Lo más pernicioso del miedo es su don proteico,
su capacidad de adoptar diferentes apariencias. A veces se disfraza de sentido
común, y convierte a quienes temen en portavoces de la cordura y guardianes del
bienestar colectivo. En otras ocasiones, adopta los modos de la objetividad,
del juicio equilibrado; una coartada intelectual que le brinda a las almas
medrosas la oportunidad de ganar tiempo y conocer el desenlace de los
conflictos para, con posterioridad y sin mayores riesgos, abrazar la causa ganadora.
También puede ceñirse los ropajes del amor y de los celos cuando la soledad es
el objeto de la fobia. En fin, poderoso señor es Don Miedo.
El atentado terrorista perpetrado en la sede del
semanario satírico Charlie Hebdo, que
segó la vida de doce personas, le permite al miedo impostar la voz del respeto
a la libertad de culto y elucubrar divagaciones, de resonancias gazmoñas, sobre
lo que debe tenerse por humor en las democracias multiculturales. A falta de boca,
de nuevo la angustia se vale de los labios de aquellos cuyo ánimo lacera para
esparcir sus mensajes de empobrecimiento moral.
Quienes temen la furia del ataque yihadista,
tras ofrendar unas escasas palabras en el ara de la libertad de expresión,
vuelven la cara hacia la compungida feligresía de lo políticamente correcto (pécoras
que sólo se sienten parte del rebaño cuando reciben la mirada del pastor), para
condenar el libertinaje oculto en las opiniones islamofóbicas de las viñetas con
el retrato del profeta Mahoma.
«En esas caricaturas sólo hay burla, ignorancia
y pavor al otro, al distinto, a ese hombre, a esa mujer, que no es como
nosotros», dicen los paladines de una sedicente «libertad ejercida con
responsabilidad» que, a fuerza de tanto oler a culillo, no resultan creíbles. Olvidan, en medio de su éxtasis de buena conciencia, de progresismo
político pagado de sí mismo, la larga, noble y libertaria tradición cultivada
por la sátira. ¿Pero por qué hemos de sorprendernos de que tales cosas ocurran?
¿Acaso no son unos fanáticos ocupados en defender a otros fanáticos? Aquellos que
desean esclavizar la lengua salen hoy al auxilio de quienes desean someter los
espíritus.
En la introducción de Rebelión en la granja, George Orwell plantea la siguiente reflexión:
«El mayor peligro para la libertad de expresión y de pensamiento no proviene de
la intromisión directa del Ministerio de Información o de cualquier organismo
oficial. Si los editores y los directores de los periódicos se esfuerzan en
evitar ciertos temas no es por miedo a una denuncia, es porque le temen a la
opinión pública. En este país [Inglaterra] la cobardía intelectual es el peor
enemigo al que han de enfrentarse periodistas y escritores en general. Es un hecho grave que, en mi opinión, no ha
sido discutido con la amplitud que merece».
En septiembre de 2005 la urgencia de frenar las
crecientes concesiones de los medios occidentales a la política de silencio
informativo propugnada por fundamentalistas islámicos animó a Flemming Rose, responsable
de la sección de Cultura del diario danés Jyllands
Posten, a contratar once viñetas acerca del islam. Con esta iniciativa Flemming
Rose deseaba demostrar a la opinión pública nacional e internacional que aún existían
publicaciones y artistas dispuestos a asumir el costo político de defender la
libertad de expresión, entre ellos Kurt Westergaard, autor de la caricatura más
controversial de la muestra, en la que aparecía un hombre con facciones árabes
ataviado con un turbante bomba.
«Hice el dibujo sin pensar remotamente que
podría desencadenarse esta locura. Me limité a utilizar la vieja bomba
anarquista, como metáfora del terrorismo, y luego hice ese rostro, que ni
siquiera es el del Mahoma, aunque se haya interpretado así. Después añadí la
inscripción en árabe: “No hay más Dios que Alá y Mahoma su profeta”. Quería
explicar que los terroristas se inspiran en el islam, se nutren del islam. No
pensé en ningún momento en lo que se me venía encima (…) No he hecho nada malo.
He cumplido con mi trabajo. Un trabajo que está en consonancia con la tradición
danesa, con la defensa de la libertad de expresión», explicó Kurt Westergaard.
Cuatro años después del escándalo de las viñetas
el caricaturista sufrió un atentado en su hogar, cuando irrumpió un somalí de
28 años, armado de hacha y cuchillo, deseoso de vengar el supuesto agravio
infligido al Profeta. Esta nueva vida, marcada por el miedo a las amenazas de
sujetos fanatizados, despertó en Westergaard el interés por la lectura de los textos
sagrados de diferentes cultos: «Después de lo ocurrido he leído mucho sobre
religión, y creo que esa frase del libro del Génesis que dice “Dios creó al
hombre a su imagen y semejanza” tendría que ser a la inversa: “El hombre creó a
Dios a su imagen y semejanza”».
Sabido es que quien controla el presente
controla el pasado, y quien controla el pasado controla el futuro. Una
estrategia de dominación que tiene plena vigencia en el mundo islámico, donde
los grupos extremistas han creado un Alá y un Profeta a su imagen y semejanza.
