sábado, mayo 26, 2012

M

M nunca se ha caracterizado por el apego a los libros. Desde que la conozco, hace veinticinco años, su preocupación siempre ha sido el cuidado de la belleza. Amante de los espejos, y también de los cosméticos, para ella la lectura sólo tiene sentido si revela las claves para moldear un cuerpo escultural.
Tras un tiempo sin hablar, M y yo acordamos por Facebook una suerte de reencuentro. Llegado el día, decidí esperarla en uno de los cafés ubicados en la terraza de un centro comercial. No tardé mucho en verla llegar con un tumbao que ya quisieran para sí muchas aspirantes a divas cinematográficas: traje beige ceñido, tacones de aguja y lentes oscuros. Casi diría que estaba «vestida para matar», sino fuese por un elemento extraño a la escenografía del deseo: M, mi entrañable bibliófoba, llevaba en su mano derecha una bolsa de librería…
Pedidas al mesonero las ensaladas de rigor ―M es una de esas expertas en convertir gramos a calorías―, me di a la tarea de conocer el título de la obra que se disponía a leer mi diosa de la adultez contemporánea. Sin rubor alguno, M me señaló que su manera de ser en nada había cambiado, que los libros jamás serían lo suyo y que prefería, por mucho, los ejercicios de «cardio» que hacía en el gimnasio. Lo que vendría después de estas palabras, aún no he podido olvidarlo. «Rafael», me comentó apenada, «tuve que comprarme este libro de comunicación corporal porque lo necesito para no quedarme desempleada. Trabajo en una empresa eléctrica nacionalizada y la mayoría de mis jefes y compañeros de gerencia son todos rojos-rojitos, al menos eso es lo que dicen. He tratado de hacerme la loca, pero la cara que pongo en las reuniones siempre me traiciona. No puedo controlarme y pongo cara de asombro cuando oigo propuestas políticas inviables en lugar de soluciones técnicas; lo mismo me pasa cuando escucho adulaciones y jaladeras de bola en vez de críticas y argumentos basados en el conocimiento del negocio eléctrico. A quienes asisten a esas reuniones no les importa la situación económica de la empresa ni la conveniencia de respetar los planes de inversión. A ellos lo único que les interesa dejar en claro es que están resteados con Chávez y la revolución bolivariana. Vivo en medio de la mentira y no veo una opción distinta a la de aprender a fingir. No soy una muchachita y me da miedo que me boten o me hagan la vida imposible. Ya estoy cansada de que me digan: “Y tú, chica, ¿no será que eres una contrarrevolucionaria?”. Pienso que si controlo mis gestos y comienzo a actuar quizás me dejen en paz. Sé que suena lamentable, pero si no trabajo no como...»”.
Hiela la sangre constatar como aquello que con horror hemos leído en los relatos y las memorias de escritores de la Europa del Este comienza a registrarse en la Venezuela de nuestros días. Hablar con M fue como haber hablado con uno de esos personajes medrosos, cínicos y desconfiados de Herta Müller, Ivan Klima, Danilo Kis, Aleksandar Tisma o Norman Manea. La izquierda militarista que nos prometió la felicidad únicamente nos ha traído engaño, resentimiento y decadencia. Con su testimonio, M le pone rostro a la vergüenza y al sufrimiento de millones de personas que sacrifican diariamente sus sueños y anhelos en el altar oprobioso del silencio y la simulación. M es apenas otro número más en la nómina del miedo.
Según declaraciones de las autoridades del Instituto Nacional de Estadísticas (INE), los resultados parciales del XIV Censo Nacional de Población y Vivienda, efectuado en el último trimestre del año pasado, revelan que Venezuela disfruta del llamado «bono demográfico», concepto técnico empleado cuando la mayoría de los habitantes de un país se encuentra en una edad económicamente activa. Sin embargo, no estamos necesariamente ante una buena noticia, porque en un contexto económico de depresión y falta de empleo el «bono demográfico» puede devenir fuente futura de frustración y exclusión social.
La Confederación Venezolana de Industriales (Conindustria) contabiliza la desaparición de 4.024 empresas privadas entre los años 1998 y 2010, como consecuencia del acorralamiento jurídico consagrado en las leyes que favorecen la expansión del sector público, en detrimento del sector privado. En doce años, el número de personas que trabajan en las empresas del Estado prácticamente se duplicó, al pasar de 115.900 en el año 2000 a 223.300 en 2011, gracias, entre otros factores, a la política de expropiaciones. La cantidad de empleados públicos creció a una tasa anual de 4,6 por ciento (7,3 por ciento desde 2004) y pasó de poco más de 1.350.000 funcionarios en 1999 a cerca de 2.450.000 en el segundo semestre de 2011. La contratación de nueva burocracia se desplazó desde gobernaciones y alcaldías, cuya participación en el empleo estatal alcanzaba 36 por ciento en 1999 (24 por ciento en 2011), hacia los ministerios y entes adscritos, que actualmente representan el 67 por ciento del empleo estatal (55 por ciento en el año 2000).
La aniquilación de la empresa privada no es casual y, de hecho, forma parte de los lineamientos principales del «Segundo Plan Socialista de la Nación», documento en el que se promueve, de un modo explícito, la desaparición progresiva de las compañías capitalistas tradicionales, con el propósito de construir una economía basada en formas de organización y producción de carácter colectivista. Más allá de los enunciados ideológicos y tecnocráticos, se busca abolir la propiedad privada para hacer posible una sociedad de esclavos modernos, sedicentes titulares de derechos humanos pomposos pero irrealizables. Los empleados del sector privado tampoco escapan del dominio y control del Estado totalitario, porque sus datos personales son obtenidos (almacenados y cruzados por los organismos de inteligencia cubana) de las formas más rocambolescas posibles como, por ejemplo, el denominado «rutagrama» consagrado en la Ley Orgánica de Prevención, Condiciones y Medio Ambiente de Trabajo, que en la práctica se traduce en la obligación legal que tiene cada trabajador de dejar por escrito la vía que recorre hasta llegar al puesto de trabajo, así como también la descripción del itinerario de regreso. ¿Por qué debe un Estado conocer la ruta diaria de sus ciudadanos? ¿Qué fines se persigue con el manejo de esta información? ¿Por qué una persona debe especificar su nombre, cédula de identidad y dirección de domicilio al instante de cancelar cualquier producto o servicio gravado con el IVA? ¿Acaso los organismos de inteligencia del Estado venecubano están reconstruyendo la vida y costumbre de cada venezolano?
