
He tenido la suerte de tener grandes maestros.
Espíritus humanistas, de limpia vocación docente, que guiaron y determinaron mi
amor por la cultura y el uso elegante del idioma. Polemistas seductores, dotados
de la perspicacia necesaria para la exposición y la argumentación de ideas,
anécdotas y conceptos. De todos ellos aprendí las virtudes del humor como inmejorable
y legítimo instrumento de enseñanza, porque lo comprendido entre risas y
carcajadas ya no conseguirá abandonarnos.
Cuando el recuerdo y la nostalgia me sientan
nuevamente en los pupitres de mis antiguos salones fortifico mi convencimiento
en que ninguna de las lecciones dictadas por los grandes maestros me resultó
aburrida. No concibo asociar sus nombres con torturas y suplicios; mucho menos
con el sufrimiento sin fin del denominado tiempo espeso.
Nunca llegó a molestarme la jerarquía interna
del aula de clases, pues estaba consciente de que en aquel lugar no tenía mayor
sentido hablar de igualdad, puesto que para alcanzar la tan ansiada
equivalencia de saberes entre el maestro y sus discentes era menester la
acumulación paciente de lecturas y experiencias, de alegrías y tristezas, de
éxitos y fracasos, esas cosas que sólo da el vivir.
Acaso por mi desconfianza en igualitarismos forzados siempre distinguí con facilidad al profesor «pirata». Sabía de su
existencia tan pronto cruzaba el umbral del salón y le daba por adular demagógicamente
la inteligencia innata del estudiantado. Este guiño a la galería no hubiese pasado de ser una simple estrategia de motivación personal si, acto seguido, el supuesto docente
se hubiese ocupado de su venerable tarea: dar la clase. Sin embargo, aquello no
ocurría; por el contrario, cedía el uso de la palabra a aquellos de nosotros
más urgidos de vocear, con pose de intelectual, sus múltiples desconocimientos.
En esos momentos, no podía evitar sentirme estafado, dado que había acudido a
la escuela, al liceo, a la universidad, con el propósito de escuchar la voz de
la fuente experta y autorizada. Lo que menos quería yo, in illo tempore, era madrugar para fatigar mis oídos con el
discurso trunco de jóvenes que, como yo, apenas se estaban enterando de quiénes
eran Marshall McLuhan, Jürgen Habermas, Adan Smith, Carlos Marx o Augusto
Comte.
El sistema educativo venezolano sufrió muchas
transformaciones con el pasar de los años. La mayoría de estas innovaciones
metodológicas y curriculares fueron acometidas a partir de aportes teóricos de
la psicología experimental, pero también de una fuerte presión social para
adoptar un paradigma de «educación para el trabajo», mediante la incorporación,
en los planes de estudios, de asignaturas técnicas en detrimento de contenidos
de corte humanista. En el subsistema de educación básica, por ejemplo, se
reemplazó la escala numérica de
calificaciones por un ejército de abstrusas siglas, de iniciales de ripiosos
eufemismos con los que se pretende disimular el pésimo rendimiento académico. En
otras instancias educativas, se cuestionó el principio de autoridad en el salón
y se propició un enfoque que homologaba de un plumazo al profesor con el alumno,
de suerte que la palabra «maestro» terminó por caer en desuso a fuerza de
resultar peyorativa. Satanizadas las «clases magistrales», se preconizó la
adopción de dinámicas interactivas, nacidas al calor del libre intercambio de
ideas y opiniones. De este modo, la voluntad de aprender fue suplantada por el deseo
de polemizar a troche y moche, de hablar sin ton ni son.
Las intervenciones y participaciones de los
alumnos cobraron un mayor peso en los planes de evaluación; un criterio que
favoreció menos a los buenos alumnos y más a los estudiantes con habilidades
para la comunicación en público y con escaso miedo escénico.
Llegados a este punto, deseo señalar que como
ciudadano valoro positivamente la participación de los muchachos universitarios
en política, pero discrepo de aquellos que ven a estos jóvenes como el ariete
principal de la lucha democrática y no dejan de emplazarlos a presentar propuestas
al país o desarrollar modelos integrales de nación.
¿Qué pueden sugerir en materia inflacionaria
aquellos que apenas se enteran de la existencia de la curva IS y la curva LM?
