viernes, noviembre 07, 2014

Nuncupatorio

Escribo estas líneas a los 42 años de edad. Cuando salgan publicadas tendré 43. Será la primera vez que envejeceré por escrito. Lo inédito de tal circunstancia despierta en mí un dejo de alegre tristeza —o quizás de triste alegría—, no tanto por la imposibilidad de retener para siempre los días transcurridos, sino por identificar en algunos de ellos el surgimiento de las pasiones que hoy alegran mi vida.
Caracas, 1.989. El apuesto joven (narrador que no fabula no es narrador) Rafael Jiménez Moreno, de sobrenombre «Vampiro» (o sea yo), cursa, más que estudia, el quinto año de bachillerato en el liceo Andrés Bello, un liceo privado… privado de pupitres, privado de pizarrones, privado de profesores…
En respuesta a la incuria de la educación pública, el joven se refugia en las canchas de futbolito, donde, partida tras partida, juega a imitar la acabada técnica del holandés Marco Van Basten.
El padre, un hombre humilde, preocupado por el hijo y lo incierto de su futuro, le informa acerca de la inminencia de las pruebas de acceso a la universidad. Le comenta que uno de sus clientes —el padre tiene una papelería con servicio de fotocopiado cerca de la UCV— le había explicado la estructura de los exámenes de ingreso: mitad razonamiento numérico y mitad habilidad verbal.
En un acto de amor, el padre le vaticina al hijo la imposibilidad de superar las pruebas de cálculo, porque en  ninguno de los años de bachillerato vio un lapso completo de Matemáticas. Y entonces le revela su plan: «Hijo, tu única esperanza es la parte verbal. Voy a dejar de comprar la prensa deportiva. En adelante buscaré los periódicos que leen los doctores. Quiero que leas los artículos de opinión de los domingos, porque el profesor me pasó el dato de que allí escriben las personas más cultas. Palabra que no sepas tienes que subrayarla y luego aprendértela. Si haces eso, entrarás en la universidad». El hijo no le para.
Dos semanas después, al regresar a la casa, luego de otra dura jornada de futbolito, el hijo mira al padre botar con rabia una hoja en la papelera de la cocina. El hombre, con rostro desencajado, le confía luego a su esposa lo inútil de esforzarse en aprender cuando el cerebro y la memoria no han sido entrenados mediante años de estudio.
En la noche, con el cuarto de los padres ya cerrado, el hijo vuelve a la cocina para conocer aquello que con tanta furia fue lanzado a los desperdicios. Observa el papel doblado. Lo toma. Lo abre. Encuentra una lista de voces con significados transcritos del diccionario. La primera de ellas, la palabra nuncupatorio: «Se dice de las cartas o escritos con que se dedica una obra, o en que se nombra e instituye a alguien por heredero o se le confiere un empleo». Siente remordimiento.
Desde ese momento, el hijo tiene el hábito de subrayar palabras y aprenderse significados. A las columnas dominicales de opinión ha sumado, con el tiempo, la lectura de novelas y ensayos. Lleva ya nueve cuadernos de vocabulario y le agradece al padre ese otro amor que, acaso sin proponérselo, logró sembrarle.

Te quiere mucho. Tu hijo, el que ayer cumplió 43 años.

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