martes, octubre 13, 2015

Claus y Lucas

La separación de dos hermanos es el drama que vertebra tres novelas cortas escritas por la húngara Agota Kristof. Todas ellas pueden ser leídas en el tríptico Claus y Lucas publicado en español por El Aleph Editores.
Húngara, exiliada en Suiza, donde labora como operaria en una fábrica de relojes, Agota Kristof comienza en 1984, a los 48 años de edad y en una lengua adoptiva, la redacción del primer texto de una trilogía literaria, cuya publicación le granjeará inmediata fama mundial.
Seca, negativa, desesperanzada. Así describe Kristof la escritura que da cuerpo a El gran cuaderno (1988). En sus páginas se relata la historia de dos hermanos, Claus y Lucas, cuya madre, acosada por la pobreza, decide dejarlos por un tiempo en casa de la abuela, una mujer huraña, analfabeta y codiciosa. Los niños, dotados de una inteligencia muy precoz, y de una ínsita habilidad para la escritura, emplean el dinero ganado en diversos oficios para comprar lápices y cuadernos, con el propósito de llevar registro cabal de su nueva vida. En su cuartico tienen dos libros: la Biblia y un diccionario.
«La abuela es la madre de nuestra madre. Antes de venir a vivir a su casa no sabíamos que nuestra madre aún tenía madre. Nosotros la llamamos abuela. La gente la llama La Bruja. Ella nos llama “hijos de perra” (…) Su cara está llena de arrugas, de manchas oscuras y de verrugas de las que salen pelos. No tiene dientes, al menos que se vean. La abuela no se lava jamás. Se seca la boca con la punta de su pañoleta cuando ha comido o ha bebido. No lleva bragas. Cuando tiene que orinar, se queda quieta donde está, separa las piernas y se mea en el suelo, por debajo de la falda. Naturalmente, eso no lo hace dentro de la casa», anotan los hermanos en el gran cuaderno.
La abuela vende las cobijas, las sábanas y las mudas de ropa que estaban en las maletas de Claus y Lucas. Les retiene la mesada y les hace saber que la alimentación y el hospedaje dependen de la contribución en las labores de la pequeña finca. Los hermanos se rehúsan a obedecer, pero el hambre les hace doblar el espinazo.
«La sexta mañana, cuando ella sale de la casa ya hemos regado el huerto. Le cogemos de la mano los pesados cubos de la comida de los cerdos, llevamos nosotros las cabras a la orilla de río, la ayudamos a cargar la carretilla. Cuando vuelve del mercado, estamos a punto de cortar la leña. Durante la cena, la abuela dice: “Ya lo habéis entendido. El cobijo y el alimento hay que ganárselos”. Nosotros decimos: “No es eso. El trabajo es pesado, pero mirar sin hacer nada a alguien que trabaja es mucho más pesado, aún sobre todo si es un viejo”. La abuela dice, sarcástica: “¡Hijos de perra! ¿Queréis decir que os doy pena?”. “No, abuela. Solamente nos avergonzamos de nosotros mismos”».
En un pueblo de frontera, azotado por un conflicto bélico y amenazado por la expansión de una potencia totalitaria, la abuela vive en la casa más cercana a la zona geográfica y militarmente delimitada. El entorno de privaciones y decadencia moral dispara los recuerdos de la extinta vida familiar, los cariños de la madre, la presencia tutelar del padre —corresponsal de guerra— («Nosotros no olvidamos nunca nada»). La tristeza y la añoranza quiebran el ánimo de los gemelos, los reducen al llanto. Ante el convencimiento de la irreversibilidad del destino, Claus y Lucas optan por endurecer tanto sus almas como sus cuerpos. Se ejercitan en el robo, el dolor, el hambre, el maltrato, la mentira, la extorsión y la mendicidad. Reproducen en sus pequeñas vidas las rigideces de la guerra. Bulle en ellos el deseo de conocer a fondo aquellos aspectos oscuros y turbadores de la humanidad; aspectos que la escuela, castrada por idealismos de todo tipo, no puede enseñar.
«Al cabo de un cierto tiempo, efectivamente, ya no sentimos nada. Es otro quien siente dolor, otro el que se quema, el que se corta, el que sufre. Nosotros ya no lloramos. Cuando la abuela está enfadada y grita, le decimos: “No grites más, abuela, y péganos”. Y cuando ella nos pega, decimos: “¡Más, abuela! Mira, ponemos la otra mejilla, como dice en la Biblia. Péganos en la otra mejilla, abuela”. Ella responde: “¡Idos al diablo con vuestra Biblia y vuestras mejillas!”» apuntan los gemelos en su gran cuaderno.
Los hermanos acuden a la Biblia para la lectura en voz alta, los dictados y los ejercicios de memoria. El diccionario, herencia del padre periodista, les permite aprender términos nuevos, sinónimos y antónimos, obtener explicaciones y fijar los conocimientos ortográficos. La escritura en el gran cuaderno tiene sus normas.
«Uno de nosotros dice: “El título de la redacción es ‘La llegada a casa de la abuela’”. El otro dice: “El título de la redacción es: ‘Nuestros trabajos’”. Nos ponemos a escribir. Tenemos dos horas para tratar el tema, y dos hojas de papel a nuestra disposición. Al cabo de dos horas, nos intercambiamos las hojas y cada uno de nosotros corrige las faltas de ortografía del otro, con la ayuda del diccionario, y en la parte baja de la página pone: “bien” o “mal”. Si es “mal”, echamos la redacción al fuego y probamos a tratar el mismo tema en la lección siguiente. Si es “bien”, podemos copiar la redacción en el cuaderno grande. Para decidir si algo está “bien” o “mal” tenemos una regla muy sencilla: la redacción debe ser verdadera. Debemos escribir lo que es, lo que vemos, lo que oímos, lo que hacemos. Por ejemplo, está prohibido escribir: “La abuela se parece a una bruja”. Pero sí está permitido decir: “La gente llama a la abuela ‘la Bruja’”. Está prohibido escribir: “El pueblo es bonito”, porque el pueblo puede ser bonito para nosotros y feo para otras personas. Del mismo modo, si escribimos: “El ordenanza es bueno”, no es verdad, porque el ordenanza puede ser capaz de cometer maldades que nosotros desconocemos. Escribimos, sencillamente: “El ordenanza nos ha dado unas mantas”. Escribiremos: “Comemos muchas nueces”, y no: “Nos gustan las nueces”, porque la palabra “gustar” no es una palabra segura, carece de precisión y de objetividad (…) Las palabras que definen los sentimientos son muy vagas; es mejor evitar usarlas y atenerse a la descripción de los objetos, de los seres humanos y de uno mismo, es decir, a la descripción fiel de los hechos».
El gran cuaderno destaca por episodios sórdidos narrados desde una óptica desprejuiciada, como si la guerra a fuerza de disparos y muertes legitimara, además de un nuevo orden de cosas, la suspensión de las normas morales y las referencias éticas. En resumen, el fin de la inocencia. Algo parecido a un alma buena es el zapatero del pueblo. Se empeña en regalarle unas botas a Claus y Lucas, pero ellos se niegan porque no les gusta dar gracias… Del resto, es un elenco no santo: una niña, Cara de Liebre, que comparte con la abuela una humilde choza, y sacia su ardor sexual con soldados e incluso perros; un capitán, alojado en la casa de la Bruja, que con esfuerzo apenas disimula su condición pederasta; la ayudante de la sacristía, antisemita y aficionada a los tríos sexuales; el cura que magrea a las jovencitas de origen más pobre (resulta inolvidable la frase empleada por los hermanos al momento de extorsionarlo: «Importa poco si es cierto o falso. Lo esencial es la calumnia. A la gente le encanta el escándalo»).
Del campo de batalla llegan al pueblo los primeros deshechos humanos. Se agolpan en las tabernas para, con el acicate del alcohol, desfogar lo incurable de las heridas: «Un viejo nos acaricia el pelo. Unas lágrimas salen de sus ojos hundidos, bordeados de negro: “¡Qué desgracia! ¡Qué mundo de desgracias! ¡Pobres niños! ¡Pobre mundo!”. Una mujer dice: “Sordo o loco, el caso es que ha vuelto. Y tú también has vuelto”. Se sienta encima de las rodillas del hombre a quien le falta un brazo. El hombre dice: “Tienes razón, guapa, he vuelto. Pero, ¿cómo voy a trabajar? ¿Con qué voy a sujetar las tablas para serrarlas? ¿Con la manga vacía de mi chaqueta?”. Otro joven, sentado en un banco, dice, riendo: “Yo también he vuelto. Sólo que estoy paralizado por abajo. Las piernas y todo lo demás. Ya no me empalmaré nunca más. Habría preferido morirme de golpe, mira, quedarme allí, de una vez”. Otra mujer dice: “No estáis contento nunca. Los que veo morir en el hospital dicen: “Fuese cual fuese mi estado, me gustaría sobrevivir, volver a mi casa, ver a mi mujer, a mi madre, no importa cómo, vivir un poco más aún”. Un hombre dice; “Tú, cierra el pico. Las mujeres no han visto nada de la guerra”. La mujer dice: “¿Qué no hemos visto nada? ¡Imbécil! Nosotras hacemos todo el trabajo, tenemos todas las preocupaciones: alimentar a los niños, cuidar a los heridos… Vosotros, una vez acaba la guerra, sois todos unos héroes. Muertos: héroes. Supervivientes: héroes. Mutilados: héroes. Y por eso habéis inventado la guerra vosotros, los hombres. Es vuestra guerra. Vosotros la habéis querido; ¡hacedla pues, héroes de mierda!”».
La guerra recrudece. Los bombardeos se multiplican. Las tropas extranjeras entran al país. De forma repentina, la madre de Claus y Lucas aparece en la casa de la abuela. Se baja de un jeep militar y exige que sus hijos les sean entregados. En sus brazos carga a una niña. Los  pequeños no desean marcharse. Deshumanizados, han roto todo vínculo sentimental. La desgracia se ceba con los débiles. Cae un obús. Al final, los gemelos tomarán los huesos de las víctimas para colgar en el cuarto los esqueletos de la madre y la hermanita. La pequeña Cara de Liebre también muere, pero no de un bombardeo, sino por los excesos de una orgía. Su cuerpo, ofrendado a la tropa, lleno de semen, es velado en la sala de la choza. La abuela desgarrada por el dolor confiesa: «Y la muerte no viene. Cuando la llamas, nunca viene. Se divierte torturándonos. Yo la llamo desde hace años y ella me ignora».
Llega el padre. Es prófugo de la justicia. Su condición de periodista contrario al régimen signa su suerte. Detenciones, torturas y liberaciones se turnan. Cansado, decide pasar la frontera. La muerte va a lo suyo: se lleva a la Bruja. Los niños la entierran y deciden apoyar los planes de fuga del padre. Ambos cobran conciencia del más exigente de los aprendizajes: la separación. Acuerdan que uno de ellos debe servir de baquiano para cruzar la frontera. Claus sigue al padre por un camino minado. Lucas los mira a la distancia. El hombre muere al pisar una mina explosiva. Claus avanza y llega al otro país. Lucas enfila rumbo a la casa de la abuela. Finaliza El gran cuaderno.
La segunda novela corta se llama La prueba (1988). Con cada página Agota Kristof desmiente las certezas acumuladas por los lectores de El gran cuaderno. Cambia el estilo. La prosa ya no es tan directa y seca. El relato pasa de la primera persona plural a la adopción de narrador omnisciente. Los diálogos comunican dinamismo y los sentimientos son examinados con mayor detenimiento. Han acabado el cerco del enemigo y las escaramuzas de la guerra. Los militares de la potencia extranjera han colonizado tomado al pueblo fronterizo, además de la ciudad de K. Vuelven unos personajes. Desaparecen otros.
La acción se inicia con soldados del puesto de frontera que acuden al lugar de la detonación. Recogen el cuerpo mutilado de un hombre, que en su desesperación olvidó que el paso fronterizo tiene un sistema de trampas cuyo paso es infranqueable. Se dirigen a la choza donde vive solitario «el idiota». Lucas los recibe, disimula al ver el cuerpo sin vida de su padre y promete cooperar con las autoridades si logra recabar cualquier información. Pasa el tiempo sumido en reflexiones. Tres semanas de descuido son suficientes para acabar con la productividad de la finca. Deben transcurrir doce semanas para retomar la normalidad, visitar al cura para jugar ajedrez e ir a la librería del señor Victor para comprar lápices y papel; librería ubicada en las proximidades de la plaza principal de K, ciudad triste y plomiza.
Luego de nueve años de andar indocumentado en el pueblo fronterizo, Lucas va a la oficina política del partido revolucionario para pedir un documento de identificación. Lo atiende el secretario Peter N, un homosexual que lucha por pasar por hombre fuerte del partido. Traban una amistad.  Tanto en el pueblo como en la ciudad tienen a Lucas por loco, y se mofan de él por causa de su hermano, un tal Claus, un sujeto inexistente que siempre sale a relucir en sus conversaciones delirantes.
Un día, cuando va camino a la sacristía para llevar alimento al cura, encuentra en la mitad de un puente a una mujer llorosa con un bebé en los brazos. No había tenido fuerzas para matar al hijo, nacido de una relación incestuosa. Lucas invita a Yasmine, así se llama, a la finca y ofrece el cuarto de la abuela fallecida para recostar al niño, cuyo nombre es Mathías, igual que el abuelo-padre. Únicamente le impone tres condiciones: no puede entrar en la habitación de Lucas ni tampoco en el desván (donde están los cuadernos y los esqueletos), y debe abstenerse de formular preguntas. Lucas se encariña con el niño, mas no con la mujer. Su fijación sexual le pertenece a otra, a la bibliotecaria Clara, viuda nostálgica que nunca le corresponderá del todo, porque llora la ausencia del esposo y mantiene una relación sexual con un médico casado. La obsesión de Lucas deprime a Yasmine, quien aparentemente, sin llevarse al niño, abandona el pueblo para marcharse a la capital del país.
Mathías, como personaje, se inscribe en la tradición de esos niños salidos de la imaginación brillante y siniestra de Agota Kristof. Cojo y posesivo, Mathías posee una inteligencia y una riqueza expresiva imposibles a su edad, lee con fruición obras compradas en la librería de Victor y está obsesionado por el conocimiento, pero también por la reconstrucción del pasado de Lucas.
