sábado, febrero 08, 2014

El miedo

Quienes nada saben de la guerra y su desolación, quienes nada saben del campo de batalla y su olor a podredumbre, quienes nada saben de la incompetencia militar y sus miserias morales, se permiten pronunciar el nombre de la muerte en vano y extraviar a los pueblos con relatos amañados de héroes y mártires.
Este año la humanidad conmemora el centenario del inicio de la Primera Guerra Mundial, el cruento enfrentamiento entre dos bloques de naciones, la Triple Entente y la Triple Alianza, que supuso la movilización de 65 millones de soldados, el exterminio de casi nueve millones de personas y la caída de tres imperios.
El país más afectado por esta conflagración fue Francia, donde desapareció el 3,28 % del total de la población calculada para el año 1913.
La novela El miedo (Acantilado, 2009), del escritor Gabriel Chevallier, revive en sus páginas las tinieblas que cubrieron el continente europeo y los sentimientos de abandono y desesperanza que abatieron el ánimo de los combatientes.
«Los hombres son imbéciles e ignorantes. De ahí les viene su miseria. En lugar de reflexionar, se creen lo que les cuentan, lo que les enseñan. Eligen jefes y amos sin juzgarlos, con un gusto funesto por la esclavitud. Los hombres son unos mansos corderos. Es lo que hace posible los ejércitos y las guerras. Mueren víctimas de su estúpida docilidad (…) Se dijo a los franceses: “Nos atacan. Es la guerra del derecho y de la revancha. ¡A Berlín!”. Y los franceses pacifistas, los franceses que no se toman nada en serio, interrumpieron sus ensoñaciones de pequeños rentistas para batirse. Y lo mismo ocurrió con los austriacos, los belgas, los ingleses, los rusos, los turcos y a continuación los italianos. En una semana, veinte millones de hombres civilizados, ocupados en vivir, en amar, en ganar dinero, en labrarse un futuro, han recibido la consigna de interrumpirlo todo para ir a matar a otros hombres. Y esos veinte millones de individuos han aceptado esta consigna porque se los había convencido de que tal era su deber. Veinte millones, todos de buena fe, de acuerdo con Dios y con su príncipe… Veinte millones de imbéciles… ¡Cómo yo!», reflexiona el joven Jean Dartemont, protagonista de la novela.
La dirección militar francesa concibe la guerra como la oportunidad de vengar la humillación histórica infligida, en 1870, por las tropas prusianas encabezadas por el mariscal Helmuth von Moltke. Por su parte, los ciudadanos franceses, menos revanchistas, perciben la guerra como una bocanada de vida; ella ofrece a los hombres la excusa ideal para interrumpir la monotonía de los días consumidos en bares y oficinas, para ir de vacaciones gratuitas a lugares desconocidos, para ceñirse el atuendo de aventureros y conquistadores, para dejar un amor en cada pueblo. Tal es la concepción idealizada que de la conflagración propagan, en periódicos y pasquines, unos intelectuales cansados de la paz deshonrosa de la retaguardia. El pacifismo es interpretado por la mayoría como el primer rival que debe ser vencido.
«En la terraza de un café del centro, una orquesta toca La Marsellesa. Todo el mundo la escucha de pie y se descubre. Salvo un hombrecillo esmirriado, modestamente vestido, de rostro triste bajo su sombrero de paja, que está solo en un rincón. Un asistente repara en su presencia, se precipita hacia él, y, con el dorso de la mano, le hace volar el sombrero. El hombre palidece, se encoge de hombros y responde: “¡Bravo! ¡Valiente ciudadano!”. El otro le conmina a levantarse. Él se niega. Se acercan unos viandantes, los rodean. El agresor continúa. “¡Insulta usted al país y no pienso tolerarlo!”. El hombrecillo, muy blanco ahora, pero obstinado, responde: “Pues a mí me parece que insultan ustedes a la razón y yo no digo nada. ¡Soy un hombre libre, y me niego a saludar a la guerra!”. Una voz exclama: “¡Partidle la boca a este cobarde!”. Se producen empujones detrás, se alzan bastones, se derriban mesas, se rompen vasos. La aglomeración, en cuestión de instantes, se vuelve enorme. Los de la última fila, que no han visto nada, informan a los recién llegados: “Es un espía. Ha gritado: ‛¡Viva Alemania!’. La indignación subleva a la multitud, la hace precipitarse hacia adelante. Se oyen ruidos de golpes sobre un cuerpo, gritos de odio y de dolor. Al fin acude el cafetero con su servilleta en un brazo y aparta a la gente. El hombrecillo, caído de la silla, está tendido entre los escupitajos y las colillas de los parroquianos. Su rostro tumefacto está irreconocible, con un ojo cerrado y negro; un hilillo de sangre corre de su frente y otro de su boca abierta e hinchada; respira con dificultad y no puede levantarse (…) Para festejar esta victoria, se pide cantar de nuevo La Marsellesa. La gente la escucha mientras mira al hombrecillo sangrante y manchado, que gimotea débilmente. Una mujer pálida y bonita murmura a su compañero: “Este espectáculo es horrible. Ese pobre hombre ha tenido valor”. El otro le responde: “Un valor de idiota. Uno no puede enfrentarse a la opinión pública», relata el joven Dartemont a su amigo Fontan.
