domingo, septiembre 27, 2015

Dadnos al hombre

En un curioso ataque de pudor, el poder total se abstuvo de agregar a la condena una precisión de horas, minutos y segundos. Se limitó a fijar el castigo en términos de años, meses y días. Treces años, nueves meses y siete días, para ser exactos.
La jueza provisional, con empeño idéntico al exhibido por un pasante en trance de quedar fijo en una empresa, dio lectura a la sentencia de Leopoldo López. Acaso también lo hizo con la serenidad con la que, en diciembre de 2010, ordenó la liberación del reo Arné Chacón (hermano del superministro Jesse Chacón), señalado paladinamente de corrupción por el fenecido presidente Hugo Chávez y sometido a juicio por aprovechamiento indebido de recursos públicos y aprobación indebida de créditos bancarios. Un caso más, pues, de conversión de un militar bolivariano en magnate.
La jueza 28 de Juicio de Caracas sigue aún sin publicar el contenido de su sentencia. Por tanto, no sabemos los razonamientos jurídicos que llevaron a Susana Barreiros a dar por efectivamente cometidos los delitos de asociación para delinquir, instigación pública y factor determinador de incendio y daños. En cambio, sí conocemos las irregularidades que han desvirtuado y adulterado el proceso legal incoado contra Leopoldo López: orden de aprehensión sin investigación policial previa (puesto que no fue capturado en situación de flagrancia), presentación inapropiada de la causa judicial (en el interior de un autobús estacionado a las puertas de la cárcel de Ramo Verde, sita en la jurisdicción del estado Miranda), rechazo reiterado de las pruebas consignadas por los abogados de la defensa, asimetría en la comparecencia de testigos (108 a favor de los argumentos de la Fiscalía General de la República, 1 a favor del fundador del partido Voluntad Popular) y desconocimiento del carácter público de las audiencias tribunalicias.
Hemos podido apreciar una foto donde aparecen muy sonreídos, al mejor estilo de los socialités de revistas de alta sociedad, la jueza Susana Barreiros con el presidente de la Asamblea Nacional —un hombre de mazazos y fogonazos creativos (no en balde es el autor del remoquete «monstruo de Ramo verde»)—. Sin embargo, aún no hemos dado con fotos y videos en lo que se vea y se oiga a Leopoldo López azuzando a los manifestantes del 12 de febrero de 2014 para demoler la fachada de la Fiscalía y disparar a quemarropa a cuanto sujeto estuviese por las calles. Ocurre más bien lo opuesto: las grabaciones difundidas por distintos medios de comunicación muestran a un dirigente sosegado que, tras agradecer el amplio apoyo, exhorta a los asistentes a retornar a sus hogares de manera pacífica. Minutos más tarde, y ya con Leopoldo López alejado del lugar, se ordenó el retiro de los piquetes de la Guardia Nacional apostados en Parque Carabobo. Los hechos sangrientos registrados a continuación están documentados debidamente en un trabajo multimedia (curaduría de fotos y videos) elaborado por los reporteros de la Unidad de Investigación del diario Últimas Noticias y laureado con el premio internacional de periodismo Gabriel García Márquez. Allí se aprecia la muerte de Bassil Da Costa a manos de funcionarios, unos uniformados, otros no, pertenecientes al Servicio Bolivariano de Inteligencia Militar (al momento de caer el cuerpo del estudiante al menos siete agentes del Sebín accionan sus armas).
¿Cuándo nació la mala estrella de López? En los albores de la Venezuela chavista y revolucionaria. Fue cuando le recordó a Chávez y a sus secuaces que el poder presidencial debe morigerar sus acciones y abstenerse de actuar como si el mandato obtenido en una elección tuviese carácter eterno.
El primer expediente empleado por el gobierno fue la inhabilitación. La Contraloría General de la República señaló dos causales para la medida. La primera: un donativo recibido en 1998 por la Asociación Civil Primero Justicia, por la cantidad de sesenta millones de bolívares (sesenta mil bolívares fuertes actuales), a manos de la gerencia de Asuntos Públicos de la División de Servicios de Pdvsa, a la sazón dirigida por Antonietta Mendoza de López, madre de Leopoldo López (ese año Leopoldo fungía como analista de entorno en la oficina del economista jefe de Pdvsa). La segunda: el traslado de fondos presupuestarios de una partida administrativa a otra durante la gestión de Leopoldo López en la Alcaldía de Chacao en el 2002.