«Con el bastón, el niño golpea las lechugas, los tomates, los calabacines, las judías, las flores. Lucas le mira sin decir nada. El niño vuelve a la casa y se acuesta en la cama de Yasmine. Lucas se une a él y se sienta en el borde del lecho: “¿Tan desgraciado eres al quedarte conmigo? ¿Por qué?”. Los ojos del niño quedan fijos en el techo: “Porque te odio. Sí, te odio desde siempre”. “No lo sabía. ¿Puedes decirme por qué?”. “Porque eres mayor y eres muy guapo, y porque yo creía que Yasmine te quería a ti. Espero que seas tan desgraciado como yo” (…) Después de un silencio el niño pregunta: “¿Y tu madre dónde está?”. “Está muerta”. “¿Era demasiado vieja, y por eso está muerta?”. “No. Murió por culpa de la guerra. La mató un obús, a ella y al bebé que tenía que era mi hermanita”. “¿Y ahora dónde están?”. “Los muertos no están en ninguna parte y por eso están en todas partes”. El niño dice: “Están en el desván. Las he visto. La cosa grande de huesos y la pequeña de huesos”. Lucas pregunta en voz baja: “¿Has subido al desván? ¿Cómo te las ha arreglado?”. “He trepado. Es fácil. Ya te enseñaré cómo”. Lucas se calla. El niño dice: “No tengas miedo, no se lo diré a nadie. No quiero que nos las quiten. Me gustan mucho” (…) El niño pregunta: “¿Y el esqueleto de tu hermano no lo has guardado?”. “¿Quién te ha dicho que tenía un hermano?”. “Nadie. Te he oído hablar con él. Tú le hablas. No está ninguna parte pero está en todas partes, y por lo tanto debe estar muerto también”. Lucas dice: “No, no está muerto. Se fue a otro país. Ya volverá”. “¿Cómo Yasmine?”. “Sí, es lo mismo para mi hermano y para tu madre”. El niño dice: “Es la única diferencia entre los muertos y los que se van, ¿verdad? Lo que no están muertos, vuelven».
Las destrezas de fisgón de Mathías ponen en alerta a Lucas, quien decide visitar a su amigo Pete N. para confiarle los cuadernos escritos en ausencia de Claus. Una vez allí comienza a dudar: «Lucas dice: “Devuélveme los cuadernos. Voy a enterrarlos en algún lugar del bosque”. “Sí, entiérralos. O mejor aún: quémalos. Es la única solución para que no los pueda leer nadie”. “Debo conservarlos. Por Claus. Esos cuadernos están destinados a Claus. Sólo a él”. Peter pone la radio. Busca mucho rato antes de encontrar una música suave: “Siéntate otra vez, Lucas, y dime quién es Claus”. “Mi hermano”. “No sabía que tuvieras un hermano. No me habías hablado nunca de él. Nadie me ha hablado de él, ni siquiera Victor, que te conoce desde la infancia”. Lucas dice: “Mi hermano vive del otro lado de la frontera desde hace muchos años”. “¿Y cómo atravesó la frontera? Se dice que es infranqueable”. “La atravesó, eso es todo” (…) Lucas menea la cabeza y se levanta de nuevo: “Piensas que ha muerto, ¿verdad? Pero Claus no ha muerto. Está vivo y volverá”. “Sí, Lucas. Tu hermano volverá. En cuanto a los cuadernos, habría podido prometerte que no los leería, pero no me habrías creído”. “Tienes razón, yo no te habría creído. Sabía que no podrías evitar leerlos. Lo sabía antes de venir aquí. Léelos, pues. Prefiero que seas tú  antes que Clara o cualquier otro”. Peter dice: “Una cosa más que no entiendo: tus relaciones con Clara. Ella es mucho mayor que tú”. “No importa la edad. Soy su amante. ¿Es todo lo que querías saber?”. “No, no es todo. Eso ya lo sabía. Pero, ¿la quieres?”. Lucas abre la puerta: “No sé lo que significa esa palabra. Nadie lo sabe. Yo no me haría ese tipo de preguntas, Peter”. “Sin embargo, a lo largo de tu vida te harán muchas veces ese tipo de preguntas. Y quizás te veas obligado a responder”.  “¿Y tú Peter? Tú también tendrás que responder alguna vez a determinadas preguntas. Yo he asistido algunas veces a tus reuniones políticas. Hace discursos, la sala te aplaude. ¿Crees sinceramente en lo que dices?”. “Estoy obligado a creer”. “Pero, en lo más profundo de ti mismo, ¿qué piensas?”. “No pienso. No puedo permitirme ese lujo. Llevo el miedo en mi interior desde la infancia”».
Un foco insurreccional pretende cuestionar la dominación del régimen extranjero. Peter se esconde de los contrarrevolucionarios. A un costo de treinta mil muertos, el régimen sofoca la rebelión, se afianza en el poder y refuerza los controles. La vida es cada vez más vigilada y controlada. Lucas aprovecha una oferta de Victor y, gracias a las joyas de la abuela, compra la librería y se muda a las inmediaciones de la plaza de la ciudad de K. Inscribe a Mathías en la escuela, donde destaca como el mejor alumno. Sin embargo, la cojera lo convierte en la burla del salón. A Lucas se le ocurre abrir una sala de lectura infantil para mejorar las habilidades sociales de Mathías. La idea, que en un primer momento despunta como buena, termina por exacerbar los celos del pequeño.
«Lucas mira la sala donde los niños, inclinados sobre sus libros, están absortos en la lectura. Un niño pequeño levanta los ojos y sonríe a Lucas. Tiene el pelo rubio, los ojos azules, y es la primera vez que viene. Lucas no puede apartar los ojos de ese niño. Se sienta detrás del mostrador, abre un libro y sigue mirando al niño desconocido. Un dolor agudo y súbito atraviesa su mano izquierda, posada sobre el libro. Un compás está clavado en el dorso de esa mano. Medio paralizado por la intensidad del dolor, Lucas se vuelve lentamente hacia Mathías: “¿Por qué has hecho eso?”. Mathías susurra entre dientes: “¡No quiero que lo mires!”. “No miro a nadie”. “¡Sí! ¡No mientas! Te he visto mirarlo. ¡No quiero que lo mires de esa manera!” (…) Lucas coge a Mathías entre sus brazos y lo lleva al piso, y lo acuesta en su cama: “¿Qué te pasa, Mathías?”. “¿Por qué mirabas a ese niño rubio?”. “Me recordaba a alguien”. “¿A alguien que amabas?”. “Sí, a mi hermano”. “No debe amar a nadie más que a mí, ni siquiera a tu hermano”. Lucas se calla, y el niño sigue: “No sirve de nada ser inteligente. Mejor sería ser guapo y rubio. Si tú te casaras podrías tener niños como el niño rubio, como tu hermano. Tendrías niños que serían tuyos de verdad, guapos y rubios, y no inválidos. Yo no soy tu hijo. Soy el hijo de Yasmine”. Lucas dice: “Tú eres mi niño. Yo no quiero ningún otro niño”. Le enseña la mano vendada: “Me has hecho daño, ¿sabes?”. El niño dice: “Y tú también me has hecho daño, pero tú no lo sabes».
El acaecimiento de una tragedia sacude la vida de Lucas. Se encierra en sí mismo. Se refugia en el silencio. Ahora también lo creen mudo. Se aleja de los libros y renuncia a la escritura de los cuadernos. Se alimenta poco y mal. Camina por las noches. Siempre se detiene en una de las tantas sepulturas del cementerio. Allí dice: «El lugar ideal para dormir es la tumba de alguien a quien se ha amado».  En el pueblo fronterizo, el terreno donde estaba la casa de la abuela es seleccionado para la construcción de instalaciones deportivas. Peter le informa a Lucas que en los trabajos de movimientos de tierra hubo un hallazgo funesto. Lucas abandona la ciudad de K.
Veinte años después, llega Claus, enfermo y avejentado. La gente, que aún recuerda el rostro de quien fantaseaba con un hermano mielgo, cree que se trata de una broma, de un juego de usurpación de identidades. ¿Por qué a estos gemelos nadie nunca los ve juntos? Claus vaga por la ciudad y se detiene en la librería de Lucas, que es regentada por Peter N.: «Un hombre de pelo blanco sentado detrás del mostrador lee a la luz de una lámpara de despacho. La tienda está en penumbra, no hay clientes. El hombre de pelo blanco se levanta: “Perdóneme, me he olvidado de dar luz”. La sala y los escaparates se iluminan. El hombre pregunta: “¿Qué desea?”. Claus dice: “No se moleste. Sólo estaba mirando”. El hombre se quita las gafas: “¡Lucas!”. Claus sonríe: “¡Conoce usted a mi hermano? ¿Dónde está?”. El hombre repite: “¡Lucas!”. “Soy el hermano de Lucas. Me llamo Claus”. “No bromees, Lucas, te lo ruego”. Claus saca el pasaporte del bolsillo: “Véalo usted mismo”. El hombre examina el pasaporte: “Esto no prueba nada”. Claus dice: “Lo siento, no tengo medio alguno de probar mi identidad. Soy Claus T. y busco a mi hermano Lucas. Usted le conoce. Y ciertamente le habrá hablado de mí, de su hermano Claus”. “Sí, me ha hablado a menudo de usted, pero debo confesarle que nunca había creído en su existencia”. Claus ríe: “Cuando yo hablaba de Lucas a alguien, tampoco me creían a mí. Es cómico, ¿no le parece?” “No, en realidad no” (…) Peter se deja caer en un sillón: «Sí, perdóneme Claus. Conocí a Lucas cuando tenía quince años, A la edad de treinta años desapareció”. “¿Desapareció? ¿Quiere decir que se fue de esta ciudad?”. “De esta ciudad y quizás de este país. Y vuelve hoy con otro nombre. Siempre me ha parecido estúpido ese juego de palabras con sus nombres de pila”. “Nuestro abuelo llevaba ese nombre doble Claus-Lucas. Nuestra madre, que sentía mucho afecto por su padre, nos puso los dos nombres. No es Lucas la persona que tiene delante de usted, Peter, sino Claus».
Llegado a este punto la narración se interrumpe. La parte final de La prueba contiene una comunicación oficial a la embajada del país D, para solicitar la repatriación del señor Claus T., de cincuenta años, detenido en la prisión de K. Claus T. había ingresado con un visado de treinta días. Al principio paseó por la ciudad como turista, pero buscó asentarse. Luego de una amistad  con la dueña de la librería ubicada en las inmediaciones de la plaza principal, consiguió que se le alquilase una habitación encima del local. Tras ser rechazada la cuarta petición de extensión del visado, Claus T. quedó en condición de ilegal. Ya para este momento de su estadía no contaba con dinero, debía dos meses de arriendo y practicaba la mendacidad en tabernas. Al momento de su arresto llevaba consigo un cuaderno con anotaciones.
«A raíz de su interrogatorio, Claus T. aseguró que había nacido en nuestro país, que había pasado su infancia en nuestra ciudad, en casa de su abuela, y declaró querer quedarse aquí hasta el regreso de su hermano Lucas T. Ese tal Lucas T. no figura en ningún registro de la ciudad de K. Claus T. tampoco».
También se anexa un post-scriptum donde se especifica que el manuscrito analizado por las autoridades  fue pergeñado durante la permanencia de Claus T. en los seis meses de permanencia en la ciudad de K. «En lo que concierne al contenido del texto, no puede tratarse más que de una ficción, ya que ni los acontecimientos descritos ni los personajes que allí figuran han existido jamás en la ciudad de K, a excepción, sin embargo, de una persona, la supuesta abuela de Claus T., de la cual hemos encontrado la pista. Esa mujer, en efecto, poseía una casa en el emplazamiento del actual campo de deportes. Muerta sin herederos hace treinta y cinco años, figura en nuestros registros con el nombre de María Z, de casada V».
La última novela del tríptico publicado por El Aleph Editores se denomina La tercera mentira (1991). La acción comienza con una narración escrita en primera persona por Claus T. desde su presidio en la cárcel de K. Habla de su conversación con un agente de policía que le informa acerca de la medida de repatriación. Por esos mismos días, recibe la visita de la dueña de la librería que viene a traerle ropa. La mujer evade conversar sobre la deuda de dos meses de alquiler: «Ella dice: “No habla más que de pagar. Me gustaría que cambiara el tema. Dígame, ¿qué cosas escribe?”. “Lo que escribo no tiene importancia”. Ella insiste: “Lo que quisiera saber es si escribe cosas que han ocurrido de verdad o cosas inventadas”. Le contesto que trato de escribir de cosas que han ocurrido de verdad pero que, en un momento dado, la historia se hace insoportable por su misma verdad y entonces me veo obligado a modificarla.  Le digo que intento contar mi historia pero no puedo, no tengo valor, me hace mucho daño. Entonces lo embellezco todo y describo las cosas no cómo sucedieron sino como yo querría que hubieran sucedido. Ella dice: “Sí. Hay vidas que son más tristes que el más triste de todos los libros”. Yo digo: Exactamente. Por más triste que sea un libro, nunca puede ser tan triste como la vida».
El presidio y el peso de la enfermedad precipitan los recuerdos de Claus T. Su infancia. La llegada a la casa de la vieja María Z. La vida de sacrificio y trabajo. La conversación con el hombre interesado en pasar la frontera. La llegada al país de D. El encuentro con sus benefactores. Los años de madurez. Su enfermedad cardíaca y el deseo de regresar a morir en la ciudad de K. Un torbellino de reminiscencias y reflexiones que son interrumpidas por el anuncio de un descubrimiento tan sencillo, que se encuentra en el listín de teléfonos. Entonces parece que por fin podremos abrirnos paso en este laberinto de engaños. ¡Cómo cuesta dar con la verdad en la sociedad de la mentira! ¿Alguna vez existieron estos dos gemelos? O mejor aún: ¿hubo alguna vez, en el mundo, una guerra que no haya terminado por separar a dos hermanos? «Hacerse preguntas es peor que saberlo todo».
En una entrevista publicada en el suplemento cultural Babelia, el sábado 27 de febrero de 2007, el periodista Javier Rodríguez Marcos culmina su conversación con Agota Kristof con una pregunta: ¿cree en los sentimientos? La escritora guarda silencio por un rato y contesta: no.
Una respuesta que está a tono con esta infidencia de unos de los personajes de Claus y Lucas: «Le digo que la vida es de una futilidad total, que no tiene sentido, es aberración, sufrimiento infinito, invento de un No-Dios cuya maldad rebasa la compresión».
Agota Kristof escribió tres grandísimas novelas.

