martes, octubre 13, 2015

Claus y Lucas

La separación de dos hermanos es el drama que vertebra tres novelas cortas escritas por la húngara Agota Kristof. Todas ellas pueden ser leídas en el tríptico Claus y Lucas publicado en español por El Aleph Editores.
Húngara, exiliada en Suiza, donde labora como operaria en una fábrica de relojes, Agota Kristof comienza en 1984, a los 48 años de edad y en una lengua adoptiva, la redacción del primer texto de una trilogía literaria, cuya publicación le granjeará inmediata fama mundial.
Seca, negativa, desesperanzada. Así describe Kristof la escritura que da cuerpo a El gran cuaderno (1988). En sus páginas se relata la historia de dos hermanos, Claus y Lucas, cuya madre, acosada por la pobreza, decide dejarlos por un tiempo en casa de la abuela, una mujer huraña, analfabeta y codiciosa. Los niños, dotados de una inteligencia muy precoz, y de una ínsita habilidad para la escritura, emplean el dinero ganado en diversos oficios para comprar lápices y cuadernos, con el propósito de llevar registro cabal de su nueva vida. En su cuartico tienen dos libros: la Biblia y un diccionario.
«La abuela es la madre de nuestra madre. Antes de venir a vivir a su casa no sabíamos que nuestra madre aún tenía madre. Nosotros la llamamos abuela. La gente la llama La Bruja. Ella nos llama “hijos de perra” (…) Su cara está llena de arrugas, de manchas oscuras y de verrugas de las que salen pelos. No tiene dientes, al menos que se vean. La abuela no se lava jamás. Se seca la boca con la punta de su pañoleta cuando ha comido o ha bebido. No lleva bragas. Cuando tiene que orinar, se queda quieta donde está, separa las piernas y se mea en el suelo, por debajo de la falda. Naturalmente, eso no lo hace dentro de la casa», anotan los hermanos en el gran cuaderno.
La abuela vende las cobijas, las sábanas y las mudas de ropa que estaban en las maletas de Claus y Lucas. Les retiene la mesada y les hace saber que la alimentación y el hospedaje dependen de la contribución en las labores de la pequeña finca. Los hermanos se rehúsan a obedecer, pero el hambre les hace doblar el espinazo.
«La sexta mañana, cuando ella sale de la casa ya hemos regado el huerto. Le cogemos de la mano los pesados cubos de la comida de los cerdos, llevamos nosotros las cabras a la orilla de río, la ayudamos a cargar la carretilla. Cuando vuelve del mercado, estamos a punto de cortar la leña. Durante la cena, la abuela dice: “Ya lo habéis entendido. El cobijo y el alimento hay que ganárselos”. Nosotros decimos: “No es eso. El trabajo es pesado, pero mirar sin hacer nada a alguien que trabaja es mucho más pesado, aún sobre todo si es un viejo”. La abuela dice, sarcástica: “¡Hijos de perra! ¿Queréis decir que os doy pena?”. “No, abuela. Solamente nos avergonzamos de nosotros mismos”».
En un pueblo de frontera, azotado por un conflicto bélico y amenazado por la expansión de una potencia totalitaria, la abuela vive en la casa más cercana a la zona geográfica y militarmente delimitada. El entorno de privaciones y decadencia moral dispara los recuerdos de la extinta vida familiar, los cariños de la madre, la presencia tutelar del padre —corresponsal de guerra— («Nosotros no olvidamos nunca nada»). La tristeza y la añoranza quiebran el ánimo de los gemelos, los reducen al llanto. Ante el convencimiento de la irreversibilidad del destino, Claus y Lucas optan por endurecer tanto sus almas como sus cuerpos. Se ejercitan en el robo, el dolor, el hambre, el maltrato, la mentira, la extorsión y la mendicidad. Reproducen en sus pequeñas vidas las rigideces de la guerra. Bulle en ellos el deseo de conocer a fondo aquellos aspectos oscuros y turbadores de la humanidad; aspectos que la escuela, castrada por idealismos de todo tipo, no puede enseñar.