No pasarán muchos meses para que el estruendo de los morteros y los obuses silencien las trompetillas de la propaganda puesta a rodar por los militares para captar más carne de cañón. La visión del primer muerto desvanece en el cabo Dartemont y en sus compañeros de escuadra toda ilusión de grandeza y los lleva a dudar sobre la conveniencia de las órdenes que los altos mandos dictan en la comodidad de sus ministerios. Desmoralizado por su «funesta costumbre de pensar», el otrora estudiante de Letras cuestiona el sentido de la guerra, tan repleta de mugre, de piojos, de excrementos, de tareas pesadas y suicidas, de gritos como para avergonzar a Dios, de jefes que parlotean todo el día acerca del «honor» pero se muestran remisos a obtenerlo en la liza.
Llega el momento de salir de la barricada, cruzar la línea de combate y ganar el terreno robado por las fuerzas enemigas. Pero los alemanes rinden resistencia. Sus gobernantes y generales han estimulado su sed por la sangre francesa: «El pánico nos acicateó para mover el culo. Salvamos como tigres los cráteres de obuses humeantes, cuyos labios estaban heridos, superamos las llamadas de nuestros hermanos, esas llamadas salidas de las entrañas y que conmovían las nuestras, superamos la compasión, el honor, la vergüenza, ahuyentamos de nosotros todo lo que es sentimiento, todo lo que eleva al hombre, pretenden los moralistas, ¡esos impostores que no saben lo que es estar bajo los bombardeos y exaltan el valor! Fuimos cobardes, a sabiendas, y sin poder ser más que eso. Regía el cuerpo, manda el miedo (…) En cuanto a avanzar en profundidad, toda esperanza estaba perdida. Esta ofensiva, que debía llevarnos a veinticinco kilómetros al primer avance, a arrollarlo todo, apenas si había ganado con gran dificultad algunos cientos de metros en ochos días. Era necesario que unos oficiales superiores justificasen sus funciones ante el país mediante unas líneas de comunicado que hicieran presentir la victoria. Nosotros estábamos allí sólo para respaldar esas líneas con nuestra sangre. No se trataba ya de estrategia, sino de política».
La maquinaria propagandista funciona de maravilla. En periódicos, revistas y octavillas, entusiastas intelectuales ofrecen su pluma campanuda para contar la visión heroica de la guerra, la versión homérica  que la sociedad francesa, intoxicada por el militarismo y el frenesí bélico, desea. «El cabo me pasa una brazada de periódico y me pide que lea las noticias. Leo rápidamente las columnas firmadas por nombres ilustres, académicos, generales retirados, incluso eclesiásticos, y destaco estas raras, preciosas flores de prosa: “El valor educativo de la guerra no ha sido nunca puesto en duda por nadie que sea capaz de un poco de observación…”. “Ya era hora de que llegara la guerra para resucitar, en Francia, el sentido del ideal y de lo divino”. “El brillante papel que desempeña la poesía es una más de las sorpresas de esta guerra y una de sus maravillas”. Una interrupción: ¿Qué deben ganar esos tipos por escribir estas memeces? Prosiguiendo, obsequio a mi auditorio con lo siguiente: “¡Oh muertos, qué vivos estáis!”. “¡La alegría reina en las trincheras!”. “Puedo seguiros ahora en el asalto: puedo comprobar la alegría que se apodera de vosotros en el momento del esfuerzo supremo, éxtasis, transporte del alma, vuelo del espíritu que ya no se pertenece”. Meditan unos instantes. Y Bourgnou, el pequeño Bourgnou, que no abre nunca el pico, juzga a esos escritores famosos y dice con su voz de muchacha: “¡Ah! ¡Los muy canallas!».