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jueves, octubre 08, 2015

El chiste político o el poder de los sometidos

Ilustración: Gabriella Di Stefano


Una de las características del humor es ser, sobre todo, un asunto de perdedores
Daniel Samper Pizano

Es lamentable la carencia de obras históricas que recojan la evolución del humor en las culturas clásicas. De la civilización griega, por ejemplo, no sobrevivieron las teorías humorísticas desarrolladas por sus notables filósofos. Obras como Sobre la comedia (segundo libro de la Poética de Aristóteles) y De la comedia y De lo ridículo (ambas de Teofrasto) desaparecieron del acervo literario occidental. Si hoy se sabe de su existencia es porque algunos de sus fragmentos fueron citados por Cicerón en el segundo libro de su De oratore.
La importancia que el mundo griego le concedió al humor resulta fácil de deducir, porque le atribuyó al chiste un origen divino. Los relatos mitológicos hablan de dos creadores: Radamantis y Palamedes; el primero, uno de los habitantes de las Islas de la Bendición, y el segundo, héroe famoso por su ingenio y prontitud de respuesta.
En el siglo IV a. C. existió en los suburbios de Atenas un club de contadores de chistes llamado «el sesenta» que, al parecer, se reunía en el santuario de Heracles en Diomeia. El historiador Jan Bremmer (1999: 15) precisa las características de esta agrupación:

Los integrantes de este «club» no eran profesionales, sino aficionados: por sus nombres podemos concluir que pertenecían a la clase alta ateniense; uno de ellos, el bizco Calimedon, fue un político de renombre. Si tenemos presente que en el siglo IV las bufonadas fueron perdiendo aceptación social, cabe pensar que el club reunió a unos conciudadanos deseosos de contrariar el orden social imperante.