«Al cabo de un cierto tiempo, efectivamente, ya no sentimos nada. Es otro quien siente dolor, otro el que se quema, el que se corta, el que sufre. Nosotros ya no lloramos. Cuando la abuela está enfadada y grita, le decimos: “No grites más, abuela, y péganos”. Y cuando ella nos pega, decimos: “¡Más, abuela! Mira, ponemos la otra mejilla, como dice en la Biblia. Péganos en la otra mejilla, abuela”. Ella responde: “¡Idos al diablo con vuestra Biblia y vuestras mejillas!”» apuntan los gemelos en su gran cuaderno.
Los hermanos acuden a la Biblia para la lectura en voz alta, los dictados y los ejercicios de memoria. El diccionario, herencia del padre periodista, les permite aprender términos nuevos, sinónimos y antónimos, obtener explicaciones y fijar los conocimientos ortográficos. La escritura en el gran cuaderno tiene sus normas.
«Uno de nosotros dice: “El título de la redacción es ‘La llegada a casa de la abuela’”. El otro dice: “El título de la redacción es: ‘Nuestros trabajos’”. Nos ponemos a escribir. Tenemos dos horas para tratar el tema, y dos hojas de papel a nuestra disposición. Al cabo de dos horas, nos intercambiamos las hojas y cada uno de nosotros corrige las faltas de ortografía del otro, con la ayuda del diccionario, y en la parte baja de la página pone: “bien” o “mal”. Si es “mal”, echamos la redacción al fuego y probamos a tratar el mismo tema en la lección siguiente. Si es “bien”, podemos copiar la redacción en el cuaderno grande. Para decidir si algo está “bien” o “mal” tenemos una regla muy sencilla: la redacción debe ser verdadera. Debemos escribir lo que es, lo que vemos, lo que oímos, lo que hacemos. Por ejemplo, está prohibido escribir: “La abuela se parece a una bruja”. Pero sí está permitido decir: “La gente llama a la abuela ‘la Bruja’”. Está prohibido escribir: “El pueblo es bonito”, porque el pueblo puede ser bonito para nosotros y feo para otras personas. Del mismo modo, si escribimos: “El ordenanza es bueno”, no es verdad, porque el ordenanza puede ser capaz de cometer maldades que nosotros desconocemos. Escribimos, sencillamente: “El ordenanza nos ha dado unas mantas”. Escribiremos: “Comemos muchas nueces”, y no: “Nos gustan las nueces”, porque la palabra “gustar” no es una palabra segura, carece de precisión y de objetividad (…) Las palabras que definen los sentimientos son muy vagas; es mejor evitar usarlas y atenerse a la descripción de los objetos, de los seres humanos y de uno mismo, es decir, a la descripción fiel de los hechos».
El gran cuaderno destaca por episodios sórdidos narrados desde una óptica desprejuiciada, como si la guerra a fuerza de disparos y muertes legitimara, además de un nuevo orden de cosas, la suspensión de las normas morales y las referencias éticas. En resumen, el fin de la inocencia. Algo parecido a un alma buena es el zapatero del pueblo. Se empeña en regalarle unas botas a Claus y Lucas, pero ellos se niegan porque no les gusta dar gracias… Del resto, es un elenco no santo: una niña, Cara de Liebre, que comparte con la abuela una humilde choza, y sacia su ardor sexual con soldados e incluso perros; un capitán, alojado en la casa de la Bruja, que con esfuerzo apenas disimula su condición pederasta; la ayudante de la sacristía, antisemita y aficionada a los tríos sexuales; el cura que magrea a las jovencitas de origen más pobre (resulta inolvidable la frase empleada por los hermanos al momento de extorsionarlo: «Importa poco si es cierto o falso. Lo esencial es la calumnia. A la gente le encanta el escándalo»).