Jean  Dartemont se gana el derecho a descansar. Lo hace al caer herido en medio de un imprudente ataque mandado por un superior obsesionado con grados y galones. Lo trasladan a un hospital militar. Allí las enfermeras se alegran de recibir a otro valiente héroe francés. Pero en la mente del titán herido un pensamiento trastorna la tranquilidad del reposo médico: el miedo por una recuperación milagrosa y el inmediato regreso a la estúpida mortandad de la guerra. No quiere pensar más y conjura los males augurios con largas conversaciones con el sargento Nègre, compañero de crujía, quien comparte su interés por Rabelais, Montesquieu, Voltaire, Diderot, Vallès, Stendhal, Maeterlink y Mirbeau.
Pero una tarde, una presencia femenina, la enfermera Bergniol, pide a los dos caballeros dejar de lado las apacibles batallas del espíritu para ocuparse de una batalla más urgente, el enfrentamiento inaplazable entre las fuerzas del bien y del mal. Llega entonces la pregunta incómoda: «Dartemont, ¿qué ha hecho usted en la guerra?». El héroe dice: «Estuve de marcha día y noche, sin saber adónde iba. Hice ejercicio, pasé revista, abrí trincheras, trasladé alambradas, sacos terreros, vigilé en la tronera. Pasé hambre sin tener nada que comer, sed sin tener nada que beber, sueño sin poder dormir, frío sin poder calentarme, y piojos sin poder siempre rascarme… Eso es todo». La respuesta desentona con el idealismo de la joven Bergniol, quien únicamente atina a señalar: «¿Y eso es todo?». «Sí, todo. O mejor dicho, no, no es nada», afirma Dartemont, «Les voy a decir la gran ocupación de la guerra, la única que cuenta: He tenido miedo». «Entonces, niega usted a los héroes», insiste la enfermera. «La gesta del héroe es un paroxismo cuyas causas no conocemos. En el colmo del miedo, se ve a hombres convertirse en valientes, de una bravura que asusta porque se sabe que es desesperada. Los héroes puros escasean tanto como los genios. Y si, para conseguir un héroe, hay que hacer pedazos a diez mil hombres, prescindamos de los héroes. Pues sepa que la misión a la que ustedes nos destinan, tal vez serían ustedes incapaces de cumplirla. La impasibilidad ante el hecho de morir sólo se demuestra ante la muerte».
Una vez recuperado, el cabo Jean Dartemont aprovecha unos días de licencia para ir a su casa y conocer de primera mano cómo se vive la guerra en la retaguardia. No tardará mucho en darse cuenta de que su llegada es causa de molestia para su padre, quien no esta preparado para ver un uniforme desnudo, vacío de medallas, de esos brillosos símbolos del valor militar. La familia en pleno espera a un héroe, pero en cambio recibe a un muchacho con una pequeña cicatriz, tan pequeña que no da para jactarse ante los jubilados asiduos al bar ni tampoco para robar la atención de las chicas parisinas. A su manera, la ciudad libra otra guerra, un enfrentamiento de poses nacionalistas, de testimonios exagerados, de radicalismo verbal, de mecanismos psicológicos para calmar la conciencia. Dartemont decide desertar y marchase al frente de batalla. Sus pasos lo llevan al infierno del Chemin des Dames.