Sin embargo, no todos los contadores de chascarrillos procedían de noble cuna. Bremmer (1999: 11-14) recuerda que, según testimonios recogidos por el historiador Jenofonte, muchos de los primeros comediantes eran pobres y a menudo intercambiaban chistes por comida. En un pasaje de su obra El banquete, escrita después de 380 a. C., se recrea la llegada sorpresiva de Filipo, el gelotopoios (literalmente, «el que provoca la risa»), a una fiesta organizada en la casa del rico Calias. El advenedizo, una vez recibido en el andron (única habitación a la que podían acceder los hombres que no pertenecían a la familia), se presenta a la audiencia: «Todos sabéis que soy un bufón y he venido muy dispuesto porque pienso que es más chistoso venir a la cena sin invitación que venir invitado». El anfitrión le responde: «Pues bien, ocupa un sitio, pues los presentes, como ves, están llenos de seriedad, pero tal vez algo carentes de risa». Filipo toma pues la palabra, pero fracasa en sus dos primeros intentos. Desesperado, deja de comer, se envuelve en su capa, se tira al piso y gime. Únicamente cuando los invitados prometen reírse del próximo chiste, y en efecto la primera carcajada se deja escuchar, el comediante se atreve a reanudar la cena. En un momento de la velada uno de los invitados menciona la habilidad de Filipo para las imitaciones y las comparaciones, pero el filósofo Sócrates interviene abruptamente antes de la actuación del gelotopoios para advertirle que sus gracias serían recibidas a condición de que estuviera «callado en lo que debía callar».
En la sociedad ateniense la institución del banquete representaba el espacio de encuentro donde la élite discutía de política, fraguaba alianzas, jugaba a los dados y procuraba reírse con chistes, parodias e imitaciones humorísticas. A partir del año 507 a. C., con las reformas democráticas de Clístenes, la aristocracia perdió influencia en la acción política y en las deliberaciones sobre las acciones de gobierno. El banquete, como práctica social, quedó relegado estrictamente a la vida privada. La aristocracia hizo suyas las maneras propias de un estamento social ocioso, interesado en divertirse y jactarse de su riqueza.
Con el paso del tiempo la clase aristocrática logra hacerse de la riqueza suficiente para costear los gastos de numerosos comensales. Entonces aparece en la lista de invitados un personaje asociado con el chiste como forma de entretenimiento: el kolax (adulador) que se ganaba su comida hilvanando bromas elogiosas sobre el ho trephon (anfitrión, el que da alimento). La existencia de esta práctica social queda confirmada en una comedia escrita por Epicarmo, específicamente en un escena donde un kolax le dice a la multitud: «cenando con aquel que me desea, que solo necesita pedírmelo, e igualmente con aquel que no me desea, que no necesita hacerlo; durante la cena soy ingenioso y provoco grandes carcajadas y alabo a mi anfitrión». A mediados del siglo IV a. C. la voz griega parasitos, literalmente «aquel que come en la mesa de otro», se convierte en sinónimo de kolax.
En el campo semántico asociado al humor adulante se documenta también un término griego empleado en el siglo V a.C.: bomolochos, «el que tiende emboscadas en los altares». Según las investigaciones de Jan Bremmer (1999: 14):

La elección de ese lugar para mendigar comida puede sorprender, aunque no tanto si recordamos que los griegos consumían carne principalmente durante los sacrificios. La costumbre de intercambiar comidas por chistes era probablemente bastante antigua porque el verbo bomolocheuo también significa «hacer el bufón» o «dar rienda suelta a la obscenidad». Parece que, con el paso del tiempo, los bufones más destacados pasaron de los altares de los píos a los más extravagantes salones de la élite ateniense.

Como una línea asíntota, el contador de chiste procurará acercarse cada vez más a la esfera del poder (primero al salón del aristócrata, luego al palacio del rey), con la intención de asegurarse no solo el plato de comida y la copa de vino, sino también el privilegio de reposar en mullido tálamo. La historia sorprende, a veces, con la coincidencia de ambas condiciones —la del comediante y la del gobernante— en una sola persona, como fue el caso de Agatocles, tirano de Siracusa (en el año 300 a. C.), quien, bufón y mimo por naturaleza, consiguió la popularidad entre sus gobernados gracias a su capacidad para imitar a los asistentes a las reuniones de la asamblea.
No solo los filósofos se ocuparon de la comedia y de lo cómico. También importantes rétores de la Antigua Roma reflexionaron acerca del humor, uno de los tantos géneros del discurso, como medio de persuasión y recurso psicológico para granjearse la buena voluntad del público. Cicerón acuñó el término scurra para referirse a la persona que desconoce los límites impuestos al humor por la seriedad (gravitas) y la inteligencia (prudentia): el buen orador tiene que cuidarse mucho de no excederse en la caricaturización, porque no todo lo ridículo termina por parecer gracioso. Quintiliano se mostró, si se quiere, mucho más conservador que su colega, al afirmar que los cómicos profesionales (el mimus, el ethopoios y el sannio, o bufón de campo) habrían de buscarse entre individuos de las clases inferiores: los metecos, los esclavos o los libertos. En palabras del historiador Fritz Graf (1998: 31): «Para Quintiliano el mayor peligro del orador reside precisamente en el riesgo de acabar pareciéndose a un cómico».
Del cómico se temía no tanto su propensión al uso de lugares comunes (de hecho, la retórica antigua basaba sus líneas de argumentación en una lista de ideas de amplio consenso: los topoi), sino más bien la tendencia a apelar al recurso escatológico como disparador de la risa. De la potencia cómica de la vulgaridad da debida cuenta el mito griego del origen de las estaciones; especialmente, aquel pasaje donde la diosa Démeter, sentada en la agelastos petra (roca sin risa), consigue por fin superar la depresión por el rapto de su hija Perséfone gracias a las carcajadas que le arrancaban los chistes vulgares contados por la criada Yambo.

De la plaza al palacio

La naturaleza subversiva de la risa ha determinado su reputación. A lo largo de los siglos, los jefes del poder temporal y los jerarcas del poder espiritual han sabido turnarse en las labores de satanización de la vis cómica. Un buen ejemplo de ello se encuentra en las llamadas Reglas Monásticas, del siglo V d. C. En el apartado dedicado al silencio, intitulado «Las Taciturnitas» se lee: «La forma más terrible y obscena de romper el silencio es la risa. Si el silencio es la virtud existencial y fundamental de la vida monástica, la risa es gravísima violación» (citado por Le Goff, 1998: 46). En el siglo VI se publica la Regula Magistri, un intento de fijar a la comunidad cristiana pautas de comportamiento físico y espiritual. Este documento establece que, de todas las manifestaciones de expresión del cuerpo («ese abominable atuendo del alma», según el papa Gregorio El Grande), la risa es la peor.
Pero será de las entrañas mismas de la vida religiosa de donde surgirá una nueva modalidad de comediante: el goliards o bufón itinerante. Hábil simulador, el goliardo no puede considerarse un heredero de la tradición griega del kolax, porque actúa en plazas públicas, procura el aplauso de las personas humildes y emplea como resorte humorístico de sus chistes el padecimiento de una demencia simulada. El goliardo no adula sino que expone la realidad de la comunidad en términos humorísticos, y lo hace con la excusa de padecer demencia. Esta circunstancia histórica muestra que el pueblo solo tolera la exposición de la verdad a condición de que provenga de los labios de un loco.
Peter Berger (1998: 134-135) relata en su libro Risa redentora:

Los bufones itinerantes procedían con frecuencia de los monasterios y eran individuos (generalmente hombres aunque también hubo algunos casos de monjas renegadas) que habían dejado sus monasterios expulsados como castigo por sus faltas, movidos por el deseo de liberarse de la disciplina monástica o empujados por circunstancias económicas… Eran exponentes de una curiosa mezcla de vagabundeo, delincuencia y artes del espectáculo, se ganaban la vida echando mano del ingenio, relegados a los márgenes de la sociedad, siempre de un lugar a otro… En ese mundo marginal, el loco o el necio gozaban de una extraña libertad (la Narrenfreitheit alemana). Se les permitía ridiculizar a las autoridades tanto religiosas como seculares con sus palabras, canciones y actos.

En su ensayo, Berger comenta que en una determinada época, cuya fecha exacta no llega a datar, la locura se «profesionalizó». Los goliardos abandonaron la calle y la evolución del comediante se institucionalizó en una nueva figura: el bufón de la corte. No todos los bufones eran enanos, aunque sí lucían curiosas vestimentas. Eran célebres por el ingenio, la astucia política y su malicia personal. Dependían por completo del monarca que le mantenía. El puesto del bufón de corte era muy precario y no despertaba mucha envidia. Debía pasearse vestido con un disfraz absurdo y permanecer atento en todo momento a los cambios de humor y de ideas de su señor. Las cortes europeas albergaron bufones entre los siglos XVI y XVIII.
Al igual que el tirano Agatocles de Siracusa el rey Luis IX de Francia (1214-1270), conocido también como San Luis, pasó a la historia como un líder político que cultivaba la doble dimensión de comediante y gobernante. En un tiempo de agelastas (personas sin sentido del humor) incurrió en el atrevimiento de decir que, por respeto a la religión, únicamente se abstendría de reír los días viernes.