Se decidió inhabilitarlo por seis años por el donativo de Pdvsa a la oenegé Primero Justicia. Acerca de la vigencia de la medida administrativa, el Tribunal Supremo de Justicia estableció que se iniciaría el martes 9 de diciembre de 2008, día posterior al cese de López en el cargo de alcalde, y culminaría el 9 de diciembre de 2014. Cuando el primero de septiembre de 2001 la Corte Interamericana de Derechos Humanos ordenó la anulación de esta inhabilitación administrativa, el Tribunal Supremo de Justicia optó por desacatar la sentencia y ratificó su postura en pronunciamiento del 17 de octubre de 2011: «Vencido el período de la sanción (López) podrá optar a otros cargos. En el 2014 concluyen las sanciones que le fueron impuestas». Este criterio fue secundado por Adelina González, a la sazón encargada de la Contraloría General de la República, a raíz de la muerte en funciones de Clodosbaldo Russián.
La persecución política quedó confirmada cuando el gobierno, por intermedio de sus apéndices judiciales, prolongó la medida de inhabilitación más allá de 2014. Para ello violó el principio del derecho que sostiene que a una persona condenada por varios delitos no se le pueden sumar varias penas. He aquí el modus operandi: se desempolvó la causa del traslado de partidas presupuestarias y se ordenó una nueva inhabilitación por tres años, con inicio de la suspensión el 10 de diciembre de 2014 y término el 10 de diciembre de 2017. El alegato jurídico fue aportado por la señora Adelina González el sábado 13 de diciembre de 2014 en una nota de prensa enviada a la redacción del diario El Universal. Allí González señaló, en abierta inobservancia de las razones expuestas por el TSJ, pero también en infructuosa villanía (pues la rábula de marras no fue confirmada como contralora general, a pesar de tanta obsecuencia y degradación), lo siguiente: «Las inhabilitaciones para el ejercicio de cargos públicos dictadas por la Contraloría General de la República se suman en casos de reincidencia; es decir, una vez cumplida la primera se cumplirá la segunda».
La decisión de activar la segunda inhabilitación guarda relación, sin duda alguna, con el ascenso en las encuestas políticas de Leopoldo López y la caída en la popularidad del mandatario Nicolás Maduro, pero también con la publicación del documento «La salida», un texto en cuyas líneas más polémicas el coordinador nacional de Voluntad Popular escribe: «¿Y qué debe pasar con el gobierno?, vuelvo a preguntar. La respuesta es rápida e igual en todos lados: "CAMBIO. Hay que salir de este gobierno. Hay que votar por la Unidad”. Es reveladora la claridad con la que el pueblo está interpretando la crisis y la unidad de criterio que veo desde Cunaviche en Apure hasta Pampanito en Trujillo. El gobierno es un desastre, es antidemocrático, corrupto e ineficiente. Maduro es un incapaz que no manda y es el rostro vivo de la crisis. La foto de Maduro representa escasez, inflación, inseguridad y colapso de los servicios públicos. No podemos quedarnos de brazos cruzados frente a esta opinión mayoritaria. ¿Qué hacer? Por ahora, profundizar la organización, votar el 8D por los candidatos de la Unidad y castigar al gobierno con nuestro voto. ¿Es eso suficiente? No, no lo es. Debemos asumir el voto, pero también la calle, la protesta. Como lo hizo ejemplarmente el pueblo de Cariaco, el cual logró exitosamente su objetivo. ¿Y después del 8D qué?  En nuestra opinión, no tenemos otra opción que asumir clara y abiertamente salir de este gobierno con el alzamiento de la conciencia y el pueblo en la calle.  La Constitución ofrece varios vehículos: constituyente, enmienda, revocatorio o renuncia, pero todos ellos requieren de lo más importante: la determinación firme del pueblo, de salir de este desastre ya. ¡Fuerza y fe Venezuela!».
Este anuncio de Leopoldo López de recorrer toda Venezuela en procura de hacer del malestar colectivo el pilar fundamental de la expansión de la base de apoyo del proyecto de unidad democrática exacerbó la paranoia de los revolucionarios enquistados en el poder. Baste un dato para entender el miedo de Maduro y su claque: según el Observatorio Venezolano de Conflictividad Social durante el primer semestre de 2015 se produjeron al menos 2.836 protestas, entre ellas 56 saqueos y 72 intentos de saqueos a escala nacional.