¿Qué pueden sugerir en materia de salud pública aquellos que apenas se enteran
de las etiologías de las principales enfermedades? ¿Qué pueden sugerir en
materia petrolera aquellos que apenas se enteran del marco normativo de los
hidrocarburos? Los estudiantes venezolanos tienen derecho a expresar sus juicios
y opiniones ante el momento histórico que les tocó en suerte. También, por
supuesto, pueden plantear propuestas y soluciones. Pero es conveniente advertir
que, en modo alguno, estos muchachos (tanto la juventud chavista, como la
juventud identificada con la oposición democrática) representan los faros de
intelectualidad que muchos sectores pretenden vender a la población. Esta otra
variante de la demagogia debe ser parada a tiempo…
Mi humilde experiencia como asistente docente,
instructor de talleres y profesor universitario es que la formación académica
ha venido en picada. Cada generación presenta más deficiencias que la anterior.
El sistema de enseñanza no fomenta la lectura ni el hábito de la contrastación
de saberes y fuentes bibliográficas. No hablemos ya de la formación matemática
y de razonamiento abstracto. Las autoridades ministeriales únicamente se limitan
a ideologizar los contenidos educativos, relajar los criterios de evaluación (la
creación de los exámenes residuales es un paso más en la meta demagógica de no
tener alumnos reprobados) y estimular la
participación ruidosa de personas; muchachos que estudian a partir de apuntes,
resúmenes de internet, guías subrayadas y exámenes aplicados a cursos
anteriores. Muy pocos leen en inglés y siguen con interés publicaciones académicas
especializadas. Son adictos a discutir las notas con los profesores —sin
importar que no haya nada que corregir—y a intervenir sin ton ni son.
El filósofo rumano Emil Ciorán decía que «toda
forma de talento va acompañada de cierta desvergüenza». En mis años de educador
he presenciado algunos episodios de desvergüenza protagonizados por estudiantes
de cierta facundia que desecharon la excelente oportunidad de permanecer
callados. En honor a todos ellos, hoy hago pública la siguiente taxonomía de intervenciones
bobas, llevadas a cabo para alzarse con la nota plena por concepto de
participación, pero también para liderar una estadística imaginaria del ingenio
en un salón de clases. En síntesis, dime cómo intervienes y te diré qué clase
de alumno eres:
Intervención de tipo institucional: Consiste en tomar como
sujeto de cualquier frase o afirmación el nombre oficial de la asignatura
cursada por el estudiante. Si la clase se llama Comunicación gerencial, el alumno participativo y protagónico puede
y debe levantar su mano para pronunciar estas aladas palabras: «Profesor, no
quiero ser polémico, pero pienso que la comunicación
es la piedra angular de la gerencia
moderna». Si, en cambio, la materia se denomina Presupuesto público el estudiante aventajado debe espetar la
siguiente intervención: «Profesor, no pido que me acompañe en esta apreciación,
si se quiere apresurada, irreflexiva, brusca, pero pienso que sin la existencia
de un presupuesto fiscal no puede
hablarse, en stricto sensu, de una
Hacienda pública. No sé. Digo yo.
Cosas mías de mí…». La premisa psicológica que le sirve de sustento a este
inveterado truco estudiantil radica en que nadie está dispuesto a atentar
contra la fuente de sus emolumentos, y mucho menos un profesor que a duras
penas gana más que el salario mínimo.
Intervención de tipo joropo: Forma parte de las
intervenciones de naturaleza «especular», dado que sus enunciados se desprenden
de juicios y opiniones formulados previamente por otras personas. En este caso,
el pillo en cuestión sabe que, al igual que ocurre en los inolvidables pasajes
llaneros, el secreto del éxito siempre está en voltear la prosa (Yo iba con mi
caballo / Mi caballo iba conmigo / Yo enlacé al toro salvaje/ Al toro salvaje
yo lo enlacé). Por tanto, si el estudiante número 1 dice: «La tasa de interés
representa el costo del dinero»; de seguidas el estudiante 2 debe levantar la
mano para señalar, sin que le tiemble el ojo: «Profesor, no espero que nadie me
secunde en lo que voy a señalar, pero si el costo del dinero merece llevar un
nombre, en mi modesto criterio, este no puede ser otro que el de tasa de
interés. Insisto, en mi modesta opinión. En todo caso, yo ya no me pertenezco.
Soy una brizna de paja remecida por el huracán de la revolución educativa…».
¡Qué bárbaro!