M no lo dice, pero está convencida de que más allá del Estado totalitario sólo existe una agonía «indigna de llamarse vida». Aquellos que desean sobrevivir a la muerte civil tienen que apelar a lo que el filósofo y economista mexicano Gabriel Zaid definió como la «inteligencia sin palabras»; esto es, la capacidad de desarrollar conocimientos y extraer aprendizajes a partir de la percepción, sin ruidos ni sonidos, de la vista, el oído, el tacto, el gusto y el olfato; una «inteligencia vegetativa» que le permita a las personas mimetizarse automáticamente con el medio ambiente donde se desenvuelven. Mi amiga M compró su ejemplar de El lenguaje corporal en el trabajo: un gesto vale más de mil palabras (Ediciones Oniros, 2002), de la especialista en comunicación no verbal Judi James, en un intento de encontrar, con la peculiar celeridad de los bibliófobos, un manual que pudiera descifrar las claves y los códigos sociales que determinan la «inteligencia vegetativa»; una destreza, entre histriónica y mental, que necesita el burócrata venezolano para mantener su estatus y su permanencia en el puesto de trabajo.
En la sociedad de la mentira, la regla de oro de la supervivencia prescribe que  los individuos expresen con su voz y con sus gestos aquello que no sienten. Hay en esto, qué duda cabe, una suerte de prostitución (aunque privada de genitalidad), porque el sujeto entrega una parte de su cuerpo al poder. El poeta Václav Havel, en su artículo Dos mensajes para Kundera, escrito a propósito del escándalo causado por una supuesta delación cometida por el novelista checo Milan Kundera el 14 de marzo de 1950, comparte con los lectores el testimonio personal de sus años de oportunismo y simulación: «Yo también recuerdo esa época. Recuerdo el ambiente de entonces. Es difícil de explicar. Si miro al pasado, no lo comprendo y a veces hasta me asombro de mí mismo y me pongo colorado. ¿Cómo pude, por ejemplo, usar el término “literatura socialista”, si sabía que era una tontería, que no existía literatura socialista ni capitalista, ni puede existir? ¿Cómo pude decir en público cosas diferentes a las que pensaba?». El mismo Havel, en otro documento ―la Carta pública a Gustáv Husák― ensaya una respuesta a sus preguntas: «El régimen comunista gobernaba a través del miedo y se empeñaba en convertir a los ciudadanos en cómplices. Un monstruoso ecosistema conducía a la maestra a enseñarle a sus alumnos cosas en las que no creía; temiendo por su futuro, el alumno las repetía sin creer en ellas; por temor a no poder escalar en su trabajo, el empleado continuaba mintiendo (…
) El totalitarismo era como una telaraña invisible hecha de mil líneas de poder que se entretejían. Todos actuábamos bajo el pegajoso imperio de la intimidación y el soborno. Como moscas atrapadas en la red, sabíamos que en cualquier momento la araña podría tragarnos. Nadie podía moverse con naturalidad, sin miedo, con confianza. Arrastrándonos sobre el viscoso pegamento de la telaraña, vivíamos en una simulación permanente (…) El sistema le ofrecía una casa al hombre pero le exigía una renta altísima: su conciencia, su responsabilidad. No le bastaba con la obediencia: pedía muestras de entusiasmo, despliegues de respaldo, alardes de militancia. Y cuando el régimen advirtió su incapacidad para colonizar la conciencia, nos impuso a los ciudadanos la simulación. La apariencia de respaldo les resultaba suficiente. El postotalitarismo fue el régimen de la mentira». Václav Havel: otro número más en la nómina del miedo construida a pulso por el Estado socialista y su cínica ideología.
¿Qué puede un hombre contra un sistema obsesionado con anular la naturaleza humana, única e irrepetible? Poco o nada, a juzgar por las reflexiones de Tzvetan Todorov en el prólogo de su recopilación de ensayos La experiencia totalitaria: «En la sociedad de los países de la Europa del Este, la adhesión a la ideología comunista desempeña cada vez más el papel de un simple ritual. Todos las reivindican, pero nadie ―o casi nadie― creen en ella. Por otra parte es indispensable someterse incondicionalmente al jefe. El comunista medio no es un fanático, sino un arribista cínico que hace lo que hay que hacer para acceder a una posición privilegiada y asegurarse una vida de mejor calidad. El motor de la vida social no es la fe en un ideal, sino la voluntad de poder. Además, la seguridad del Estado no tiene nada de hueca. Su actividad es absolutamente indispensable para que funcione el régimen, que sin un aparato de represión se derrumbaría de la noche a la mañana. Su papel, pese a sus supuestas intenciones, no es luchar contra los enemigos o castigar a los culpables. Si los hubiera (cosa que la cruel represión de los primeros años del régimen ha hecho imposible), la justicia y la policía corrientes bastarían y sobrarían para reprimirlos. El objetivo de la Seguridad no son los culpables, sino los inocentes, a los que es preciso mantener todo el tiempo atemorizados para que colaboren con ella y la ayuden a alcanzar este otro ideal: una sociedad totalmente transparente, bajo continua vigilancia, en la que el aparato de control pueda disponer  de un conocimiento total sobre la población (…) Lo grave en esta historia es que en un régimen totalitario en realidad no es posible quedarse al margen. A este compromiso inevitable alude un libro que ha publicado hace poco Vesko Branev, un viejo amigo mío que se quedó en Bulgaria durante toda la dictadura comunista: El hombre vigilado. Como el Estado ha pasado a ser el único que ofrece trabajo en el país, es preciso recurrir a él para sobrevivir. Su aparato de control es tentacular: policía corriente, organizaciones profesionales, organizaciones por edades, por barrios, por aficiones… Nadie escapa a la vigilancia. Tampoco nadie puede ser ya del todo dueño de su comportamiento, aunque se sepa vigilado. Es posible controlarse todo el tiempo ante algunas personas, o durante un tiempo ante todos, pero no todo el tiempo ante todo el mundo. Vivir es comunicar, pero toda comunicación supone asumir un riesgo (…) En una población así enmarcada se dibujan dos grandes tendencias. Por una parte, los astutos, los que se enorgullecen de haber aprendido rápidamente las reglas del juego, las aceptan sin escrúpulos y se apresuran a cumplir todos los ritos de paso para situarse entre los beneficiados por el régimen. Por la otra parte, la mayoría sumisa, que ha interiorizado el miedo y se limita a no moverse para evitar los golpes. Pero tanto los unos como los otros sufren los mismos daños internos. Se ven abocados a la hipocresía  hasta el punto de que olvidan sus aspiraciones de partida y ya no saben distinguir entre ser y parecer. Se les incita a observar a los que los rodean con desconfianza, a cultivar los celos, la envidia y la calumnia para perjudicar a sus vecinos o a sus posibles rivales. A fuerza de tener miedo, se vuelven indiferentes ante el sufrimiento de los demás e intolerantes con sus elecciones, huyen sistemáticamente de toda confrontación y se refugian en comportamientos estandarizados y en fórmulas estereotipadas. Su conciencia sufre daños irreparables, la enfermedad de su espíritu es incurable y su destino queda destrozado».
