sábado, septiembre 26, 2009

La táctica bonapartista

En medio de una rueda de prensa con medios internacionales, el presidente Hugo Chávez Frías reiteró su intención de solicitar a los diputados de la Asamblea Nacional la concesión de poderes especiales, para plantar las bases jurídicas del denominado socialismo del siglo XXI. Sostiene el egregio legislador sabanetero que las leyes existentes han sido hechas por los ricos “para afirmar su dominio sobre las mayorías empobrecidas”.
Acostumbrados como estamos a la enciclopédica sabiduría del jefe de Estado, no podemos asombrarnos por este nuevo zarpazo de carácter totalitario. Tampoco puede resultarnos sorprendente la unánime aquiescencia de las focas apiñadas en el oneroso acuario que ocupa los espacios del antiguo palacio legislativo.
Paradójicamente, aquel sujeto que se proclamó rey del debate, promotor fundamental de la batalla de las ideas, creyente fervoroso en los poderes creadores del pueblo, no para de quejarse por la lentitud característica del intercambio democrático de opiniones. Por ello, resignado ante la imposibilidad de dar con un diálogo corto y repleto de entusiastas monosílabos, prefiere optar por impulsar el recurso legal de la imposición extraordinaria.
Sin embargo, esta estrategia de ejecutar un golpe de Estado desde el Estado, como bien lo señala el académico Fernando Mires, no es nueva en la historia. Fue el francés Napoleón Bonaparte el primer líder que comprendió la pertinencia de una autocracia asociada con una aparente legalidad, construida a partir del control de los procedimientos parlamentarios.
En este sentido, el autor del libro Técnicas de golpe de Estado, el italiano Curzio Malaparte, nos comenta: “La conducta de Bonaparte, preocupado sobre todo por salvar la legalidad y permanecer en el terreno de los procedimientos parlamentarios, puede definirse, para usar una expresión moderna, como la de un liberal. Desde este punto de vista, Napoleón creó escuela. Todos los militares que han intentado después de él hacerse con el poder civil han sido fieles a la regla de parecer liberales hasta el último momento, es decir, hasta el momento de recurrir a la violencia. Por eso, hay que desconfiar siempre del liberalismo de los militares”.
Añade el estudioso de la insurrección que la condición clave para que se registre un golpe bonapartista es la existencia de un parlamento, dado que la ausencia de un órgano colegiado, que simbolice el pacto republicano, sólo hace posible la ocurrencia de conjuras palaciegas y sediciones militares. “La táctica bonapartista está obligada a permanecer, a cualquier precio, en el terreno de la legalidad. No prevé el empleo de la violencia sino para mantenerse en ese terreno o para volver a él, si la han obligado a alejarse”, sentencia Malaparte.
Sin embargo, la consolidación de la estructura constitucional de división de poderes y la aparición de figuras legales de participación popular (como por ejemplo, la Fiscalía General de la República y la Defensoría del Pueblo) han obligado a los epígonos de Bonaparte a revisar y enriquecer la metodología de apropiación del Estado. Ya no basta con dominar el Parlamento. Ahora es preciso también colonizar las instancias públicas capaces de iniciar una investigación penal y administrativa (Contraloría General de la República) o de incoar un proceso de enjuiciamiento del presidente (Tribunal Supremo de Justicia) o de fiscalizar la organización de un referendo revocatorio del primer magistrado (Consejo Supremo Electoral). En el caso venezolano, la aplicación exitosa de la táctica bonapartista pasa por el secuestro institucional del Poder Judicial, el Poder Moral y el Poder Electoral; una trilogía de instancias públicas que ya han demostrado su eficacia a la hora de revestir de un barniz de legalidad a los burdos atropellos del poder chavista.