Intervención de tipo oráculo: Como un lejano
descendiente de la mítica Sibila de Cumas, el estudiante posmoderno,
progresista y antiimperialista emplea el lenguaje para ocultar su pensamiento o
su penosa ausencia. El secreto radica en evitar las precisiones y exactitudes
que puedan, a posteriori, facilitar el desmantelamiento del andamiaje discursivo
o de la quincallería ideológica. La meta es hablar como escribe el sociólogo
Rigoberto Lanz. Es difícil, pero con empeño puede lograrse. Ejemplo: «Profesor,
a mi juicio no se trata de “salvar” la Modernidad (como quisieran los
habermasianos) sino de hacer aflorar un nuevo humus civilizatorio que
instaure las condiciones para otro modo de vivir. Ello no se decreta. Se trata
más bien de hacer los enlaces entre una voluntad emancipatoria que lucha a
diario contra las miserias del poder y el horizonte utópico de una
“sociedad-mundo” (Edgar Morin) que le ha torcido el cuello a la globalización
depredadora. Post Data: Cambiemos el sistema, no el clima. Otrosí: Necesario es
vencer».
Intervención de tipo Miss: Interrogado a
quemarropa por el profesor, el alumno sólo atina a imitar los modos y maneras
propios de la miss cuando se halla en trance de superar la temible ronda de las
preguntas de personalidad: luego de sonreír y saludar efusivamente al público, lanza
al interlocutor el argumento aprendido en las sesiones de oratoria; frases
hechas que se nutren de dos ríos bastante caudalosos, en cuanto a máximas y
moralejas se refiere, la gerencia y la literatura de autoayuda: «Profesor, lo
único constante es el cambio»; «Profesor, cada crisis esconde una oportunidad»;
«Profesor, hay que romper paradigmas»; «Profesor, hay que ser parte de la
solución y no del problema»; «Profesor, el recurso humano es el recurso más importante»,
«Profesor, hay que salirse de la caja» (agregado nuestro: sobre todo cuando es mortuoria)…
Intervención de tipo 2.0: A pesar de estar
sentado en un salón de clases, el interactivo internauta apresado en el cuerpo
del alumno tradicional se rehúsa a abandonar la sesión de Facebook. Por eso,
una vez que escucha la participación de uno de sus compañeros, levanta la mano
para comunicarle al profesor las notificaciones propias de las redes sociales:
«Profesor, me gusta»; «Profesor, no me gusta»; «Profesor, le envío un toque».
También puede darse el caso de que la persona prescinda del lenguaje hablado y
se limite a imitar con su rostro la expresividad de un emoticón: carita feliz, carita triste, carita pícara.
Intervención de tipo seminario: Una desconcertante y
terrible modalidad de intervención que se inicia como una pregunta en
apariencia breve pero que, con el transcurrir de los minutos (y a veces horas,
si el profesor no interrumpe al hablante), se termina revelando como una
indigesta ponencia pronunciada fuera del taller o del conversatorio.
Intervención de tipo Nostradamus: Dícese de aquella
participación que adelanta el contenido de la próxima lámina de Power Point. Es
muy valorada entre las personas que se inician en el mundo de la docencia.
Intervención de tipo metafísica: Los sujetos dados a
perpetrar este tipo de intervenciones laudatorias se afanan en compartir con su
audiencia testimonios lacrimosos dignos de la serie religiosa Pare de sufrir. Con el rostro demudado y
el tono exaltado, casi gritan: «Profesor, esta clase cambió mi vida»;
«Profesor, usted hizo añicos mi zona de confort»; «Profesor, esta materia me
obliga a replantearme mis prioridades»…
Intervención de tipo talk show:
El alumno confunde el salón de clases con el estudio televisivo de Laura en América y se anima a contar los
relatos más escabrosos de su anecdotario autobiográfico, con especial énfasis
en los episodios relacionados con familias disfuncionales, empresas en crisis y
coitos malogrados. Acaso lo más triste del asunto es comprobar como el alumno,
en el fondo de su corazón, abriga la esperanza de que sus confidencias sean
tenidas por intervenciones.
Intervención de tipo Profesor Longaniza: Participaciones
involuntarias en medio de la clase, que consisten frecuentemente en comentarios
imprudentes que se hacen audibles para todo el salón debido a un repentino
silencio. Por lo general, concluyen con unas disculpas: «Profesor, perdone, se
me chispoteó».
Intervención de tipo Harlem Shake: Disparate inconcebible que despierta inmediatamente la
locura colectiva: «Profesor, si me matan y yo me muero…». Con los terroristas…
Intervención de tipo “Llévatelo viento de
agua”: «Profesor,
en Venezuela todavía habemos personas inteligentes…».
Etiquetas: Educación, Gente, Logorrea
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