domingo, julio 29, 2007

Los teloneros del coito

Vivir exiliado de la única patria que en realidad vale la pena: el cuerpo de la mujer deseada. Tal es la triste y pesada condena de un telonero del coito. Un aciago individuo al que no le ha hecho falta poner en duda el poder omnipresente de Yavé, para compartir el severo castigo de Moisés: ver la tierra prometida, sin esperanza de disfrutarla. Un sujeto infortunado que, sin haber robado a las deidades griegas sus néctares y ambrosías, carga consigo la maldición del rey Tántalo: vivir próximo a manjares que jamás degustará.
Es el telonero del coito un escudero sin Quijote, pues sirve siempre a un señor mezquino, a un presuntuoso galán desprovisto de carisma para la reconciliación amorosa. Ante la mujer transmutada en basilisco, sólo los chistes y amena conversa del eterno second best (Martín Romaña dixit) obran el milagro de desaparecer la rabia y amainar la decepción. Con sus palabras se van las malas energías, y entonces la otrora cuaima vociferante se deja invadir por unas locas ganas de ser amada, de “estar en el cariño”, aunque no con él, sino con el otro: con su vido, su flaco, su gordito...
¿Pero por qué el calendario del abnegado amenizador de cópulas no marca el tan esperado día que lo quieran? ¿Por qué las rosas no se visten de fiesta con su mejor color? ¿Por qué el pájaro cantor no endulza sus cuerdas? ¿Por qué no florece la vida, y existe el dolor? Quizás porque este pobre personaje es víctima impepinable de una misma emboscada, de una celada que explicó inmejorablemente el novelista Milan Kundera en La insoportable levedad del ser: “¿Qué es la coquetería? Podría decirse que es un comportamiento que pretende poner en conocimiento de otra persona que un acercamiento sexual es posible, de tal modo que esta posibilidad no aparezca nunca como seguridad. Dicho de otro modo: la coquetería es una promesa de coito sin garantía”.
Tenedor de bonos chatarras y pagarés incobrables, el telonero del coito es un inversionista quebrado en ese caprichoso mercado bursátil donde se transan las pasiones humanas. Un bolsa en la Bolsa, que más semeja un iluso esquirol que se desloma de sol a sol por una compañía que, a pesar de paros y sabotajes, no tiene planteado incluirlo en su nómina.
Sin embargo, no toda la culpa le pertenece. Para que exista un corrupto tiene que haber un corruptor. Para que haya un telonero del coito es menester que aparezca una empresaria musical que, a manera de graciosa concesión, termine por contratar a un artista a quien nunca desease ver montado en tarima. Son las llamadas chicas “termo” (bueno, en verdad, el nombre que reciben es un tanto más subido de tono), y a ellas me referiré en una segunda entrega de esta serie de artículos que hoy comienzo, y que he intitulado, de manera muy original por cierto, tendrán que reconocérmelo, Trilogía Sucia de La Candelaria.
En su lugar, prefiero más bien colocar el dedo acusador en la trouppe de seudoamigos que acompañan al desafortunado telonero en su viaje vertical hacia los abismos del fracaso. Y es que cada uno de ellos se jacta de ser experto en una prestigiosa ciencia: Lenguaje Corporal, Semiótica de Mensajes de Texto, Psicología Femenina, Análisis de Conversaciones Telefónicas o Desconstruccionismo de Silencios. En su conjunto, constituyen una expedita sala situacional cuya misión principal es la producción en cadena de informes amañados donde se proclame el inminente triunfo de su asesorado. ¡Qué fallo!
En fin, nadie más umplugged que el telonero del coito. Un ser condenado a morir tantas veces como le toque escuchar las grabaciones del grupo musical líder en ventas. Un sujeto inexistente para el hit parade del amor. Un humilde cantautor al que sólo le queda el consuelo de probar como solista. Porque hay que reconocer que, como bien lo dijo el clarinetista Woody Allen: “La masturbación es el sexo con alguien a quien amas”.

