jueves, marzo 10, 2011

Nadie extraña a los chaperones

No todo tiempo pasado fue mejor. Al menos no lo fue aquel donde campeó el chaperón, el más extraño de los monstruos vampíricos. Un ser que para sobrevivir y justificarse siempre necesitó del auxilio de dos personas.
El chaperón es un fósil que a nadie le interesa. A diferencia de los extintos dinosaurios, reivindicados fervorosamente por las nuevas generaciones, ningún canal de televisión se atrevería a producir un programa especial para recrear, a través de complejas técnicas de animación, las condiciones sociales y ambientales que sirvieron de hábitat a una presencia tan molesta. No olvidemos que el chaperón era la persona asignada para acompañar a los jóvenes enamorados en su cita romántica; un censor del sexo, una alcabala del deseo, que debía evitar cualquier brote de lujuria que pudiera dar al traste con el honor familiar.
Por lo general, las labores de espionaje doméstico recaían en los hermanos. Únicamente ante la ausencia de los varones, los padres accedían a delegar estas responsabilidades en las hermanas de la chica cortejada. Numerosas víctimas relatan que los chaperones más difíciles de burlar eran los familiares celópatas, porque los animaba un instinto protector basado en un exacerbado sentido de la propiedad. El apego fraternal funcionaba como una muralla infranqueable ante la andanada de sobornos y tentaciones.
Este fenómeno cultural, al igual que tantos otros, hunde sus raíces en el machismo, atrasado sistema de creencias que aún mutila el desarrollo de la personalidad de ambos sexos, y niega, en el caso específico de las mujeres, el goce pleno de la sexualidad. Visto bien, a lo largo de su historia, el «chaperonismo» demostró ser, más que una figura de tutelaje, un sistema oscurantista de vigilancia y delación.
Un trasfondo cuasipolicial que allanó el camino para que el oficio del chaperón, en más de una ocasión, sirviera de acicate y pretexto para la aparición de prácticas turbias, corruptas, poco transparentes. Muchos árboles genealógicos deben lo torcido de sus ramas, o lo escaso de su follaje, a la abundancia de personajes venales que se hacían de la vista gorda a cambio de dinero, regalos o favores. De hecho, cuando oímos el anecdotario de las víctimas nos cuesta bastante diferenciar la figura del chaperón de cualquier otro desacreditado personaje de la picaresca criolla, como, por ejemplo, los agentes de aduana o los fiscales de tránsito.
El declive de los antiguos custodios del honor familiar se confunde con el auge del movimiento feminista, cuando mujeres diferenciadas por su estrato social, pero emparentadas por el peso de un mismo trauma —una juventud agostada por las secuelas de un sistema machista de vigilancia—, lograron convertirse en madres capaces de sustituir, en sus respectivos hogares, ese denso entramado de prejuicios sexuales que la mayoría de los hombres se empeñan en hacer pasar por tradición.
A décadas de su desaparición, debemos apuntar que todavía se pueda palpar cierto reconcomio histórico por los chaperones. Muchas damas no olvidan los abrazos no dados, los besos que no fueron; las palabras que al ser pronunciadas con cálculo y disimulo no pudieron conocer la belleza de la frase espontánea, directa y sincera. Algo se perdió para siempre en aquella pasión obligada a expresarse en lenguaje cifrado. Tristán e Isolda, Romeo y Julieta, Dante y Beatriz, obligados a hablar por wokitoki: Copiado. Positivo el procedimiento. Cambio y fuera.
Los tiempos han cambiado, así como también los modos en que los enamorados acostumbran a estar juntos. Un chaperón del siglo veintiuno tendría que ser, forzosamente, un hacker al estilo Millenium para sabotear un chateo entre dos ciberamantes o impedir que el novio le dé un toque indiscreto a su hermana a través del Facebook. Ante la ausencia de un sujeto físico, abunda quien desea transformar a los teléfonos inteligentes en versiones on line de los vetustos chaperones, dadas las innegables potencialidades del sistema de localización GPS y el envío de fotografías por mensajería interna. Sobra decir que son pataleos de ahogado.
Paparazis, redes sociales, realities shows y perreos reguetoneros ponen de bulto, cada día más, el exhibicionismo que caracteriza a la llamada posmodernidad. Los seres celosos de su intimidad poco o nada tienen que decir a un colectivo que encuentra su principal fuente de información y divertimento en los excesos de Charlie Sheen, Lindsay Lohan, Lady Gaga o el chileno Shakiro. Por mucho que nos desagrade, en la sociedad del espectáculo todos aparecemos en Google. Y es que quien menos puja, puja un video con cien mil visitas en Youtube.
En fin, parafraseando la conocida copla gobiernera y turiferaria de Cristóbal Jiménez: «Puede volver Cantinflas con Capulina y Tintan, pero los viejos chaperones, esos nunca volverán».

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2 Comments:

Blogger Unknown said...

FANTÁSTICO. FELICITACIONES

1:00 p.m.  
Blogger Unknown said...

Mi imaginación llegó al pasado. Maravilloso relato

1:01 p.m.  

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