Así como no hay evidencias de que Leopoldo López haya llamado a vandalizar la sede del Ministerio Público, incendiar cinco patrullas del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (Cicpc) y cometer hechos de violencia contra la gente situada en las adyacencias de Parque Carabobo, tampoco existen evidencias de que el documento intitulado «La salida» contenga una convocatoria manifiesta de desconocer al gobierno de Nicolás Maduro o sea una exhortación al sector militar para que derroque las autoridades constituidas. Para cualquier persona sin problemas de comprensión lectora es punto menos que imposible encontrar una prueba delictiva en el escrito de López. Lo que ocurre, tristemente, es que en nuestro país resulta ya subversivo recordar a quienes ejercen el mando dos truismos de filosofía política: que en una república el mandato de gobierno es finito, y que en una democracia el poder conferido en una elección puede arrebatarse en otra, dado que la soberanía radica en la voluntad popular y no en el designio del tirano o del partido, por más que ambos usurpadores se empeñen en afirmar que representan la quintaesencia del pueblo.
Ante la falta de declaraciones explícitas el gobierno, mediante su sicario institucional, el Ministerio Público, procedió a torturar las palabras para que dijeran lo que nunca fue expresado. Se pidió al exviceministro de Comunicación, Alí Paredes, efectuar un análisis semiológico de los mensajes enviados por Leopoldo López desde su cuenta de Twitter. También se acudió al juicio informado de Rosa Amelia Asuaje, doctora en Lingüística, profesora de la Universidad de Los Andes y columnista del portal web Aporrea, para que corroborase la presencia de contenidos subliminales en el manifiesto titulado «La salida» y en una muestra de 31 videos publicados en Youtube contentivos de discursos e intervenciones públicas del coordinador de Voluntad Popular. Ninguno de los dos avaló las tesis de los representantes de la Fiscalía General de la República. Y mal podían hacerlo, porque como advierten Ludovic Ferrand y Juan Segui, en su obra La percepción subliminal, estudios recientes en el área de la psicología experimental demuestran que la percepción se borra en algunos centenares de milisegundos, de tal forma que «el consumidor o el elector deberían precipitarse en menos de 150 milisegundos hacia las estanterías, o hacia una cabina electoral, para que el efecto del mensaje subliminal pueda actuar. Las manipulaciones mentales por medio de mensajes subliminales en la práctica son imposibles».
Llegados a este punto es digno de resaltar lo incoherente de la jurisprudencia chavista, cuyas decisiones no obedecen a una idea concreta del derecho, sino más bien a la necesidad de parir razonamientos y criterios, con visos de legalidad, que sirvan para convalidar las alcaldadas del presidente y sus funcionarios de confianza. El mismo engranaje judicial que hoy busca prestigiar la tesis de los mensajes subliminales, instigadores de la violencia y la anomia, fue el mismo que el 11 de noviembre de 2009, mediante intervención del Tribunal Supremo de Justicia, exoneró al fallecido Hugo Chávez Frías de los cargos interpuestos por Hermann Escarrá. Según el constituyentista el jefe de Estado incurrió en los crímenes de apología del delito e incitación al odio cuando en una intervención pública dijo, con hipotética carga subliminal, que su gobierno le iba entrar a «batasos» (acrónimo que hace alusión a la Unidades de Batalla Socialistas) a la gente de la oposición. En aquella oportunidad los magistrados del TSJ explicaron en su fallo que las palabras de Chávez no podían tomarse literalmente y que formaban parte del debate político. En resumen, se reconoció la presunción de buena voluntad del hablante; un supuesto que en la actualidad se niega a Leopoldo López.
En el campo lingüístico, tan caro a la profesora Rosa Amelia Asuaje, la decisión del TSJ nos remite a la noción de pragmática, disciplina que indaga cómo los significados adquieren sentido según la situación. Estudiosos de la comunicación han planteado una circunstancia presente en toda conversación: «El emisor quiere decir más de lo que dice, y el receptor interpreta más de lo que se le dice». ¿Cómo hacer para que las tendencias propias del emisor y el receptor no redunden en suspicacias mutuas que den al traste con el proceso comunicativo? En el terreno de la pragmática la respuesta la aporta el principio de cooperación de Paul Grice. Grice especificó los cuatro principios necesarios para establecer una comunicación basada en la verdad y en la cooperación de los interlocutores: cantidad, calidad, relevancia y claridad. Las denominadas «implicaturas» serían las deducciones que hacen de buena voluntad los receptores ante los mensajes pragmáticos, porque suponen que el emisor se ajusta a las cuatro máximas cooperativas (Semántica y pragmática del texto común. Rafael Núñez y Enrique del Teso. Editorial Cátedra, 1996). En palabras del español Álex Grijelmo, en su obra La información del silencio (Taurus, 2012): «Los hablantes confían en que los escuchantes elaboran inferencias adecuadas, y éstos suelen confiar en las inferencias producto de las declaraciones de los hablantes. El destinatario de un mensaje supone de oficio —intuitivamente— que su interlocutor respeta esas máximas enunciadas por Grice. Si el emisor no corresponde a tal confianza, engaña. Pero si los hablantes asumen implícitamente esas máximas, garantizan el éxito de la comunicación».
