domingo, septiembre 12, 2010

Coleccionistas de diplomas

Tan acostumbrados estamos a precisar contornos e identificar presencias que sentimos una inocultable molestia ante todo aquello que nuestros sentidos no pueden percibir. Vemos lo bello y lo feo, al igual que lo esbelto y lo rollizo, ¿pero cómo hacemos para mirar cabalmente el conocimiento?
Pensamos entonces que si bien no conseguimos captar el aspecto físico de lo invisible, si estamos capacitados, en cambio, para aprehender su esencia a través de las muchas manifestaciones de su especificidad conceptual. De este modo, nos engañamos con frecuencia al pensar que lo que no posee imagen acaso tenga aroma y sabor, sonido y textura. Personalmente, he perdido ya la cuenta de las numerosas ocasiones en la que he sido emplazado a escuchar la voz de la sabiduría o extasiarme en el mullido menaje de la inteligencia «bien amueblada».
Muchos creen que la única manera de hacer palpable la inteligencia es a través de la ostentación de un título académico. En este sentido, el diploma se revela como el mecanismo de mercado más eficiente para hacer tangible lo invisible. La identificación existente entre el concepto y el objeto que supuestamente lo encarna ha alcanzado tal grado de simplificación que, para muchas personas e instituciones, no se puede hablar de un verdadero conocimiento sin la garantía de un título universitario, o, en casos extremos, de un certificado de asistencia. De allí que resulte habitual la recargada presencia de diplomas en los decorados de los consultorios médicos: los dueños de estos establecimientos saben que, para muchos de sus pacientes, la diferencia entre un chamán y un doctor es la presencia de un pergamino debidamente notariado.
Sabemos de millones de personas que van a colegios y universidades a purgar, en las aulas, la condena cronológica impuesta para la obtención del dichoso papelito. Son esos curiosos estudiantes que, despreocupados por la acumulación de saberes y prácticas, sólo agarran un libro, o un arrugado legajo de fotocopias, en los períodos de exámenes. Discentes que se relacionan con el personal de la Dirección Académica de una manera muy parecida a la interacción surgida entre los conductores vivarachos y los fiscales maulas. «Amigo, ¿pero cómo podemos hacer con esta materia?» «¿Será que ustedes pueden reconsiderar mis calificaciones?». Tras maratónicas y extenuantes jornadas de «copy-paste», los futuros egresados consignan su informe de pasantías o su tesis de grado. Cumplidos los requisitos de rigor, las instituciones de educación superior devuelven a la sociedad una camada de ignorantes medianamente ilustrados en determinadas áreas de especialización. Hablamos aquí de nutridas promociones de egresados que no cultivan el hábito de la lectura ni los mueve un interés sostenido por el saber multidisciplinario. Nula tendencia a la actualización profesional que establece, en los hechos, un siniestro paralelismo entre la periódica graduación de estudiantes universitarios y el tradicional lanzamiento de vehículos «del año» en la industria automotriz: un comunicador social modelo 2007, un sociólogo modelo 2008, un abogado 2009, un ingeniero modelo 2010…
Ante tan desbordado fervor popular, algunos centros educativos y de formación técnica no han vacilado en hacer de los títulos, diplomas y certificados académicos una suerte de artículo de consumo masivo; una mercancía a la que se puede y se debe aplicar los principales hitos de la teoría mercadotécnica (la mezcla de las cuatro «p», la estrategia de diferenciación, la política de ventas por volumen). Desde esta perspectiva, el «diplomado universitario» constituye el producto comercial ideal para todas aquellas personas que no pueden dilapidar un año de sus vidas en tediosas clases con miras a obtener una constancia académica que avale, urbi et orbi, su condición de intelectual.
Es menester recibir el diploma en un acto solemne presidido por las autoridades académicas (debidamente arregladas con togas y bonetes), y en presencia de familiares y amigos (los «segundos frentes» también pueden colearse). No se debe pasar por alto que la apropiación definitiva del saber se legitima únicamente a través del contacto con la otredad. Y es que nada resulta más deprimente para un graduando que recibir su diploma por secretaría, sin que nadie lo vea, a solas, como si estuviese recibiendo una prueba de embarazo o una carta de despido. No basta pues con tomar la borla, necesario es también apacentar el ego con el aplauso cerrado del público —nunca claque— presente en el paraninfo. Vítores que en los hechos significan el primer reconocimiento social a la legitimidad del conocimiento adquirido. Aplausos que encierran un pacto tácitamente suscrito por todos los graduandos y familiares; un convenio que favorece a los estudiantes cuyos apellidos se inician por las primeras letras del alfabeto. Es preciso advertir que el disfrute de la cláusula de «ovación» queda reservada a tres sujetos: el primer estudiante en graduarse, el primero de la promoción y el último estudiante en graduarse.
