sábado, septiembre 05, 2009

Di al menos tu verdad


A los enemigos de los hombres y mujeres libres a menudo les gusta impostar el discurso de la libertad, un recurso dialéctico de tanta antigüedad que ya no puede resultar sorpresivo. Comienzan por proclamar, mediante palabras e imágenes que se pretenden de alta retórica y compromiso social, una total devoción por las nociones de autonomía e independencia, para luego concluir invariablemente en llamados de alerta acerca del enemigo más acérrimo de nuestra libertad: el libertinaje.
Ante el crucifijo inquisitorial, juran que su mayor ambición es asistir al advenimiento del reino de la libertad. Pero una vez hecha esta revelación, los buenos censores también nos confiesan el temor que les invade de que tan noble aspiración sea liquidada, una vez más, por los protervos personajes que buscan desgarrar el peplo de la libertad en la oscura noche de la traición y la anarquía. Y serían entonces estos infatigables seres cainitas -de hecho, lo han sido siempre- los señalados a legitimar ante los ojos de la opinión pública el frenesí sangriento y purificador de la guillotina revolucionaria. Porque, aunque algunos sujetos de buena conciencia no terminen de entenderlo, Hegel llevaba razón cuando afirmaba que “la gangrena no se cura con agua de lavanda”.
Por eso aquí en Venezuela, país setenado donde los haya, el jefe que se imagina eterno sabe muy bien cómo curar las gangrenas del terrorismo y el latifundismo mediático (no en balde fue el creador de semejantes despropósitos). Supremo designio que consigue explicar el cierre inmediato de 34 radioemisoras AM y FM, por orden del alabardero de los ojos bellos –si tomamos por bueno un testimonio marcial de dudosa virilidad-. Se trata pues de un abusivo precedente que deja entrever la partida de defunción que se cierne sobre otras 199 emisoras de radio (124 en frecuencia modulada y 75 en amplitud modulada) y 43 estaciones regionales de televisión.
Han sido dos los argumentos leguleyos para justificar la revocatoria de las referidas concesiones de operación. El primero de ellos, coyuntural, guarda relación con la negativa de los radiodifusores nacionales y regionales a consignar los registros de datos actualizados. El segundo, pretendidamente más estructural, más de fondo, tiene que ver con la imperiosa necesidad de «democratizar el espacio radioeléctrico y garantizar la tranquilidad y la salud mental de las audiencias venezolanas». Sin embargo, lamentablemente, la promesa de democratizar el espacio radioeléctrico no luce creíble. El caso de la Televisora Venezolana Social (Teves) es demasiado reciente como para dejar pasar, así como así, una mentira tan gruesa. A la vista de la nación está la gran estafa representada por el medio que dizque iba a convertirse en el modelo más vanguardista de la comunicación pública; un canal que devino otra más de las pantallas repetidoras de la propaganda oficial.
Chávez, consumado maestro del diferimiento y la manipulación emocional, se ha erigido ante la impotencia ciudadana en un una suerte de gran hermano orwelliano. De llegar a contar, en 1998, con dos emisoras de radio y un canal de televisión; pasó a tener, una década más tarde, cinco televisoras nacionales e internacionales ideológicamente sincronizadas, 25 televisoras comunales con orientación progubernamental, dos circuitos radiales de cobertura nacional, 146 estaciones de radio comunales con orientación progubernamental, una agencia nacional de noticias, 72 periódicos vecinales con orientación progubernamental, 24 sitios web y 66 portales de comunicación bolivariana alternativa.
En una década, la revolución bolivariana se ha convertido en el primer comunicador mediático del país, gracias al efecto consolidado del parque propio, el para-estatal y los 180 mil minutos gastados por Chávez en más de 1.800 cadenas televisivas, a un promedio de 46 minutos diarios los 365 días del año; una actitud abusiva con la que el epígono castrista desoye el consejo que el escritor Manuel Vicent hiciera a los egos desorbitados: “Los ídolos no hablan. El silencio es el tesoro más valioso de cualquier tabernáculo. Si su imagen puede expresarlo todo, es sencillamente porque calla (…) Ni los ídolos que imprimen carácter a las religiones animistas ni los tres dioses monoteístas que gobiernan nuestra vida mediante el Libro Sagrado se han ido nunca de la lengua. Su poder deriva de su