Los pragmáticos Dan Sperber y Deirdre Wilson redujeron las cuatro máximas de Paul Grice a un único criterio y factor básico de la comunicación: el principio de relevancia. Según ambos autores, la noción de relevancia es eminentemente relativa, nunca unánime, porque los hablantes seleccionan una parte del mensaje y desechan otra, «el emisor transmite lo que considera relevante, y si algo está presente en el discurso el receptor entiende que ello se debe a que el emisor lo ha considerado relevante». Tanto el principio de cooperación de Paul Grice como el principio de relevancia de Dan Sperber y Deirdre Wilson parten de la presunción de la buena fe del emisor. Supuesto que subyace en la decisión del TSJ. Nada de lo anterior puede ser desconocido por un experto en Lingüística y Teoría del discurso. Aunque sí, obviamente, por una jurista del horror en trance de defender su plaza como jueza provisional y de salvar, en última instancia, su pellejo vestido con toga.
Quien sí violó el principio de cooperación de Paul Grice fue, quién lo diría, la profesora Rosa Amelia Asuaje, quien acudió al tribunal 28 de Juicio de Caracas a fuer de autoridad académica irrecusable en la causa incoada contra Leopoldo López. El hecho de haberse abstenido de señalar al acusado como emisor de mensajes subliminales (aunque en un momento del juicio manifestó no estar suficientemente clara de que «La salida» fuese constitucional) no la exime de haber incurrido en la irregularidad deontológica de fungir de experta imparcial ante un juzgado de la República, a pesar de que casi un año antes, el martes 11 de febrero de 2014, había revelado su tendencia política en un artículo publicado en el portal Aporrea, con el título «Guarimbas en Mérida aupada por una sociedad cómplice» (nota del cronista: el contexto lingüístico en el que la voz «guarimbas» es empleada implica la aceptación por parte de la autora del framing o marco mental propuesto por los comunicadores del régimen). En ese texto Asuaje escribió: «En los últimos días, Mérida ha sido el escenario de una violencia callejera inusitada debido a las estrategias que se introducen en el juego bélico por darle al país “una salida rápida para acabar con Maduro y su gobierno”. Quienes hacemos vida en esta ciudad, pequeña comarca que acoge en su seno un crisol de personalidades, ideologías y contradicciones, hemos podido observar, semejante a espectadores de un film en tercera dimensión, como surgen del pavimento decenas de merideños que, con cacerola en mano, aúpan, celebran y enaltecen la conducta de desadaptados sociales que, bajo la capa impoluta de su condición de estudiantes, han destrozado calles, semáforos y postes; “estudiantes” que, alejados de su misión principal, se han dado a la tarea de trancar avenidas, cobrar peajes a los que transitamos con nuestros vehículos por zonas aledañas al campus universitario y quemar basura, sabiendo la toxicidad que esta acción trae consigo (…) ¿qué quieren los merideños de la oposición? ¿Cuántos muertos necesitan para contabilizar su pírrica victoria? Y termino haciéndoles estas preguntas: ¿es que acaso creen que porque en Mérida se multipliquen los guarimberos, el gobierno actual va a caer o el presidente Maduro va a renunciar? ¿Acaso creen, como en el este de Caracas, de donde provengo y sector al que conozco perfectamente bien, que con quemar doscientos cauchos este gobierno va a caer? Esperen sentados en sus cómodos sofás y tómense un Martini seco mientras siguen “tuitiando” desaforadamente que los chavistas tenemos los días contados».