La imperiosa necesidad de ser parte de este rito colectivo es la razón que explica el porqué tantos estudiantes detestan la entrega de certificados virtuales. «Yo puedo estudiar dos años en internet. Puedo vivir sin visitar un aula, un laboratorio o una biblioteca durante veinticuatro meses. Pero eso sí: mi titulo me lo dan en una ceremonia oficial. No se me hagan los locos. No me echen esa vaina», suelen afirmar este tipo de psiques. Seres de escasas certezas, los coleccionistas de diplomas piensan que, así como una mujer sólo está desnuda cuando su cuerpo es apreciado por un hombre, un estudiante únicamente se gradúa cuando la recepción del título tiene como testigos, en vivo y en directo, a la patota de amigos y familiares. La entrega de diplomas es un ritual tan poderoso y atávico que observamos como su estructura protocolar es reproducida, a escala, en microcosmos educativos como charlas prematrimoniales, talleres de adiestramiento laboral y cursos para conducir.
Con frecuencia la buena fama de diplomas y certificados de asistencia sirve de aliciente para que muchas personas incluyan en sus respectivas hojas de servicio un copioso anexo de constancias y fotocopias, con las cuales buscan demostrar la veracidad de los cursos, coloquios y talleres realizados. Un hábito aberrante que se traduce en mamotretos cuyo grosor parece anunciar, a sus desdichados receptores, la inminente lectura de una guía telefónica, un recetario de cocina o el sumario de un «cangrejo» judicial.
Los desempleados, individuos más cercanos a la narrativa picaresca que al circuito formal de la economía, tampoco desdeñan el prestigioso halo de los pergaminos. De ahí, que se valgan, cada vez con mayor insistencia, de la obtención de diplomas chimbos como método para disipar los aires de vagabundería que suelen proyectar ante la opinión pública. Cuales astutos traquetos, que «lavan» su «dinero sucio» a la sombra de cuantiosas inversiones de negocios, los desempleados orgánicos intentan legitimar su «tiempo malhabido» al amparo de talleres y coloquios, con la tranquilidad que les brinda el saber que no existe DEA que se ocupe de contrarrestar este tipo de modalidad delictiva. En este sentido, los desempleados han convertido en auténticos clásicos del «mientras tanto y por si acaso» el curso de inglés del CVA, el curso de computación de la Academia Americana y el curso de contabilidad del Centro Contable de Caracas.
Los diplomas, como todo papel-patrimonio (no pocas veces son esgrimidos en calidad de reserva de valor), permanentemente corren el riesgo de ver erosionado su valor intelectual por una emisión incontrolada de ejemplares. Lo que implica, en términos sociales, una suerte de «inflación académica» que inyecta al torrente de la economía nacional un sinnúmero de diplomas y títulos universitarios de menguante poder «cognoscitivo». Una amenaza descrita proféticamente por Giovanni Sartori, en su apasionante panfleto comunicacional Homo videns, la sociedad teledirigida: «Un hombre que pierde la capacidad de abstracción es eo ipso incapaz de racionalidad y es, por tanto, un animal simbólico que ya no tiene capacidad para alimentar el mundo construido por el homo sapiens (…) Vivimos una pérdida de pensamiento, una caída banal en la incapacidad de articular ideas claras y diferentes. El proceso ha sido el siguiente: en primer lugar, hemos fabricado, con los diplomas educativos, una Lumpen-intelligencija, un proletariado intelectual. Este proletariado del pensamiento se ha mantenido durante mucho tiempo al margen, pero a fuerza de crecer y multiplicarse ha penetrado poco a poco en la escuela, ha superado todos los obstáculos con la «revolución cultural» de 1968 (la nuestra, no la de Mao) y ha encontrado su terreno de cultura ideal en la revolución mediática. Esta revolución es ahora casi completamente tecnológica, de innovación tecnológica. No requiere sabios y no sabe qué hacer con los cerebros pensantes. Los medios de comunicación, y especialmente la televisión, son administrados por la subcultura, personas sin cultura. Y como las comunicaciones son un formidable instrumento de autopromoción —comunican obsesivamente y sin descanso que tenemos que comunicar— han sido suficientes pocas décadas para crear el pensamiento insípido, un clima cultural de confusión mental y crecientes ejércitos de nulos mentales»
Tal vez el vaticinio más triste, jamás dado por Nostradamus y San Malaquías, sea aquel que nos anuncie la muerte del saber académico y la existencia eviterna de diplomas y certificados.

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1 Comments:

Blogger Juanjo said...

Excelente. ;)

7:46 p.m.  

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