A punta de balas, fatuas y terror, ejercen el poder en vastas zonas geográficas
y se afanan por imponer a sus fieles-gobernados una interpretación que tortura
las líneas que dan vida al Corán. Inventan una prohibición explícita de
reproducir a Mahoma y omiten en sus exégesis y ejercicios hermenéuticos los
muchos episodios donde el profeta ríe y se muestra amigo de las bromas («Siglos después, Mahoma alabó la
risa y condenó la falta de humor: “Mantén siempre el corazón ligero, porque
cuando el corazón se ensombrece el alma se ciega”» recuerda Alberto Manguel en
su artículo «En defensa de la ironía»).
La experta en historia de las religiones Karen
Armstrong, en su libro Mahoma, Biografía
del Profeta, alerta acerca de las muchas manipulaciones ensayadas por los
fundamentalistas islámicos: «La palabra islam,
que denota la “entrega” existencial a Dios de todo su ser que los musulmanes
están obligados a hacer, guarda relación con el término salam, paz. Y, lo que es más importante, Mahoma acabaría
renunciando a la violencia y practicando una política de no violencia atrevida
e inspirada, digna de Ghandi. Al imaginar que la guerra santa fue la
culminación de su misión profética, los fundamentalistas han distorsionado todo
el sentido de su vida. Lejos de ser el padre de la yihad, Mahoma fue un conciliador que arriesgó su vida y casi perdió
la lealtad de sus compañeros más cercanos por su empeño en reconciliarse con La
Meca. En lugar de librar una batalla intransigente hasta la muerte, Mahoma
estuvo dispuesto a negociar y a llegar a un acuerdo. Y esta aparente
humillación y capitulación demostró ser, en palabras del Corán, una gran
victoria, fath. Es preciso conocer la
historia del Profeta en esta época llena de peligros. No podemos permitir que
los extremistas musulmanes se apropien de la biografía de Mahoma y la
tergiversen para acomodarla a sus objetivos (…) Mahoma no es un santo de
escayola. Vivió en una sociedad violenta y peligrosa y en ocasiones empleó
métodos que aquellos de entre nosotros lo suficientemente afortunados por vivir
en un mundo más seguro encontramos alarmantes. Pero, si somos capaces de dejar
a un lado nuestras expectativas cristianas sobre la santidad, descubriremos a
un ser humano apasionado y complejo. Mahoma poseía grandes dotes tanto
políticas como espirituales —dos características que no siempre van de la mano—
y estaba convencido de que todas las gentes religiosas tienen la
responsabilidad de crear una sociedad buena y justa. En ocasiones era iracundo
e implacable, pero también podía ser tierno, compasivo, vulnerable e
inmensamente bondadoso. No disponemos de textos que describan a Jesús riendo,
pero a menudo encontramos a Mahoma sonriendo y bromeando con sus allegados. Le
vemos jugando con niños, solucionando problemas conyugales, llorando
amargamente tras la muerte de un amigo o presumiendo con orgullo de su hijo
recién nacido, como haría cualquier padre encandilado (…) En Occidente solemos
imaginar a Mahoma como un caudillo, que blande su espada para imponer el islam
por la fuerza de las armas a un mundo reacio. La realidad era muy distinta.
Mahoma y los primeros musulmanes luchaban para salvar la vida, y acometieron un
proyecto en el que la violencia era inevitable. Todo cambio radical de carácter
social y político ha conllevado un baño de sangre, y, dado que Mahoma vivió en
una época de confusión y desintegración, la paz sólo se podía conseguir
mediante la espada. Los musulmanes consideran los años que pasó el Profeta en
Medina como una Edad de Oro, pero también fueron años de penalidades, terror y
derramamiento de sangre. La umma sólo
logró poner fin a la peligrosa violencia de Arabia mediante un esfuerzo
continuado. El Corán empezó a exhortar a los musulmanes de Medina a que
participaran en una yihad. Esta
participación conllevaría luchas y derramamientos de sangre, pero la raíz “JHD” implica más que una guerra santa:
significa un esfuerzo físico, moral, espiritual e intelectual. Existen muchas
palabras árabes que denotan combate armado, como harb (guerra), siraa
(combate), maaraka (batalla) o quital (matanza), que el Corán podía
haber empleado fácilmente si la guerra hubiese sido el objetivo principal de
los musulmanes al involucrarse en este cometido. En su lugar elige una palabra
más vaga y rica en significado, con una amplia gama de connotaciones. La yihad no es uno de los cinco pilares del
islam [profesión de fe, oración, limosna, ayuno y peregrinación a La Meca]. No
es el puntal de la religión, pese a la opinión generalizada en Occidente. Pero
era y continúa siendo un deber para los musulmanes comprometerse en una lucha
en todos los frentes —moral, espiritual y político— a fin de crear una sociedad
justa y decente, donde los pobres y las personas vulnerables no sean
explotados, tal y como Dios hubiera querido que viviera el hombre. Los combates
y las guerras podían ser necesarios en determinadas ocasiones, pero sólo
constituían una parte menor de toda la yihad
o lucha. Según una tradición (hadiz)
bien conocida, Mahoma afirmó lo siguiente al regresar de una batalla: “Volvemos
de la pequeña yihad a la yihad más grande”, la campaña más
denodada para conquistar a las fuerzas del mal dentro de uno mismo y de la
sociedad, en todos los detalles de la vida diaria».