Conviene detenerse en este chavismo que Rosa Amelia Asuaje tiene a bien «encaletarse» para mejor pasar por desapasionada autoridad académica en las audiencias del juicio político de Leopoldo López. Es justo afirmar que la relación de la doctora en Lingüística con la revolución bolivariana va mucho más allá de la simpatía ideológica. Es una furibunda admiradora de la figura de Hugo Chávez, tal como puede corroborarse al leer el artículo «Hugo Chávez: el parresiasta latinoamericano del siglo XXI», publicado el jueves 6 de marzo de 2014 en el portal Aporrea. En este texto, redactado a un año de la desaparición física (o «siembra», en la neolengua neototalitaria) del «comandante supremo», la autora echa mano de las investigaciones que el intelectual Michel Foucault hizo de la civilización griega, en particular de la ciudad estado de Atenas. Del conjunto de hallazgos del francés, a Asuaje le interesa las implicaciones del concepto griego de parresía (por favor no confundir con la voz parresia, figura retórica que el periodista Miguel Salazar transformó en técnica de adulación para ganar puntos con Chávez y su gobierno) que significa, según Foucault, 1) decir la verdad, 2) decirla francamente y 3) decirla toda. A partir de este punto la doctora en Lingüística reflexiona: «Un sujeto se convertía en un parresiasta si hacía buen uso de la parresía al decir siempre la verdad de manera clara y franca y sin guardarse nada en su corazón. Ahora bien, para ser un buen parresiasta o parresiastés, había que estar consciente de que el decir la verdad siempre implicaba un riesgo, pues el otro a quien se le dice una verdad no siempre está preparado para escucharla, especialmente si es un poderoso que puede atacar al parresiasta por incomodarlo con su confesión. De tal manera que quien hacía uso de la parresía debía tener el suficiente coraje para decir todo lo que era necesario que se supiera, aunque en el tránsito de esa develación, podía, el parresiasta, ser amenazado de muerte por sus palabras. La valentía en el decir era, entonces, una condición sine qua non para poder erigirse como un sujeto de verdad, tomando como principio de acción la parresía».
Acto seguido, Rosa Amelia Asuaje emprende el apasionante desafío de identificar en nuestros tiempos al hombre que, de un modo deliberado y consciente, hizo mejor uso de la parresía. No tarda mucho en compartir con los lectores el nombre de su candidato: «Sin lugar a dudas, Hugo Chávez, hombre que no sólo se erigió como sujeto de su verdad ante el imperialismo norteamericano y la vieja Europa, sino que nos enseñó el valor de decir la verdad, decirla toda y decirla francamente (las tres condiciones del parresiasta). Un presidente que se atrevió a decir lo que otros gobernantes nunca dijeron, un hombre que lideró la desarticulación del ALCA en Mar del Plata con la valentía del guerrero que se enfrenta al Dios del Capital. ¿Quién olvida a nuestro Chávez cuando se atrevió a decir en la Conferencia de la Naciones Unidas: Huele a azufre, refiriéndose a su homólogo George Bush quien el día anterior había hecho su intervención ante ese organismo internacional, justificándose como el protector de la paz mundial que se ingeniaba guerras para garantizar lo primero? (…) Si tuviésemos que identificar a un verdadero parresiasta de nuestros tiempos y en nuestra América, tendríamos que evocar un nombre: Chávez, un hombre que era todos los hombres de Venezuela al evocar al zambo, al mestizo, al criollo y al negro en una sola corporeidad. Había llegado el emisor de las sombras ocultadas por la historia de los vencedores en nuestro país. Con él, las demandas de los que menos tuvieron alguna vez se hacían palabra y acción, coherencia discursiva: parresía. Tal vez por ese atrevimiento, por ese arrojo irreverente y peligroso, nuestro Chávez fue tan odiado por quienes lo adversaron, no sólo porque sus ideas eran libertarias (sic) para un importante sector de nuestro país, sino porque develaba esa venezolanidad endoracista (sic) que la pequeña burguesía, afecta al blanqueamiento europeísta, había desterrado de su vientre, mucho antes de nacer en esta tierra de gracia».
La prosa de Rosa Amelia Asuaje es una muestra más, si acaso hacía falta, del empeño de los intelectuales de tendencia posmoderna y posmarxista de emplear en sus desarrollos teóricos un lenguaje abstruso, con abundantes archisílabos y oraciones subordinadas (acaso con la intención de disolver el sujeto de la oración principal y la acción que ejecuta), a guisa de mecanismo psicológico para proyectar un rigor científico propio de las ciencias exactas, pero imposible de alcanzar en las ciencias sociales. Asuaje alerta a los lectores de los peligros de «la venezolanidad endoracista», pero si en verdad existe un fenómeno al que se pudiera anteponer el prefijo «endo» (dentro, en el interior) éste no sería otro que el hábito de los intelectuales posmodernos y posmarxistas de leer únicamente textos de científicos posmodernos y posmarxistas. Sus referentes teóricos siempre son los mismos: Foucault, Lyotard, Baudrillard, Derrida, Deleuze, Agamben, Bourdieu, Bauman, Vattimo, Negri, Žižek. No salen de allí, del coto aislado, amurallado, de las «endolecturas» (disculpen el guiño posmo).
