miércoles, julio 29, 2009

La pasión del poder


El filósofo español José Antonio Marina no se anima a enunciar un pormenorizado inventario de las leyes del poder. Tampoco le atrae escribir un tratado maquiavélico para aconsejar a modernos príncipes de oficina. Su preocupación es otra: dejar sentada la razón por la que una sociedad necesita aceptar la ficción legitimadora del uso del poder en la convivencia humana. En sus propias palabras: "No podemos eliminar las relaciones de poder... Somos seres sociales, tenemos deseos contradictorios, imaginamos proyectos que exigen colaboración y tratamos de organizar la vida en colectividades cada vez más complejas. La experiencia de la humanidad nos dice que las reglas son necesarias y que, por desgracia, no podemos confiar en que la gente vaya a seguirlas por convicción. El poder aparece como necesario, pero a la vez como peligroso por su tendencia a la desmesura".
Para sustentar su tesis, Marina plantea, a manera de ejemplo, que el intento por hacer más tolerable la costumbre primitiva del rapto o la compra de esposas tuvo como consecuencia el concepto del matrimonio; una figura legal que amplió tanto los derechos civiles de las mujeres como las obligaciones de los hombres. Igualmente, describe la enrevesada maniobra para vestir el dominio de una persona con los ropajes de la voluntad popular, que desembocó después en la democracia y la noción jurídica de la igualdad de las personas. Este par de hechos históricos reflejan muy bien cómo cada nueva legitimación del poder minimiza la apelación a la fuerza directa y hace menos asimétrica la esencia del vínculo poderoso-dominado.
"La violencia se enmascara al legitimarse, pero lo importante es que, una vez admitida la necesidad de justificar el poder, se ha abierto una vía de agua que ya no podrá cerrarse, y que impulsará al sometido a criticar la legitimación que lo somete y a proponer otra. El poder fáctico quiere hacer racional su existencia para reforzarse, y acaba dando luz a un «vástago parricida» —la apelación a una legitimidad— que lo desestabiliza para siempre. La historia del poder se convierte así en una fascinante lucha de legitimidades, en la que los combatientes han utilizado todas las sutiles armas de la dialéctica, y todas las broncas armas de la violencia". Esta apasionante dinámica hace recordar la muy citada reflexión de Federico Nietzsche: "Lo que posees, te posee".
Aceptar la necesidad de que la sociedad cuente con una ficción constituyente —que le brinde soporte al entramado de relaciones políticas, económicas, sociales, culturales y militares— no supone que el ciudadano deba someterse eternamente a una dominación que juzga injusta. El académico español lo plantea en términos muy claros: "La historia es una sucesión de figuras de poder y sumisión, y la clave estriba en quien lleva la voz cantante. Nos movemos entre dos extremos. En la tiranía, el poder troquela las figuras de obediencia, define al súbdito. En las democracias, el ciudadano debe troquelar las figuras del poder".
El poder no admite que de buenas a primeras los ciudadanos dicten o sugieran las directrices de la agenda pública. El reflejo natural del poderoso le sugiere echar mano de los mecanismos directos de represión e intimidación; pero termina conscientemente disuadido, debido a la gravosa ubicuidad e inmediatez de los medios de comunicación. Asume, así, la existencia del contrapoder mediático: la opinión pública es el gran teatro del mundo. Es una circunstancia que informa del carácter teatral del poder: "Todos los poderes se encarnan en el espectáculo. Las coronas y las coronaciones, la etiqueta y el protocolo, el trono y los altares, las conferencias de prensa y las entrevistas, las apariciones televisivas, emerger de los automóviles o del avión como Venus de las aguas, son símbolos tangibles de lo que representa el poder".
En su afán de preservar las formas del poder legítimamente constituido, el poderoso prefiere explotar el arsenal de mecanismos simbólicos de dominación. La efectiva gerencia del poder requiere no sólo la posibilidad de hacer lo que se quiere, sino también la capacidad de impedir que los otros hagan lo que deseen. Para ello se torna fundamental la administración exitosa de los sistemas de premios y castigos, además de los reforzadores de segundo grado (esto es, la privación de una recompensa o la eliminación de una pena).
El adoctrinamiento pasa a ser la piedra angular para la construcción de una cultura de la sumisión. El objetivo es que el subordinado termine colaborando con el régimen que lo vampiriza. Marina expone con detalle los procedimientos de «lavado cerebral» empleados por el gobierno comunista chino:

1) El aislamiento. El adoctrinamiento se realizaba en algún campamento o lugar especial, en el que los educandos quedaban prácticamente desvinculados de sus familias y amistades anteriores.
2) La fatiga. Los participantes eran sometidos a un programa de trabajo intenso, que les producía un permanente cansancio físico y mental.
3) La incertidumbre. Los alumnos que se mostraban renuentes a participar en las actividades de manera comprometida desaparecían de la noche a la mañana, dando lugar a una ola de rumores que acrecentaban el clima de miedo.
4) El lenguaje. Los alumnos tenían que expresarse obligatoriamente en una terminología distinta de la de su mundo anterior.
5) La seriedad. El humor estaba prohibido.

