jueves, febrero 26, 2015

Habitamos un cementerio

Más que una revolución, el chavismo es una inmensa pira de sacrificios levantada a los pies de un tótem sangriento. Una divinidad insaciable, cuya protección exige como libamen la aniquilación del individuo y de su libertad. Una necrolatría que rebaja a la sociedad a tribu y eleva el eslogan a jaculatoria apotropaica. Una idea fija, y por tanto inanimada, cuyos defensores se afanan en hacer pasar por pensamiento rico, actual y diverso. Al final, una de las tantas máscaras que emplean el mal y la muerte para ocultar sus rostros.
El país del chavismo es un cementerio, lamentablemente no sólo de siglas y fracasos burocráticos. El martes 17 de febrero los estudiantes José Daniel Frías, de 20 años, y Julio Alejandro García, de 22 años, aparecieron muertos en Mérida, ambos con tiros en la cabeza. Dos días más tarde, en Táchira, tocó levantar el cadáver del estudiante John Barreto, de 21 años. En Caracas, el pasado fin de semana, en un recodo de la parroquia Catia se encontraron maniatados, amordazados y con múltiples disparos los cuerpos de Yamir Tovar, de 22 años, y Luis Fabián García, de 21 años. Para ratificar este ensañamiento contra la juventud venezolana, el martes 22 de febrero, en la ciudad de San Cristóbal, un niño de 14 años de edad, Kluiverth Roa Núñez, fue asesinado cuando regresaba a su hogar por un miembro de la Policía Nacional Bolivariana que portaba un arma de fuego para reprimir manifestaciones, en abierta violación al mandato constitucional.
De todos los homicidios, ha sido el asesinato del niño Kluiverth Roa Núñez el que ha despertado mayor indignación, entre otras razones por la abundancia de videos y fotografías que permiten reconstruir las circunstancias de sus últimas horas de vida. Gracias a las redes sociales y los esfuerzos titánicos de un grupo pequeño de medios de comunicación, negado a someterse al silencio informativo, los venezolanos pudimos darnos rápida y debida cuenta de la nueva mentira del dictador Nicolás Maduro, quien luego de extender su «sentido pésame» a la familia Roa Núñez, procedió a fabricarle al niño asesinado un prontuario de encapuchado y rebelde alienado por la derecha apátrida.
El defensor del pueblo, Tarek William Saab, experto en obtener de estudiantes encarcelados declaraciones escritas en las que se exime al Sebin de la acusación de tortura y tratos vejatorios (¡primer experto en derechos humanos que desconoce la existencia del testimonio forzado!), se apresuró a declarar que Kluiverth Roa Núñez murió por el impacto de un perdigón de plástico. Este sujeto, cuyo abyecto proceder no puede sorprender a nadie, confirma de este modo que su principal preocupación ha sido evitar que una indignada opinión pública volteara su mirada hacia la resolución 8.610, aprobada por el Ministerio del Poder Popular para la Defensa (y defendida en su valor literario por el afamado crítico Vladimir Padrino López), que extiende ilegalmente a todos los componentes de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana funciones de conservación de orden interno y justifica el uso de armas de fuego en manifestaciones en razón de la necesidad y la proporcionalidad de los bandos en enfrentamiento.
Profesores universitarios de Derecho de todo el país denuncian, en un comunicado de prensa, que en los dos primeros meses del 2015 ya se han registrado más de tres mil detenciones en las manifestaciones de calle. El Foro Penal Venezolano es más exacto, habla de 3.686 personas detenidas (351 menores de edad), de las cuales 1.967 (195 menores de edad) han sido puestas en libertad, pero con medidas cautelares que condicionan sus derechos de reunión, libre movimiento y expresión de ideas. La estrategia de intimidación se complementa con la persecución implacable a la dirigencia de oposición, en particular a los promotores de «la salida».
Sin embargo, los dirigentes y los estudiantes opositores no son los únicos signados por la tragedia. Hay una sentencia de muerte sine die que se cierne sobre las personas con enfermedades crónicas, por la imposibilidad de comprar los medicamentos. La suerte no es distinta para todos aquellos que, víctimas del hampa o de la guillotina de carreteras y autopistas en mal estado, vayan a parar a los pabellones y salas de terapia intensiva de los hospitales de la red pública de salud.
¿Cuándo terminará esta dolorosa tragedia? Hay quienes ponen sus esperanzas en las elecciones parlamentarias; también quienes sueñan con una intervención militar, sin parar mientes en el origen castrense de la actual dictadura. Pretenden curar el veneno con el veneno, pero la violencia de un golpe de Estado es todo menos mitridatismo.
La hipocresía política de la revolución bolivariana, el cinismo de su plana mayor, la dependencia de los llamados poderes nacionales, el malhadado empeño en adulterar y sembrar de dudas los actos electorales confirman que esa entelequia llamada «soberanía», a contrapelo del mito republicano, no radica en el pueblo. Y aunque no lo digan abiertamente, los jerarcas chavistas con su andanada de abusos parecen secundar la afirmación luciferina de Carl Schmitt de que el soberano es aquel que puede decretar el estado de excepción.  En la Venezuela de la revolución bolivariana, no nos llamemos a engaño, el soberano es la fuerza armada, la misma que hoy, asesorada por una siniestra camarilla de fanatizados comunistas, ejerce el mando y las funciones de gobierno en este sistema corporativista de entraña neototalitaria. ¿Qué pueden los pobres venezolanos desarmados frente aquellos opresores legitimados por la metralla? En verdad, muy poco. A veces me descubro pensando que la respuesta pasa por el fin de la complicidad de los espectadores indiferentes; que la solución consiste en el íntimo y solitario gesto de valentía por el que una persona, hastiada de la corrupción y despotismo de su entorno familiar, decide retirarle el habla o alejarle la mirada a ese militar que, ora como amigo, ora como hijo, ora como pareja, ora como hermano, le tocó en suerte. Acaso sea la dignidad la única arma que puedan permitirse los seres desprovistos del poder de fuego.

 «Quiso hablar y vio rostros que lo habían consentido todo», así sintetizó W. Koeppen la multitudinaria soledad del ciudadano frente a la masa arremolinada en torno al mal tolerado y legitimado.

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