Sólo en la interpretación de Foucault la parresía tiene tres requisitos para ser plena, y sólo en la revisitación foucaultiana (disculpen los archisílabos) acometida por Asuaje Hugo Chávez puede erigirse como parresiasta (categoría conceptual, por cierto, salida del magín del intelectual francés). Para darse cuenta de ello, basta únicamente tener la voluntad de encontrar el conocimiento más allá de los límites de los pensadores afines. Por ejemplo, en las páginas del excelente ensayo Demokratía. Orígenes de una idea (Alianza Editorial, 2000), del historiador clásico Doménico Musti.
Musti se propone documentar la aparición en la sociedad ateniense de la voz demokratía, la palabra que la tradición griega usó para designar la forma de gobierno instituida por las reformas de Clístenes en el 508-7 a.C. No se conforma con la tradicional apelación a las partículas «demos» (pueblo) y «kratos» (poder, gobierno), y enuncia los rasgos fundacionales de la demokratía, que, a contrapelo de lo que suele pensarse, no se limitan al rito de la votación (cheirotonía / psephophoría) y la supeditación servil de la minoría a la mayoría (despotiké). Es así como habla de la igualdad ante la ley (isonomía), de los períodos acotados de mando para gobernar por turnos (archein en merei), de la sustitución del poder depositado en un solo hombre (en henì andrí) por el poder distribuido en varias magistraturas, de la rendición de cuentas de los gobernantes (lógon didónai, euthýnas didónai), de la participación libre y activa del ciudadano (eleuthería) en el manejo de lo público (koinón), y de la preocupación permanente por el respeto de los valores de la igualdad (isótes) y la libertad (eluthería). «La propia historia política griega es un esfuerzo por crear formas de contrapeso y equilibrios de poder», afirma Musti.
Uno de los fragmentos más importantes del libro es cuando el historiador se refiere a los dos conceptos antiguos que mayor relación guardan con el moderno principio de la libertad de expresión: la isegoría y la parrhesía: «La democracia nació en Grecia, concretamente en Atenas, en el año 508-7. En tanto que régimen nuevo aparece atestiguada como fruto de la obra del reformador Clístenes, para cuya innovación política la tradición historiográfica utiliza el término demokratía (Heródoto), como dos sinónimos parciales y potentes: isegoría e isonomía, pero la tradición es posterior a Clístenes y lo interpreta; por tanto queda por ver si el término ya estaba en circulación en su época, lo cual resulta dudoso (…) La democracia tiene para los griegos un sinónimo inmediato en isegoría o parrhesía. La libertad absoluta de palabra como principio es para un griego la sustancia institucional de la libertad (...) Isegoría y parrhesía son términos que se identifican con el de demokratía aún más que el de isonomía».
Páginas más adelante, al analizar las características de las comedias escritas por Aristófanes, Musti precisa: «Ante todo, la vis comica  es crítica y desacralizadora por naturaleza, tanto más en un clima democrático, de libertad de palabra que, según la definición ática, es isegoría, es decir, “igualdad de palabra”, igual derecho de palabra en cuanto al derecho formal, y parrhesía, esto es, “libertad de decir todo y de todo” en cuanto al contenido».
Las excavaciones arqueológicas organizadas en la colina del Pnix dieron cuenta de un primitivo foro asambleario con capacidad para seis mil personas, cantidad que corresponde al quince por ciento del total de ciudadanos de Atenas (calculados en cuarenta mil para la época por el helenista M. H. Hansen). El hábito del debate y la deliberación cultivado por los asistentes al agorá consolidó entre los griegos una cultura política basada en la oralidad, cuyo ejercicio comprendía la igualdad en el uso de la palabra (isegoría) y la libertad para decirlo todo (parrhesía), principios materializados en la demegoría o «discurso que se pronuncia para el pueblo».
La isegoría y la parrhesía, instituciones que allanaron el camino para la demokratía, comenzaron a declinar con el surgimiento en Atenas de la efebía, o alistamiento militar de los jóvenes entre 18 y 20 años. Volvemos a la obra de Musti: «El problema del origen de la efebía se abordó a partir del descubrimiento de la inscripción de Acarnes que contiene el juramento de los efebos. ¿Cuál es la relación de este amplio período de adiestramiento militar con la democracia? “La efebía —escribía  U. von Wilamovitz— se opone al espíritu democrático de Atenas. Esta institución prescinde totalmente de la parrhesía, de la libertad de palabra, del ‘vivir cada cual como quiera’” —expresión que contiene la concepción de la vida del demócrata, claramente expresada por Pericles en el Epitafio—. Así pues, para Wilamovitz, la efebía no podía ejercerse en Atenas en el período más brillante de la democracia, y se trataría de una institución posterior».