Del campo de batalla llegan al pueblo los primeros deshechos humanos. Se agolpan en las tabernas para, con el acicate del alcohol, desfogar lo incurable de las heridas: «Un viejo nos acaricia el pelo. Unas lágrimas salen de sus ojos hundidos, bordeados de negro: “¡Qué desgracia! ¡Qué mundo de desgracias! ¡Pobres niños! ¡Pobre mundo!”. Una mujer dice: “Sordo o loco, el caso es que ha vuelto. Y tú también has vuelto”. Se sienta encima de las rodillas del hombre a quien le falta un brazo. El hombre dice: “Tienes razón, guapa, he vuelto. Pero, ¿cómo voy a trabajar? ¿Con qué voy a sujetar las tablas para serrarlas? ¿Con la manga vacía de mi chaqueta?”. Otro joven, sentado en un banco, dice, riendo: “Yo también he vuelto. Sólo que estoy paralizado por abajo. Las piernas y todo lo demás. Ya no me empalmaré nunca más. Habría preferido morirme de golpe, mira, quedarme allí, de una vez”. Otra mujer dice: “No estáis contento nunca. Los que veo morir en el hospital dicen: “Fuese cual fuese mi estado, me gustaría sobrevivir, volver a mi casa, ver a mi mujer, a mi madre, no importa cómo, vivir un poco más aún”. Un hombre dice; “Tú, cierra el pico. Las mujeres no han visto nada de la guerra”. La mujer dice: “¿Qué no hemos visto nada? ¡Imbécil! Nosotras hacemos todo el trabajo, tenemos todas las preocupaciones: alimentar a los niños, cuidar a los heridos… Vosotros, una vez acaba la guerra, sois todos unos héroes. Muertos: héroes. Supervivientes: héroes. Mutilados: héroes. Y por eso habéis inventado la guerra vosotros, los hombres. Es vuestra guerra. Vosotros la habéis querido; ¡hacedla pues, héroes de mierda!”».
La guerra recrudece. Los bombardeos se multiplican. Las tropas extranjeras entran al país. De forma repentina, la madre de Claus y Lucas aparece en la casa de la abuela. Se baja de un jeep militar y exige que sus hijos les sean entregados. En sus brazos carga a una niña. Los  pequeños no desean marcharse. Deshumanizados, han roto todo vínculo sentimental. La desgracia se ceba con los débiles. Cae un obús. Al final, los gemelos tomarán los huesos de las víctimas para colgar en el cuarto los esqueletos de la madre y la hermanita. La pequeña Cara de Liebre también muere, pero no de un bombardeo, sino por los excesos de una orgía. Su cuerpo, ofrendado a la tropa, lleno de semen, es velado en la sala de la choza. La abuela desgarrada por el dolor confiesa: «Y la muerte no viene. Cuando la llamas, nunca viene. Se divierte torturándonos. Yo la llamo desde hace años y ella me ignora».
Llega el padre. Es prófugo de la justicia. Su condición de periodista contrario al régimen signa su suerte. Detenciones, torturas y liberaciones se turnan. Cansado, decide pasar la frontera. La muerte va a lo suyo: se lleva a la Bruja. Los niños la entierran y deciden apoyar los planes de fuga del padre. Ambos cobran conciencia del más exigente de los aprendizajes: la separación. Acuerdan que uno de ellos debe servir de baquiano para cruzar la frontera. Claus sigue al padre por un camino minado. Lucas los mira a la distancia. El hombre muere al pisar una mina explosiva. Claus avanza y llega al otro país. Lucas enfila rumbo a la casa de la abuela. Finaliza El gran cuaderno.
La segunda novela corta se llama La prueba (1988). Con cada página Agota Kristof desmiente las certezas acumuladas por los lectores de El gran cuaderno. Cambia el estilo. La prosa ya no es tan directa y seca. El relato pasa de la primera persona plural a la adopción de narrador omnisciente. Los diálogos comunican dinamismo y los sentimientos son examinados con mayor detenimiento. Han acabado el cerco del enemigo y las escaramuzas de la guerra. Los militares de la potencia extranjera han colonizado tomado al pueblo fronterizo, además de la ciudad de K. Vuelven unos personajes. Desaparecen otros.
La acción se inicia con soldados del puesto de frontera que acuden al lugar de la detonación. Recogen el cuerpo mutilado de un hombre, que en su desesperación olvidó que el paso fronterizo tiene un sistema de trampas cuyo paso es infranqueable. Se dirigen a la choza donde vive solitario «el idiota». Lucas los recibe, disimula al ver el cuerpo sin vida de su padre y promete cooperar con las autoridades si logra recabar cualquier información. Pasa el tiempo sumido en reflexiones. Tres semanas de descuido son suficientes para acabar con la productividad de la finca. Deben transcurrir doce semanas para retomar la normalidad, visitar al cura para jugar ajedrez e ir a la librería del señor Victor para comprar lápices y papel; librería ubicada en las proximidades de la plaza principal de K, ciudad triste y plomiza.
