martes, enero 24, 2012

La antipolítica del odio

La calma no hace la felicidad, apunta en una de sus novelas la escritora alemana Herta Müller. Frase corta, directa, que en cierto modo explica el comportamiento de las personas que animan sus días con la intensidad emotiva del reconcomio, con la promesa de felicidad que alimenta todo sueño de venganza, con el alivio moral que brinda el creerse siempre del lado de las víctimas. Una visión del sufrimiento que tiene mucho de goce, pero también de pose.
Qué complicado es mirar en el pozo turbio del resentimiento: un hueco profundo que devora cualquier luz. Pobre de aquel que obnubilado por complejos se zambulle en medio de su felicidad negra, pues el que odia nunca dará con la tranquilidad.
Václav Havel, en un imprescindible ensayo (El odio: la tragedia de un deseo), nos comenta: «El odio es el estado del alma de quien se cree Dios, incluso está seguro de serlo, y se ve atormentado constantemente por señales que muestran que no es, que no puede ser así. Es una característica del ser celoso de Dios, roído por el sentimiento de que el camino que conduce al trono divino, que cree puede ocupar, le es denegado por un mundo injusto que se ensaña contra él».
Según el poeta checo, las personas vanas, apáticas y débiles de carácter no pueden odiar, porque son incapaces de entregarse a una pasión nacida de una ambición desesperada, de una fuerza interior radicalmente activa, de un anhelo irrefrenable de trascendencia. Sin embargo, quien sabe odiar también sabe temer. Teme a los fantasmas que se ocultan en los recodos de la obsesión y la paranoia.
«En el subconsciente de los que odian duerme el perverso sentimiento de ser los únicos y auténticos representantes de la verdad y, por lo tanto, de ser unos superhombres, incluso unos dioses, y que por esta condición sobrenatural la sociedad les debe lealtad total y obediencia ciega, docilidad y reconocimiento. Desean convertirse en el centro del universo y se encuentran frustrados e indignados por el hecho de que el mundo ni les acepte ni les reconozca como tales, ni le preste atención y hasta se burle de ellos (…) El hombre que odia es incapaz de buscar la causa del fracaso metafísico en sí mismo, en la sobreestimación de su persona. Ante sus ojos, todo lo que ocurre es por culpa de los otros. En un primer momento, el objeto del odio es algo demasiado vago y abstracto. Surge entonces la necesidad de materializar los sentimientos negativos en un objeto físico, dado que el odio, como impulso anímico dotado de sentido, requiere de un culpable concreto», completa así Havel el retrato psicólogico del alma resentida.
Pero la rabia individualizada apenas es una burbuja; tiene la fragilidad de la vida humana cuando se le abandona. Para liberar al íngrimo de su soledad y al frustrado de su impotencia se precisa que el odio se transforme en un fenómeno colectivo; en una bruma densa que haga invisible los rostros demudados por los complejos y permita la transmutación de los alientos en bufidos. La legitimidad de la nueva fuerza estará siempre en función del número y del volumen de los decibeles. Mientras que la creencia alucinada del enemigo común suministrará el itinerario. El rebaño, cómodo al calor del establo, premiará con el liderazgo al sujeto que se revele como el más irresponsable en los hechos y en los actos…
«El odio colectivo es capaz de tragar dentro de su embudo a un número ilimitado de personas que, en un principio, no manifestaban ninguna capacidad para el odio (…) Escondido entre un grupo, en una banda o entre una multitud, cualquier agresor potencial se atreve a más, y los unos estimulan a los otros; todos, reconfortados por el hecho de ser numerosos, confirman que la violencia y la hostilidad están claramente justificadas. El sentimiento colectivo, el rencor compartido, facilita la vida de todos aquellos que odian y son incapaces de pensar con independencia, pues les propone un objeto de odio muy simple, fácil de identificar a primera vista en tanto que generador de todos los errores. Resulta fácil personalizar el proceso de materialización de la injusticia del mundo en la persona concreta de aquel que la representa y a quien, por tanto, hay que odiar, a condición de proponer a un “culpable” inmediatamente identificable gracias al color de su piel, a su nombre, a su lengua, a su religión o al lugar que habita en el planeta», reflexiona Václav Havel.
En Venezuela ocurre que quien más odia es también quien más teme. Lo ha hecho saber en disparatadas declaraciones públicas, en las cuales se ofrece como la única garantía de gobernabilidad. Obviamente, no nos los dice a nosotros, sus compatriotas ―onerosos figurantes en la farsa electoral―, sino a los capitostes del imperio para que se apiaden del caudillismo tercermundista y se abstengan de repetir lo que le hicieron al hermano Gadafi.
Los sacerdotes del odio nos advierten que sin el líder máximo vendrá el caos. La revolución bolivariana debe seguir porque sólo Chávez puede imponer la paz. Es, dizque, nuestra mejor opción política. Pero aunque tenga un partido y una ideología, Hugo Chávez Frías representa la antipolítica, porque según una definición seminal del ilustre Plutarco la política se define como «lo que arrebata al odio su carácter eterno». No hay modo en el cual el teniente coronel pueda cumplir con este criterio.
Quien gobierna arrastrado por el odio subordina el presente al pasado. Los venezolanos harían bien en no seguir buscando el futuro en medio de los restos insepultos del siglo XIX ni en el genocidio cometido en América por los conquistadores españoles. Tienen que abandonar, de una vez por todas, el derrotero dispuesto por la antipolítica del odio.

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