Todo lo anterior ilustra la extralimitación de Foucault cuando afirma que la parrhesía se logra mediante el cumplimiento de tres condiciones: 1) decir la verdad, 2) decirla francamente y 3) decirla toda. Al margen de la contradicción encerrada en la segunda condición (travesura retórica: tratar de decir la verdad a través de la mentira, una jugada que hace que el «parresiasta» foucaultiano pierda en el acto su pretendida superioridad moral), lo importante es aclarar que la parrhesía se refiere al derecho de expresar cualquier opinión, sin que necesariamente esta opinión sea verdad o sea sentida como verdad por el sujeto que la pronuncia. De hecho, la aparición histórica de la figura nociva del sicofante (mezcla de sofista, calumniador y delator) se explica a partir de la corrupción de tres instituciones democráticas atenienses: la parrhesía, la lógon didónai (la rendición de cuentas) y la akribeía (ideal de leyes exactas y minuciosas).
Por las referencias ofrecidas por Rosa Amelia Asuaje, no sabemos si Foucault omitió en su análisis la noción de isegoría. De haberlo hecho, constituiría, en términos aristotélicos, una verdadera hamartia (hamártema), porque para que se materialice la libertad de palabra en términos socialmente significativos (de repercusión pública de la opinión emitida por el ciudadano), no sólo se requiere decir lo que se piensa, sino decirlo frente a los iguales o, en su defecto, ante aquellos que tienen el poder de llevar las ideas y propuestas al plano de los hechos.
En su contexto original la noción de parrhesía nos remite al ciudadano en la asamblea, donde su voz constituye un voto y nada más que uno. Este fenómeno ilustra la esencia dual de la parrhesía. Es absoluta, porque consagra la expresión sin reservas ni retaliaciones de todas las opiniones de una persona que se desenvuelve en un ámbito público. Pero es relativa, porque a pesar de su naturaleza radical y subversiva carece de fuerza para imponer una opinión en el mundo exterior por un acto de voluntad, y por tanto depende de la agregación de otras parrhesías para transmutarse en mayoría y ejecutar el mandato democrático.
La parrhesía no puede ser ejercida por un primus inter pares, porque esta figura de poder establece una asimetría que anula la noción melliza de isegoría, porque el uso de la propia parrhesía lleva implícita la obligación de escuchar, en condiciones de igualdad, e incluso en el mismo lugar físico, el ejercicio de la parrhesía ajena. Cuando un gobernante en un sistema presidencialista, como el sistema político venezolano y también como el sistema de integración americano, dice todo lo que quiere, como supuestamente lo hizo Chávez, no ejerce la parrhesía, como tanto quisiera la doctora en Lingüística, sino que manifiesta la lengua ágil (aútrochos) de un líder que aprovecha un discurso pronunciado para el pueblo (demegoría) o para la audiencia (versión del vulgo en los regímenes basados en el uso de los medios de comunicación de masas y ahora de las redes sociales) con el propósito de imponer su voluntad personal gracias a la impostación del tono desiderativo o reflexivo. Una sociedad jamás está tan cerca de ceder su libertad y su dignidad que cuando un sujeto que lo puede todo incurre en la impudicia de contarlo todo, porque jamás ese sujeto es uno solo: posee, como diría Etienne de la Boètie, los brazos y las piernas, también los empeños, de aquellos que le temen. 
Veamos. El jueves 10 de diciembre de 2009 el presidente Hugo Chávez, el parresiasta de Asuaje, dijo en cadena de radio y televisión: «Entonces viene una juez bandida, una bandida, y los alguaciles escuchan de los policías, que vienen trasladando al preso, que la juez lo llamó a declarar a la audiencia… Y todo estaba montado, según ahora me explican. Aquí tengo los informes. Ella misma se lleva al preso, violando la ley en primer lugar, porque hace la audiencia sin la presencia del Ministerio Público. Eso está prohibido. Ningún juez puede hacer ninguna audiencia sino está el fiscal del caso. Ella no le comunicó nada a ningún fiscal. Mandó por el preso, lo metió en el tribunal y lo sacó por la puerta de atrás. Se fugó. Bueno está presa. Y yo exijo dureza contra esa jueza. Yo incluso le dije a la presidenta del Tribunal Supremo: “Doctora”… y así le digo a la Asamblea Nacional habrá que hacer una ley, porque es mucho mucho mucho más grave un juez que libere a un bandido que el bandido mismo. Es infinitamente muy grave para una república, para un país, que un asesino quede libre porque pagó para que un juez lo liberara. Es más grave que un asesinato. Entonces habrá que meterle pena máxima a esta jueza y a lo que hagan eso. ¡Treinta años de prisión pido yo a nombre de la dignidad del país! Y no me vengan después con que la jueza, por ser jueza, debe estar en una oficina. No. ¡Debe estar en la cárcel!... con todos sus derechos… pero no que la jueza salió después a los tres meses. No. No. ¡Señora Fiscal no lo permita usted! ¡No lo permitamos! Esa jueza tiene que pagar con todo el rigor de la ley lo que ha hecho. Y cualquier otro juez que se le ocurra hacer algo así».
