martes, septiembre 02, 2014

La piel

Como una extraña mezcla de médico e historiador, Curzio Malaparte apunta en su cuaderno de notas la fecha exacta cuando estalla la epidemia de peste que sofoca a los habitantes de Nápoles: el primero de octubre de 1943, día de entrada a la ciudad de los ejércitos aliados contra el nazismo y el fascismo.
«Aquélla era una peste profundamente distinta, pero no menos horrible, de las epidemias que cada cierto tiempo devastaban a Europa en el medievo. Lo extraordinario del nuevo mal consistía en esto: que no corrompía el cuerpo, sino el alma. Los miembros permanecían, en apariencia, intactos, pero dentro del envoltorio de la carne sana el alma se iba pudriendo y descomponiendo. Era una especie de peste moral, contra la cual no parecía existir defensa alguna», registra el escritor Curzio Malaparte (heterónimo de Kurt Erich Suckert), quien da su nombre al narrador desencantado de la novela La piel (Galaxia Gutenberg, 2010).
Las mujeres son las primeras personas en contraer la peste. Niños y hombres apenas resisten por unas cuantas horas más. Sólo pocos sujetos consiguen sobrevivir a la bruma viciada que se esparce por todos los recovecos de la ciudad. Una inmunidad que nunca les será perdonada, porque los erige en incómodos testigos de la vergüenza universal.
¿Pero dónde está la semilla de la peste? ¿Cuál es su agente transmisor? ¿En qué situaciones ocurre el contagio? Estas preguntas surgidas en la mente del lector son respondidas, sin ambages, por Curzio Malaparte en párrafos cortos y duros, que acaban con la ilusión: «Todo lo que tocaban esos magníficos soldados se corrompía al instante. Los infelices habitantes de los pueblos liberados empezaban a pudrirse y a apestar nada más estrechar las manos de sus libertadores. Bastaba con que un soldado aliado se asomase desde un jeep para sonreírle a una mujer o acariciarle fugazmente el rostro para que ésta, conservada hasta entonces digna y pura, se convirtiera en prostituta. Bastaba con que un niño se llevase a la boca un caramelo regalado por un soldado americano para que su alma inocente se corrompiera (…) La peste habitaba en su piedad, en su propio deseo de ayudar a aquel pueblo desventurado, de aliviar sus miserias, de socorrerlo en aquella tremenda desgracia. El mal habitaba en sus propias manos, fraternalmente tendidas hacia aquel pueblo vencido. Quizás estuviera escrito que la libertad de Europa no había de nacer de la liberación, sino de la peste».
Con la venia del nuevo gobierno italiano, Curzio Malaparte ejerce funciones de apoyo logístico. De inmediato se gana el respeto de la alta oficialidad de los ejércitos aliados, por su valioso trabajo como intérprete de distintas lenguas y lo entretenido de su compañía como excéntrico cicerone y erudito en cultura clásica y renacentista. Malaparte constata a diario, como intermediario de excepción entre vencedores y vencidos, el relajamiento de las costumbres familiares y la multiplicación de silencios cómplices que anuncian la adopción masiva, por parte de los napolitanos, de la ética canalla de la sobrevivencia.