silencio, pero su ejemplo no lo siguen los grandes sacerdotes ni los políticos, que los representan en la tierra. Ahora parece que a los políticos y a los obispos, antes tan sobrios, la lengua les llega a los pies y se la van a pisar un día. Dicen una cosa por la mañana y la desdicen por la tarde, mienten en la prensa y se desmienten en la radio, no paran de soltar aire por la boca, como si tuvieran el cuerpo lleno de flato que necesitan liberar a toda costa para no reventar. Nadie puede ser temido o admirado si no se protege con la coraza impenetrable del silencio. Los políticos que dejan una huella más profunda en la historia son aquellos cuyo hermetismo se parece al que proyectan las máscaras”.
Para mal disimular su asfixiante peso en la vida nacional, el líder continuo ha echado mano de un expediente clásico de la propaganda política contemporánea: la victimización del victimario; esto es, un original mecanismo de conversión de los hechos, que permite a los violentos legitimar el terrorismo institucional con tan sólo declararse víctimas de poderes mayores -ora de carácter nacional, ora de naturaleza mundial-, como por ejemplo los conocidos estafermos del imperio yanqui, las oligarquías apátridas, la banca multilateral y las empresas transnacionales.
En este sentido, la lucha mortal que la siempre incipiente revolución bolivariana libra, supuestamente, contra las corrompidas y multimillonarias fuerzas del poder mediático se limita a reproducir, en su caricaturesca simplicidad, el mito bíblico de David contra Goliat, pero complementado en esta ocasión con los productivos aportes efectistas de la Teoría de la Conspiración, siempre tan del gusto del retroprogresismo («la creación más asombrosa de la nueva izquierda», en palabras del escritor Ray Loriga). De suerte que el mensaje a comunicar, frases más, frases menos, reza: “Queridos compatriotas, todo lo malo que ocurre en Venezuela –la inseguridad, la inflación, el desempleo, la epidemia de AH1N1, la eliminación de la selección de fútbol, el accidente automovilístico de Felipe Masa, la separación momentánea de los protagonistas de la novela de las nueve de la noche, la eyaculación precoz, la caída del cabello- es resultado directo de los designios del imperio, las oligarquías regionales y mundiales, y, por supuesto, los dueños de los medios de comunicación”.
Fernando Savater ha sido uno de los intelectuales que más insistentemente ha denunciado el simplismo de la Teoría de la Conspiración, birria intelectualosa según la cual todo lo que ocurre en un país o en un sistema político lo ha sido siempre por el interés de aquellos que se benefician de los acontecimientos. Se trata pues de una de las manifestaciones más clásicas de la sempiterna «conciencia fiscal» del poderoso, que es definida por el filósofo español como la necesidad, no tanto (individual) como colectiva (institucional), de hallar responsables personales y voluntarios de todos los sucesos negativos que afectan a la comunidad. La conciencia fiscal suele expresarse en dos planos: “Primero, en la creencia animista o religiosa («nada ocurre en vano, todo responde a un plan providencial»); y segundo, en la falacia post hoc ergo propter hoc que lleva a suponer que los beneficiarios o interesados en un acontecimiento social son directa o indirectamente sus causantes. De la fe, sin pruebas objetivas, de que todo lo que sucede ha sido planeado, y de que quien se aprovecha de un suceso debe ser su causante, es de donde se deriva directamente la versión policial de la historia: ante cada catástrofe colectiva, busquemos el motivo y hallaremos a los imprescindibles culpables”.
En esta menguada hora de la república, no son pocas las personas que han tenido a bien comprarle al teniente coronel las especiosas teorías de magnicidios y conspiraciones. Y es así como, sorpresivamente, más de un periodista y más de un humorista han suscrito la tesis falsaria de que el cierre de medios de comunicación no conlleva lesiones considerables a los derechos ciudadanos. Estos intelectuales que «aman a la humanidad pero desprecian al hombre» afirman que en Venezuela se disfruta de una absoluta libertad de expresión, dado que cualquier persona puede insultar al presidente sin temor a represalias ulteriores; una situación absolutamente impensable en otros parajes del universo mundo, según denuncian estos acuciosos exégetas de la legalidad. Lo lamentable de tan peregrino argumento es que, en su festinada fabricación, no logra ocultar los 129 procesos judiciales abiertos entre 2002 y 2008 contra periodistas; la mayoría de estas causas relacionadas con delitos de desacato (vilipendio), difamación e injuria, de acuerdo con una investigación adelantada por la organización no gubernamental Espacio Público.