En la tarea de edificar su Estado neocomunista, Hugo Chávez Frías se ha cuidado muy bien de no reproducir los errores que yugularon a los primeros movimientos totalitarios. Su experiencia personal le hizo tomar conciencia de la inconveniencia histórica de fundar las bases de la dominación política en expedientes como la violencia revolucionaria y la asonada militar; la receta de los nuevos tiempos consiste en apelar interesadamente al poder originario de los pueblos para luego fabricar constituciones a la medida y proyectar de este modo un halo de legalidad sobre todas las tropelías oficiales. Chávez sabe que puede ejercer el poder con la saña demencial del déspota, sin por esto perder ni un ápice del prestigio internacional que le confiere su condición de mandatario de origen democrático. ¿Cómo es esto posible? Gracias a la sutileza que supone reemplazar la categoría sociopolítica de «masa» (una agrupación humana cuya dinámica colectiva brinda al sujeto múltiples beneficios psicológicos: suspensión temporal de los procesos mentales inhibitorios de la conducta, eliminación del sentimiento del culpabilidad gracias a la figura del anonimato, toma de decisiones de acuerdo con criterios afectivos, predisposición a la credulidad y sensación engañosa de poder) por la idea de «masa crítica» (la cantidad mínima de personas necesarias para garantizar que un fenómeno social crezca y se reproduzca por sí mismo); gracias a este cambio de paradigma el porcentaje necesario para obtener la legitimidad popular se reduce del cien por ciento de la población al cincuenta y uno por ciento de los asistentes a una votación (ni siquiera hace falta contar con la adhesión del cincuenta y uno por ciento de la población o con el cincuenta y uno por ciento del padrón electoral del país; de hecho, la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela fue aprobada con el voto positivo de apenas el 30 por ciento de los inscritos en el padrón electoral vigente en el año de 1999). En cuanto al desiderátum de la dominación continua, éste puede lograrse de un modo más pragmático con períodos de mando ficticiamente sucesivos, cada uno de ellos legitimado por una consulta electoral organizada, supervisada e informáticamente totalizada por un organismo comicial secuestrado por el Estado o los seguidores del líder (Chávez cuenta con la obsecuencia de cuatro de los cinco rectores del CNE). El ideal del «control total» puede reemplazarse por la noción pragmática del «control efectivo», mediante la aplicación de un principio básico de economía política: el principio de parquedad, también conocido como «la regla 80/20» de Pareto (traducción tropical: en el sistema político el 80 por ciento de los efectos reales del ejercicio del poder son producidos por el 20 por ciento de las instituciones públicas, lo que equivale a decir que el 80 por ciento de las instituciones públicas producen, en su conjunto, apenas el 20 por ciento de los efectos reales del ejercicio del poder); para consolidar su dictadura Chávez tan sólo precisó controlar el Consejo Nacional Electoral (un organismo que nunca se pronunció sobre el destino de un millón ochocientos sufragios emitidos en el referendo constitucional de 2 de diciembre de 2007, pero sí promovió una reforma legal que le permitió al chavismo, en los comicios de septiembre de 2010, obtener 32 diputados más que la oposición a pesar de haber sacado menos votos), la Fuerza Armada, Petróleos de Venezuela, el Poder Judicial (¡cómo olvidar las declaraciones del magistrado sicario Eladio Aponte Aponte!), Cadivi, el Banco Central, el Instituto Nacional de Estadísticas y el Sistema Nacional de Medios Públicos. Finalmente, el neototalitarismo también se puede ahorrar la mala prensa de los guetos y los campos de concentración. En este sentido, no hace falta contar con los consejos estéticos de Willy Schürholz —ese artista imaginario antologizado por Roberto Bolaño en La literatura nazi en América— para alcanzar la mayor eficiencia en la aniquilación del enemigo. Más que alambradas, galpones y hornos crematorios, los dictadores requieren de una metódica propaganda que asesine moral y simbólicamente a los adversarios, además de una «lista-tascón» con los nombres de los opositores del régimen para instaurar disimuladamente un apartheid político, que garantice la total fidelidad del aparato burocrático.
El silencio y la complicidad internacional pueden lograrse a billete limpio. Si no me cree, amigo lector, observe el caso de la oprobiosa dictadura neototalitaria del partido comunista chino, la cual para muchos analistas es un ejemplo de liberación progresiva de una sociedad (¿?). Menos mal que no todos los analistas pisan ese peine. Richard McGregor, del diario Financial Time, periodista especializado en la cobertura noticiosa de China, señala en su libro El Partido: Los secretos de los líderes chinos: «Si escarbamos un poco en el modelo chino veremos que es mucho más comunista de lo que parece a simple vista. Vladímir Lenin, quien diseñó el prototipo de gobierno para países comunistas de todo el mundo, lo reconocería de inmediato. La permanencia en el poder del Partido Comunista de China se basa en una sencilla fórmula que parece sacada del pensamiento de Lenin explicado a los niños. A pesar de todas las reformas de las últimas tres décadas, el Partido se ha asegurado de que conserva el control del Estado y de los tres pilares necesarios para la supervivencia de éste: el personal gubernamental, la propaganda y el Ejército de Liberación Popular (…) El Departamento de Organización Central (DOC) puede describirse como el brazo del partido que se ocupa de los recursos humanos. En los años treinta del siglo pasado Mao Zedong decidió que necesitaba un organismo que determinara la lealtad y fiabilidad política de sus partidarios, que acudían en masa a refugiarse en las montañas para unirse a la causa comunista (…) El DOC guarda expedientes sobre los altos funcionarios del sector público para llevar un registro de su solvencia política y su rendimiento en puestos pasados, algo indispensable para el control que el partido ejerce sobre el país y su vasto sector público (…) El DOC, en realidad, reprodujo lo que en la Unión Soviética se conoció como la nomenklatura: la “lista de nombres” de miembros del Partido que constituían la élite dirigente y eran candidatos a codiciados puestos en la administración, la industria y otros sectores.. Este sistema permite al Partido Comunista Chino controlar “los nombramientos, los traslados, los ascensos y los despidos de funcionarios de casi  todos los niveles. Todos los nombramientos, desde las distintas asociaciones de personas mayores o discapacitados al nombramiento de científicos y encargados de programas de ingeniería nacionales como el de la represa de las Tres Gargantas, han de pasar por el Departamento. El principal responsable de una organización que agrupa a varias empresas del sector privado, la Federación Nacional de Industrias y Comercio de China, forma parte de la nomenklatura de élite, lo que convierte a este organismo en un pobre defensor de los negocios independientes. Además de la responsabilidad en los nombramientos, el Departamento actúa como una suerte de ministerio en miniatura que proporciona puestos dentro del gobierno a los miembros de alguna de las cincuenta y cinco minorías étnicas reconocidas del país que demuestren buen comportamiento: tibetanos, uygures de Xinjiang, hui