El discurso políticamente correcto adolece de
una maca: ahíto de eufemismos, no llama las cosas por su nombre. Bajo su égida a
menudo se permiten y reivindican prácticas tribales, denigratorias de los
miembros más vulnerables de una colectividad (niños, mujeres, ancianos,
minorías sexuales), con la excusa de que simbolizan expresiones idiosincráticas
o religiosas plausibles en el marco de una sociedad multicultural; ritos,
tabúes, creencias, costumbres y supersticiones cuyos fanatizados promotores se
esfuerzan en parangonarlos, en legitimidad, con las normas y reglas emanadas
del debate democrático, cuyas pautas son establecidas de acuerdo con un Estado
de Derecho de inspiración laica y republicana.
La prédica del respeto al fanatismo religioso
inocula, en la práctica, el bacilo del miedo en la sociedad y enmudece a la opinión
pública mundial a la hora de pronunciarse acerca del lento regreso de los sistemas
teocráticos o regímenes confesionales. Pero si Orwell tiene razón, y la libertad
de expresión consiste en decirle a los demás lo que no quieren oír, entonces
los caricaturistas de Charlie Hebdo cumplieron
con su deber al criticar en sus dibujos el uso del terror y la mentira por parte
de unos extremistas más pendientes de las armas que de las almas. Siempre
resultará saludable salirle al paso a cualquier intento de minar el principio
de la laicidad (reconocimiento de los ciudadanos) en favor del respeto a las
creencias religiosas (reconocimiento sólo de los creyentes).
En lugar de escuchar los relatos de personas que
disertan sobre lo que desconocen, por el placer mezquino e infantil de sumarse
a la moda de zaherir y demonizar al sistema capitalista y los valores de la
civilización occidental (origen del humanismo y de la Ilustración, duélale a
quien le duela), haríamos bien en dirigir nuestra atención a los valientes testimonios
de sobrevivientes de la represión reinante en el interior de sociedades
cerradas. Conviene prestar oídos a las advertencias de Ayaan Hirsi Ali (beneficiaria
de la salutífera práctica multicultural de la infibulación) cuando denuncia que
muchos de quienes se la pasan con el Corán en la boca no pocas veces son
creyentes de textos no piadosos como, por ejemplo, El concepto coránico de la guerra, del general paquistaní S. K.
Malik, en cuyas páginas se aboga por una cruzada que tenga al alma humana como
campo de batalla: «La clave para la victoria, como enseñó Alá mediante las
campañas militares del profeta Mahoma, es golpear el alma de tu enemigo. Y la
mejor manera de hacerlo es a través del terror. El terror es el punto en el que
convergen los medios y el fin (…) El terror no es un medio de imponer
decisiones al enemigo; es la decisión que queremos imponer».
Los expertos del terror tienen plena conciencia
del poder del símbolo. Es por ello, que ya suman varios actos de barbarie y
criminalidad en las ciudades donde nacieron la Reforma y la Ilustración: el
asesinato del director de cine Theo van Gogh, en 2004, como castigo por su
documental acerca de la violencia contra las mujeres en nombre de Mahoma, ocurrió
en Ámsterdam, cuna del filósofo Baruch Spinoza, uno de los defensores más apasionados
de la libertad de pensamiento y de la libertad de expresión.
En su monumental obra La ilustración radical. La filosofía y la construcción de la modernidad
(1650-1750), el historiador inglés Jonathan Israel dedica varias páginas a
reflexionar sobre cómo Thomas Hobbes y Baruch Spinoza, dos partidarios del
Estado, entendían los conceptos de «tolerancia» y «libertad»: «La distinción
clave entre Hobbes y Spinoza como pensadores políticos yace en sus concepciones
nítidamente contrastantes de “libertad”. Hobbes adelanta lo que Quentin Skinner
llamó “el ejemplo clásico” de la visión “negativa” de la libertad política, al
sostener que “libertad significa, propiamente hablando, la ausencia de
oposición (por oposición significo impedimentos externos al movimiento), puede
aplicarse tanto a las criaturas irracionales e inanimadas como a las
racionales”. En Hobbes, la libertad del individuo se reduce a aquella esfera
que el soberano y las leyes no buscan controlar: “La libertad de un súbdito
radica, por lo tanto, solamente, en aquellas cosas que en la regulación de sus
acciones ha predeterminado el soberano” que incluye “la libertad de comprar y
vender y de hacer, entre sí, contratos de otro género, de escoger su propia
residencia, su propio alimento, un propio género de vida, e instruir sus niños
como crea conveniente, etcétera”. Así, toda participación en el proceso
político, la formulación de las leyes y formación de opinión quedan excluidas.