Sobre este aspecto Curzio Malaparte nos ofrece la siguiente reflexión: “La táctica bonapartista es de una naturaleza tan delicada que exige el empleo de ejecutores disciplinados y poco numerosos, acostumbrados a obedecer la voluntad del jefe y a moverse según un plan establecido hasta el último detalle, y excluye absolutamente la participación de masas impulsivas e incontrolables en la acción revolucionaria (…) La táctica bonapartista no es sólo un juego de fuerza, es sobre todo un juego de control y habilidad. Sus características no son las de una insurrección popular, en la que predominan la violencia instintiva y ciega de las masas, ni las de una sedición militar, en las que la brutalidad del sistema va de la mano con la mayor incomprensión de los factores políticos y morales y el más profundo desprecio de la legalidad. Sus características son las de unas maniobras militares, casi de una partida de ajedrez, en la que cada ejecutante tiene una tarea precisa y un puesto asignado, y cuya idea motriz es puramente política, dominada por una preocupación atenta y constante por hacer, de cada ejecutante, una pieza del juego parlamentario, no de un juego de guerra cuartelario. Lo que distingue a un golpe de Estado bonapartista de cualquier otro golpe de Estado es el hecho de que los políticos representan un papel bastante menos importante, en apariencia, que los ejecutantes. En otras palabras, el papel que más se ve es el de los ejecutantes. Esto hace crecer el amor propio de los militares y explica por qué el golpe de Estado bonapartista es el que más se presta a su mentalidad y el que más tienta su ambición”, sentencia.
De este modo, antes que ver el golpe directo de Chávez primero nos toca observar el golpe de la Asamblea (con la inconsulta y festinada Ley de Educación), el golpe del Ejecutivo (con la negativa de reconocer las competencias de las autoridades electas del Distrito Capital, y la decisión administrativa de cerrar 34 emisoras de radio AM y FM), el golpe de la Fiscal General (con el proyecto de Ley de Delitos Mediáticos y las órdenes de captura de estudiantes y manifestantes identificados con el movimiento opositor), el golpe del Contralor General (con sus complacientes informes anuales donde se denuncian el peculado en cantinas escolares), el golpe de los rectores del CNE (con el manejo doloso del registro electoral permanente y la aplicación gansteril de la Ley del Sufragio y Participación Política), el golpe de la Defensora del Pueblo (con la banalización y posterior negación del azote de la inseguridad ciudadana) y, por último, pero no menos importante, el golpe de la OEA (que no aplica la Carta Democrática y se empeña, por el contrario, en defender la soberanía de los presidentes y no la de los pueblos). Al inventario del horror autómata, debemos sumar la apelación constante a un discurso de paz e integración regional que, en la práctica, es negado con la milmillonaria compra de armamento militar ruso («El Dios de los hombres armados no puede ser más que el Dios de la violencia»).
Cuando analizamos el elevado costo que paga la sociedad venezolana por la paladina servidumbre de sus magistraturas principales tomamos conciencia de la mucha razón que asistía al escritor Elías Canetti cuando afirmó que la orden despótica es el elemento más peligroso en la convivencia de los hombres. En este sentido, el autor de la monumental obra Masa y poder señaló: “Es sabido que los hombres que actúan bajo orden son capaces de los actos más atroces. Cuando la fuente de la orden queda sepultada y se les obliga a volver la mirada sobre sus actos, ellos mismos no se reconocen. Dicen: ‘Eso no lo hice yo’, y no siempre son conscientes de que mienten. Cuando se ven convictos por testigos y comienzan a vacilar, dicen aún: ‘Así no soy yo, eso no pude haberlo hecho yo’. Buscan los restos del acto dentro de sí y no pueden encontrarlos. Uno se sorprende de lo intactos que han quedado. La vida que llevan más tarde es realmente otra y de ningún modo está teñida por el acto. No se sienten culpables, de nada se arrepienten. El acto no ha entrado en ellos (…) Por ello, desde el lado que se la contemple, la orden, en la compacta forma acabada que después de su larga historia adquiere hoy día, es el elemento singular más peligroso en la convivencia de los hombres. Hay que tener el coraje de oponérsele y conmover su señoría. Deben hallarse medios y caminos para mantener libre de ella la parte mayor del hombre. No debe permitírsele rasguñar más que la piel. Sus aguijones deben convertirse en espinas que se puedan desprender con leve ademán”.
Pero la orden despótica es uno de los elementos centrales de la cultura castrense. Desobedecerla no es poca cosa, porque implica en el fondo el irrespeto a un sistema jerárquico. De ahí que resulte al menos curioso escuchar a seres supuestamente comprometidos con lo social, seres dizque con espíritu crítico, refrendar de buena gana el «socialismo de los militares»; una insostenible engañifa intelectual, de la cual -parafraseando a Curzio Malaparte- siempre debiéramos desconfiar, ya que sólo puede movernos a risa oír hablar de igualdad en un mundillo que remite de manera permanente a cadenas de mando, a superiores y subordinados, a castigos por insubordinación. En pésimo momento se encuentra el valor supremo de la igualdad si su suerte depende del general barrigón y corto de luces que no soporta que un capitán, un teniente o un cabo no se le cuadren según el protocolo de rigor, o se nieguen a cumplir de inmediato una orden dictada; porque, para dolor de los civiles serviles, los militares dictan no dialogan…