Luego de nueve años de andar indocumentado en el pueblo fronterizo, Lucas va a la oficina política del partido revolucionario para pedir un documento de identificación. Lo atiende el secretario Peter N, un homosexual que lucha por pasar por hombre fuerte del partido. Traban una amistad.  Tanto en el pueblo como en la ciudad tienen a Lucas por loco, y se mofan de él por causa de su hermano, un tal Claus, un sujeto inexistente que siempre sale a relucir en sus conversaciones delirantes.
Un día, cuando va camino a la sacristía para llevar alimento al cura, encuentra en la mitad de un puente a una mujer llorosa con un bebé en los brazos. No había tenido fuerzas para matar al hijo, nacido de una relación incestuosa. Lucas invita a Yasmine, así se llama, a la finca y ofrece el cuarto de la abuela fallecida para recostar al niño, cuyo nombre es Mathías, igual que el abuelo-padre. Únicamente le impone tres condiciones: no puede entrar en la habitación de Lucas ni tampoco en el desván (donde están los cuadernos y los esqueletos), y debe abstenerse de formular preguntas. Lucas se encariña con el niño, mas no con la mujer. Su fijación sexual le pertenece a otra, a la bibliotecaria Clara, viuda nostálgica que nunca le corresponderá del todo, porque llora la ausencia del esposo y mantiene una relación sexual con un médico casado. La obsesión de Lucas deprime a Yasmine, quien aparentemente, sin llevarse al niño, abandona el pueblo para marcharse a la capital del país.
Mathías, como personaje, se inscribe en la tradición de esos niños salidos de la imaginación brillante y siniestra de Agota Kristof. Cojo y posesivo, Mathías posee una inteligencia y una riqueza expresiva imposibles a su edad, lee con fruición obras compradas en la librería de Victor y está obsesionado por el conocimiento, pero también por la reconstrucción del pasado de Lucas.
«Con el bastón, el niño golpea las lechugas, los tomates, los calabacines, las judías, las flores. Lucas le mira sin decir nada. El niño vuelve a la casa y se acuesta en la cama de Yasmine. Lucas se une a él y se sienta en el borde del lecho: “¿Tan desgraciado eres al quedarte conmigo? ¿Por qué?”. Los ojos del niño quedan fijos en el techo: “Porque te odio. Sí, te odio desde siempre”. “No lo sabía. ¿Puedes decirme por qué?”. “Porque eres mayor y eres muy guapo, y porque yo creía que Yasmine te quería a ti. Espero que seas tan desgraciado como yo” (…) Después de un silencio el niño pregunta: “¿Y tu madre dónde está?”. “Está muerta”. “¿Era demasiado vieja, y por eso está muerta?”. “No. Murió por culpa de la guerra. La mató un obús, a ella y al bebé que tenía que era mi hermanita”. “¿Y ahora dónde están?”. “Los muertos no están en ninguna parte y por eso están en todas partes”. El niño dice: “Están en el desván. Las he visto. La cosa grande de huesos y la pequeña de huesos”. Lucas pregunta en voz baja: “¿Has subido al desván? ¿Cómo te las ha arreglado?”. “He trepado. Es fácil. Ya te enseñaré cómo”. Lucas se calla. El niño dice: “No tengas miedo, no se lo diré a nadie. No quiero que nos las quiten. Me gustan mucho” (…) El niño pregunta: “¿Y el esqueleto de tu hermano no lo has guardado?”. “¿Quién te ha dicho que tenía un hermano?”. “Nadie. Te he oído hablar con él. Tú le hablas. No está ninguna parte pero está en todas partes, y por lo tanto debe estar muerto también”. Lucas dice: “No, no está muerto. Se fue a otro país. Ya volverá”. “¿Cómo Yasmine?”. “Sí, es lo mismo para mi hermano y para tu madre”. El niño dice: “Es la única diferencia entre los muertos y los que se van, ¿verdad? Lo que no están muertos, vuelven».