Hobbes, de hecho, desprecia el concepto republicano o positivo de libertad (…) Muy
diferente es la concepción de Spinoza, que está integralmente vinculada a su
defensa de la democracia y la teoría radical de la tolerancia, así como su
sistema filosófico integral (…) En el Tratado
teológico-político, Spinoza, en concordancia con el pensamiento político de
Johan y Pieter de la Court (cuyas modificaciones a las ideas de Hobbes apoyaba
ampliamente) y Van den Enden, sitúa a la república democrática, por encima de
la monarquía y la aristocracia, como el mejor tipo de gobierno, porque es la
forma de Estado “más natural” y se aproxima más a esa libertad que asegura la
naturaleza a cada hombre. En una democracia, la libertad se acrecienta cuando
uno es consultado y puede participar en algún grado en la toma de decisiones,
cualquiera que sea el estatus social y antecedentes educativos que tenga, por
medio del debate, la expresión de las opiniones y el mecanismo del voto. “En
este sentido, siguen siendo todos iguales, como antes en el estado natural” (…)
Desde la perspectiva de Spinoza, dado que el derecho del Estado es el poder del
Estado y no es posible controlar las mentes de los hombres, es esencial que el
Estado no intente hacerlo: “Si nadie puede renunciar a su libertad de opinar y
pensar lo que quiera, sino que cada uno es, por el supremo derecho de la
naturaleza, dueño de sus pensamientos, se sigue que nunca se puede intentar en
un Estado, sin condenarse a un rotundo fracaso, que los hombres sólo hablen por
prescripción de las supremas autoridades, aunque tengan opiniones distintas y
aun contrarias”. Además, el propósito último del Estado, insiste Spinoza,
cualesquiera abusos que puedan ocurrir en la realidad, “es, pues, la libertad”
(finis ergo reipublicae revera libertas
est). Cuando se conforma el Estado, cada sujeto renuncia a su derecho a
actuar como le place, pero no a su derecho a razonar y juzgar por sí mismo y,
puesto que cada uno tiene este derecho, se entiende que todos también retienen
el derecho (y el poder) de hablar libremente y expresar sus puntos de vista
personales sin que esto perjudique al Estado (…) Hacia el final de su Tratado teológico-político, Spinoza
aborda lo que para él personalmente era la prioridad más urgente en el debate
sobre la tolerancia: la cuestión de la libertad para publicar puntos de vista
sin importar cuán desagradables fueran para algunos o la mayoría de los
segmentos de la sociedad. Indudablemente, ninguna otra teoría en la Alta
Ilustración aprueba la libertad total para publicar, ni la de Le Clerc, la de
Locke, ni la de Bayle. Aquí también encontramos una brecha que separa a Spinoza
de Hobbes. Pues Hobbes considera que “es inherente a la soberanía el ser juez
acerca de qué opiniones y doctrinas son adversas y cuáles conducen a la paz; y
por consiguiente, en qué ocasiones, hasta qué punto y respecto de qué puede
confiarse en los hombres, cuándo hablan las multitudes, y quién debe examinar
las doctrinas de todos los libros antes de ser publicados”. No obstante,
mientras Hobbes sostiene que “en el buen gobierno de las opiniones consiste el
buen gobierno de los actos de los hombres respecto a su paz y concordia”,
Spinoza enseña que mientras el individuo debe someterse a la soberanía en lo
que respecta a sus acciones, es libre de pensar, juzgar y expresar sus puntos
de vista, tanto verbalmente como por escrito. Todos los intentos de reprimir la
expresión de los puntos de vista y censurar los libros, reprende Spinoza, no
sólo reducen la libertad legítima, sino que ponen en riesgo al Estado. El
antagonismo entre los protestantes y contraprotestantes, que llevó a la república
holandesa al borde de la guerra civil en 1618, deja “más claro que la luz del
día que son más cismáticos quienes condenan los escritos de otros e instigan,
con ánimo sedicioso, al vulgo petulante contra los escritores, que estos mismos
escritores, que sólo suelen escribir para los hombres cultos y sólo invocan en
su apoyo a la razón”. Recapitulando, al final del Tratado teológico-político, Spinoza concluye que “nada es más
seguro para el Estado que el que la piedad y la religión se reduzcan a la
práctica de la caridad y la equidad; y que el derecho de las supremas
potestades, tanto sobre las cosas sagradas como sobre las profanas, sólo se
refiera a las acciones y que, en el resto, se concede a cada uno pensar lo que
quiera y decir lo que piense».
La incomodidad que en la mente de un fanático
islamita puede causar las implicaciones del pensamiento libertario de Baruch
Spinoza se intensifica cuando conocemos por intermedio de Jonathan Israel la
opinión del filósofo holandés en torno al islam: «El mismo Spinoza, en sus
cartas describe a Mahoma como “acertado y lucrativo” y al islam como incluso
mejor equipado que la Iglesia católica romana “para la coerción espiritual de
los hombres y el engaño del vulgo”, y en consecuencia, como la más unificada y
coherente de todas las religiones reveladas».
En cuanto a la matanza perpetrada en la sede de Charlie Hebdo va dirigida contra dos valores
de la civilización occidental (la misma que detuvo la expansión musulmana en el
año 732 al triunfar las tropas de Carlos Martel en la batalla de Tours): la
república laica y el principio de la libertad de expresión.