«No me gusta ver hasta qué punto es capaz de rebajarse el hombre con tal de vivir. Preferiría la guerra a aquella “peste” que, después de la liberación, nos había ensuciado, corrompido y humillado a todos, hombres, mujeres y niños. Antes de la liberación habíamos luchado y sufrido para no morir. Ahora luchábamos y sufríamos para vivir. Hay una profunda diferencia entre luchar para no morir y luchar para vivir. Los hombres que luchan para no morir conservan la dignidad, y todos, hombres, mujeres o niños, la defienden con celo, con feroz obstinación. Los hombres no agachaban la cabeza. Huían a las montañas, a los bosques, vivían en cuevas, luchaban como lobos contra los invasores. Luchaban para no morir. Era una lucha noble, digna, leal. Las mujeres no exponían su cuerpo en el mercado negro para comprarse barras de carmín, medias de seda, cigarrillos o pan. Sufrían el hambre, pero no se vendían. No vendían a sus maridos al enemigo. Preferían ver morir de hambre a sus propios hijos antes que venderse, antes que vender a sus maridos. Sólo las prostitutas se vendían al enemigo. Los pueblos de Europa, antes de la liberación, sufrían con una dignidad admirable. Luchaban con la cabeza bien alta. Luchaban para no morir. Y los hombres, cuando luchan para no morir, se aferran con la fuerza de la desesperación a todo cuanto constituye la parte viva, eterna, de la vida humana, la esencia, el elemento más noble y más puro de la vida: la dignidad, el orgullo, la libertad de conciencia. Luchan para salvar su alma. Sin embargo, después de la liberación, los hombres tuvieron que luchar para vivir. Luchar para vivir es algo humillante, horrible, una necesidad vergonzosa. Nada más que para vivir. Nada más que para salvar la piel. No se trata ya de la lucha contra la esclavitud, la lucha por la libertad, por la dignidad humana, por el honor. Es la lucha contra el hambre. Es la lucha por un pedazo de pan, por un poco de lumbre, por un trapo con el que tapar a los niños, por un poco de paja para tenderse. Cuando los hombres luchan para vivir, todo, hasta un frasco vacío, una colilla, una piel de naranja, una corteza de pan seco recogida entre la basura, un hueso descarnado, todo tiene para ellos un valor enorme, decisivo. Los hombres se vuelven capaces de cualquier bajeza con tal de vivir, de cualquier infamia, de cualquier delito, con tal de vivir. Por un mendrugo de pan cualquiera de nosotros sería capaz de vender a su mujer, a sus hijas, de deshonrar a su propia madre, de vender a hermanos y amigos, de prostituirse con otro hombre. Estaríamos dispuestos a arrodillarnos, a arrastrarnos por el suelo, a lamer los zapatos de quien pudiera saciar nuestra hambre, a doblegar la espalda bajo el látigo, a secarnos sonriendo la mejilla manchada de esputos; y todo ello con una sonrisa humilde, dulce, y una mirada cargada de una esperanza famélica, bestial, una esperanza maravillosa».
Cada quince días los carros de la limpieza pública recorren las calles de Nápoles («Pompeya que nunca ha sido sepultada. No es una ciudad; es un mundo»). Recogen los fallecidos, de la misma manera que antes de la guerra recogían la basura. Las familias se deshacen con prontitud de sus muertos, porque ocupan en sus casas habitaciones que pudiesen ser ofrecidas a los soldados de la libertad, mecenas cuyos obsequios de agradecimiento son revendidos en el mercado negro. Es éste el horror que todo vencedor necesita presenciar para sentirse héroe («Despreciaba a los héroes —dije—. Sabía por experiencia que en Europa es más fácil ser un héroe que un cobarde, que cualquier pretexto es bueno para hacerse el héroe, y que la política, en el fondo, no es sino una fábrica de héroes. Materia prima, desde luego, no falta: los mejores héroes, the most fashionable, son los que están hechos de estiércol»).  Es éste el horror que toda intervención militar requiere para jactarse de humanitaria. La épica adquiere su resonancia allí donde luchan con desigualdad la víctima y el victimario. Muy pocos se llaman a engaño con respecto a la arrogancia de los victimarios, pero no ocurre lo mismo con la indefensión de las víctimas, la cual muchos confunden con la virtud de la humildad.
¿Hay inocencia en todas las víctimas? ¿Tienen ellas, per se, una incuestionable superioridad moral? («No hay nada humano en la voz del hambre (…) el hambre no tiene ninguna fuerza, si crees que puedes confiar en el hambre ajena, te equivocas».) El voluntarismo termina siempre por roturar los campos donde los héroes cultivan sus derrotas.