Limitar la libertad de expresión a la posibilidad de hablar o gritar en un sitio o en una circunstancia determinada equivale, en la práctica, a señalar que hasta en el ensangrentado espacio de un patíbulo podemos encontrar fehacientes testimonios de libertad de expresión (¿qué víctima no ha dirigido un postrero insulto a su verdugo antes de la ejecución de la pena de muerte?). En todo caso, parece contener mayor hondura humana y legal que el principio de libertad de expresión, en su manifestación más libertina e insultante, guarde estrecha relación, no con la posibilidad de que alguien le recuerde la madre a Fidel Castro en la Plaza de la Revolución, sino con la certeza de que luego del desahogo verbal el protestante no vaya a ser reprimido. ¿O es qué acaso los únicos que tienen derecho a apelar a un léxico airado y pendenciero son los poderosos de uniforme? ¿El pueblo pendejo no? Sin embargo, para alivio de puritanos y gazmoños, en el fondo no se trata de un problema de tacos y groserías, ya que resulta obvio que los cagatintas del régimen aluden a la obscenidad inaceptable para, por carambola, cerrarle el paso a las ideas y críticas razonables que utilizan el mismo canal –la voz, el micrófono, la cámara, la hoja impresa- para exteriorizarse. Se penaliza el grito para acallar el tono directo, sincero y sereno.
Ya es tiempo de que al socialismo del siglo XXI (¿?) se le anteponga una concepción de la libertad de expresión del siglo XXI. Por ello, resulta impostergable poner en vigor la recomendación formulada por el eminente comunicólogo venezolano Antonio Pasquali: “Con la venia del purismo jurídico, es el momento de relativizar las vetustas definiciones de «libertad de expresión» heredadas de épocas cuyo menguado horizonte comunicacional era el ‘parler, écrire et imprimer libtrement’ (1789). Las tecnologías las han envejecido, desplazando la frontera de la libertad de «expresión» a la de la «comunicación». Llevamos dos siglos totemizando el anglosajón ‘freedom of speech and of the press’ norteamericanos de 1776 y 1791, y la ‘libertad de opinión y expresión’ de la ONU de 1948 (…) La diferencia entre mi libertad de expresarme con un artículo al mes en un solo periódico y la del autócrata que se expresa en cadenas multimediales ante el país entero y cuando le viene en gana, indica a las claras que lo sustantivo del artículo 19 de la Declaración Universal es su nunca citada parte segunda, la que garantiza a todos una idéntica libertad de comunicarse ‘sin limitación de fronteras, por cualquier medio de difusión’. Donde veamos «libertad de expresión» hemos pues de leer «libertad de comunicar»”.
Sostiene Pasquali que la «libertad de expresión del siglo XXI» debe abandonar la concepción lineal de tres siglos de antigüedad para sustituirla por un complejo prisma de cinco facetas indisociables, donde se incorporen las libertades no sólo de emisión sino también de recepción: 1) Libre selección del código expresivo (“Franco prohibió a los catalanes el uso de su propio idioma; lo mismo hizo Canadá con los inuit”); 2) Libre elección del medio para envío o recepción de mensajes (“limitar el uso de internet o cerrar por la fuerza un canal de televisión o una emisora de radio tipifican un doble cercenamiento de emisión/recepción”); 3) Libre acceso a fuentes informativas (“sus restricciones cercenan la libertad de recepción y generan un black-out o manipulación del mensaje”); 4) Libre escogencia de contenidos del mensaje (“cualquier tema no expresamente vetado por las legislaciones democráticas”); y 5) Libre selección de públicos receptores (“es el alcance del mensaje; la vieja noción de free low”). En palabras del académico: “La «libertad de expresión del siglo XVIII» se agota en el cuarto aspecto; hoy concebimos que la moderna libertad de expresión no se da sin su co-presencia balanceada en las cinco mencionadas áreas. Todo lo anterior evidencia que en Venezuela sí sufrimos un importante déficit de libertad comunicacional por graves limitaciones en los puntos 2, 3 y 5. De los dos contrincantes, es entonces el gobierno el que miente. En efecto, para demostrar que habría libertad de expresión, Chávez sólo puede apelar al debilitado argumento del siglo XVIII reduciéndola al cuarto aspecto, y fingiendo que los demás aspectos no existen”.