París, teatro de revoluciones y movimientos
populares, es la capital de una nación con una rica tradición cultural, en la
que expresiones humorísticas como la sátira y la caricatura no desmerecen, en
trayectoria, cuando se les compara con el resto de las manifestaciones
artísticas. El caricaturista Philipon, con su aún recordada ridiculización del
rey Luis Felipe como el rey Pera, obró con la misma valentía que animó a Voltaire,
Rabelais, Boileau y Ronsard en su infatigable campaña contra los fanatismos
religiosos.
En el caso específico de Voltaire, uno de los
padres de la Ilustración moderada, consideró al islamismo como un credo más
tolerante que la religión católica, pero en más de una ocasión, y a pesar de
elogios tempranos, escribió textos críticos de Mahoma como líder espiritual.
Llegados a este punto citamos nuevamente a Karen Armstrong: «Durante el siglo
XVIII hubo quienes intentaron promover un mejor entendimiento del islam. Así
pues, en 1708 Simon Ockley publicó el primer volumen de su Historia de los sarracenos, que disgustó a muchos de sus lectores
porque no presentaba el islam reflexivamente como la religión de la espada,
sino que intentaba ver la yihad del
siglo VII desde el punto de vista musulmán. En 1734 George Sale publicó una
excelente traducción inglesa del Corán que todavía se considera fiel, pese a
ser un poco aburrida. En 1751 Voltaire publicó Las costumbres y el espíritu de las naciones, obra en la que
defendía a Mahoma como un profundo pensador político fundador de una religión
racional; Voltaire señalaba que el sistema de gobierno musulmán siempre había
sido más tolerante que la tradición cristiana. El orientalista holandés Johan Jakob
Reiske (muerto en 1774), un incomparable estudioso de la lengua árabe, podía
ver cierta cualidad divina en la vida de Mahoma y en la creación del islam
(pero fue acosado por algunos de sus colegas por sus opiniones). Durante el
siglo XVIII comenzó a extenderse el mito que presentaba a Mahoma como un
legislador sabio y racional de la Ilustración. Henri, conde de Boulainvilliers,
publicó su Vie de Mahomed (París,
1730; Londres, 1731), que describía al Profeta como precursor del Siglo de Las
Luces. Boulainvilliers coincidía con los estudiosos medievales en que Mahoma se
había inventado su religión a fin de convertirse en el dueño del mundo, pero le
dio la vuelta a esta tradición. A diferencia del cristianismo, el islamismo era
una tradición natural, no revelada, y por esta razón resultaba tan admirable.
Mahoma fue un gran héroe militar, como Julio César y Alejandro Magno. Ésta fue
otra fantasía porque Mahoma no fue un deísta, pero al menos constituía un
intento de ver al Profeta desde una perspectiva positiva. A finales de siglo,
en el quincuagésimo capítulo de Historia
de la decadencia y caída del Imperio romano, Edward Gibbon alabó el elevado
monoteísmo del islam y demostró que la aventura musulmana merecía ocupar un
lugar en la historia de la civilización mundial. Pero los antiguos prejuicios
estaban tan arraigados que muchos de estos escritores no pudieron resistirse a
atacar ocasionalmente al Profeta de forma gratuita, demostrando que la imagen
tradicional seguía vigente. Así, Simon Ockley describió a Mahoma como “un
hombre muy hábil y astuto, que aparentaba sólo aquellas cualidades, mientras
que los principios de su alma eran la ambición y la lujuria”. George Sale
admitió en la introducción a su traducción que “es ciertamente una de las
pruebas más convincentes de que el mahometanismo no era sino una invención
humana, que debe su progreso y establecimiento casi enteramente a la espada”. Al
final de Las costumbres, Voltaire concluyó
su descripción positiva del islam con la observación de que Mahoma había sido
“considerado como un gran hombre incluso por aquellos que sabían que era un
impostor, y venerado como profeta por todos los demás”. En 1741, en su tragedia
Mahoma o el fanatismo, Voltaire se
aprovechó de los prejuicios vigentes para poner a Mahoma como paradigma de
todos los charlatanes que han sometido a su pueblo a la religión mediante
engaños y mentiras: al considerar que algunas de las viejas leyendas no eran lo
bastante difamatorias, Voltaire se inventó alegremente algunas más».
Puede cuestionarse que una persona abulte o
deforme los rasgos de una personalidad pública. Sin embargo, es sabido que la
caricaturización, como variante del humor político, se basa en el recurso de la
exageración. La sátira («el género de los hombres libres», en opinión del poeta
latino Persio) nace de dos impulsos humanos: la risa y la protesta. Siempre
dirige sus dardos contra el pensamiento único, la rigidez de la existencia, el
culto acrítico del pasado, la estupidez institucionalizada y el envanecimiento
de los poderosos. No puede ser discursiva ni dialéctica; y siempre deberá
abstenerse de argumentar las razones por las que se considera pernicioso algo o
alguien.