«La piel, nuestra piel, esta maldita piel. Usted no puede ni imaginarse de qué es capaz un hombre, de qué heroicidades y de qué infamias es capaz con tal de salvar la piel. Ésta, esta piel asquerosa, ¿la ve? Antes soportábamos el hambre, la tortura, los martirios más terribles, matábamos y moríamos, sufríamos y hacíamos sufrir para salvar el alma, para salvar nuestra alma y la de los demás. La gente era capaz de cualquier grandeza o de cualquier infamia con tal de salvar su alma. Y no sólo la suya, sino también la de los demás. Hoy en día sufrimos y hacemos sufrir, matamos y morimos, realizamos hazañas maravillosas y actos horrendos no ya para salvar el alma, sino para salvar la piel. La gente cree que lucha y sufre por su alma, cuando en realidad lucha y sufre por su piel, nada más que por la piel. Lo demás no importa. ¡Nos convertimos en héroes por algo bien mezquino! Por algo repugnante. La piel humana es algo repugnante. Fíjese. Da asco. ¡Y pensar que el mundo está lleno de héroes dispuestos a sacrificar la vida por algo así!», le comenta Curzio Malaparte, en un memorable pasaje, al general Guillaume.
Las palabras destilan desprecio por los hombres («condición primera de la sabiduría en la vida humana»). Y es de este modo que el protagonista de la novela proclama su desagrado con una especie abroquelada en la credulidad («la aparición del sol siempre engaña a los napolitanos, dándole la falsa esperanza del fin de sus desventuras y sufrimientos) y condenada a nunca salir zafa de las emboscadas del miedo («miedo que se torna en ira social, clamor de venganza, odio hacia uno mismo y hacia los demás»). Los hombres ven en sus desgracias la cólera de los dioses («y junto con el arrepentimiento, el doloroso afán de expiación, la ávida esperanza de presenciar el castigo del malvado, la ingenua confianza en la justicia de una naturaleza tan cruel e injusta, junto con la vergüenza por la propia miseria, de la que el pueblo es tristemente consciente, se despertaba en la plebe, como siempre, el vil sentimiento de la impunidad, origen de tantos actos nefandos, y el miserable convencimiento de que, en medio de tan gran ruina y tan inmenso tumulto, todo es lícito y justo. Y así, se presenciaron en aquellos días actos abyectos y sublimes operados por la furia ciega o el frío raciocinio, diría casi que por una desesperación maravillosa; todo esto pueden en las almas sencillas el miedo y la vergüenza por los pecados cometidos»).
Los ejércitos aliados llegan a la capital italiana. El pueblo romano recibe a sus héroes. Entre la multitud destaca un hombre que corre, al grito de «¡Viva América!», por el medio de la calle, a la altura de Tor di Nona. De repente, tropieza y su cuerpo es arrollado por las orugas de un tanque Sherman. Todos gritan, menos Malaparte, quien recuerda haber vivido un episodio semejante: «En Yampil, en el Dniéster, en Ucrania, en julio de 1941, vi sobre la tierra de una calle, en mitad del pueblo, una alfombra de piel humana. Era un hombre que había sido aplastado por las orugas de un carro de combate. La cara tenía forma cuadrada, el pecho y el vientre habían quedado de través y se habían ensanchado en forma de rombos; las piernas y los brazos, ligeramente separados del tronco, parecían las perneras y las mangas de un traje recién planchado, estirado aún sobre la tabla (…) Cuadrillas de judíos vestidos con caftanes negros, provistos de palas y azadas, iban recogiendo los muertos abandonados por los rusos (…) En medio de la calle, frente a mí, yacía el hombre aplastado por las orugas del tanque. Los judíos se acercaron y empezaron a desincrustar aquel perfil de hombre muerto. Poco a poco, con la punta de las palas, levantaron los extremos del dibujo, como quien levanta las puntas de una alfombra. Era una alfombra de piel humana, y el estampado, una fina estructura ósea, una telaraña de huesos aplastados. Parecía un traje almidonado, una piel de hombre almidonada. La escena era atroz y a la vez serena, delicada, remota. Los judíos hablaban entre sí, y sus voces sonaban distantes, suaves, atenuadas. Cuando por fin terminaron de arrancar la alfombra de piel humana del polvo de la calle, uno de los judíos la clavó por la cabeza en la punta de la pala, la levantó como si fuera una bandera y echó a caminar. El abanderado era un joven judío con el cabello largo por encima de los hombros y una cara pálida y flaca en la que los ojos relucían con una fijeza dolorosa. Caminaba con la cabeza erguida y llevaba en la punta de la pala, a modo de bandera, aquella piel humana que se mecía y ondeaba al viento como una auténtica bandera. Y yo le dije a Lino Pellegrini, que estaba sentado a mi lado, “Ésa es la bandera de Europa, es nuestra bandera” (…) Y sumándonos a la comitiva de los sepultureros, echamos a caminar detrás de la bandera. Era una bandera de piel humana, la bandera de nuestra patria, era nuestra patria misma. Y así fue cómo vimos arrojar la bandera de nuestra patria, la bandera de la patria de todos los pueblos, de todos los hombres, al vertedero de la fosa común».