Las destrezas de fisgón de Mathías ponen en alerta a Lucas, quien decide visitar a su amigo Pete N. para confiarle los cuadernos escritos en ausencia de Claus. Una vez allí comienza a dudar: «Lucas dice: “Devuélveme los cuadernos. Voy a enterrarlos en algún lugar del bosque”. “Sí, entiérralos. O mejor aún: quémalos. Es la única solución para que no los pueda leer nadie”. “Debo conservarlos. Por Claus. Esos cuadernos están destinados a Claus. Sólo a él”. Peter pone la radio. Busca mucho rato antes de encontrar una música suave: “Siéntate otra vez, Lucas, y dime quién es Claus”. “Mi hermano”. “No sabía que tuvieras un hermano. No me habías hablado nunca de él. Nadie me ha hablado de él, ni siquiera Victor, que te conoce desde la infancia”. Lucas dice: “Mi hermano vive del otro lado de la frontera desde hace muchos años”. “¿Y cómo atravesó la frontera? Se dice que es infranqueable”. “La atravesó, eso es todo” (…) Lucas menea la cabeza y se levanta de nuevo: “Piensas que ha muerto, ¿verdad? Pero Claus no ha muerto. Está vivo y volverá”. “Sí, Lucas. Tu hermano volverá. En cuanto a los cuadernos, habría podido prometerte que no los leería, pero no me habrías creído”. “Tienes razón, yo no te habría creído. Sabía que no podrías evitar leerlos. Lo sabía antes de venir aquí. Léelos, pues. Prefiero que seas tú  antes que Clara o cualquier otro”. Peter dice: “Una cosa más que no entiendo: tus relaciones con Clara. Ella es mucho mayor que tú”. “No importa la edad. Soy su amante. ¿Es todo lo que querías saber?”. “No, no es todo. Eso ya lo sabía. Pero, ¿la quieres?”. Lucas abre la puerta: “No sé lo que significa esa palabra. Nadie lo sabe. Yo no me haría ese tipo de preguntas, Peter”. “Sin embargo, a lo largo de tu vida te harán muchas veces ese tipo de preguntas. Y quizás te veas obligado a responder”.  “¿Y tú Peter? Tú también tendrás que responder alguna vez a determinadas preguntas. Yo he asistido algunas veces a tus reuniones políticas. Hace discursos, la sala te aplaude. ¿Crees sinceramente en lo que dices?”. “Estoy obligado a creer”. “Pero, en lo más profundo de ti mismo, ¿qué piensas?”. “No pienso. No puedo permitirme ese lujo. Llevo el miedo en mi interior desde la infancia”».
Un foco insurreccional pretende cuestionar la dominación del régimen extranjero. Peter se esconde de los contrarrevolucionarios. A un costo de treinta mil muertos, el régimen sofoca la rebelión, se afianza en el poder y refuerza los controles. La vida es cada vez más vigilada y controlada. Lucas aprovecha una oferta de Victor y, gracias a las joyas de la abuela, compra la librería y se muda a las inmediaciones de la plaza de la ciudad de K. Inscribe a Mathías en la escuela, donde destaca como el mejor alumno. Sin embargo, la cojera lo convierte en la burla del salón. A Lucas se le ocurre abrir una sala de lectura infantil para mejorar las habilidades sociales de Mathías. La idea, que en un primer momento despunta como buena, termina por exacerbar los celos del pequeño.
«Lucas mira la sala donde los niños, inclinados sobre sus libros, están absortos en la lectura. Un niño pequeño levanta los ojos y sonríe a Lucas. Tiene el pelo rubio, los ojos azules, y es la primera vez que viene. Lucas no puede apartar los ojos de ese niño. Se sienta detrás del mostrador, abre un libro y sigue mirando al niño desconocido. Un dolor agudo y súbito atraviesa su mano izquierda, posada sobre el libro. Un compás está clavado en el dorso de esa mano. Medio paralizado por la intensidad del dolor, Lucas se vuelve lentamente hacia Mathías: “¿Por qué has hecho eso?”. Mathías susurra entre dientes: “¡No quiero que lo mires!”. “No miro a nadie”. “¡Sí! ¡No mientas! Te he visto mirarlo. ¡No quiero que lo mires de esa manera!” (…) Lucas coge a Mathías entre sus brazos y lo lleva al piso, y lo acuesta en su cama: “¿Qué te pasa, Mathías?”. “¿Por qué mirabas a ese niño rubio?”. “Me recordaba a alguien”. “¿A alguien que amabas?”. “Sí, a mi hermano”. “No debe amar a nadie más que a mí, ni siquiera a tu hermano”. Lucas se calla, y el niño sigue: “No sirve de nada ser inteligente. Mejor sería ser guapo y rubio. Si tú te casaras podrías tener niños como el niño rubio, como tu hermano. Tendrías niños que serían tuyos de verdad, guapos y rubios, y no inválidos. Yo no soy tu hijo. Soy el hijo de Yasmine”. Lucas dice: “Tú eres mi niño. Yo no quiero ningún otro niño”. Le enseña la mano vendada: “Me has hecho daño, ¿sabes?”. El niño dice: “Y tú también me has hecho daño, pero tú no lo sabes».