[San Luis] era un hombre no solo propenso a la risa sino que se ceñía claramente a la figura del rex facetus, el «rey guasón», que se convirtió en una de las representaciones habituales del rey. El rex facetus llegó a ser una figura reconocible en un contexto social y temporal específico: el de la corte. En este contexto encontramos una función regia casi obligatoria: bromear… Cabe incluso intuir que la risa se estaba convirtiendo en un instrumento de gobierno o, al menos, en una imagen del poder (Le Goff, 1998: 45).

Esto se aviene perfectamente con la conjetura de la filósofa Corinne Enaudeau (1998: 20): «Grandeza y miseria del comediante que, lo mismo que el rey en su corte, sólo goza de contemplarse contemplado, de verse visto. La grandeza sólo existe por sus signos. Privados de exhibición, el rey y el comediante no son nada. No es que estén desnudos: son nulos».
Caídas las monarquías absolutas el bufón comienza a buscar otro trabajo. Lo consigue en la calle, pero no en la plaza pública ni en medio de los puestos del mercado, sino en el circo. Una nueva modalidad de entretenimiento popular que toma, para la escenificación de sus prodigios, la vieja arena circular donde el empresario Philip Astley, organizador de ferias ecuestres, presentaba exhibiciones acrobáticas a caballo, mezcladas con breves situaciones cómicas que servían de intermedio al espectáculo principal.

El humor político

Sería injusto presentar a la comedia y a los comediantes como presencias ancilares en el contexto de las relaciones de dominación política. El único motor de la risa no lo constituye una mesa opípara. A lo largo de la historia ha habido quienes concibieron el humor y sus distintos géneros como una suerte de contrapoder ciudadano frente a los abusos de los gobernantes. Como bien diría George Orwell (1968), cada chiste es una pequeña revolución.
Intelectuales como Meike Wöhlert (1997: 15) convalidan la tesis de que el humor político es un fenómeno moderno; algo impensable en épocas en las que el poder estatal no estaba legitimado por el pueblo, sino por Dios, y todas las críticas eran interpretadas como una blasfemia y causa de anatema. A las repercusiones filosóficas y legales asociadas al concepto de soberanía popular deben sumarse las complejidades del reparto de poderes surgido a raíz de la Revolución Francesa.
Pero sería desorientador asociar el apogeo del chiste político con la democracia. Es conveniente tomar en cuenta la opinión de Rudolph Herzog, autor de un análisis de la comicidad y el humor durante la supremacía de Adolfo Hitler:

Llama la atención el hecho de que el humor político florezca especialmente en los sistemas totalitarios y que, por el contrario, apenas se desarrolle en las sociedades abiertas, libres y democráticas. Ni en la época de Weimar ni en la actualidad alemana se pueden encontrar ni por asomo tantos chistes sobre los poderosos como en el Tercer Reich y en la República Democrática Alemana (Herzog, 2014: 23-24).

Herzog distinguió dos períodos en la fabricación de chistes políticos en la Alemania nazi. El primero, de 1933 a 1941, se singularizó por chistes poco críticos y orientados a señalar más las flaquezas humanas de los dirigentes que sus crímenes. El segundo lapso, de 1942 a 1945 (época en la que se amplió la incongruencia entre la Alemania de la propaganda nazi y la Alemania del frente de guerra), se caracterizó por la exacerbación del clima político, la proliferación de las sentencias de muerte y la judicialización de las diferencias ideológicas; un trienio en el que a los jueces no les importaba tanto el delito en sí (el haberse hecho el gracioso) sino el pensamiento político del infractor (amigo o enemigo del nacionalsocialismo). Herzog (2014: 13) concluye:

Tras la guerra aparecieron más de media docena de libros con chistes políticos de los años de la dictadura nacionalsocialista. Los editores de tales compilaciones cómicas querían hacer creer a la gente que el que se burlaba de Hitler entre las cuatro paredes de su casa era en el fondo un enemigo de los nazis o incluso un miembro de la resistencia. La más reciente investigación ha puesto de manifiesto que esa idea hermosa, pero más bien fruto de un deseo, era tan solo una leyenda. Los chistes políticos no eran una forma de resistencia activa, sino más bien vías de escape para la rabia acumulada del pueblo. Se contaban en las tertulias, en el bar, en la calle, para desahogarse al menos durante un instante haciendo de la risa una forma de liberación. Y eso solo podía estar bien visto por el régimen nazi, que carecía del más mínimo sentido del humor.

Acerca de los chistes políticos basados en el comunismo (anekdot en ruso) se han escrito decenas de libros, incluso un trabajo de grado en la Universidad de Stanford. Una de las obras más interesantes es Hammer and tickle (El martillo y la cosquilla) del periodista británico Ben Lewis (2009). En el caso de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas se cumplen dos importantes principios: (1) a mayor discrepancia entre el ideal político y la realidad social aumenta la cantidad de chistes y (2) la ideología del «delincuente» es mucho más grave que el «delito».
Lewis sostiene que su investigación de campo y la consulta exhaustiva de archivos de la época revelan que el número de personas que fue a prisión por emplear el humor como arma política es mucho menor que el pensado tradicionalmente. Calcula que el régimen de Josef Stalin encerró en las cárceles soviéticas a más de 200.000 hombres como represalia por sus veleidades humorísticas. Los momentos históricos de mayor represión coinciden con la purga estalinista (1934-1939) y las rebeliones húngara (1956) y checoslovaca (1958). En una entrevista concedida a Guillermo Altares (2008) del diario español El País, Lewis comentó:

El comunismo es el único sistema político que ha producido su propia rama de la comedia… El comunismo se convirtió en una máquina de creación humorística, entre otras causas, porque su fracaso económico y su obsesión por el control ciudadano precipitaron situaciones irremediablemente ridículas. Se trataba de un mundo absurdo, de un mal chiste. La teoría marxista de la producción no funcionó ni un solo día: ya en las primeras semanas había graves problemas de abastecimiento de alimentos y mercancías. Sin embargo, los periódicos oficiales se hacían los ciegos ante aquella realidad, y aprovechaban sus titulares para alabar el triunfo del socialismo real. El resultado de la desconexión existente entre los hechos cotidianos y la propaganda del régimen fue el nacimiento espontáneo de cientos de chistes.

Consultado por el periodista, Lewis se atrevió a formular un conjunto de valoraciones personales de mayor interés anecdótico que científico. Por ejemplo, los mejores chistes fueron inventados en la Alemania del Este, porque eran precisos y disciplinados:

·         Chiste 1: ¿Por qué, a pesar del desabastecimiento, el papel higiénico alemán tiene dos hojas? Porque hay que enviar una copia de todo a Moscú.
·         Chiste 2: ¿Cuál es la diferencia entre el capitalismo y el comunismo? El capitalismo es la explotación del hombre por el hombre. El comunismo es exactamente lo contrario.

Los chascarrillos rumanos pertenecían a la tradición del humor negro:

·         Chiste 1: ¿Qué hay más frío en Rumania que el agua fría? El agua caliente.
·         Chiste 2: ¿Por qué Ceausescu organiza un desfile del primero de mayo? Para comprobar quién ha sobrevivido al invierno.

Los checos se caracterizaban por ser certeros y surrealistas:

·         Chiste 1: ¿Cuál es el país más neutral del mundo? Checoslovaquia, porque ni siquiera interfiere en sus asuntos internos.
·         Chiste 2: ¿Por qué los checos son hermanos más que amigos de los rusos? Porque a los hermanos no se les elige.

Los del gulag soviético se alimentaban del género del absurdo:

¿Cuándo se celebró la primera elección soviética? Cuando Dios puso a Eva al frente de Adán y le dijo: «Escoge a tu mujer».

Esta seguidilla de chistes comunistas sugiere que el humor está vinculado con el sentimiento de pertenencia y cohesión de un grupo humano, pero también con la comprensión que se tenga de los factores que determinan el espíritu de una época. Ahora bien, a menudo se registran ciertos paralelismos entre diferentes tiempos históricos (en un curioso guiño a la frase enunciada en El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte: «La historia se repite dos veces. La primera como tragedia, y la segunda como farsa»): reaparecen en el ámbito público viejos chistes que mantienen su estructura humorística, pero cambian sus protagonistas. Herzog (2014: 28) explica este fenómeno social del modo siguiente:

Dentro del género de humor político se encuentran algunos chistes que en el fondo funcionan como moldes en el que en cada ocasión se puede introducir un nuevo contenido. La mayoría de esos chistes siguen un modelo tan fácil de recordar que pudieron sobrevivir a varios sistemas políticos. En el fondo son apolíticos aunque se sirvan de personalidades políticas.

En América Latina la investigación sobre las implicaciones del chiste político tiene su cima en el estudio de Samuel Schmidt (1996). Este investigador de la Universidad Autónoma de Ciudad de Juárez llega a conclusiones de gran relevancia, que abonan los planteamientos de Herzog y Lewis:

·         El chiste político establece muchas veces el tono de las expectativas sociales, aun antes de que lo hagan los especialistas en opinión pública. Tiene como finalidad ridiculizar al político y su imagen. Es unidireccional y no da lugar a debate; y tiene fuerza porque establece una lógica eficiente para arruinar el prestigio del político.
·         El humor político es una válvula de escape que emplea el pueblo para vengarse de los políticos, sin arriesgar la estabilidad del sistema (los chistes no son construidos por el pueblo, pero se repiten por boca del pueblo). Expresa la confrontación entre el ingenio social y el poder político. Enfrenta las situaciones que molestan a la sociedad, ilumina el juego político oculto y descubre la verdad. Esconde el deseo de la élite opositora o gubernamental disidente de producir una discusión de carácter público, sin que tenga por ello que comprometerse visiblemente o pagar los costos institucionales de la discrepancia con el poder; y hace que la gente sea propensa al conformismo.