Para el estudioso Mathew Hodgart existen cuatro condiciones
que favorecen el surgimiento de la sátira en una sociedad: 1) cierto grado de
libertad de palabra; 2) una disposición de las clases educadas para intervenir
en los asuntos de la comunidad; 3) la convicción de los autores de influir
efectivamente en el debate político o la discusión religiosa; y 4) la existencia
de un público deseoso de disfrutar de la imaginación y el ingenio artísticos. No
basta que el mensaje satírico contenga un núcleo de carga ofensiva. Se requiere,
además, de un elemento imaginativo, una recreación de la realidad existente,
que trastoque los códigos sociales o religiosos y divierta al público. «En la
farsa transgresora se enmarca el empleo de la blasfemia, la obscenidad y la
escatología, tan propio de la tradición
satírica», explica Eduardo Moga en Los
versos satíricos.
Aparte de los expedientes de la exageración y la
obscenidad, la sátira se vale de medios como la ironía (dar a entender lo
contrario de lo que se dice), la caricatura (deformación humorística de los
rasgos de una persona, ridiculización de una situación), el aforismo (sentencia
que recoge un principio o juicio moral), el epigrama (composición poética breve
que transmite un pensamiento festivo), el libelo (escrito con intención
ofensiva), la farsa (visión fantástica), la invectiva, la alegoría (sucesión de
metáforas e imágenes simbólicas), la fábula (narración breve, protagonizada por
animales, en la que se denuncian los vicios y errores humanos), el viaje
imaginario, la utopía y la reducción de la víctima. Acerca de esta última
modalidad, Eduardo Moga señala: «Hay, en fin, otras formas de reducción: la
parodia, que recae especialmente en la propia literatura, y que consiste en la
imitación burlesca del estilo o los temas de otro escritor —algo que nuestros
poetas del Siglo de Oro hicieron con fruición—, y la destrucción del símbolo,
en virtud de la cual se despoja a éste de su significación colectiva y
trascendente, y se lo presenta como lo que es, en su más estricta y vulgar
materialidad, por ejemplo, una cruz como un pedazo de madera. Las iglesias y
los ejércitos son los grupos más sensibles a este tipo de sátira, y los
librepensadores de todas las épocas —la sátira siempre hurga en lo que más
duele— la han practicado abundantemente».
Las obras teatrales de Aristófanes son quizás
los documentos satíricos más antiguos. Los historiadores destacan las piezas Los acarnienses y Los caballeros como ejemplos de desafío frontal al poder
constituido, dado que en ambas piezas la figura ridiculizada es el demagogo
Cleón. La tradición oral recuerda que debido al fuerte contenido crítico de Los caballeros, los fabricantes de
máscaras se negaron a reproducir el rostro del personaje de Cleón, que debió
ser interpretado por el propio autor. En la cultura latina la sátira tiene sus
mayores exponentes en Ennio, Lucilio, Horacio, Persio, Marcial y Juvenal.
En un plano menos artístico, conviene mencionar en
este breve resumen la costumbre militar denominada carmina triumphalia (poemas triunfales), consistente en cantos de
burla, más o menos improvisados por la tropa, para mofarse de los vicios y
defectos de los generales romanos. Un ejemplo rescatado de la época es la
estrofa dedicada al emperador Julio César, famoso por su calvicie y su furor
sexual: «A casa traemos al calvo follador / doncellas romanas, atrancad
vuestras puertas / pues el oro romano que le enviasteis / se fue en pagar a sus
putas galas».
Vista bien, la sátira es como ese esclavo,
trepado a la cuadriga del poder, que mientras acompaña al general victorioso en
su marcha rumbo al Capitolio le susurra al oído la frase «memento mori» (recuerda que eres mortal).
«La sátira vuelve frágiles a sus destinatarios
y, al hacerlo, contribuye a quitarles algo fundamental para seguir en el poder:
el respeto de los miembros de su comunidad. Por ello —porque los poderosos
saben lo dañina que es— nunca ha sido fácil ejercerla. Matthew Hodgart opina
que “los enemigos de la sátira son la tiranía y la intolerancia” y que “la
sátira política necesita cierta dosis de libertad, el ambiente de las grandes
ciudades y cierta sofisticación…”. Discrepo parcialmente de esta opinión: la
sátira puede practicarse, y de hecho se ha practicado, en cualquier
circunstancia, aun bajo la opresión más insoportable. Adoptará entonces formas
más sutiles, se cargará de anonimia o de clandestinidad, se limitará a aguijonazos
fugaces, y sufrirá, con todo, crueles contragolpes, pero se dará (…) Es preciso
señalar, por último, que no toda la sátira política se ejerce contra el poder,
también se práctica desde el poder, contra quienes quieren suplantarlo, La
sátira defiende siempre un ideal, y también los poderosos —sus gabelas bien
valen el esfuerzo— construyen modelos de pensamiento, abrevaderos ideológicos,
justificaciones, utopías. El conservadurismo se ha valido de la sátira para
protegerse de la expugnación, y como arma de contraataque», reflexiona Eduardo
Moga en Los versos satíricos.