El acaecimiento de una tragedia sacude la vida de Lucas. Se encierra en sí mismo. Se refugia en el silencio. Ahora también lo creen mudo. Se aleja de los libros y renuncia a la escritura de los cuadernos. Se alimenta poco y mal. Camina por las noches. Siempre se detiene en una de las tantas sepulturas del cementerio. Allí dice: «El lugar ideal para dormir es la tumba de alguien a quien se ha amado».  En el pueblo fronterizo, el terreno donde estaba la casa de la abuela es seleccionado para la construcción de instalaciones deportivas. Peter le informa a Lucas que en los trabajos de movimientos de tierra hubo un hallazgo funesto. Lucas abandona la ciudad de K.
Veinte años después, llega Claus, enfermo y avejentado. La gente, que aún recuerda el rostro de quien fantaseaba con un hermano mielgo, cree que se trata de una broma, de un juego de usurpación de identidades. ¿Por qué a estos gemelos nadie nunca los ve juntos? Claus vaga por la ciudad y se detiene en la librería de Lucas, que es regentada por Peter N.: «Un hombre de pelo blanco sentado detrás del mostrador lee a la luz de una lámpara de despacho. La tienda está en penumbra, no hay clientes. El hombre de pelo blanco se levanta: “Perdóneme, me he olvidado de dar luz”. La sala y los escaparates se iluminan. El hombre pregunta: “¿Qué desea?”. Claus dice: “No se moleste. Sólo estaba mirando”. El hombre se quita las gafas: “¡Lucas!”. Claus sonríe: “¡Conoce usted a mi hermano? ¿Dónde está?”. El hombre repite: “¡Lucas!”. “Soy el hermano de Lucas. Me llamo Claus”. “No bromees, Lucas, te lo ruego”. Claus saca el pasaporte del bolsillo: “Véalo usted mismo”. El hombre examina el pasaporte: “Esto no prueba nada”. Claus dice: “Lo siento, no tengo medio alguno de probar mi identidad. Soy Claus T. y busco a mi hermano Lucas. Usted le conoce. Y ciertamente le habrá hablado de mí, de su hermano Claus”. “Sí, me ha hablado a menudo de usted, pero debo confesarle que nunca había creído en su existencia”. Claus ríe: “Cuando yo hablaba de Lucas a alguien, tampoco me creían a mí. Es cómico, ¿no le parece?” “No, en realidad no” (…) Peter se deja caer en un sillón: «Sí, perdóneme Claus. Conocí a Lucas cuando tenía quince años, A la edad de treinta años desapareció”. “¿Desapareció? ¿Quiere decir que se fue de esta ciudad?”. “De esta ciudad y quizás de este país. Y vuelve hoy con otro nombre. Siempre me ha parecido estúpido ese juego de palabras con sus nombres de pila”. “Nuestro abuelo llevaba ese nombre doble Claus-Lucas. Nuestra madre, que sentía mucho afecto por su padre, nos puso los dos nombres. No es Lucas la persona que tiene delante de usted, Peter, sino Claus».
Llegado a este punto la narración se interrumpe. La parte final de La prueba contiene una comunicación oficial a la embajada del país D, para solicitar la repatriación del señor Claus T., de cincuenta años, detenido en la prisión de K. Claus T. había ingresado con un visado de treinta días. Al principio paseó por la ciudad como turista, pero buscó asentarse. Luego de una amistad  con la dueña de la librería ubicada en las inmediaciones de la plaza principal, consiguió que se le alquilase una habitación encima del local. Tras ser rechazada la cuarta petición de extensión del visado, Claus T. quedó en condición de ilegal. Ya para este momento de su estadía no contaba con dinero, debía dos meses de arriendo y practicaba la mendacidad en tabernas. Al momento de su arresto llevaba consigo un cuaderno con anotaciones.