«No conozco efecto moral comparable al que provoca el bombardeo en el fondo de un refugio. La seguridad se paga allí con una sacudida, un desgaste de los nervios que son terribles. No conozco nada más deprimente que ese sordo martilleo que le acosa a uno bajo tierra, que le mantiene hundido  en una galería maloliente que puede convertirse en la propia tumba. Para subir a la superficie, se requiere un esfuerzo del que la voluntad se vuelve incapaz si no se ha superado esa aprensión desde un principio. Hay que luchar contra el miedo desde los primeros síntomas, sino se cae presa de su hechizo, y entonces uno está perdido, se ve arrastrado a una debacle que la imaginación precipita con sus espantosas invenciones. Los centros nerviosos, una vez trastornados, mandan a contratiempo y traicionan incluso el instinto de conservación por medio de sus decisiones absurdas. El colmo del horror, que se añade a esta depresión, es que el miedo deja al hombre la facultad de juzgarse. Éste se ve en el grado extremo de la ignominia y no puede levantarse, justificarse a sus propios ojos. Yo estoy en ello… He caído al fondo del abismo de mí mismo, al fondo de las mazmorras donde se oculta lo más secreto del alma, y es una cloaca inmunda, una tiniebla viscosa. Esto era yo sin saberlo: un tipo que tiene miedo, un miedo insuperable, un miedo a implorar, que resulta aplastante…», confiesa el cabo Dartemont («esa actitud de confesarse que atrae y gana a la mayoría»).
Para finalizar esta reseña, deseo destacar la maestría con la que Gabriel Chevallier hace uso de la primera persona. Su narrador nos resulta creíble porque detiene su mirada en detalles que encumbran y condenan a la raza humana, y aunque sus testimonios bordean la denuncia social se cuida mucho de incurrir en moralismos y razonamientos demagógicos. Muchas de sus mejores líneas desentrañan el hermético mundo castrense y nos ayudan a tener una idea del peligroso simplismo intelectual que rige la lógica militar. He aquí una selección de frases inquietantes escritas por un novelista obligado a ser soldado: «La condición militar es aquella en la que menos uso se hace de la mente»; «No tardamos en adaptarnos a las astucias propias del oficio de soldado, como falsos permisos, falsas llamadas y falsas enfermedades»; «Toda la fuerza del ejército reside en el principio de firmes, que anula en los subordinados la facultad de raciocinio. Es una necesidad comprensible. ¿Qué sería del ejército si a los soldados se les ocurriese preguntar a los generales adónde los llevan y se pusieran a discutir el asunto con ellos? Esta pregunta incomodaría a los generales, pues un jefe no debe verse jamás obligado a responderle a un inferior: “¡No lo sé más que tú!”»; «Siempre es fácil en el ejército perseguir a la gente y cogerla en falta»; «El verdadero espíritu militar prohíbe interpretar»; «¿Se ha visto a generales cargar a la cabeza de su división? Tenga la seguridad de que, si los generales formasen parte de las olas de asalto, no se atacaría a la ligera. ¡Pero mira por dónde, esos ancianos agresivos han descubierto el escalonamiento en profundidad! ¡Es el más hermoso descubrimiento de los Estados Mayores!»; «Siempre son los mismos a los que se manda a la muerte»; «La noción del deber varía según el escalafón, la graduación y el peligro. Entre soldados se reduce a una simple solidaridad de hombre a hombre, en el cráter del obús o la trinchera, una solidaridad que no contempla el conjunto ni el final de las operaciones, no se inspira en lo que se ha dado en llamar el ideal, sino en las necesidades del momento. A este nivel provoca abnegación y los hombres arriesgan sus vidas para socorrer a sus camaradas. A medida que se vuelve hacia la retaguardia, la noción del deber se disocia del riesgo. En los más altos grados se vuelve puramente teórica, puro juego de la inteligencia. Se une a la preocupación por las responsabilidades, la reputación y el avance, confunde el éxito personal con el éxito nacional, que se oponen en el combatiente. Se ejerce tanto contra los subordinados como contra el enemigo. Una determinada forma de entender el deber puede provocar en los hombres todopoderosos, en los que ninguna sensibilidad atempera las doctrinas, aborrecibles abusos, tanto militares como disciplinarios»; «Se comprende que un buen guerrero debe ser un poco facineroso»; «El hombre en el combate es un ser en el que el instinto de conservación domina momentáneamente todos los sentimientos. La disciplina tiene por fin domeñar ese instinto mediante un terror mayor»; «Sabemos que hacen falta verdaderamente muchas víctimas para asustar a un general»; «No es necesario que el odio se apacigüe. Tal es la orden»;  «Todas las instituciones, hijo mío, desembocan en la guerra. Esta es la coronación del orden social, como bien hemos visto. Y como son los poderosos los que las decretan y las minorías las que las hacen».
Gabriel Chevallier escribió una gran novela.

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