Para Schmidt, en general, el humor es un componente importante de la vida democrática y el hecho de que no sea perseguido es un símbolo de civilización. En los regímenes totalitarios la impronta de los chistes políticos es mayor, porque en muchos casos es la única forma de oposición existente. Como reza un fragmento del Simplicius Simplicissimus: «El miedo y el terror son la mitad de grandes cuando uno se los toma a risa».

Referencias

·         Altares, G. (2008): «Todo fue un gran chiste». El País, 20 de julio: «http://elpais.com/diario/2008/07/20/revistaverano/1216504808_850215.html». Consulta: 2 de junio de 2015.
·         Berger, P. (1999): Risa redentora: la dimensión cómica de la experiencia humana. Barcelona: Kairós.
·         Bremmer, J. (1999): «Chistes, humoristas y libros de chistes en la antigua Grecia». En J. Bremmer y H. Roodenburg (eds.): Una historia cultural del humor. Madrid: Sequitur.
·         Enaudeau, C. (1999): La paradoja de la representación. Buenos Aires: Paidós.
·         Graf, F. (1999): «Cicerón, Plauto y la risa romana». En J. Bremmer y H. Roodenburg (eds.): Una historia cultural del humor. Madrid: Sequitur.
·         Herzog, R. (2014): Heil Hitler, el cerdo está muerto. Reír bajo Hitler: comicidad y humor en el Tercer Reich. Madrid: Capitán Swing.
·         Le Goff, J. (1999): «La risa en la Edad Media». En J. Bremmer y H. Roodenburg (eds.): Una historia cultural del humor. Madrid: Sequitur.
·         Lewis, B. (2009): Hammer and tickle: a history of communism told through communist jokes. Londres: W&N.
·         Orwell, G. (1968): «Funny, but not vulgar». En S. Orwell e I. Angus (eds.): The collected essays, journalism and letters of George Orwell. Nueva York: Harcourt Brace Jovanovich.
·         Schmidt, S. (1996): Humor en serio: análisis del chiste político en México. México: Aguilar.

·         Wöhlert, Meike (1997): Der Politische Witz in der NS-Zeit am Beispiel ausgesuchter SD- Berichte und Gestapo-Akten. Frankfurt: Europäischer Verlag der Wissenschaften.