musulmanes y otros obtienen, previa demostración de fidelidad al partido, nombramientos, en gran medida simbólicos, que dan al país un barniz de multiculturalismo. El Departamento también vigila que se cumplan las cuotas establecidas por el gobierno, la academia y otras instituciones para miembros de los cerca de ocho partidos políticos chinos llamados “democráticos”. Estos puestos de trabajo se consideran ―y no es una ironía― una recompensa a los partidos democráticos por acatar la hegemonía del Partido Comunista de China (…) El soborno, la corrupción, la traición y el egoísmo despiadado que caracterizan el “pagar por jugar” en China aparecen detallados con grandes dosis de sarcasmo en algunos documentos internos escritos en el Departamento de Organización de Jilin, otra provincia en el cinturón  industrial del sureste del país. Los documentos describen la competencia por los ascensos como “cuatro modalidades de carreras de distancia” que conspiran para subvertir las reglas internas del Departamento para profesionalizar los procesos de selección. En los sprints los funcionarios aprovechan cualquier cambio en el organigrama para presionar a sus superiores y conseguir el  ansiado ascenso. En “las carreras de larga distancia” “dan coba a sus superiores empleando todas las armas a su alcance y  recuren al chantaje emocional con las invitaciones, regalos u ofertas para ayudar en la resolución  de problemas”. La carrera “de relevos” requiere acumular “múltiples recomendaciones de familiares, amigos, compañeros de clase y gente del condado” que propicien un acercamiento a los líderes. En la carrera “de obstáculos” los funcionarios pasan por encima de sus superiores inmediatos, recurriendo a menudo a excargos ya retirados para que presionen en su nombre al Departamento de Organización Central».
En La muerte de Empédocles el poeta alemán Hölderlin afirma que sólo
«los que no vuelven dicen siempre la verdad». Frase contundente que tiene el poder de explicar porque los trabajadores pisoteados por el comunismo y el neototalitarismo, seres envilecidos que día tras día deben volver al sitio donde su humanidad es mutilada, se refugian en el silencio, la mentira, la simulación. Mi amiga M no se atreve a decir la verdad, porque aspira a sentarse el día siguiente en el escritorio de su oficina, allá en la empresa eléctrica nacionalizada, y asistir a otra más de esas reuniones donde ejecutivos esclavos manifiestan su servidumbre con propuestas rocambolescas, que desafían por igual al sentido común y a las leyes de la economía. Presos, todos ellos, que confunde sus días de encierro en la cárcel sin rejas del neototalitarismo con amenas tenidas de una secta iniciática: acto de cinismo que pretende hacerse ver como ingenuidad o simple fe de carbonario. Pero la mentira únicamente puede vencer en el corazón de quien decidió ser engañado. Hannah Arendt, una infatigable buscadora de la verdad, apunta la siguiente reflexión en su monumental obra Los orígenes del totalitarismo: «Una mezcla de credulidad y de cinismo era una característica  sobresaliente de la mentalidad del populacho antes de convertirse en fenómeno cotidiano de las masas. En un mundo siempre cambiante e incomprensible, las masas alcanzaron un punto en el que, al mismo tiempo, creían en todo y no creían en nada. Pensaban que todo era posible y que nada era cierto. En sí misma, la mezcla resultaba suficientemente notable porque significaba el final de la ilusión de que la credulidad fuese una debilidad de almas primitivas que nada sospechaban, y el cinismo, el vicio de mentes superiores y refinadas. La propaganda de masas descubrió que su audiencia siempre estaba dispuesta a creer lo peor, por absurdo que fuera, y que no se resistía especialmente a ser engañada, puesto que, de todas formas, consideraba cualquier declaración una mentira. Los jefes totalitarios de masas basaron su propaganda en la correcta suposición psicológica de que bajo semejantes condiciones, uno podía hacer un día creer a la gente las más fantásticas declaraciones y confirmar en que, si al día siguiente recibía la prueba irrefutable de su falsedad, esa misma gente se refugiaría en el cinismo. En lugar de abandonar a los líderes que le habían mentido, aseguraría que siempre había creído que tal declaración era una mentira, y admiraría a los líderes por su superior habilidad táctica. La que había sido una reacción demostrable de las audiencias de masas se convirtió en un importante principio jerárquico para las organizaciones de masas. Una mezcla de credulidad y de cinismo predomina en todos los escalones de los movimientos totalitarios, y cuanta más alta sea la categoría, más se impondrá el cinismo sobre la credulidad. La convicción esencial, compartida por todas las categorías desde la del compañero de viaje hasta la del jefe, es que la política es un juego de engaños y que el «primer mandamiento» del movimiento: «el Führer siempre tiene razón», es tan necesario para los fines de la política mundial, es decir, al engaño global, como las normas de la disciplina militar lo son para los fines de la guerra. La maquinaria que genera, organiza y difunde las monstruosas falsedades de los movimientos totalitarios depende también de la posición del jefe. A la afirmación propagandística de que todo lo que sucede es científicamente previsible según las leyes de la naturaleza o de la economía, la organización totalitaria añade la posición de un hombre que ha monopolizado este conocimiento y cuya cualidad principal es que él «tenía siempre razón y siempre tendrá razón». Para un miembro de un movimiento totalitario, este conocimiento nada tiene que ver con la verdad, y el tener razón nada tiene que ver con la objetiva veracidad de las declaraciones del jefe, que no pueden ser desmentidas por los hechos, sino sólo por sus futuros éxitos o fracasos. El jefe siempre tiene razón en sus acciones, y como éstas se hallan proyectadas para los próximos siglos, la prueba definitiva de lo que hace queda desplazada más allá de la experiencia de sus contemporáneos (…) Los miembros del partido nunca creen en las declaraciones públicas, ni se supone que han de creer en ellas pero se sienten halagados por la propaganda totalitaria como poseedores de una inteligencia superior que, aparentemente, les distingue del mundo exterior no totalitario, el cual, a su vez, sólo conoce la anormal credulidad de los simpatizantes. Sólo los simpatizantes de los nazis creyeron en Hitler cuando formuló su famoso juramento de legalidad ante el Tribunal Supremo de la República de Weimar; los miembros del movimiento sabían muy bien que mentía y confiaron en él más que antes porque, aparentemente, fue capaz de engañar a la opinión pública y a las autoridades. Cuando en años posteriores Hitler repitió su acción ante todo el mundo al jurar acerca de sus buenas intenciones, al tiempo que preparaba más abiertamente sus crímenes, la admiración de los afiliados nazis fue, naturalmente, ilimitada. De forma semejante, sólo los compañeros de viaje de los bolcheviques creyeron en la disolución de la Komintern y sólo las masas no organizadas del pueblo ruso y los compañeros de viaje del exterior dieron crédito a las declaraciones prodemocráticas de Stalin durante la guerra. A los miembros del partido bolchevique se les advirtió explícitamente que no se dejaran engañar por maniobras tácticas y se les pidió que admiraran la astucia de su jefe al traicionar a sus aliados».
