sábado, abril 22, 2017

Frente a la tanqueta. Frente a la Medusa

Estos días han sido muy duros, pero dentro de lo malo se respira una convicción indeclinable de poner coto a la dictadura. El miedo sólo disuade a los «indignados» o a los viudos de los subsidios, pero refuerza el ímpetu de lucha de las personas comprometidas con el ideal de la libertad y también con el destino de sus almas afines (padres, hijos, hermanos, amigos). El gobierno yerra en muchos de sus cálculos. Cada equivocación supone derramamiento de sangre inocente, pero también introduce una ligera modificación en el estado de las cosas; estado de las cosas que, en su deslizamiento lento y doloroso, se aleja del punto donde el gobierno es el más poderoso. 
Stefan Zweig, fino intérprete de la psicología humana, en su libro de memorias El mundo de ayer dijo con no poca desilusión: «Había estudiado demasiada historia, y escrito sobre ella, como para no saber que la gran masa siempre se inclina hacia el lado donde se halla el centro de gravedad en cada momento».
En el campo simbólico, el de las percepciones e intuiciones, el centro de gravedad se está rodando. Estoy consciente de que algunos «expertos» pueden argumentar que mientras se mantenga incólume la asimetría de armas y pertrechos el gobierno tiene todo para imponerse. A ellos les interpongo un nuevo pensamiento, esta vez del poeta Paúl Valery: «La era del orden es el imperio de la ficción. Ningún poder es capaz de sostenerse con la sola opresión de los cuerpos. Se necesitan fuerzas ficticias». El chavismo-madurismo no puede buscar tales fuerzas ficticias en cualquier parte: tiene que remitirse a su fuente primera, ese relato original de la supremacía del soberano, el cual en el plano sociológico pudiera ser etéreo e incorpóreo en su integridad, pero en el plano físico tiene la encarnación de los votantes convocados a unos comicios. Paradojas de la voluntad humana: Hugo Chávez al atar la noción de democracia a elecciones no sólo caricaturizó y simplificó la esencia del llamado gobierno del pueblo, sino que ató ―atado y bien atado (como diría otro de los gorilones que pueblan la noche de los tiempos)― la legitimidad de su sistema político a la celebración de comicios, que otra cosa no es la supuesta democracia directa, protagónica y participativa.
Muerto el líder carismático se rompe la operación de alquimia emocional que fusionaba a caudillo, pueblo y ejército. En la actualidad del chavismo el jefe del Estado no es el pueblo, ni el pueblo se siente Jefe del Estado. La ecuación de Ceresole se rompió. El sociólogo estadounidense Daniel Bell, en su libro Las contradicciones culturales del capitalismo, advierte que «no puede haber una sociedad que funcione con una cultura opuesta a su sistema de legitimidad». El haber suspendido dos elecciones (referendo revocatorio y votaciones regionales) representa mucho más que el desconocimiento del régimen democrático (que en Venezuela no existe desde 1999, al igual que la República). Con tales decisiones se materializó la ruptura de un pacto simbólico suscrito entre un líder y sus seguidores: el pueblo ya sabe que no es soberano, porque no puede ser soberano de nada aquel que no decide sino únicamente padece (Chiste malo: «Padece un soberano pendejo»). 
En el momento crucial, el espíritu totalitario siempre arroja los tanques. Es una verdad. En Rusia Boris Yeltsin se montó sobre ellos; en China un valiente y solitario manifestante cayó entre sus ruedas oruga. En Alemania, nos dicen, se derribó el muro sin un tiro. Lo que callan es que fue gracias a que al frente de la URSS estaba Gorbachov y no Brezhnev u otro dirigente coaccionado por un Kremlin de línea dura.
La suerte de Venezuela puede ser distinta a las sociedades oprimidas por el socialismo (el comunismo es el cielo que llegará con la abolición del Estado: por tanto es detestable como utopía, nunca como gobierno porque no ha sido ni será; y la socialdemocracia no es socialismo). Hay tres factores que ayudan al pueblo venezolano en su dispareja lucha. Dos tienen un carácter desafortunado; uno tiene el perfume de los tiempos modernos: 1) la imposibilidad de que el precio del petróleo suba a los 100 dólares (posibilidad que reactivaría la capacidad del aparato burocrático de la dictadura para acompañar el bombardeo propagandístico con programas sociales que en la práctica son coimas); 2) la proximidad de la hiperinflación (no hay gobiernos que aguanten esta mecha ni el descontento popular que produce, porque este monstruo termina por afectar incluso la efectividad del gasto público, eje de la ilusión del crecimiento revolucionario); y 3) la existencia de las redes sociales (ningún gobierno totalitario había lidiado con un enemigo de tal talla, capaz de desmontar propagandas y desinformaciones con un torrente de fotos y videos), que muta su principal virtud en principal debilidad: el mensaje único no aguanta la cayapa instantánea y viral de múltiples mensajes multimedia. 
¿Ganarán los demócratas en esta oportunidad? ¿Su triunfo será en paz? Shakespeare escribió: «So foul a sky clear not without a storm» [«Un cielo tan cargado no se despeja sino con tormentas»]. Por los momentos no vemos rayos ni centellas. Sí percibimos una densa nube de gases tóxicos que enrarecen el aire ―así como los eufemismos enrarecen el idioma y matan la verdad―. Yo sólo sé esto: Hoy en Venezuela, y como si se tratase de un niño que nace a la vida entre lágrimas y llantos, la bella libertad busca un lugar en el mundo. En lo hondo de nuestros corazones ya lo tiene.



NOTA: Quien esto escribe es un hombre amante de la libertad y renuente a sacrificarla por engañifas tales como igualdad, soberanía y demás conceptos rimbombantes y supuestamente incuestionables empleados frecuentemente por quienes sólo desean eternizarse en el mando. Esta aclaratoria la hago para que el lector sepa quién escribe, y además porque comparto el juicio del historiador y periodista inglés Timothy Garton Ash cuando expone: «A veces aclararle al lector el punto de vista propio, lo que cabría denominar parcialidad transparente, puede ser más honrado que una imparcialidad fingida. El ejemplo clásico es Homenaje a Cataluña, de George Orwell, una de las mejores obras de periodismo político moderno. En el último capítulo, Orwell escribe: “Por si no lo he dicho antes en algún sitio del libro, lo diré ahora: desconfíen de mi parcialidad, de mis errores de hecho y de la distorsión inevitablemente provocada por haber visto solo un ángulo de los acontecimientos”. En la práctica, dice “¡No me crean!”, y por eso le creemos».

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