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martes, octubre 06, 2015

Las vacas de Stalin

Juan González Calderón comentó una vez, en tono zumbón, que entre las muchas carencias de los demócratas podía mencionarse el desconocimiento de los saberes matemáticos, y para respaldar su afirmación identificó las dos falsas ecuaciones empleadas por los políticos a la hora de interpretar los resultados de una elección: 50% + 1%= 100% y 50% - 1%= 0%.
Sería una injusticia aseverar que los demócratas constituyen los únicos especímenes políticos reñidos con las ciencias exactas, porque los líderes revolucionarios también cojean de esta pata. Permítanos el lector citar un ejemplo: en 1903, en la ciudad de Londres, un pequeño grupo de exiliados rusos se reunió para determinar la plataforma de actividades políticas clandestinas que debía seguir el Partido Socialdemócrata del Trabajo Ruso en su lucha contra el zarismo. Los asistentes al encuentro se debatieron entre dos opciones bien diferenciadas: liderazgo centralizado versus dirección colectiva. Culminada la votación, se procedió al conteo final donde se proclamó la victoria, por la estrecha diferencia de un voto, de Vladimir Lenin y la facción radical, conocida a partir de ese día como «bolchevique» (palabra rusa que significa «mayoría»), ante Julius Martov y el bando moderado, motejado luego de «menchevique» («minoría»). Sin embargo, la mayoría no tardó mucho tiempo en apropiarse, mediante el miedo, el engaño y la sevicia, de la representación exclusiva del espíritu de la totalidad.
La labor destructiva del padre de la Revolución Rusa, Vladimir Lenin, fue profundizada por Josef Stalin. En los primeros años de su tiranía, disfrazada de dictadura del proletariado, Stalin se ocupó de poner en cintura a los campesinos rusos (85% de la población), quienes al poseer tierras eran, a la luz de la interpretación de la teoría marxista, considerados como burgueses y capitalistas.
Martin Amis, en su ensayo Koba el Temible. La risa y los Veinte Millones, resume el ambiente de miedo, acoso y delación: «Para que las cosas funcionaran [Stalin] necesitaba un enemigo y una urgencia. La urgencia fue una “crisis cerealística”, declarada a raíz de la decepcionante pero no desastrosa cosecha de 1927. El enemigo fue el kulak rural. Los kulaki (kulak significa “tacaño”) eran un estrato prerrevolucionario de agricultores ricos; eran usureros, prestamistas y “explotadores de los braceros”; y casi todo desaparecieron durante el terror rural del Comunismo de Guerra (…) El 21 de diciembre de 1929 Stalin cumplió cincuenta años y se echaron las campanas al vuelo; esta fecha señaló también el comienzo del “culto a la personalidad”, un fenómeno que le pasaría factura psiquiátrica. Ocho días después hizo pública su política de eliminar a los kulaki como clase (…) Al parecer había tres clases de agricultores (pobres, medianos y kulaki) y tres clases de kulaki (numéricamente hinchadas por diversos “subkulaki”, o “cuasikulaki”, o podkulakniki, que significa “prokulaki”). Un plan aprobado en 1930 contemplaba, en relación con los kulaki de la primera clase (los más ricos), “detenerlos o fusilarlos o encarcelarlos” y a las familias “desterrarlas”; y a los de la segunda clase “desterrarlos”; mientras que los de la tercera clase, los “no hostiles”, podían ponerse a prueba en “las granjas colectivas”. A los campesinos más pobres (que no tienen buena prensa en la historiografía: “borrachos”, “vagos”, “charlatanes”, “inaprovechables”, etc.) se les animaba a denunciar a los más ricos y se les pagaba por ello. Una vez más vemos la extraordinaria persistencia de este tema: que un régimen basado en la perfectibilidad humana, recompense, glorifique, estimule y desde luego necesite todo lo humanamente vil. En el contexto de la “hipocresía sin precedente” (Nadiezhda Mandelstam) de los bolcheviques, tenemos aquí que mientras se llamaba a la guerra contra la “explotación de los braceros” se reimponía la servidumbre no sólo a los kulaki, sino a todo el campesinado  (…) el 7 de agosto de 1932, Stalin promulgó una de las leyes más salvajes de toda la historia. Los campesinos la llamaron “la ley de los cinco tallos” o, simplemente, “ley de la espiga”. “Todo robo o daño contra la propiedad socialista” podría castigarse con diez años o, como rezaba el dicho, con nueve gramos (de plomo). Por llevarse un puñado podía aniquilarse a una familia entera. Entre agosto de 1932 y diciembre de 1933 llegaron a dictarse 125.000 sentencias y hubo 5.400 ejecuciones. ¿Qué más pedía la cólera de Stalin? ¿Cómo podía ampliarse e intensificarse? A una mujer cuyo marido había muerto de inanición aquel mes le caen diez meses de gulag por robar unas cuantas patatas. Empieza a ser una costumbre fusilar en masa a los niños huérfanos. La Checa ejecuta a veterinarios y meteorólogos. De súbito se detienen a veinte mil militantes y cuadros comunistas (por “complacencia criminal” en la represión), para aterrorizar a los aterrorizadores, para añadir terror al terror, y a continuación más terror, y luego más, hasta que Stalin, el gradualista, recurre a un terror atípico o nuclear: el hambre. Conforme caían las cosechas, aumentaban las cuotas de requisa, con sólo un resultado posible. Stalin siguió hostigando a los campesinos hasta que no quedó nadie para sembrar la siguiente cosecha»
La política exterior de Josep Stalin no fue menos cruenta. En el breve lapso de dos años envió a la comunidad mundial un mensaje inequívoco acerca de su voluntad de ampliar las fronteras del imperio rojo. En septiembre de 1939: invade y se reparte Polonia con los nazis. En noviembre de 1939: conquista Ucrania occidental y Bielorrusia occidental, y se embarca en una campaña militar frustrada en Finlandia. En junio de 1940: suma a la dominación rusa los territorios de Moldavia y Bucovina. En agosto de 1940: somete a los países bálticos Lituania, Letonia y Estonia.
Lo descrito con anterioridad tiene la frialdad del recuento, de la totalización. No en balde quienes cuestionan la Historia y su naturaleza científica suelen despacharla como una simple cronología de acontecimientos; una cronología forjada a partir de conjeturas, ora de encumbramiento, ora de difamación, pensadas para  legitimar la fuerza política en el poder.
Piensan que la reproducción de la vida cotidiana se hallaría en otra parte: en las páginas de los libros de memorias o en las crónicas periodísticas; modalidades de documentación que, al estar soportadas a veces en las técnicas narrativas y de investigación del reportaje, conseguirían retratar con verosimilitud la manera en la que hombres y mujeres experimentan las circunstancias que determinan su tiempo. Jamás en la literatura, esa sierva de la ficción, desterrada de las ciencias exactas.
¿Pero puede alguien afirmar categóricamente que la vida y sus verdades jamás podrán encontrarse en las páginas de un cuento o de una novela, por no mencionar los versos de un poema, los diálogos de una obra teatral o las escenas de una película? Yo pienso que Juan José Saer tiene toda la razón cuando califica de simplificación el hecho de considerar a la invención literaria como lo contrario de la verdad. «La ficción no es una claudicación ante tal o cual ética de la verdad, sino la búsqueda de una menos rudimentaria (…) La paradoja propia de la ficción  en que, si recurre a lo falso, es para aumentar su credibilidad», dice. Una visión repleta de sabiduría, que puede darnos una idea cierta de la profundidad y veracidad contenida en la frase del crítico literario James Wood: «La literatura hace que nos fijemos más en la vida; practicamos en la propia vida, que a su vez nos hace mejores lectores de los detalles en la literatura, que a su vez nos hace mejores lectores de la vida».
Un libro de historia puede informarnos sobre la fecha de la invasión rusa a los países bálticos y también dar cuenta del uso del hambre como mecanismo de sometimiento e intimidación. Sin embargo, en raras ocasiones este tipo de obra consigue reproducir las tensiones psicológicas nacidas del miedo y la desesperanza, del empeño de obtener provecho en medio de la degradación de la convivencia social, también de la vileza y la nobleza entreveradas en el alma de una persona.
Allí donde la historia pierde fuelle, acude la narrativa literaria para completar la tarea de desnudar el absurdo de las utopías redentoras o de dotar de sentido a la experiencia humana. Desde tal perspectiva, La vacas de Stalin (451 Editores, 2008), de la escritora finlandesa Sofi Oksanen, constituye un texto recomendable.
Las vacas de Stalin no es una novela de fácil lectura. A las complicaciones introducidas por las rupturas temporales que jalonan la narración, se añade las dificultades de imbricar las historias de tres mujeres de distintas generaciones: Sofia, la abuela (campesina de Estonia); Katariina, la madre (ingeniera casada con un extranjero y afincada en Finlandia) y Anna, hija nacida en una sociedad libre (desertora universitaria con trastornos alimenticios).
En las páginas de la novela se reflexiona acerca del hambre y de sus terribles consecuencias psicológicas y corporales, ya sea en las sociedades bestializadas por las carencias o en las sociedades frivolizadas por los excesos («¿Qué importa donde vive uno cuando está en las garras del hambre?, ¿o cuándo? De todas formas es hambre. El hambre hace que el ser humano actúe siempre de la misma manera […] El mundo de una persona hambrienta tiene siempre el tamaño de un plato, sea cuál sea su sexo, su edad, su país, su color de piel, su lengua, su fecha de nacimiento, lo que sea»). Se muestra además la singladura incierta de las vidas baldadas por el miedo y la paranoia promovidos por un régimen totalitario («Todo el mundo tenía tantos seres queridos por lo que temer…», «Los huidos de Siberia cuentan como son las cosas allí, nadie quiere creerlo, no puede ser cierto. La versión de los agitadores es bien distinta. A los funcionarios que han visitado Rusia se les prohíbe contar lo que han visto. Quien abre la boca desaparece. Aunque sólo sea para decir que allí hay una raza autóctona de vacas: las vacas de Stalin. Las vacas de Stalin son chivos»). Igualmente, se subraya lo cuesta arriba de mantener un comportamiento ético en un ambiente de creciente permisividad moral, donde proliferan las oportunidades para que los sujetos poderosos se aprovechen de las necesidades de los más débiles. Abundan los episodios donde la escritora denuncia la actitud de los hombres finlandeses, sus compatriotas, nacidos en democracia, quienes visitaban Estonia no para minar con mensajes y acciones libertarias a la sociedad comunista, sino más bien para cometer con tranquilidad los abusos prohibidos por el draconiano ordenamiento legal de Finlandia («Todos los finlandeses venían a hacer turismo para ponerse hasta arriba de vodka o irse de putas. Al menos, los que no se dedicaban a esto no se dejaban ver. ¿Habría alguno?», «Allí donde hubiera putas la atención era mejor. Mientras que donde sólo había lugareños y colas estaba lo peor»).
A Sofia, protagonista de la primera generación de mujeres de Las vacas de Stalin, le toca experimentar el dolor de la invasión soviética en Estonia en 1940. Es dueña de una pequeña finca en Haapsalu y hermana del perseguido político Elmer Kender, integrante de «Mano negra», un grupo clandestino que combate contra el gobierno invasor. Al esposo de Sofia, Arnold, aún no lo buscan, pero de vez en cuando lo intimidan al recordarle la comisión de un delito sin prescripción: el asesinato de un soldado del Ejército Rojo. Los venelased —los rusos— le hacen saber que pueden imponerle un castigo justo: veinticinco años en un campo de trabajo en Siberia y cinco años más de destierro. Lo peor es el procedimiento: el trasladado debe firmar un documento donde declara que su marcha es «voluntaria». Los agitadores hablan del paraíso, pero los hechos hablan del infierno. La gente se niega a confiar en los testimonios de los prófugos del Gulag. Ellos hablan de doce horas de trabajo a la intemperie, en condiciones inhumanas, y una mísera ración de 300 gramos de pan como alimento diario. Los funcionarios estonios que han visitado Rusia tienen prohibido contar lo que han visto en la sede del imperio. Quien abre la boca desaparece. Mientras tanto, la población civil, sometida al yugo comunista, distrae sus días con sueños de rebelión: «1947. Algo va a pasar. Nadie sabe con exactitud qué ni cuándo, pero algo va a pasar. Ese algo está flotando en el aire y hace que cualquier ruido o movimiento repentino nos sobresalte». Efectivamente algo pasó: la consolidación del coloniaje. En 1949 Arnold y Sofia quiebran su resistencia: firman un documento por el que entregan «voluntariamente» sus propiedades a la Asociación Agraria Común, transformada en koljós en 1954. Bajo la nueva modalidad cada familia tiene que alcanzar una producción anual de cereales, carne, leche, huevos y lana de oveja.