Más adelante el autor agrega que la sumisión se hace máxima cuando el poder adquiere una dimensión mítica: "Todo gobernante sabe que si un pueblo siente miedo está dispuesto a aceptar propuestas que en circunstancias normales no aceptaría. Por ejemplo, la creencia en un salvador. Por esa razón, fomentar un sentimiento de miedo —a través de la propaganda— es una forma sencilla de preparar al sujeto para el adoctrinamiento" .
Cuenta Marina que los tiranos griegos también tenían sus tácticas de dominación:

1) Corromper el alma de sus súbditos, porque un hombre sobornable es incapaz de conspirar.
2) Sembrar la desconfianza, porque una tiranía sólo es derrocada cuando algunos ciudadanos confían entre ellos.
3) Empobrecer a sus súbditos, porque así el tirano puede pagar a su guardia y, de paso, impide que los ciudadanos, absorbidos por el trabajo, tengan tiempo de organizar una rebelión.

Siglos después tocaría a Maquiavelo divulgar otras estrategias del copioso inventario: el engaño, el secreto, la simulación, la astucia para mantener a los gobernados en tensión y zozobra constantes, la proyección de ciertas virtudes cardinales y la adopción de medidas odiosas e impopulares a través de los ministros.
Los autores clásicos de la literatura militar también formularon valiosos aportes: reducir los recursos del adversario, forzar las decisiones, sacar al rival de su terreno natural de lucha, cortar las fuentes de suministros y aprovisionamiento, falsificar la información básica y ejercer presión psicológica. Finalmente, los regímenes autoritarios del siglo veinte pusieron en práctica sus propias medidas: criminalización del adversario, elaboración de informes de inteligencia, establecimiento de premios y castigos tributarios, cambio de las reglas del juego mediante reformas legislativas, fijación de controles para la actividad económica, retiro de publicidad oficial, asignación caprichosa de concesiones y contratos públicos, campañas de difamación pública, inicio de juicios penales y extorsiones con grabaciones ilegales.
Este dantesco panorama llamaría a la desesperanza, si no fuese por la oportuna observación realizada por el tratadista español: "Cada modo de ejercer el poder determina un modo de sometimiento, y lo mismo ocurre a la inversa. El sujeto subordinado puede acabar imponiendo un nuevo modo de ejercer el poder". Pero, ¿cómo lograr que los más controlen las actuaciones de los menos? ¿Acaso eliminando los mitos fundacionales? El antropólogo Clifford Geertz hizo la siguiente advertencia: "Un mundo totalmente desmitificado sería un mundo totalmente despolitizado". La propuesta de Marina es mucho más compleja que la popular receta de la antipolítica: que sea la ética la que fije los límites de la sumisión y la rebeldía: "Si las sociedades, los grupos, las personas, debemos exigir un comportamiento ético, es porque cualquier transgresión resquebraja el mundo que queremos alumbrar. Nos somete a todos a la poderosa tentación de la violencia, del ojo por ojo, del poder sin freno. Nos somete a todos a la tremenda tentación de regresar a la realidad, renunciando a la ficción civilizadora. Porque venimos de la selva, queremos apartarnos de ella".
Si bien el libro de Marina adolece de cierto rigor científico (por ejemplo, los criterios de clasificación esbozados para establecer los tipos de sumisión remiten en demasía a sutilezas de la percepción y la subjetividad), La pasión del poder tiene la virtud de proyectar, de un modo creativo y contundente, el concepto de dignidad humana como pivote fundamental para un nuevo derecho natural. Es decir, una fuente primaria de legitimidad capaz de fundar sistemas éticos, jurídicos y políticos que doten a las sociedades modernas de mayores recursos para frenar los abusos de sus miembros más poderosos. Porque como dijo Shakespeare: “Es bello tener la fuerza de un gigante, pero es terrible emplearla como un gigante”.

Etiquetas: , ,