M está sentada frente a mí. Cuando la veo me compadezco de su indefensión («Que frágil es la vida si la abandonan», diría Saramago) y la imagino en su escritorio totalmente enmudecida, o sentada en una moderna sala de reuniones, concentrada en que ningún ademán vaya a desnudar a alguna de sus convicciones más íntimas.
Veo a M, mi entrañable amiga bibliófoba, y no puedo evitar preguntarme, con George Steiner, cuáles son las «
últimas palabras» de quienes no pueden hablar.

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viernes, mayo 18, 2012

Hoy hubiera preferido no encontrarme a mí misma

En la sociedad de la mentira lo peor que le puede ocurrir a una persona es toparse con ella misma, percatarse de que horas y horas de simulación, de cansón histrionismo, de repetición mecánica de mantras ideológicos, no pudieron sepultar en el olvido al ser sincero y espontáneo que en un principio fue.
«Con las buenas mentiras siento cuando funcionan bien, porque de una palabra a otra yo misma me las creo. He mentido tanto por miedo y por otros que ya no puedo mentir sin miedo y por mí», dice a modo de confesión la protagonista de Hoy hubiera preferido no encontrarme a mí misma (Siruela, 2010), novela de la escritora rumana Herta Müller.
En el régimen comunista de Ceauşescu, un miembro de la policía política tensa los hilos de la telaraña de espionaje que recubre la vida privada de los rumanos. Con la ayuda invalorable de un delator (Nelu, un macho ofendido por el rechazo sexual de la hembra), el mayor Albu aborta un plan de fuga ideado (¿o delirado?) por una modesta trabajadora de una fábrica de ropa. La estrategia de huída consiste en coser, en el bolsillo interior de un lote de trajes masculinos que serán exportados a Italia, una nota escrita en letra de molde, en la que puede leerse, además de un nombre y una dirección de residencia, una petición desesperada: «Cásate conmigo».
El desatino de concebir el matrimonio como una orden de excarcelación, como la posibilidad de evadir el cerco totalitario, se convierte en el motor que tira de los acontecimientos. Los obreros patriotas y revolucionarios, indignados ante el intento de deserción de una compañera de clase, deciden convocar una asamblea especial. La jornada de debate concluye con el repudio de las notas hológrafas y una censura moral a la joven autora, incursa en el delito de prostitución en el puesto de trabajo. «Mi amiga Lilli me contó que Nelu me había acusado de traición a la patria, pero no logró convencer. Como yo no era miembro del Partido, y ése era mi primer delito, decidieron darme la oportunidad de enmendarme. No fui despedida, para Nelu una derrota. El responsable del trabajo ideológico me llevó dos amonestaciones escritas a la oficina. El original tenía que firmarlo para darme por enterada. La copia se quedó en mi escritorio», rememora la costurera.
La mala pécora regresa al rebaño socialista y al decorado habitual donde transcurre su vida de bestia domesticada, en el galpón hacinado de una vieja maquila que los dirigentes comunistas se empeñan en presentar como una exitosa fábrica nacionalista, a pesar de que la productividad se halla disminuida por esa suerte de moral cínica con la que muchos burócratas se relacionan con los bienes estatizados. «En la fábrica robar no es un delito. La fábrica pertenece al pueblo y uno es del pueblo y se lleva su propiedad del pueblo: hierro, madera hojalata, tornillos y alambres, lo que haya para llevarse», dice un cruzado de la lucha antiimperialista. Pero la consigna que reivindica para los trabajadores el derecho soberano a llevárselo todo no se cumple en la realidad, porque existe una cosa que los trabajadores de la fábrica no pueden robarse o tomar prestado ni comprar: el producto de su trabajo, las piezas de vestir confeccionadas exclusivamente para uso de personas de la Europa occidental. «Cortar, pespuntear, poner apresto en las telas, planchar, empaquetar y a la vez saber que no se es digno de lo hecho», reflexiona la costurera rumana, sin percatarse de que, al rasgar el velo de la mentira, desnuda su personalidad trunca, malograda, impotente.
Vienen los interrogatorios: las preguntas largas, fáciles de evadir; y las preguntas cortas, que resultan complicadas de responder, «porque obligan a pensar». El mayor Albu suspende la tortura psicológica y la mujer vuelve a la fábrica, donde se topa de nuevo con el donjuán desairado. «Nelu no me preguntó absolutamente nada. El tipo era capaz de más cosas de las que me había imaginado. En los tres papelitos que se encontraron más tarde en unos pantalones destinados a Suecia se leía: “Muchos saludos desde la dictadura”. Los papelitos eran exactamente iguales a los míos, pero no los había escrito yo. Fui despedida».
Ya no existe reconciliación posible con el sistema. La costurera es arrojada «a la horda silenciosa de lenguas podridas y ojos muertos». Condenada a la muerte civil, la mujer halla en la memoria un reducto de dignidad. Recordar se convierte, entonces, en un arduo esfuerzo de resignificación de las experiencias, de recuperación del sentido de los momentos vividos. Una tarea dolorosa que exige devolver a los hechos y a los objetos sus nombres verdaderos. No hubo amor sino miedo a la soledad («cuando se busca, siempre se encuentra alguno, y siempre se lo ama»). No hubo justicia sino puerta franca al resentimiento («En su juventud mi suegro solía cabalgar por el pueblo y odiaba a todos los que eran más ricos que un cochero»). No hubo consulta sino imposición («la felicidad se había vuelto una exigencia excesiva»). No hubo ejército soberano sino fuerzas de ocupación («Ya hacía tiempo que no había guerra. La formación militar se diluía en el ocio, que era preciso detener con un trabajo muy fino y delicado, que volvía temerario a todo el mundo: conquistar mujeres bellas. El grado de belleza se medía de acuerdo al rostro, la curvatura de las nalgas, de las pantorrillas, de los senos»). No hubo ideales sino deseos de impunidad («¿Qué es exactamente un comunista?»).