Es comprensible el interés de diferentes
sectores de la sociedad por apropiarse del humor como herramienta discursiva. En
su obra De institutione oratoria el
rétor Quintiliano sostiene que en los debates serios el humor siempre es
necesario. El estallido de la risa funciona como un arma letal, porque revela
que se ha logrado ridiculizar los argumentos del oponente, se los ha tornado
absurdos e irrelevantes. Adelino Cattani, en su libro Los usos de la retórica, señala que una réplica ingeniosa rinde
múltiples beneficios para el polemista: tranquiliza el ambiente y reduce las
tensiones, reaviva el interés, atestigua el ingenio de quien sabe emplearla,
funciona como mecanismo de promoción personal, produce en el auditorio una
corriente de simpatía y establece una relación de complicidad y connivencia,
entretiene e incluso divierte, y contribuye a rebajar al adversario, incluso dejarlo
en ridículo.
«La persuasión que se logra —cuando se logra— con
el humor es muy rápida, pero en esta materia el humor debe cogerse con pinzas.
Para convertirse en argucia argumentativa o en argumento agudo el humor ha de
ser pertinente y expresivo y cuidarse mucho de parecer intempestivo y
superficial», advierte Cattani.
El empleo del humor caricaturesco, propio de la
ridiculización como mecanismo de defensa, está descrito de un modo impecable en
el siguiente pasaje de la novela Maestros
antiguos, escrita por el novelista austríaco Thomas Bernhard: «Al fin y al
cabo es también un método, dijo, convertirlo todo en caricatura. Un gran cuadro
importante, dijo, sólo lo soportamos cuando lo hemos convertido en caricatura,
a un gran hombre, a una, así llamada, personalidad importante, no lo aguantamos
al primero como gran hombre, ni a la segunda como personalidad importante,
dijo, tenemos que caricaturizarlos (…) La mayoría de los seres humanos, sin
embargo, son incapaces de caricaturizar, lo contemplan todo hasta el final con
terrible seriedad, dijo, y no se les ocurre la idea de hacer una caricatura (…)
Uno tiene que tener la fuerza de convertir el mundo en caricatura, dijo, la
enorme fuerza de espíritu, dijo, que hace falta para ello, esa única fuerza de
supervivencia, dijo. Sólo lo que encontramos finalmente ridículo lo dominamos
también, sólo cuando encontramos ridículo el mundo y la vida en él progresamos,
no hay otro método, ninguno mejor. En un estado de admiración no aguantamos
mucho tiempo y nos hundimos si no rompemos con ese estado a tiempo».
Para evitar el temido ridículo no hay mejor estrategia que
ripostar con una réplica ingeniosa, rica en ironía, compuesta de finas e
impensadas asociaciones mentales; una respuesta que consiga modificar el
significado del razonamiento ajeno para convertirlo de manera sorpresiva en un
bumerán para su propio autor. Pero tal posibilidad está negada de plano a un
fanático, un ser desprovisto del sentido del humor. Por eso, la bomba y la
metralla, la fatua y la excomunión…
«Jamás he visto en mi vida a un fanático con
sentido del humor. Ni he visto que una persona con sentido del humor se
convirtiera en un fanático, a menos que él o ella lo hubieran perdido. Con
frecuencia, los fanáticos son muy sarcásticos y algunos tienen un sarcasmo muy
sagaz, pero nada de humor. Es relativismo, es la habilidad de verse a sí mismo
como los otros te ven, de caer en la cuenta de que, por muy cargado de razón
que uno se sienta y por muy terriblemente equivocados que estén los demás sobre
uno, hay cierto aspecto del asunto que siempre tiene su pizca de gracia. Cuanta
más razón tiene uno, más gracioso se vuelve. Uno puede ser un israelí cargado
de razón, un palestino cargado de razón o cualquier cosa cargada de razón. Con
sentido del humor, puede que además uno sea más parcialmente inmune al
fanatismo», reflexiona el escritor Amos Oz en su ensayo« Sobre la naturaleza
del fanatismo».
El fanático no actúa solo ni lleva adelante su
accionar intolerante en medio de la nada. Es el producto más acabado de un
orden social, de carácter cerrado y jerárquico, cuyo principal objetivo es la
eternización de una estructura de dominación. Es frecuente que la clase
dirigente de un orden social cerrado muestre una obsesión por proyectar al
mundo exterior una falsa imagen de funcionamiento democrático y de respeto a principios
de raigambre moderna como la libertad de expresión. La adopción del disimulo
como suerte de imperativo categórico presenta como consecuencia la imposibilidad por
parte de cualquier autoridad (castrense, política o religiosa) de manifestar de
manera abierta el malestar causado por los efectos desacralizadores de la
sátira y otras expresiones humorísticas. Reacciones como la respuesta sincera,
el comentario virulento o la acción intimidatoria únicamente pueden ser
observadas por los sectores más fanatizados entre los miembros de la base de
adeptos.