«A raíz de su interrogatorio, Claus T. aseguró que había nacido en nuestro país, que había pasado su infancia en nuestra ciudad, en casa de su abuela, y declaró querer quedarse aquí hasta el regreso de su hermano Lucas T. Ese tal Lucas T. no figura en ningún registro de la ciudad de K. Claus T. tampoco».
También se anexa un post-scriptum donde se especifica que el manuscrito analizado por las autoridades  fue pergeñado durante la permanencia de Claus T. en los seis meses de permanencia en la ciudad de K. «En lo que concierne al contenido del texto, no puede tratarse más que de una ficción, ya que ni los acontecimientos descritos ni los personajes que allí figuran han existido jamás en la ciudad de K, a excepción, sin embargo, de una persona, la supuesta abuela de Claus T., de la cual hemos encontrado la pista. Esa mujer, en efecto, poseía una casa en el emplazamiento del actual campo de deportes. Muerta sin herederos hace treinta y cinco años, figura en nuestros registros con el nombre de María Z, de casada V».
La última novela del tríptico publicado por El Aleph Editores se denomina La tercera mentira (1991). La acción comienza con una narración escrita en primera persona por Claus T. desde su presidio en la cárcel de K. Habla de su conversación con un agente de policía que le informa acerca de la medida de repatriación. Por esos mismos días, recibe la visita de la dueña de la librería que viene a traerle ropa. La mujer evade conversar sobre la deuda de dos meses de alquiler: «Ella dice: “No habla más que de pagar. Me gustaría que cambiara el tema. Dígame, ¿qué cosas escribe?”. “Lo que escribo no tiene importancia”. Ella insiste: “Lo que quisiera saber es si escribe cosas que han ocurrido de verdad o cosas inventadas”. Le contesto que trato de escribir de cosas que han ocurrido de verdad pero que, en un momento dado, la historia se hace insoportable por su misma verdad y entonces me veo obligado a modificarla.  Le digo que intento contar mi historia pero no puedo, no tengo valor, me hace mucho daño. Entonces lo embellezco todo y describo las cosas no cómo sucedieron sino como yo querría que hubieran sucedido. Ella dice: “Sí. Hay vidas que son más tristes que el más triste de todos los libros”. Yo digo: Exactamente. Por más triste que sea un libro, nunca puede ser tan triste como la vida».
El presidio y el peso de la enfermedad precipitan los recuerdos de Claus T. Su infancia. La llegada a la casa de la vieja María Z. La vida de sacrificio y trabajo. La conversación con el hombre interesado en pasar la frontera. La llegada al país de D. El encuentro con sus benefactores. Los años de madurez. Su enfermedad cardíaca y el deseo de regresar a morir en la ciudad de K. Un torbellino de reminiscencias y reflexiones que son interrumpidas por el anuncio de un descubrimiento tan sencillo, que se encuentra en el listín de teléfonos. Entonces parece que por fin podremos abrirnos paso en este laberinto de engaños. ¡Cómo cuesta dar con la verdad en la sociedad de la mentira! ¿Alguna vez existieron estos dos gemelos? O mejor aún: ¿hubo alguna vez, en el mundo, una guerra que no haya terminado por separar a dos hermanos? «Hacerse preguntas es peor que saberlo todo».
En una entrevista publicada en el suplemento cultural Babelia, el sábado 27 de febrero de 2007, el periodista Javier Rodríguez Marcos culmina su conversación con Agota Kristof con una pregunta: ¿cree en los sentimientos? La escritora guarda silencio por un rato y contesta: no.
Una respuesta que está a tono con esta infidencia de unos de los personajes de Claus y Lucas: «Le digo que la vida es de una futilidad total, que no tiene sentido, es aberración, sufrimiento infinito, invento de un No-Dios cuya maldad rebasa la compresión».
Agota Kristof escribió tres grandísimas novelas.

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1 Comments:

Blogger die_and_est_sar said...

Che, no volviste a escribir ¿Qué pajó?

12:46 a.m.  

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