«Sofia dice que para ella comer no es lo todo y reparte la leche entre Arnold y sus hijas como también hace con la carne y la mantequilla. Sus hijas necesitan leche. Y su marido necesita más carne y leche que ella. Sofia no: ella ya encontrará alguna otra cosa, seguro. Sofia tiene que ser hospitalizada y le inyectan glucosa en vena. La comisión médica la libera de los trabajos más duros del koljós, pero sí la consideran apta para aquellas tareas que exijan menos esfuerzo. Esa liberación no es positiva para Sofia porque ya no tiene dónde robar. Remendando los sacos de cereales no encuentra la posibilidad de meterse algo debajo de la camisa. Por fortuna eligen a Arnold para cargar sacos y así puede encontrar harina para su familia dentro de las botas. La ventaja es que Sofia no necesita dejar a sus hijas solas como sucedía antes: cuando en su momento dijo que no podía trabajar al bosque porque no tenía a nadie que se ocupara de sus hijas, el organizador del partido le contestó que las atara a la pata de la mesa durante toda la jornada. Otra ventaja es que así Sofia también tiene tiempo para buscar comida con que alimentar a la vaca, lo que fácilmente puede llevarle todo el día. Necesita alimentarla bien para que sobre leche de la cuota exigida para su propio consumo. Si el forraje fuera mejor, la vaca daría más leche. Uno puede comprar forraje si lleva leche a la lechería, pero apenas te dan nada. Aplican el mismo método en todas partes. Si incumples una cuota, te castigan bajándote las raciones de alimentos que te corresponden y después ni siquiera es posible volver al punto de partida. Y, si se cumplen las cuotas, van subiéndotelas hasta que resulta imposible cumplirlas (…) Revisan el número de reses a intervalos regulares. El organizador del partido, Alfret Silm, va de finca en finca y anota las cifras: una oveja, una vaca, un cerdo. Esos días Katariina y Linda esconden el otro cerdo en el cuarto trasero y lo vigilan, le dan de comer y le rascan la barriga para que no se mueva mientras dura la visita de Alfret Silm», relata la narradora de Las vacas de Stalin.
Katariina, una de las dos hijas de Sofia, la otra se llama Linda, es la segunda protagonista de Las vacas de Stalin. Al graduarse de ingeniera técnica busca empleo en una modesta fábrica. En la entrevista de trabajo los futuros jefes se preocupan más por garantizar su actitud colaboradora que por verificar su solvencia profesional o conocer sus ideas y propuestas en torno al proceso productivo. La verdad es que no puede aspirar a un gran empresa y a un gran cargo porque jamás participó en las actividades del Partido Comunista ni prestó servicio a los órganos de inteligencia como koputtajia (delatora). En uno de sus primeros encargos recibe al equipo de comisarios políticos para la inspección anual de las máquinas de escribir; ellos se encargan de examinar la tipografía de cada artefacto y establecer un mapa de ubicación por usuario y departamento.
En Estonia, mundo de silencio y vergüenza («silencio por la vergüenza y vergüenza por el silencio»), las jóvenes sólo desean casarse con un extranjero. Es la manera más expedita de obtener un salvoconducto a la libertad. Katariina encuentra un novio finlandés: Papuchi. Deciden casarse y mudarse a Helsinki. La noticia del matrimonio amerita un interrogatorio por parte de los compañeros del Partido Comunista: ¿A qué edad se unió a los pioneros? ¿Y a los komsomoles? Ah, ¿usted no fue pionera? ¿Está segura? ¿Tampoco komsomol? ¿O sea que usted no perteneció al partido? ¿Nunca quiso afiliarse? ¿Cómo se lo tomaron en el trabajo? ¿Qué opina usted de las actividades de su padre? ¿Quiénes son sus amigos más cercanos? Denos sus nombres. ¿Por qué rompió con su anterior novio? ¿Qué la ha contado a la gente que ha ido conociendo sobre la Unión Soviética? ¿Qué opinan sus padres de su futuro matrimonio?
«Para obtener un permiso para salir del país se necesita un certificado por escrito del marido donde afirme que se va a hacer cargo de su mujer; también, una declaración de los parientes cercanos que viven en el extranjero, así como una prueba del lugar de trabajo indicando que el empleado que sale no se lleva nada que no le corresponda, ni herramientas ni libros ni cosas así. Y, por último, una descripción de su carácter, que tiene que redactar el secretario del partido de la empresa. Esa descripción tiene que ser ratificada además por el administrador principal y por el director del centro de trabajo», se informa al lector. La asamblea del partido de la empresa discute la salida de Kateriina. Obtiene el aval. Antes de marcharse la ataja el exjefe para decirle: «No tengas contacto con nuestros compatriotas en el extranjero».
En la casa de Finlandia, Kateriina cuida a su hija Anna, la narradora de esta historia de tres generaciones. Papuchi viaja a Estonia a trabajar por temporadas. Aprovecha su libertad para disfrutar del turismo sexual, industria floreciente en todo país asolado por el comunismo. Katariina odia el rojo, no lo soporta ni siquiera en Navidad. Escribe cartas. También las recibe. No hay mensajes políticos directos. Pero en el totalitarismo cualquier descripción de la vida diaria tiene latente un efecto subversivo. Busca saltarse las líneas con comentarios sobre la escasez, el racionamiento de comida y el empleo de cupones para regular la compra de carne, harina, macarrón, mantequilla. El periódico Pravda, cortado en cuadrados de diez centímetros por diez, al menos sirve de papel higiénico
«Mi madre insultaba a la gente, los llamaba borregos, le escandalizaba que fueran de una cola a otra sin protestar, que permanecieran de pie y se quedaran mirando, de una cola a otra, como si aquello fuera tan normal, todos mansos y sin hacer preguntas. Una auténtica panda de zopencos. Mi madre no lo aguantó. Por eso salió de ese jodido país, del país de los borregos, del país transformado en borrego», dice Anna.
Kateriina le pide a Anna que no divulgue sus orígenes, que no le confíe a nadie que tiene sangre estonia. Se lo pide en lengua finlandesa. Ella no desea que los hombres empiecen a tratar a su hija como una putita comunista. Evita también que frecuente el hogar de finlandeses de orientación marxista, porque al estar intoxicados de propagandas no comprenden la desilusión de los expatriados. ¿Quién puede estar disconforme en medio del paraíso proletario?
«Yo sé que si descubrieran que tengo sangre mestiza me querrían sólo por eso, por ser una puta rusa, y si no me querían iba a ser precisamente por eso también, por ser una puta rusa, una húmeda rajita rusa. Así me lo dijo mi madre. Que si lo supiera, la gente tendría hacía mí una actitud diferente, que me tratarían de otra manera, que me hablarían de otras cosas, que me harían preguntas diferentes. “Nadie te querrá de verdad”. Meterán la mano entre tus muslos, porque, al fin y al cabo, no serás más que una puta estonia, la cría de una puta estonia», piensa Anna.
Kateriina, siempre Kateriina. La madre experta en putas, a pesar de que en Estonia no existen las putas. Bueno… al menos en las declaraciones del Partido Comunista: «Oficialmente no había prostitución en la Unión Soviética, ni organizada ni desorganizada. Los ciudadanos soviéticos no podían prostituirse, ni ser yobaris, cambistas, proxenetas ni ladrones, porque los ciudadanos soviéticos estaban orgullosos de serlo y su moral soviética no les permitía semejantes comportamientos. Igual que ningún ciudadano soviético quería abandonar la Unión, desertar a Occidente y participar en la conspiración capitalista, en el adoctrinamiento occidental para la opresión de la clase obrera que ejercían los burgueses. Por supuesto que no. En los soleados países soviéticos no había ni escasez ni corrupción ni criminalidad, ni mucho menos asesinos en serie ―para investigar esas ridiculeces ningún funcionario podía malgastar tiempo, papel ni espacio en los archivos―. ¿Y qué era eso de que se encontraban cuerpos desangrados por las esquinas? Propaganda occidental con la que se intentaba arrastrar por el barro el honor soviético (…) ¿Un estonio demasiado blanco, los presos políticos? Espera, no, ¡en la Unión Soviética no hay presos políticos! Díganme, ¿quién propagaba esas mentiras? Nos gustaría charlar con él tranquilamente, mientras tomamos un café».
Anna es finlandesa. Lo confirma su despreocupación por la política. No la consume la paranoia. No ve espías en todos lados. No recela de quien se le acerca. Su pensamiento se concentra en mantener su figura de modelo. Cree que «los centímetros del cuerpo de una mujer  son tan importantes como los límites de los Estados». Sólo le teme a la celulitis, horror del cuerpo que puede terminar por desterrarla de los territorios del deseo.  «Toda mujer, en cierta manera, es una puta. Pero unas son más putas que otras. Unas lo llevan en la sangre, otras lo han aprendido o lo han mamado de su entorno, algunas lo son por naturaleza (…) Sólo con el sexo se consiguen las cosas, que no vale la pena decir tonterías sobre el amor, lo que hay que hacer es comprobar siempre los recursos y el pasado del hombre, que al final terminará engañándote, aunque sea de pensamiento», filosofa Anna.
Anna odia las preguntas. Siente que entorpecen la unión de los cuerpos, desvían la atención de la piel. La imaginación desanda las fantasías para ocuparse de dar con respuestas creíbles («Puedo irme a la cama sin estar enamorada y estar enamorada sin irme a la cama, pero nunca amar e irme a la cama»). También detesta la gordura; un fantasma que cree adivinar en cualquier alimento de sabor adictivo. Cree que cuando una mujer cede ante un instinto está perdida. Su obsesión por la figura esbelta —raquítica para los demás— determina su servidumbre a un oscuro señor: el vómito,
«Me había acostumbrado a que mi actitud hacia todas las cosas y las personas derivara de mi relación con la comida. Yo no tenía corazón. Tenía comida. No tenía amor. Tenía comida. No tenía miedo, sólo me quedaba de una pieza y tenía comida. No tenía odio, sólo un estómago que llenar hasta los topes. Aparentemente no tenía vergüenza, pero no había tenido otra cosa nunca que vergüenza y había intentado eliminarla comiendo. No tenía alma. Tenía comida. No tenía cuerpo. Ya no tenía siquiera a Esa Gatita (…) Muy pronto me convertí en una profesional del vómito. Casi que se podría decir que tenía un don natural que hasta entonces no había logrado sacar a la superficie. Vomitar sin hacer ruido es una tarea sencilla y, si lo haces lo suficientemente rápido, después de comer, la vomitona ni siquiera huele. Puedo hacerlo sin problemas incluso en público. Tampoco es tan raro, en los bares por ejemplo los borrachos siempre vomitan (…) El único problema fue controlar a mi Señor en los lugares públicos. Se volvió totalmente inaguantable. Indisciplinado. Un jefe despótico. Todo el tiempo tentándome, cuchicheándome, llevándome a situaciones imposibles. Haciéndome cosquillas con la lengua en el bajo vientre. Ven, amor mío, ven…», confiesa Anna.
El sexo también es otra variante del hambre. Un hambre que comparte con Hukka, su novio: «El deseo para aquel día de amor era que yo me hiciera pasar por una prostituta. Él quería darme dinero de verdad y quería que yo lo aceptara de verdad, que me lo metiera en el sostén y le preguntara que quería que le hiciera. Tendría que decirle mis tarifas y después haría lo que el cliente me hubiera exigido. Tenía que impostar un acento, intentar hablar con un ligero dejo extranjero, a él eso le excitaría mucho, una forma de hablar barriobajera, de puta de la calle, seguro que yo sabía hacerlo. Él incluso podía recogerme en la calle, yo estaría por allí como esperando un cliente, resultaría más verosímil si él aparecía en el coche, se paraba junto a mí, bajaba la ventanilla y cerrábamos el trato antes de subirme. Una extranjera prostituida. Le pregunté si quería que fuera tailandesa, sueca, rusa, estonia, negra o blanca. Hukka  sólo quería que pareciera verídico. Y para él eso era meterme el dinero en el sostén. Ay, Hukka, tú no sabes que para resultar verosímil tendrías que darme panties o filtros de café o desodorantes. Entonces sí sería verosímil».
La prosa de Sofi Oksanen es directa. Rehúye el eufemismo que sirve de burladero a los totalitarios. Rompe el hilo narrativo, acaso para que los lectores disfruten de un adelanto del destino fatídico de algunos personajes aferrados a creencias o movidos por miedo.
Sofia, la matriarca, muere a los dos meses de declararse la independencia de los países bálticos. Kateriina emprende el último viaje a la tierra de su niñez, acompañada con Anna, quien a pesar de ser finlandesa también se siente estonia: «Compro en la puerta del Viru un ramo de tulipanes. Tiene colgado el precio: diez coronas. Le pregunto a la vendedora si sólo venden lo tulipanes en ramos. Me dirijo a ella en mi estonio con un fuerte acento finés. La vendedora contesta que sí. Le doy un billete de cien coronas y, después de esperar de pie un buen rato, entiendo que no tiene ni la más remota intención de darme el cambio. En el ramo hay diez tulipanes. Me voy. No sé qué decir. Mi país me engaña, mi país me roba, mi país me tima. Eso me duele. Me da asco. Me da vergüenza ajena. Muchísima vergüenza. Genera en mí algo difícil de explicar. Me avergüenzo de la misma manera que se avergüenza una mujer a quien su marido golpea constantemente y que no reúne el valor de contárselo a nadie».
En la actualidad, el ganado de Stalin está disperso, fuera del corral. El excomisario Vladimir Putin sueña con reagruparlo, mediante dos vías: la reivindicación de la figura histórica del sanguinario Koba y la anexión paulatina de territorios de la antigua Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (invasión de Crimea y parte de Osetia del Sur). La Fiscalía General de Rusia, el lunes 29 de junio de 2015, reveló que, a petición de unos diputados de la Duma, estudia la legalidad del procedimiento empleado para reconocer la independencia de las tres antiguas repúblicas soviéticas del Báltico: Estonia, Lituania y Letonia, de la Unión Soviética.
«Jurídicamente, la decisión de reconocer la independencia de los países bálticos tiene fallos debido a que fue tomada por un órgano no constitucional", explicó un portavoz de la Fiscalía en un despacho noticioso de la agencia rusa Interfax citado por EFE.
En fin, como advierte la recelosa Sofi Oksanen: «Cuanto más oficial sea el asunto, mayor será la mentira».

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