La máxima autoridad se apresura a condenar, en términos inequívocos,
cualquier apelación a la violencia, pero también a calificar de comprensible el
sentimiento de rabia e indignación que oprime el alma del fanático y lo lleva a
arremeter contra el infiel. Así vemos al Papa Francisco expresar su repudio
al atentado en la sede de la revista Charlie Hebdo, para acto seguido deslizar el
derecho a agredir a quienes insultan a nuestra madre (y no hay que olvidar que la
Iglesia es la madre de los creyentes). También podemos apreciar como el cardenal Jorge
Liberato Urosa Savino, arzobispo de Caracas, encuentra normales las alusiones
divinas hechas por Nicolás Maduro en medio de una actividad política (la
intervención anual ante la Asamblea Nacional), pero no oculta su desagrado por
la licencia tomada por Laureano Márquez en un escrito de opinión de tono
humorístico («Los venezolanos tenemos también derecho de opinar sobre el
desempeño del presidente en cumplimiento de sus funciones, y sobre la
significación de sus palabras referidas a la providencia divina. Muy bien,
hagámoslo. Pero no hablemos o escribamos como si fuéramos Dios. Podemos opinar
y criticar en uso de nuestra legítima libertad de expresión. Pero en
nombre propio, sin tomar ni siquiera en broma el puesto de Dios. Respetémoslo, por favor»), sostuvo en
un breve comunicado.
Como toda variante de una secta religiosa («las
religiones son cruzadas contra el humor», advirtió Ciorán), la revolución bolivariana tiene un
amplio historial de persecución y hostigamiento a destacados humoristas, como el fallecido
Pedro León Zapata, Rayma, Weil, Edo, Alejandra Otero, Gilberto González, Luis
Chataing y Laureano Márquez. El actual enemigo de los hijos de Chávez es Vladdo,
caricaturista de la revista colombiana Semana,
quien publicó un dibujo satírico titulado «Reevolución bolivariana», donde el
escudo venezolano presenta una alteración de sus partes y puede apreciarse un
caballo desnutrido, cornucopias vacías, armas melladas y ramilletes secos.
En una carta donde se cita al Papa Francisco, la
embajada de Venezuela en Bogotá oficializó su rechazo al dibujo de Vladdo. En esta
misiva puede leerse: «Esa caricatura es un acto
incivil, un profundo irrespeto, que no sólo demuestra desprecio por la
venezolanidad, sino una intolerancia que se arropa en el derecho de la libre
expresión (…) Esta ilustración irrespeta la memoria de nuestros antepasados,
maltratando el patrimonio común que la historia nos ha regalado, del cual
Colombia también forma parte en su simbología y alegoría como Estado-Nación. Nos
preguntamos: ¿esta sátira ha sido realmente inocente? ¿No es esta una forma de
hacerse eco de sectores malintencionados y tendenciosos que se han situado al
margen de la ley, estimulando la desestabilización, alentando a una guerra
económica y atentando contra la paz social de Venezuela?».
Llama la atención que aquellos
que modificaron el nombre y el escudo del país exijan hoy respeto a los
símbolos patrios. También que quienes, según la organización no gubernamental
Espacio Público, el año pasado perpetraron 579 violaciones a la libertad de
expresión (145 casos de censura, 93 agresiones, 88 intimidaciones, 71 descalificaciones
verbales, 39 hostigamientos judiciales, 30 ataques, 26 restricciones
administrativas y una muerte) se afanen por presentarse como exégetas del principio de la
libre divulgación de las ideas y de las opiniones (en su informe, Espacio
Público identifica tres patrones de censura: reducción en el espacio noticioso
de denuncias hechas por fuentes de periodistas; invisibilidad de líderes
políticos de la oposición y cambio de títulos y modificaciones en informaciones
y reportajes). ¡Puro descaro!
La arremetida de Nicolás Maduro
contra Vladdo, pero también la persecución de Rafael Correa contra Bonil, ponen
de manifiesto que en el ámbito del «progresismo latinoamericano» los humoristas
son personas no gratas. Un sentimiento compartido por los intelectuales comprometidos
que brindan un soporte ideológico a los regímenes autoritarios. Entre estos «pensadores»
abundan quienes sostienen, al igual que David Brooks, columnista conservador
del diario The New York Times, que, en términos de simbolismo social, a individuos
como los bufones, los excéntricos y los humoristas satíricos les corresponde sentarse
en la mesa de los niños y su voz tiene que ser escuchada con un «semirrespeto
desconcertado», porque todo aquel sujeto deseoso de ser escuchado con detenimiento debe ganarse ese privilegio con su conducta. El error de este razonamiento consiste en considerar el humor como la antítesis de lo serio, cuando un somero recorrido
por la tradición humanista bastaría para corroborar que el humor sólo se opone
a lo solemne como risible y envanecida escenificación de la teatralidad del poder absoluto.
En palabras de Laureano Márquez: «El humorismo
es inapelable porque es manifestación pura del ingenio. Sólo puede ser
combatido con una manifestación de ingenio superior a la recibida, cosa que —obviamente—
le resulta imposible al poder. Cuando éste sólo cuenta con la fuerza bruta para
aplacar la disidencia, cuando la intolerancia y la arbitrariedad se instalan,
todo el mundo es perseguido, pero particularmente los humoristas, porque son
los únicos que tienen herramientas para vencer las barreras de la censura. De
hecho, el humor cuánto más se le persigue, mayor es su fuerza, cuánto más se le
censura más cosas dice y cuánto más se le acorrala, más libres es, porque el
ingenio no tiene fronteras, límites, ni barreras, no lo frenan los barrotes ni
le hieren las balas. El humorismo es el último reducto de la libertad cuando ya
se ha perdido en los demás espacios».
Etiquetas: Democracia, Humorismo, Libertad de expresión
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