No hay recibimientos ni homenajes en Florencia. El paso de las tropas aliadas es el chupinazo que inicia el desalojo de los sótanos, escondrijos de los falsos resistentes, de los supuestos defensores de la libertad, de los sedicentes parteros del futuro. «De las alcantarillas, los sótanos, los desvanes, los armarios, de debajo de las camas, de las grietas de las paredes, donde vivían en la “clandestinidad” desde hacía un mes, surgieron como ratones los héroes de última hora, los tiranos del mañana; los heroicos ratones de la libertad que un día habrían de invadir a Europa para edificar sobre las ruinas de la opresión extranjera el reino de la opresión nacional». Días después, y unos cuantos kilómetros más al norte, Malaparte llega a tiempo para presenciar el colgamiento del cadáver del Duce en la plaza Loreto: «El día que entramos en Milán, nos encontramos con una ruidosa multitud aglomerada en una plaza. Me puse en pie sobre el jeep y vi a Mussolini colgado por los pies de un gancho. Vomité sobre el asiento del jeep; la guerra había terminado, y yo ya no podía hacer nada por los demás ni por mi país, sólo vomitar».
Rodeado de ruinas –físicas y morales-, asqueado de la eficacia asesina de la guerra, atormentado por el dolor del que ha sido testigo, Curzio Malaparte suelta una última imprecación a los vencedores (porque sí, porque incluso los perdedores, antes de serlo, habían sido vencedores): «El hombre es un ser innoble. No hay espectáculo más triste, más desagradable, que un hombre, un pueblo, en su apoteosis. Pero un hombre, un pueblo, vencidos, humillados, reducidos a un montón de carne marchita, ¿hay algo más bello y noble en este mundo?».
Para el escritor checo Milan  Kundera La piel es, sin duda, una archinovela: «El tiempo de la acción en La piel es breve, pero la historia infinitamente larga del hombre está presente en ella. Por la antigua ciudad de Nápoles entra el Ejército norteamericano, el más moderno de todos. La crueldad de una guerra supermoderna se desarrolla en el trasfondo de las crueldades más arcaicas. El mundo que ha cambiado de un modo tan radical muestra a la vez lo que queda tristemente inmutable, inmutablemente humano (…) En La piel, todavía la guerra no ha terminado, pero su final ya está decidido. Las bombas siguen cayendo, pero ya caen entonces sobre otra Europa. Ayer, nadie se preguntaba quién era el verdugo y quién era la víctima. De golpe, ahora el bien y el mal ocultan su cara; el mundo nuevo todavía es poco conocido; desconocido; enigmático; el que cuenta tiene una única certeza: está seguro de no estar seguro de nada. Su ignorancia pasa a ser sabiduría». (Un encuentro. Tusquets, 2009).