Herta Müller demuestra con esta novela la exquisitez de su técnica literaria. La ruptura temporal de la narración permite a la prosa reproducir cabalmente el desorden mental de quienes hablan sobre cosas que no dicen, miran realidades que no existen, alumbran pensamientos que no tienen y escuchan órdenes que no han sido pronunciadas. Infierno del alma escindida, que se afana en conciliar la vivencia personal con los principios y dogmas del buen socialista.
«¿Qué hacer cuando con la palabra no puede decirse mucho, cuando la mejor palabra es mala?», se pregunta la humilde costurera, sin que su mente consiga dar con la respuesta.

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domingo, mayo 13, 2012

Yo no

Vivimos tiempos de monólogos. Los hay aburridos y previsibles, como el de la revolución bolivariana y su sedicente epopeya de la segunda independencia (poco importa que el presidente Chávez despache desde Cuba vía Twitter o que Pdvsa hipoteque nuestro petróleo con ventas a futuro al floreciente imperio del partido comunista chino). Los hay frívolos y sin contenido, como los espectáculos montados a la ligera por estrellas de la farándula local, en un intento de paliar la caída abrupta de la industria de las telenovelas. Los hay risueños y genitales, como los atribuidos al pene y a la vagina. Y los hay también inteligentes y oportunos, como el más reciente monólogo de Laureano Márquez.
La pieza comienza con la proyección del discurso final de Charles Chaplin en «El gran dictador», película filmada en 1940 en pleno apogeo de la Alemania nazi. Palabras luminosas que abren un boquete en la oscuridad de alma, y de fines, del poder que se pretende eterno. Frases de advertencia para las personas prosternadas ante el miedo o enceguecidas por el relumbrón mesiánico: «
A los que puedan oírme, les digo: no desesperen. La desdicha que padecemos no es más que la pasajera codicia y la amargura de hombres que temen seguir el camino del progreso humano. El odio pasará y caerán los dictadores, y el poder que se le quitó al pueblo se le reintegrará al pueblo, y, así, mientras el hombre exista, la libertad no perecerá. (…) En nombre de la democracia, utilicemos ese poder actuando unidos. Luchemos por un mundo nuevo, digno y noble que garantice a los hombres un trabajo, a la juventud un futuro y a la vejez seguridad. Las fieras subieron al poder con la promesa de estas cosas. Pero mintieron: nunca han cumplido sus promesas ni nunca las cumplirán. Los dictadores son libres sólo ellos, pero esclavizan al pueblo. Luchemos ahora para hacer realidad lo prometido. Todos a luchar para liberar al mundo. Para derribar barreras nacionales, para eliminar la ambición, el odio y la intolerancia. (…) En nombre de la democracia, debemos unirnos todos». Impagables minutos iniciales que marcan el tono de lo que vendrá. Y lo que vendrá será el terreno ambiguo, paradójico y contradictorio donde el humor funda su magisterio e hinca sus verdades incómodas.
Los primeros burlados son aquellos que pensaron, quizás influenciados por la humorada antinazi de Chaplin, que el título del monólogo de Laureano —«Yo no»— encerraba un pequeño tributo a la resistencia cívica de Joachim Fest. Sin embargo, la proyección en pantalla de la portada de la biografía de Ricky Martin, de título «Yo» —en la que el artista boricua confiesa su condición homosexual—, sirve para aclarar las dudas: «Yo no. Yo no soy homosexual. Respeto a los homosexuales, pero yo no soy y Claudio Nazoa me dijo que él tampoco».
Recuperado de este modo el tono de la comedia, Laureano expresa su sorpresa por el extraño país que somos y cuestiona el silencio que rodea al estado de salud del presidente Chávez; un mutismo que obliga a los venezolanos a permanecer atentos a los informes oncológicos proporcionados oportunamente no por una junta médica sino por un periodista. Y puesto a analizar la conducta trastornada, el humorista se ocupa del ala «extremista» de la oposición venezolana que proclama su deseo de expulsar al chavismo del poder pero no duda en comprar los bonos en dólares que le permiten al gobierno proseguir con la francachela populista.
Aventura entonces una sentencia que, enunciada en clave de principio sociológico, resulta dolorosa a fuerza de ser verdad: el venezolano sólo intenta la salvación colectiva cuando no encuentra medios para alcanzar la salvación individual. Le fascina declararse partidario de un mundo ideal (sin corrupción, sin privilegios, sin abusos de autoridad), pero lucha por filtrarse discretamente en las rendijas del sistema de dominación al que dice combatir. Visto bien, lo único malo de la mafia parece ser no pertenecer a ella…
La dinámica de la comedia exige retomar la senda de la risa, y el humorista, curtido en su oficio, lo consigue con apenas un chiste; uno que ilustra la estrecha convivencia que tienen en nuestro país la ley y el delito. La sala se viene abajo cuando imita el tono del vendedor ambulante que ofrece a los conductores, en plena cola en la autopista, un combo surgido de un mercadeo surrealista: la ley de tránsito acompañada de una cerveza bien fría.
Luego de algunas reflexiones hilarantes acerca del modo como las nuevas tecnologías han moldeado el temperamento de los jóvenes, Laureano se ocupa de los chamos que sueñan con irse del país y de los profesionales universitarios que acarician un «Plan B» en alguna de las metrópolis del primer mundo. No lo hace con un tono inquisitorial. Sólo se limita a compartir su testimonio de hijo de inmigrantes. Habla del dolor del destierro, de la ruptura emocional que jamás se supera, de las enloquecidas maneras que emplea la mente nostálgica para volver a las raíces del sentimiento.
Dijo el filósofo danés Soren Kierkegaard que «un individuo no puede ayudar ni salvar una época: sólo puede decir que está pérdida». Ojalá que la época cuyo fin anunció Laureano Márquez en su brillante monólogo sea la Venezuela agostada por el miedo, la viveza y la conducta acomodaticia.

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lunes, mayo 07, 2012

La vida en las ventanas

Este es un texto escrito con melancolía: la melancolía de pararme al frente de la habitación que durante tantos años fue mi cuarto y recuperar para mis ojos el verde abundante del Ávila y esa claridad que se extiende por sobre los techos de una hilera de edificios de baja altura.
Siempre pensé que, además de mis padres, al momento de mudarme solamente echaría de menos las dos entradas del apartamento de La Candelaria. Estas dos puertas significaron para mí la posibilidad de evadir a los visitantes repentinos que, sentados en la sala, interrumpían con su palabrería la paz de la familia; también a los sujetos confianzudos que se metían por la fuerza en la cocina y se empecinaban en adulterar la sazón de la comida. Todavía recuerdo como mis hermanas y yo, al amparo de la disposición generosa de la vieja arquitectura, seguíamos derecho hasta llegar a los cuartos, para retomar, en ellos, la tranquilidad de nuestras vidas.