¿Constituye el anterior testimonio un ejemplo de parrhesía? Quizá para Rosa Amelia Asuaje sí. Pero para el resto de los mortales, no tan leídos ni escribidos, ayudaría mucho, antes de emitir un juicio definitivo, buscar las respuestas de ciertas preguntas: ¿Los venezolanos contamos con isegoría para ejercer la parrhesía en una cadena de radio y televisión sobre el caso de la jueza María Lourdes Afiuni? ¿Puede hacerlo la propia Afiuni? ¿Incluso la propia profesora Asuaje?
Aquí va mi respuesta: la  opinión de Chávez no puede tomarse como una simple opinión, dado que quien la emite está investido de poder y, por tanto, su parecer jamás estará exento de ser interpretado como una orden o instrucción, en este caso a quienes se encargan de llevar las causas judiciales. Un ucase que determina el rumbo de todos los juicios políticos por venir. No hay que ser doctor en Lingüística ni experto en «endolecturas» posmodernas para saber que la sedicente parrhesía (en verdad aútrochos) de Chávez tuvo influencia en el criterio de la jueza Susana Barreiros, quien se esforzó por no malquistarse con el régimen y terminar sepultada  en los calabozos del Instituto Nacional de Orientación Femenina (INOF).
La plena libertad de palabra acaba fagocitada cuando el pensamiento militar, tal como lo hizo en la antigua Atenas, permea las instituciones democráticas y desdibuja su origen civil. La parrhesía de la primigenia demokratía griega sólo tiene sentido cuando es ejercida por un ciudadano inerme, no un gobernante dueño de policías, ejércitos, jueces, parlamentarios, medios de comunicación y fondos públicos. Lo explica muy bien el sociólogo Zvetan Todorov: «En el momento en que se ejercen responsabilidades públicas ya no basta con invocar las propias convicciones y el derecho a expresarlas. A ello se añade la exigencia de hacerlo como un individuo responsable, que tiene en cuenta las previsibles consecuencias de sus actos. Esta responsabilidad no es la misma para todos, sino que aumenta a medida que lo hace el poder del que se dispone (…) El hombre de a pie goza de mayor libertad que el primer ministro; un periódico provocador que un periódico influyente; la universidad que las cadenas de televisión, porque la responsabilidad limita la libertad».
Un periódico tiene más libertad para ejercer su libertad de expresión que un alcalde, porque un periódico sólo tiene lectores mientras que un burgomaestre tiene una maquinaria burocrática. De allí que repugne a la razón las acusaciones de Jorge Rodríguez contra el diario estadounidense The Washington Post por la publicación de un editorial acerca de las irregularidades que caracterizaron al juicio político de Leopoldo López. Según el alcalde del Municipio Libertador el Washington Post ofendió al sistema judicial venezolano,  al poner en duda la imparcialidad de sus tribunales. Sin embargo, muchos aquí recordamos el testimonio de Eladio Aponte Aponte, exjuez del TSJ: «La justicia no vale. La justicia es una plastilina porque se puede modelar a favor o en contra (…) Yo era parte del Poder Judicial de una manera protagónica. Y quizás muchas de las cosas que suceden ahorita existieron bajo mi responsabilidad. Pero una vez que yo vi que me midieron con la misma vara y el mismo metro con el que miden a los demás, me dije: Esto no es la justicia que se proclama (…) Sé lo que me espera y lo que me espera no es nada bueno».
Lo más llamativo del episodio es que Jorge Rodríguez habla de castigos para instigadores de hechos violentos, y tiene a su lado al gobernador de Carabobo, Francisco Ameliach, quien el 16 de febrero de este año escribió un tuit llamando al «contraataque fulminante» a los miembros de las UBCh; tuit que antecedió los hechos acaecidos en Valencia al día siguiente cuando fue herida de muerte la exmiss Turismo 2013 Génesis Carmona.

En resumen: la captura y juicio de Leopoldo López sin la existencia de pruebas ni evidencias se aviene muy bien con la máxima acuñada, tan temprano como el año 1921, por los esbirros de la Cheka, policía política anterior a la KGB comunista: «Dadnos al hombre, que la acusación ya la encontraremos». Luego toca a los juristas del horror, sayones del régimen, impartir la sentencia.

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