Esta sabiduría de Curzio Malaparte queda en evidencia en muchos pasajes de la novela. Pienso, por ejemplo, en los hechos narrados en el quinto apartado del capítulo seis («El viento negro»), donde Malaparte acompaña al ejército estadounidense en su marcha sobre Roma. Vemos allí a un soldado herido de gravedad, con el vientre desgarrado y los intestinos expuestos a la mirada de la gente. El sargento encargado de la tropa ordena trasladar al moribundo al hospital. Malaparte se opone a la decisión. El centro médico está lejos, el viaje en jeep sería demasiado largo y accidentado, lo que le causaría al soldado mucho más dolor. Recomienda dejarlo donde está y que se muera sin enterarse de que se está muriendo. Entonces comienza a decir chistes y a improvisar parodias para buscar la risa de quien ya está signado por la muerte. Malaparte razona, del siguiente modo, este hermoso gesto de humanidad: «Todos en Europa sabemos que hay mil maneras de hacer el payaso, y que dárselas de héroe, cobarde, traidor, revolucionario, salvador de la patria o mártir de la libertad no son sino maneras distintas de hacer el payaso. Incluso poner a un hombre en el paredón y dispararle en el abdomen, incluso perder o ganar una guerra son maneras tan buenas como otras de hacer el ridículo. Pero no podía negarme a hacer el payaso para ayudar a un pobre muchacho americano a morir sin dolor. Seamos justos: ¡en Europa a menudo hay que hacer el payaso por mucho menos! Además, aquélla era una manera noble, una manera generosa, de hacer el payaso, y no podía negarme: se trataba de no hacer sufrir a un hombre. Comería tierra, masticaría piedras, tragaría estiércol, traicionaría a mi madre por ayudar a un hombre, a un animal, a no sufrir. La muerte no me da miedo; no la odio, no me disgusta, no es, en el fondo, asunto de mi incumbencia. Pero odio el sufrimiento, y el de los otros, sean hombres o animales, más que el mío propio. Estoy dispuesto a todo, a cualquier bajeza, a cualquier heroísmo, con tal de no hacer sufrir a un ser humano, con tal de ayudar a un hombre a no sufrir, a morir sin dolor. Por eso, por más que sintiera subírseme los colores, me alegraba de poder hacer el payaso no ya por la patria, la humanidad, el honor nacional, la gloria o la libertad, sino por mí mismo, por ayudar a un pobre muchacho a no sufrir, a morir sin dolor».
El soldado Fred muere con una sonrisa en los labios, en un dulce y nostálgico sueño. Ciego por la furia, el sargento le da un puñetazo en la cara a Malaparte y le grita: «Es usted quien lo ha dejado morir, ¡usted lo ha matado! Por su culpa ha muerto en el fango, como un animal. Your bastard! Shut up, you son of a bitch!». Pero el capitán  médico Schwartz, al comprobar la gravedad de las heridas, le estrecha la mano a Malaparte y de seguidas le dice: «Se lo agradezco en nombre de su madre».
Finalmente, culmino esta reseña citando en extenso un ejercicio de sociología ensayado por Curzio Malaparte, a partir de la risa como rasgo determinante de la idiosincrasia de los pueblos: «No hay pueblo en el mundo que sepa reír tan de corazón como los americanos. Se ríen como los niños, como los escolares en vacaciones. Los alemanes no se ríen nunca por cuenta propia, sino siempre por cuenta de otro; de la misma manera, ríen como si temiesen no reírse lo suficiente. El problema es que siempre se ríen demasiado pronto o demasiado tarde, nunca en el momento adecuado. Por eso su risa suena siempre a destiempo, o mejor dicho, fuera del tiempo, lo cual vale también para el resto de sus actos y sentimientos. Diríase que se ríen siempre por alguien que no se ha reído en el momento adecuado, o por alguien que no se ha reído antes que ellos, o por alguien que no se reirá después. Los ingleses se ríen como si fueran los únicos que saben reírse, como si nadie más que ellos tuviera derecho a reírse. Se ríen como ríen todos los isleños: sólo cuando están seguros de no ser vistos por nadie del continente (…) Los pueblos latinos se ríen porque sí, porque les gusta reírse, porque «la risa es salud» y porque, suspicaces, vanidosos y orgullosos como son, creen que el hecho de reírse siempre de los demás y nunca de sí mismos demuestra a las claras que no es posible reírse de ellos. Nunca se ríen por darle gusto a alguien. También ellos, como los americanos, ríen por cuenta propia; sin embargo, a diferencia de la de los americanos, su risa nunca es gratuita, se ríen siempre por algo. Y en cuanto a los americanos, ah, los americanos, por más que se rían siempre, a menudo se ríen por nada, a veces más de lo necesario, aunque sepan que ya se han reído bastante; y no se preocupan nunca, sobre todo en la mesa, o en el teatro, o en el cine, de si se ríen de lo mismo de lo que se ríen los demás. Se ríen todos a la vez, ya sean veinte o cien mil  o diez millones, pero siempre por cuenta propia. He aquí lo que los distingue de cualquier otro pueblo de la tierra, lo mejor que revela el espíritu de sus costumbres, de su vida social, de su civilización: que nunca se ríen solos».

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