Afirmaba Umberto Eco, en una reciente columna periodística, que cuando alguien tiene que terciar en el debate público para defender la libertad de expresión corrobora, con su intervención, que la sociedad y los medios de comunicación están enfermos, ya que en una democracia vigorosa no hay necesidad de defender ni la libertad de expresión ni la libertad de prensa porque a nadie se le ocurriría limitarla o violentarla. De igual manera, se preguntaba el semiólogo italiano por qué hay que tomarla con caudillos como Chávez y Berlusconi, y no más bien con las sociedades que le han dado carta blanca para desfogar un anhelo de poder desmesurado e incontrolable.
“Entonces -reflexiona Eco-, ¿por qué escribir estas alarmas de violación de la libertad de expresión y la libertad de prensa a quienes ya están convencidos de estos riesgos para la democracia, si ni siquiera las leerán aquellos que están dispuestos a aceptar dichos riesgos con tal de que nos les falte su ración de Gran Hermano y que, además, saben poquísimo de muchos asuntos políticos por culpa de una información mayoritariamente bajo control? ¿Por qué hacerlo? En el caso de Italia, es muy sencillo: En 1931, el fascismo impuso a los profesores universitarios, que entonces eran 1.200, un juramento de fidelidad al régimen. Sólo 12 (1%) se negaron y perdieron la plaza. Algunos dicen que fueron 14, pero esto nos confirma hasta qué punto el fenómeno pasó inobservado por entonces, dejando recuerdos vagos. Muchos, que posteriormente serían personajes eminentes del antifascismo posbélico, juraron fidelidad para poder seguir difundiendo sus enseñanzas. Quizá los 1.188 que se quedaron tenían razón, por motivos diferentes y todos respetables. Ahora bien, aquellos 12 ó 14 que dijeron que no, salvaron el honor de la universidad y, en definitiva, el honor del país. Este es el motivo por el que a veces hay que decir que no aunque, con pesimismo, se sepa que no servirá de nada. Que por lo menos, algún día, se pueda decir que lo hemos dicho”.
En nuestro caso también son muy sencillas las razones para denunciar las abiertas violaciones a la libertad de expresión y la libertad de prensa: porque en Venezuela 2 millones 700 mil ciudadanos quedaron reducidos a parias en su propia tierra por estar sus nombres incluidos en la siniestra lista-sapo del diputado Luis Tascón, y porque además, en febrero de este año, 5 millones 193 mil compatriotas se enfrentaron valientemente a la gigantesca maquinaria propagandística y represora de las instituciones chavistas para expresar su repudio al poder absoluto y vitalicio cuya naturaleza contradice el espíritu republicano.
En la vida existen batallas que el sólo librarlas constituye una victoria. Y la gloria obtenida por tal triunfo no puede ser arrebatada ni siquiera por el mezquino cuestionamiento de un resultado final. Ninguna consideración acomodaticia e interesada puede opacar la satisfacción de haber cumplido los mandatos de la conciencia cívica propia de los hombres y mujeres libres. Se trata del triunfo con honor que tanto ambicionaban los héroes clásicos y los caballeros medievales.
A todos los venezolanos que se resisten a cambiar sus sueños por una arepa rellena, a todos los compatriotas que alimentan con su coraje e hidalguía la tradición de un noble linaje, dejo, a manera de sentido reconocimiento, estos versos que escribió el poeta cubano Heberto Padilla un año antes de ser arrestado en La Habana, víctima de un célebre proceso político:

Di la verdad.
Di al menos tu verdad.
Y después
deja que cualquier cosa ocurra:
Que te rompan la página querida,
que te tumben a pedradas la puerta,
que la gente
se amontone delante de tu cuerpo
como si fueras
un prodigio o un muerto.

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3 Comments:

Blogger Desde La Barra said...

una perla mi broder!!!

un fuerte abrazo

J

3:58 p.m.  
Anonymous Led Varela Bargalló said...

Coño Vampiro, eres algo muy grande, que orgullo conocerte y ser tu amigo.

11:39 p.m.  
Anonymous Anónimo said...

Led tiene razón, el post es algo grande, que orgullo conocer y ser amigo de Led, que a su vez te conoce.

Ze

2:59 a.m.  

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