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jueves, julio 19, 2007

Gracias por existir

Debo confesar que, en mi dilatada trayectoria de escritor con vasta obra no escrita, jamás me he topado con un género literario más esquivo y trabajoso que el constituido por la elaboración de dedicatorias. Una limitación que me ha traído no pocos sinsabores con familiares y amigos, quienes no consiguen ocultar la frustración que les genera mi incomprensible bloqueo creativo ante tarjetas de cumpleaños, bautizos o de navidades.
Todavía reposa en mi escritorio la tarjeta de felicitaciones que debo entregar a mi hermana menor por motivo de su matrimonio. Cada día me levanto con la débil esperanza de que las musas se dignen escuchar mi angustioso llamado de una vez por todas; para así poder hilvanar, en arrebatado estro poético, unas hermosas líneas que me ayuden a expresar la mar de bendiciones que deseo para un ser tan entrañable. Pero ni modo. Mis ruegos son desoídos de manera sistemática. ¡Oh Dios, quién tuviera la prolífica pluma de los autores de correos electrónicos de cadena!
Ante las páginas en blanco de las benditas tarjeticas sólo acuden a mi mente gastadas frases del tipo “gracias por existir”, “gracias por ser como eres”, “júrame que nunca cambiarás” y “cuando me necesites siempre estaré allí”. Más que lugares comunes se me antojan como vulgares bisuterías que jamás reflejarán ese intenso destello que alumbra mi corazón cada vez que pienso en los seres que amo. Sólo pido al Supremo que mi gente comprenda lo que bien advirtió Alejandro Casona: “No hablar nunca de una cosa no quiere decir que no se sienta”. O como mejor lo resume el dramaturgo argentino Óscar Martínez, en el programa de mano de su obra Días Contados: “No saber amar no significa que no se ame (...) Amar no nos convierte ni en sabios ni en santos ni en inofensivos”.
Desgraciadamente soy parco en los halagos y parabienes, pero elocuente en el terreno de la observación y el comentario. Al escucharme muchos se preguntan si soy criticón porque me gradué de periodista o si soy periodista por mi condición de criticón. A menudo me tildan de pesimista y mala vibra, de mirar constantemente el vaso medio vacío. Siempre me piden opinión sobre instituciones y personas, para luego espetarme: ¿Pero para ti quién demonios es el que sirve?
Recuerdo una fiesta en la que sorpresivamente una muchacha se enamoró de mí a primera vista (soy un boxeador que no gana por knockout, sino por decisión). Y allí en la penumbra, donde sólo hay cabida para besos y caricias, me dio por compartir mis parámetros estéticos de aficionado a la danza. Fue el instante cuando dije que qué pena con aquel viejito que no paraba de bailar todas las canciones con el mismo pasito. Entonces mi indignada damisela sólo atinó a responderme: “Sí, ese es mi papá. Se pone así cada vez que se echa palos”. Demás está decir que esa noche terminó muy mal, y este humilde servidor, como señala la letra de una famosa lambada, “llorando se fue...”
Vivo pues en el tiempo equivocado. Soy un marciano atrapado en el mundo de la autoayuda y la programación neurolingüistica. Hablo la ininteligible y apestada lengua del fracaso y el escepticismo. Comparto atmósfera con seres urgidos de mensajes “positivistas” (en verdad que no me explico como algunos sujetos pretenden vestir al harapiento Carlos Fraga con los ropajes académicos de Augusto Comte); individuos convencidos de que la prosperidad se decreta a través de jaculatorias de metafísica y New Age.
No quieren amigos. Mucho menos críticos. Sólo anhelan contar con una suerte de Homero que relate en pomposo lenguaje la magnitud de su epopeya. Pero lo lamento. No finjo orgasmos (¡Oh, my God! ¡Give me more!). No puedo decir que la vinotinto remató una faena histórica en la Copa América al quedar como campeón del grupo A; o que Ly Jonaitis es la Miss Universo sentimental, a pesar de haber perdido con la representante de Miss Japón, sólo porque la maltrecha autoestima nacional exige que la candidata venezolana sea monarca a juro.
En fin, seré un criticón, pero pienso, como Albert Camus, que “no llamar a las cosas por su nombre agrava el mal en el mundo”.

