen dictatorial termina abocado a la soledad, porque se convierte en un problema para los que sí se acomodan a ella. Hay preguntas, como ‛¿de dónde venid?’, que resultan triviales en una situación normal pero que en una dictadura son terribles»
Chávez no quiere un pueblo. Quiere una patota, una mezcla apestosa de esbirros y malsines.

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miércoles, junio 02, 2010

Si cree en la revolución no lea esto

En tiempos de cinismo y oportunismo, el primer requisito para profesar una ideología es abstenerse de leer y analizar los libros que sirven de sustento doctrinal a cualesquiera de las corrientes del pensamiento político. Para convertirse en un comunista convencido nada mejor que evitar la tentación de revisar las páginas de El capital. Para erigirse en victorioso prosélito del socialismo del siglo XXI es necesario primero escabullirse del pantanoso y grandilocuente cantinflerismo dominical de Las líneas de Chávez.
El fanático tiene la necesidad de desconocer profundamente la creencia que lo define como sujeto político. Exponerse a críticas, reflexiones y debates conceptuales puede implicar la suspensión de su permanente estado de credulidad, así como también la corrección de las distorsiones teóricas que determinan su miopía intelectual. Si la verdad, como dice la Biblia, le brinda al individuo la libertad, la propaganda le obsequia la tranquilidad.
Aquellos que creen en el poder hechicero y reivindicador de las revoluciones muy mal harían en detener sus ojos en las páginas de Balzac y la joven costurera china (Salamandra, 2008), inquietante novela del escritor Dai Sijie. De este modo, cobrarían conciencia de los peligros mortales que para los pueblos siempre ha implicado la infructuosa búsqueda y construcción del hombre nuevo. Mao, el llamado «gran timonel», lo intentó con su famosa y cruenta campaña de reeducación. Cerró las universidades y envió a todos los jóvenes estudiantes, corrompidos, a su entender, por los métodos burgueses de aprendizaje, a las áreas rurales de China para ser «reeducados» por los campesinos pobres. Se trataba de la voluntarista sustitución del conocimiento científico por la milenaria sabiduría popular, o, como reza la letra de una vieja salsa, por la maroma y el truquito...
Dos muchachos, el espabilado Luo y el innominado narrador de Sijie, son remitidos al jefe tribal de la remota montaña del Fénix del Cielo. Purgan los ominosos delitos de ser jóvenes (y por tanto, poseedores de un idealismo psicológicamente maleable) y pertenecer a familias académicamente reconocidas en los años del régimen precomunista. Ambos chicos, condenados a madurar en las volcánicas fraguas del hombre nuevo, sólo sabrán de acarreo de estiércol, siembra de arroz y noches de crisis palúdicas.
Un compañero de brega, el tímido Cuatrojos, guarda en su cuarto un tesoro misterioso. Luo y su amigo se disponen a robarlo. Esperan la noche de fiesta en la aldea para dar con la maleta ajena. Pero en ella sólo encuentran libros. Libros conspirativos. Obras maestras de la literatura occidental (Balzac, Flaubert, Dumas, Victor Hugo, Tolstoi, Dostoievski). Ejemplares salvados de las hogueras encendidas por los jerarcas del ejército rojo. Al llegar a casa, los ladrones de cultura hablan entre sí:

—¿Qué sientes? ¿Ganas de llorar de alegría?
—No. Sólo siento odio.
—También yo. Odio a todos los que nos han prohibido estos libros.

Luo, ebrio de emoción, decide elevar el nivel cultural de su novia: la bella costurera china. Por eso, mientras ella dibuja patrones y toma ruedos a pantalones ajados, lee en voz alta episodios completos de las novelas que conforman ese gran fresco literario conocido como La comedia humana. Sin saberlo, somete a la joven campesina a una «reeducación inversa», que la hace comprender el esplendor y magnitud de la individualidad; esa esencia inalienable satanizada por todos los colectivismos. Sucede entonces lo impensable, la chica se marcha a la gran ciudad. Retenida momentaneamente por las súplicas de su antiguo novio, sólo atina a contestar: «Lo siento, pero Balzac me ha hecho comprender algo: la belleza de una mujer es un tesoro que no tiene precio».
La verdadera cultura es aquella que nos libera.

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