lunes, noviembre 25, 2013

La boca que abandona la verdad

Cuando en el año 2006 logré colarme en las páginas de opinión del diario El Tiempo de Puerto La Cruz prometí a mis editores limitarme a escribir textos humorísticos, primero como colaborador quincenal, después hebdomadario. Durante tres años conseguí mantenerme firme en este empeño, siempre dificultado por la negativa de ensalzar con mi pluma los vectores más venerados de la jodienda popular, a saber: la cuaima, la suegra, el borracho, el homosexual o el malandro.
Muchas de estas piezas humorísticas, publicadas posteriormente en el blog La hora del Vampiro, sirvieron de materia prima para mis monólogos humorísticos en las denominadas noches de stand up comedy de Caracas. Los correos electrónicos de decenas de amables lectores me sirvieron, en más de una ocasión, como una guía para identificar las situaciones hilarantes que debían ser planteadas en la tarima, pero también, quién lo diría, como un inesperado mecanismo para seleccionar los mejores remates de los chistes.
Si alguno de ustedes me interrogase acerca de los principios de mi credo humorístico no dudaría en citar las definiciones de tres maestros esclarecidos: «El humor es una manera de hacer pensar sin que el que piensa se dé cuenta de que está pensando» (Aquiles Nazoa), «El humor es inevitablemente otra manera de amar, de pedir calma, de evadir el grito, el insulto, soslayar la furia estúpida y ciega. Y esa es la definición más acertada que se le pueda conceder al humorismo: la de un raro, aunque extraordinario, acto de amor» (José Ignacio Cabrujas) y «El humor es la inteligencia indignada» (Robert McKee).
Debido quizás a mi creencia profunda en las verdades encerradas en esas tres definiciones, un día comprendí que la búsqueda incesante de la risa no puede erigirse en el altar profano donde el humorista muere como hombre de pensamiento: si el primer deber de un humorista es hacer reír, el segundo deber no puede ser otro que hacer reír llamando a las cosas por su nombre. Un humorista no sería tal si avala con su silencio el declive de un país y la conversión de un pueblo en una masa amorfa y primitiva. No es justo que la risa de los hombres y mujeres libres y honrados se confunda con la carcajada de los delincuentes y su claque de cómplices.
Asumir estos principios a plenitud ha supuesto el incumplimiento de la promesa hecha a mis editores. Mi espacio semanal hace ya tiempo que dejó de ser una sucesión de textos humorísticos para convertirse en una columna de difícil clasificación (menos mal que está mi vecino de página, el eminente cazador de moscas, Jesús Millán), porque un viernes reseño un libro cuya lectura me parece imprescindible y otro viernes intento demostrar, con evidencias cotidianas y citas bibliográficas, la transformación de la revolución bolivariana en un régimen neototalitario y antidemocrático. A veces cansado vuelvo al redil y sorprendo a los incautos con una nueva entrega de mis escritos mentepollísticos, los cuales siempre imagino como breves ensayos de sociología menor.
¿Pero por qué me opongo a un gobierno que millones de venezolanos identifican con las nociones de justicia e igualdad social? ¿Por qué adverso a un gobierno que supuestamente mejoró la distribución del ingreso, gracias a un sistema de becas directas a la población y subsidio de los servicios públicos? ¿Por qué combato a un gobierno que dizque acabó con el analfabetismo (lo que supone reconocer que mi abuelastra materna no existe, a pesar de que la pobre aún respira en el pueblo de Pariaguán), recuperó el manejo soberano de la industria petrolera y sembró las bases de la independencia económica? Porque en su esencia todo está trufado de mentiras, silencios y análisis de conveniencia. Porque lo único cierto en medio de esta gran farsa de aparente democracia, defendida por izquierdistas y nacionalistas, ha sido la dominación absoluta del petrodictador Hugo Chávez Frías, quien  se atornilló en el poder durante catorce años y derrochó una fortuna quince veces superior al dinero empleado para la reconstrucción de Europa después de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, hay quien todavía finge desconocer la cuantía del daño, la magnitud de la tragedia, lo nauseabundo de la degradación. Todavía hay quien, al despecho de la realidad, se anima a hablar de elecciones ganadas sucesivamente y alude a una irrestricta libertad de expresión.
Cuando escucho a estas personas defender rabiosamente su objetividad e imparcialidad —tan limpias del polvo y la paja de la polarización política y la disociación psicótica inducida por la canalla mediática— recuerdo el cuento La gabardina, del escritor rumano Norman Manea, cuyo personaje principal, «el chico, el niño, el inocente, el sabio», se esfuerza todo el día por mantener el antifaz de la candidez: «Ali Stoian se detuvo, las explicaciones no le parecían suficientes ni bastante claras para la mente compleja e infantil del Sabio, que no renunciaba a la máscara de la inocencia y a las preguntas insistentes e ingenuas, de una insistencia e ingenuidad sospechosas, como si, en realidad, supiese desde hace mucho todo cuanto se había dicho, incluso más todavía, y preguntase simplemente para ajustarse al guion  porque no se fiaba de su amigo Ali ni de nadie, era amigo sólo de la verdad, ¿no es cierto?, sólo de la verdad, ¿cuál será esa verdad?».
Una pista: «La memoria no abandona la verdad. Sólo puede abandonar la verdad la boca, en el cálculo del engaño» (El tic-tac de la norma, Herta Müller).
Y esa boca que, en el cálculo del engaño, abandona la verdad no merece ser asociada con el humorismo.

Etiquetas: , ,