Cada vez que el socialismo militarista legisla para condicionar el ejercicio y disfrute de los derechos fundamentales -y de paso aniquilar las estructuras institucionales del sistema democrático- el Derecho pierde su moderna condición de fuente de legislación para la protección eficaz de los más débiles. En este sentido, resulta conveniente estudiar cuidadosamente las palabras del jurista italiano Luigi Ferrajoli: “Puede afirmarse que, históricamente, todos los derechos fundamentales han sido sancionados, en las diversas cartas constitucionales, como resultado de luchas y revoluciones que, en diferentes momentos, han rasgado el velo de normalidad y naturalidad que ocultaba una opresión o discriminación precedente: desde la libertad de conciencia a las otras libertades fundamentales, desde los derechos políticos a los derechos de los trabajadores, desde los derechos de las mujeres a los derechos sociales. Estos derechos han sido siempre conquistados, como otras tantas formas de tutela en defensa de sujetos más débiles, contra la ley del más fuerte –iglesias, soberanos, mayorías, aparatos policiales o judiciales, empleadores, potestades paternas o maritales- que regía en su ausencia. Y ha correspondido, en cada uno de estos momentos, a un contrapoder, esto es, a la negación o a la limitación de poderes, de otro modo absolutos, a través de la estipulación de ‘nunca más’ pronunciado ante su violencia y arbitrariedad. Aunque resulte contingente en el plano teórico, como se ha dicho, esta coincidencia entre fundamentos axiológicos e históricos de tales de derechos, no lo es en el plano político. En efecto, el hecho de que los derechos humanos, y con ellos todo progreso en la igualdad, se hayan ido afirmando cada vez más, primero como reivindicaciones y después como conquistas de los sujetos más débiles dirigidos a poner término a sus opresiones y discriminaciones, no se ha debido a la casualidad sino a la creciente evidencia de violaciones de la persona percibidas como intolerables”.
No hace falta pues hurgar en las centurias de Michel de Nostradamus ni en las profecías de San Malaquías para vaticinar que cada nuevo decreto-ley emanado del excelso entendimiento del Licurgo sabanetero, o, en su defecto, cada nuevo instrumento legal aprobado a la carrera por la sumisa Asamblea Nacional, redundarán en contra de los derechos fundamentales de los venezolanos, dado que anulan, de una manera bastante arbitraria, instrumentos jurídicos surgidos del consenso de diversas fracciones parlamentarias para sustituirlos por el deseo de una sola persona, bajo el especioso argumento de que representa al pueblo.
El Derecho Revolucionario es la negación de la libertad y de la democracia. Porque como ya lo dijo Giovanni Sartori: “El Estado «justo», el Estado social, el Estado de Bienestar, siguen siendo, en sus premisas, el Estado constitucional construido por el liberalismo. Donde y cuando este último ha caído, como en los países comunistas, ha caído todo: en nombre de la igualdad se ha instaurado el «socialismo en la servidumbre». La lección que hoy nos llega del Estado y de la parábola de la experiencia comunista confirma lo que la doctrina liberal ha mantenido desde siempre, es decir, que la relación entre libertad e igualdad no es reversible, que el iter procedimental que vincula los dos términos va desde la libertad a la igualdad y no en sentido inverso, es decir, desde la igualdad a la libertad. La «superación» de la democracia liberal no ha existido. Fuera del Estado democrático-liberal no existe ya libertad, ni democracia”.

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2 Comments:

Blogger Desde La Barra said...

el horror broder se presenta como un cuello de botella con musiquita de Bossa and Stones de fondo

2:35 p.m.  
Blogger América Ratto-Ciarlo said...

"La peor peste que le puede caer a un pueblo es tener un gobierno militar". Manuel Caballero

tá dicho..!

muy bueno este blog;se recomendará.

4:29 p.m.  

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