Hoy escribo estas líneas en la sala de mi nuevo apartamento, en el edificio Sevilla, y compruebo ciertamente que tengo nostalgia de la puerta perdida, aquella que no da a mi cocina, aquella que me hace resentir la incapacidad de sortear la presencia de visitas indeseables (no más burladeros ni salidas de emergencia). Un sentimiento proféticamente intuido, al que ahora se suma una segunda nostalgia, cursi, imprecisa, nunca prevista, que me invade tan pronto la memoria me regresa a la ventana de mi primer hogar y, con ella, a un mundo exterior visto pero rara vez observado.
No siempre fue así. No siempre desatendí el paisaje urbano que me rodeaba. Mis ojos alguna vez estuvieron sanos y me ayudaron a cultivar una obsesión por los detalles. Pero llegó el queratocono y mandó a parar. En menos de un año perdí gran parte de la visión  (más en el ojo izquierdo que en el derecho) y quedé condenado a utilizar lentes de contacto gaspermeables por el resto de mi vida. Me fue otorgado, sin pedirlo a deidad alguna, el cuestionable don de las miradas múltiples: la brumosa, cuando me libro a los contornos borrosos del queratocono; la selectiva, cuando gracias a la ayuda de los lentes convencionales enfoco en un punto determinado; y la cuasiperfecta, cuando consigo por fin ponerme los lentes de contacto. Si lo que dice el neurólogo Oliver Sacks es verdad, y cualquier enfermedad introduce una duplicidad en la vida de una persona («un “ello”, con su propias necesidades, exigencias, limitaciones»), entonces el queratocono trajo a mi vida dos importantes contradicciones: la de ser un detallista que no observa y la de ser un apasionado que no se fanatiza (basta con quitarme los lentes de contacto para ver de otra forma lo que antes me parecía tan claro).
De ese tiempo pasado, cuando parado al pie de la ventana todo lo veía (tiempo provechosamente vivido y dormido), me llega el recuerdo de uno de los mejores inicios literarios que haya leído, aquel escogido por el narrador peruano Julio Ramón Ribeyro, en el cuento Los españoles incluido en el libro de relatos Los cautivos: «He vivido en cuartos grandes y pequeños, lujosos y miserables, pero si he buscado siempre algo en una habitación, algo más importante que una buena cama o que un sillón confortable, ha sido una ventana a la calle. El más sórdido reducto me pareció llevadero sí tenía una ventana por donde mirar a la calle. La ventana, en muchísimos casos, reemplazó para mí al amigo lejano, a la novia perdida, al libro cambiado por un plato de lentejas. A través de la ventana llegué al corazón de los hombres y pude comprender las consejas de la ciudad».
Salgo al balcón de mi nueva casa y abro la ventana. Mis ojos ya no aprecian el verdor del cerro y sufren el empequeñecimiento de la perspectiva. Mi mirada se topa de frente con el costado ennegrecido de una torre residencial, luego desciende hasta la calle y busca allí, en las aceras, el origen de los ruidos. Sin proponérmelo, observo «una ciudad en ropa interior». La ciudad de mi niñez convertida en la pasarela cochambrosa de una moda bastarda, que tiene en buhoneros e indigentes sus modelos top. Es la Caracas frenética donde peatones, conductores y motorizados intentan ampliar, como diría Houellebecq, el campo de batalla. Sin embargo, prefiero esta visión a no tener ninguna.
El argentino Ricardo Piglia describe magistralmente con una anécdota esta angustiosa necesidad de ver. En la novela  Respiración artificial, el filósofo polaco Tardewski, discípulo imaginario de Wittgenstein, anota en el diario personal pasajes de su larga conversación con el joven Emilio Renzi: «Déjeme que le cuente una historia, le digo. Una vez estuve internado en un hospital, en Varsovia. Inmóvil, sin poder valerme de mi cuerpo, acompañado por otra melancólica serie de inválidos. Tedio, monotonía, introspección. Una larga sala blanca, una hilera de camas, era como estar en la cárcel. Había una sola ventana, al fondo. Uno de los enfermos, un tipo huesudo, afiebrado, consumido por el cáncer, un hijo de franceses llamado Guy, había tenido la suerte de caer cerca de ese agujero. Desde allí, incorporándose apenas, podía mirar hacia afuera, ver la calle. ¡Qué espectáculo! Una plaza, agua, palomas, gente que pasa. Otro mundo. Se aferraba con desesperación a ese lugar y nos contaba lo que veía. Era un privilegiado. Lo detestábamos. Esperábamos, voy a ser franco, que se muriera para poder sustituirlo. Hacíamos cálculos. Por fin, murió. Después de complicadas maniobras y sobornos, conseguí a que me trasladaran a esa cama al final de la sala y pude ocupar su sitio. Bien, le digo a Renzi. Bien. Desde la ventana sólo se alcanzaba a ver un muro gris y un fragmento de cielo sucio. Yo también, por supuesto, empecé a contarles a los demás sobre la plaza y sobre las palomas y sobre el movimiento de la calle. ¿Por qué se ríe? Tiene gracia, me dice Renzi. Parece una versión polaca de la caverna de Platón. Cómo no, le digo, sirve para probar que en cualquier lado se pueden encontrar aventuras».
Veo con asombro como estas líneas escritas a partir de una nostalgia cursi, imprecisa, nunca prevista, echan andar los mecanismos de una suerte de continuidad cortazariana que, gracias a un nombre —Sevilla—, une el balcón de mi modesto edificio al balcón de un hotel español; un balcón donde un hombre recién casado mira con detenimiento a una mujer desconocida, que pareciera esperar a alguien en la esquina. Se trata del protagonista del relato En el viaje de novios, unos de mis cuentos preferidos del maestro Javier Marías, que hoy cito en extenso por tratarse mi blog de una región ocultamente furibunda:
«Mi mujer se había sentido indispuesta y habíamos regresado apresuradamente a la habitación del hotel, donde ella se había acostado con escalofríos y un poco de náusea y un poco de fiebre. No quisimos llamar enseguida a un médico por ver si se le pasaba y porque estábamos en nuestro viaje de novios, y en ese viaje no se quiere la intromisión de un extraño, aunque sea para un reconocimiento. Debía de ser un ligero mareo, un cólico, cualquier cosa. Estábamos en Sevilla, en un hotel que quedaba resguardado del tráfico por una explanada que lo separaba de la calle.
