Estos días han sido muy duros, pero dentro de lo
malo se respira una convicción indeclinable de poner coto a la dictadura. El
miedo sólo disuade a los «indignados» o a los viudos de los subsidios, pero
refuerza el ímpetu de lucha de las personas comprometidas con el ideal de la
libertad y también con el destino de sus almas afines (padres, hijos, hermanos,
amigos). El gobierno yerra en muchos de sus cálculos. Cada equivocación supone
derramamiento de sangre inocente, pero también introduce una ligera
modificación en el estado de las cosas; estado de las cosas que, en su
deslizamiento lento y doloroso, se aleja del punto donde el gobierno es el más
poderoso.
Stefan Zweig, fino intérprete de la
psicología humana, en su libro de memorias El
mundo de ayer dijo con no poca desilusión: «Había estudiado demasiada
historia, y escrito sobre ella, como para no saber que la gran masa siempre se
inclina hacia el lado donde se halla el centro de gravedad en cada momento».
En el campo simbólico, el de las percepciones e
intuiciones, el centro de gravedad se está rodando. Estoy consciente de que
algunos «expertos» pueden argumentar que mientras se mantenga incólume la
asimetría de armas y pertrechos el gobierno tiene todo para imponerse. A ellos
les interpongo un nuevo pensamiento, esta vez del poeta Paúl Valery: «La era
del orden es el imperio de la ficción. Ningún poder es capaz de sostenerse con
la sola opresión de los cuerpos. Se necesitan fuerzas ficticias». El chavismo-madurismo no puede buscar tales fuerzas ficticias en cualquier
parte: tiene que remitirse a su fuente primera, ese relato original de la
supremacía del soberano, el cual en el plano sociológico pudiera ser etéreo e incorpóreo
en su integridad, pero en el plano físico tiene la encarnación de los votantes
convocados a unos comicios. Paradojas de la voluntad humana: Hugo Chávez al
atar la noción de democracia a elecciones no sólo caricaturizó y simplificó la
esencia del llamado gobierno del pueblo, sino que ató ―atado y bien atado (como
diría otro de los gorilones que pueblan la noche de los tiempos)― la
legitimidad de su sistema político a la celebración de comicios, que otra cosa
no es la supuesta democracia directa, protagónica y participativa.
Muerto el líder carismático se rompe la operación
de alquimia emocional que fusionaba a caudillo, pueblo y ejército. En la
actualidad del chavismo el jefe del Estado no es el pueblo, ni el pueblo se
siente Jefe del Estado. La ecuación de Ceresole se rompió. El sociólogo
estadounidense Daniel Bell, en su libro Las
contradicciones culturales del capitalismo, advierte que «no puede haber
una sociedad que funcione con una cultura opuesta a su sistema de legitimidad».
El haber suspendido dos elecciones (referendo revocatorio y votaciones
regionales) representa mucho más que el desconocimiento del régimen democrático
(que en Venezuela no existe desde 1999, al igual que la República). Con tales
decisiones se materializó la ruptura de un pacto simbólico suscrito entre un
líder y sus seguidores: el pueblo ya sabe que no es soberano, porque no puede
ser soberano de nada aquel que no decide sino únicamente padece (Chiste malo:
«Padece un soberano pendejo»).
En el momento crucial, el espíritu totalitario
siempre arroja los tanques. Es una verdad. En Rusia Boris Yeltsin se montó
sobre ellos; en China un valiente y solitario manifestante cayó entre sus
ruedas oruga. En Alemania, nos dicen, se derribó el muro sin un tiro. Lo que
callan es que fue gracias a que al frente de la URSS estaba Gorbachov y no Brezhnev u otro dirigente coaccionado por un Kremlin de línea dura.
La suerte de Venezuela puede ser distinta a las
sociedades oprimidas por el socialismo (el comunismo es el cielo que llegará
con la abolición del Estado: por tanto es detestable como utopía, nunca como
gobierno porque no ha sido ni será; y la socialdemocracia no es socialismo).
Hay tres factores que ayudan al pueblo venezolano en su dispareja lucha. Dos
tienen un carácter desafortunado; uno tiene el perfume de los tiempos modernos:
1) la imposibilidad de que el precio del petróleo suba a los 100 dólares
(posibilidad que reactivaría la capacidad del aparato burocrático de la
dictadura para acompañar el bombardeo propagandístico con programas sociales
que en la práctica son coimas); 2) la proximidad de la hiperinflación (no hay
gobiernos que aguanten esta mecha ni el descontento popular que produce, porque
este monstruo termina por afectar incluso la efectividad del gasto público, eje
de la ilusión del crecimiento revolucionario); y 3) la existencia de las redes
sociales (ningún gobierno totalitario había lidiado con un enemigo de tal
talla, capaz de desmontar propagandas y desinformaciones con un torrente de
fotos y videos), que muta su principal virtud en principal debilidad: el
mensaje único no aguanta la cayapa instantánea y viral de múltiples mensajes
multimedia.
¿Ganarán los demócratas en esta oportunidad? ¿Su triunfo será en paz?
Shakespeare escribió: «So foul a sky clear not without a storm» [«Un cielo tan
cargado no se despeja sino con tormentas»]. Por los momentos no vemos rayos ni
centellas. Sí percibimos una densa nube de gases tóxicos que enrarecen el aire
―así como los eufemismos enrarecen el idioma y matan la verdad―. Yo sólo sé
esto: Hoy en Venezuela, y como si se tratase de un niño que nace a la vida
entre lágrimas y llantos, la bella libertad busca un lugar en el mundo. En lo
hondo de nuestros corazones ya lo tiene.
NOTA: Quien esto escribe es un hombre amante de la
libertad y renuente a sacrificarla por engañifas tales como igualdad, soberanía
y demás conceptos rimbombantes y supuestamente incuestionables empleados
frecuentemente por quienes sólo desean eternizarse en el mando. Esta
aclaratoria la hago para que el lector sepa quién escribe, y además porque
comparto el juicio del historiador y periodista inglés Timothy Garton Ash
cuando expone: «A veces aclararle al lector el punto de vista propio, lo que cabría
denominar parcialidad transparente, puede ser más honrado que una imparcialidad
fingida. El ejemplo clásico es Homenaje a Cataluña, de George Orwell, una de
las mejores obras de periodismo político moderno. En el último capítulo, Orwell
escribe: “Por si no lo he dicho antes en algún sitio del libro, lo diré ahora:
desconfíen de mi parcialidad, de mis errores de hecho y de la distorsión
inevitablemente provocada por haber visto solo un ángulo de los
acontecimientos”. En la práctica, dice “¡No me crean!”, y por eso le creemos».
Etiquetas: Democracia, Dictadura, Libertad