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miércoles, julio 04, 2007

Nostalgia del taparrabo

Hay personas que serían más felices si no existiesen las pocetas. Extraña psicología, reñida con el progreso, que no se esfuerza mucho en ocultar una honda añoranza por un hipotético tiempo en el que la raza humana era una sola. Una raza feliz y, por supuesto, buena.
No hay mucho consenso sobre cuando la cosa comenzó a degenerar. Unos dicen que fue con el advenimiento de la propiedad privada, cuya principal consecuencia fue transformar la comunidad primitiva en un nuevo orden social compuesto por dos clases antagónicas: propietarios y proletarios. Otros señalan, en cambio, que los problemas surgieron con el nacimiento de la noción de libertad individual, que dividió la vida en dos ámbitos claramente identificables: el espacio privado y el espacio público. Dos fuerzas antagónicas enredadas históricamente en un juego de suma cero, donde un bando sólo puede ganar lo que otro pierde.
Se cuestionan así el espíritu de empresa y la libre voluntad de ser un ciudadano. Sin embargo, estos sujetos utópicos poco dicen de las culpas achacables al espíritu autoritario, que con su deseo de permanencia irrestricta en el poder dividió a la comunidad primitiva en reyes y vasallos. Y es que para cuando desapareció la igualdad socioeconómica ya hacía rato que se había esfumado la igualdad política y militar.
Leemos en la obra “La provincia del hombre” (Editorial Taurus, 1982): “De los esfuerzos de unos cuantos por apartar de sí la muerte fue surgiendo la monstruosa estructura del poder. Para que un solo individuo siguiera viviendo se exigían infinidad de muertes. La confusión que de ello surgió se llama Historia. Aquí es donde debería empezar la verdadera Ilustración, que establece la fecha del derecho de todo ciudadano a seguir viviendo”. Tras repasar estas líneas no podemos evitar preguntarnos qué se añora realmente cuando se pide, a grito en cuello, la destrucción de los valores de la sociedad burguesa, cuando se demonizan los principios de la democracia liberal (separación de poderes, alternabilidad de mando, estado de Derecho, libertad de expresión, opinión pública soberana, sistema normativo de derechos humanos e iniciativa empresarial).
La muerte de las conquistas burguesas es el regreso al feudalismo; oscura época donde a los muchos únicamente les quedaba oír y ejecutar la voluntad arbitraria del señor feudal, sujeto todopoderoso que reunía en un mismo puño todo el poder político y militar. Y la muerte de los valores occidentales es el regreso a la tribu, a la sociedad cerrada, donde los varones más fuertes oprimen la voz de los más débiles (en particular la de las mujeres), donde los líderes ya envejecidos intentan prolongar su predicamento con las folclóricas ropas del chamanismo religioso.
Hace unos meses observé una de las ediciones del programa turístico “Bitácora”, conducido por la periodista Valentina Quintero. Se trataba de una edición especial dedicada a los indios yanomami. Todo iba muy bien. A menudo se desataba un verdadero alud de pomposos calificativos para definir la idiosincrasia de este grupo indígena. Sin embargo, la terca realidad terminó por colarse. Pasó cuando la presentadora preguntó por curiosidad cuántas esposas podían tener los hombres yanomamis. Y el guía respondió, una. La presentadora sonrió complacida. Pero no por mucho tiempo, ya que el guía completó su comentario: pero a cierta edad, pueden abandonarla por vieja y buscarse una más joven. De más está decir, que la pobre india no puede hacer lo mismo. Sólo le queda recorrer la aldea en calidad de paria. ¿Sabiduría de nuestros antepasados?
Pregunto de nuevo ¿qué echamos realmente de menos cuando intentamos acabar con los avances de la historia?

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