Mientras mi mujer se dormía (pareció dormirse cuando la acosté y la arropé), decidí mantenerme en silencio, y la mejor manera de lograrlo y no verme tentado a hacer ruido o hablarle por aburrimiento era asomarme al balcón y ver pasar a la gente, a los sevillanos, cómo caminaban y cómo vestían, cómo hablaban, aunque, por la relativa distancia de la calle y el tráfico, no oía más que un murmullo. Miré sin ver, como mira quien llega a una fiesta en la que sabe que la única persona que le interesa no estará allí porque se quedó en casa con su marido. Esa persona única estaba conmigo, a mis espaldas, velada por su marido. Yo miraba hacia el exterior y pensaba en el interior, pero de pronto individualicé a una persona, y la individualicé porque a diferencia de las demás, que pasaban un momento y desaparecían, esa persona permanecía inmóvil en su sitio. Era una mujer de unos treinta años de lejos, vestida con una blusa azul sin apenas mangas y una falda blanca y zapatos de tacón también blancos. Estaba esperando, su actitud era de espera inequívoca, porque de vez en cuando daba dos o tres pasos a derecha o izquierda, y en el último paso arrastraba un poco el tacón afilado de un pie o del otro, un gesto de contenida impaciencia (…) Estaba anocheciendo, y la pérdida gradual de la luz me hizo verla cada vez más solitaria, más aislada y más condenada a esperar en vano. Su cita no llegaría. Se mantenía en medio de la calle, no se apoyaba en la pared como suelen hacer los que aguardan para no entorpecer el paso de los que no esperan y pasan, y por eso tenía problemas para esquivar a los transeúntes, alguno le dijo algo, ella le contestó con ira y le amagó con el bolso enorme.
De repente alzó la vista, hacia el tercer piso en que yo me encontraba, y me pareció que fijaba los ojos en mí por primera vez. Escrutó, como si fuera miope o llevara lentillas sucias, guiñaba un poco los ojos para ver mejor, me pareció que era a mí a quien miraba. Pero yo no conocía a nadie en Sevilla, es más, era la primera vez que estaba en Sevilla, en mi viaje de novios con mi mujer tan reciente, a mi espalda enferma, ojalá no fuera nada. Oí un murmullo procedente de la cama, pero no volvía la cabeza porque era un quejido que venía del sueño, uno aprende a distinguir enseguida el sonido dormido de aquel con quien duerme. La mujer había dado unos pasos, ahora en mi dirección, estaba cruzando la calle, sorteando los coches sin buscar un semáforo, como si quisiera aproximarse rápido para comprobar, para verme mejor a mi balcón asomad0 (…) La mujer de la calle acabó de cruzar, ahora estaba más cerca pero todavía a distancia, separada del hotel por la amplia explanada que lo alejaba del tráfico. Seguía con la vista alzada, mirando hacia mí o a mi altura, la altura del edificio a la que yo me hallaba. Y entonces hizo un gesto con el brazo, un gesto que no era de saludo ni de acercamiento, quiero decir de acercamiento a un extraño, sino de apropiación y reconocimiento, como si fuera yo la persona a quien había aguardado y su cita fuera conmigo. Era como si con aquel gesto del brazo, coronado por un remolino veloz de los dedos, quisiera asirme y dijera: "Tú ven acá", o "Eres mío". Al mismo tiempo gritó algo que no pude oír, y por el movimiento de los labios sólo comprendí la primera palabra, que era "¡Eh!", dicha con indignación, como el resto de la frase que no me alcanzaba. Siguió avanzando, ahora se tocó la falda por detrás con más motivo, porque parecía que quien debía juzgar su figura ya estaba ante ella, el esperado podía apreciar ahora la caída de aquella falda. Y entonces ya pude oír lo que estaba diciendo: "¡Eh ¿Pero qué haces ahí? El grito era muy audible ahora, y vi a la mujer mejor. Quizá tenía más de treinta años, los ojos aún guiñados me parecieron claros, grises o color ciruela, los labios gruesos, la nariz algo ancha, las aletas vehementes por el enfado, debía de llevar mucho tiempo esperando, mucho más tiempo del transcurrido desde que yo la había individualizado. Caminaba trastabillada y tropezó y cayó al suelo de la explanada, manchándose en seguida la falda blanca y perdiendo uno de los zapatos. Se incorporó con esfuerzo, sin querer pisar el pavimento con el pie descalzo, como si temiera ensuciarse también la planta ahora que su cita había llegado, ahora que debía tener los pies limpios por si se los veía el hombre con quien había quedado. Logró calzarse el zapato sin apoyar el pie en el suelo, se sacudió la falda y gritó: "¡Pero qué haces ahí! ¿Por qué no me has dicho que ya habías subido? ¿No ves que llevo una hora esperándote?" (lo dijo con acento sevillano llano, con seseo) (…)  ¿Qué pasa?- dijo mi mujer débilmente.
Me volví, estaba incorporada en la cama, con ojos de susto, como los de una enferma que se despierta y aún no ve nada ni sabe dónde está ni por qué se siente tan confusa. La luz estaba apagada. En aquellos momentos era una enferma.
-Nada, vuelve a dormirte- contesté yo.
Pero no me acerqué a acariciarle el pelo o tranquilizarla, como habría hecho en cualquier otra circunstancia, porque no podía apartarme del balcón, y apenas apartar la vista de aquella mujer que estaba convencida de haber quedado conmigo. Ahora me veía bien, y era indudable que yo era la persona con la que había convenido una cita importante, la persona que la había hecho sufrir en la espera y la había ofendido con mi prolongada ausencia. "¿No me has visto que te estaba esperando ahí desde hace una hora? ¡Por qué no me has dicho nada!, chillaba furiosa ahora, parada ante mi hotel y bajo mi balcón. "¡Tú me vas a oír! ¡Yo te mato!", gritó. Y de nuevo hizo el gesto con el brazo y los dedos, el gesto que me agarraba.
-¿Pero qué pasa?- volvió a preguntar mi mujer, aturdida desde la cama.
En ese momento me eché hacia atrás y entorné las puertas del balcón, pero antes de hacerlo pude ver que la mujer de la calle, con su enorme bolso anticuado y sus zapatos de tacón de aguja y sus piernas robustas y sus andares tambaleantes, desaparecía de mi campo visual porque entraba ya en el hotel, dispuesta a subir en mi busca y a que tuviera lugar la cita. Sentí un vacío al pensar en lo que podría decirle a mi mujer enferma para explicar la intromisión que estaba a punto de producirse. Estábamos en nuestro viaje de novios, y en ese viaje no se quiere la intromisión de un extraño, aunque yo no fuera un extraño, creo, para quien ya subía por las escaleras. Sentí un vacío y cerré el balcón. Me preparé para abrir la puerta».
No más burladeros. No más salidas de emergencia.

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