domingo, marzo 07, 2010

El Código Maradona


La pobreza es una incómoda pareja de baile. Desatiende el ritmo, baila pegado y para rematar no se mueve. Te niega el dinero, y hasta la perspectiva de tenerlo. Sin embargo, y como compensación, a veces te avasalla con hilarantes anécdotas sacadas de la picaresca. A mi juicio, la historia del Código Maradona pertenece a esta tradición.
Siempre he tenido problemas de pronunciación con las letras «j» y «g». Una vez mi anciano padre, preocupado por la proximidad de mis estudios universitarios, me preguntó: ¿Rafael dónde te gustaría estudiar? «Papá, yo preferiría estudiar en una institución paja». Fue entonces cuando muerto de risa me señaló: «Tranquilo hijo mío, que paja vas a estudiar. Lo que estamos tratando de dilucidar aquí es si lo harás en una institución pública o en una privada». Finalmente, terminé estudiando paja en la Universidad Católica Andrés Bello.
Con el inicio de mi vida universitaria comenzó también mi actividad noctámbula y rumbera. Papá, resignado ante la inevitabilidad de los acontecimientos, optó por decirme: «Rafael, hijo mío, sólo te voy a dar un consejo: Debes saber que, sin importar las circunstancias que rodeen tus salidas fiesteras, las peas siempre se terminan en la casa. Es decir, está prohibido quedarse en sitios extraños, sean estos comerciales o pretendidamente familiares». En aquel momento, con la circunspección característica de todo aquel principiante que acaba de recibir la revelación de un arcano, sólo atiné a decirle: «Tranquilo, mi viejo».
Pero, como es bien sabido, a veces toca rumbear lejos de casa. No todos los guateques se celebran en nuestro vecindario. Cuando el sitio de la fiesta pertenece a otra jurisdicción, la posibilidad de que un peatón impenitente regrese en vehículo a su morada depende, en grado sumo, de que ninguno de los amigos con carro monte en cólera o termine por quedar con una chica. Se trata, pues, de una deletérea dinámica suma-cero, que prescribe que para que le vaya bien a un peatón necesariamente tiene que irle mal a un conductor. En este sentido, la sabiduría milenaria destaca la inconveniencia de atar la suerte propia a la lujuria ajena.
En aquellos casos en que fallaba el transporte oficial, mi padre me recomendaba tomar un taxi. Una propuesta onerosa e inviable para un estudiante; esto es, un ser atribulado que, aunque intente disimular su pobreza con las galas de la ilustración y la cultura, no es más que un pelagatos en busca de un mecenas.

-No te preocupes hijo. El hecho de que tú no tengas dinero no tiene porque saberlo el taxista. Tú te montas en el carro con cara de piedra y luego activas el Código Maradona.
-¿El Código Maradona?
-Sí, pelotudo: El Código Maradona, me espetó mi padre, quizás un tanto imbuido del espíritu marcial de sus tiempos de milicia e inteligencia militar.

El Código de marras se activaba, simplemente, diciendo que Maradona había metido un gol. El precio del servicio lo simbolizaba el minuto de juego en que el fenómeno de Villa Fiorito la había mandado a guardar –como gustan decir los locutores argentinos de Fox Sport-. De suerte, que si la carrerita costaba 22 mil bolívares, yo decía que Maradona había anotado un gol en el minuto 22. Al rato, mi padre me esperaba en la puerta del edificio con el dinero en la mano. Y resuelto el problema. La pea terminaba en casa.
Había veces en que, por la cercanía del trayecto, el «camisa diez» albiceleste anotaba goles de camerino, ora en el minuto quince, ora en el minuto cinco. Durante el lapso en que estuvo vigente el código, la mayoría de los goles subieron al marcador en el primer tiempo.
Cuando egresé de la Universidad Católica no sólo había terminado mi época estudiantil sino también los días del Código Maradona, útil dispositivo táctico que, al igual que cualquier proyecto secreto, fue destruido y olvidado su nombre. En unos meses me convertí en un periodista con un trabajo estable, que ya tenía su dinero –poco, pero su dinero- y podía sufragar los costos de sus divertimentos. Creía entonces, como el ingenuo de Francis Fukuyama, en el fin de la historia. Estaba convencido de que los meses futuros estarían marcados por la prosperidad, y que los oscuros días de inopia jamás regresarían; que por mandato divino yo siempre tendría -como dicen los malandros- una «fuerza» en la cartera. Se trató de un espejismo de bonanza que me hizo olvidar que, como reza el cuento de Javier Marías, «todo mal vuelve».
Hace un año, pasado de tragos y confiado en la eficacia del dinero plástico, me encontraba con unos amigos en el restaurante Vista Arroyo, ubicado entre el culo del mundo y el cementerio de La Guarita. O lo que es lo mismo: un continente lejos de casa. En un ataque de imprudente ira, me molesté con mis compañeros de pea y decidí retirarme a mis aposentos. Pero, tan pronto traspasé la entrada del local, cobré conciencia de que sólo tenía diez mil bolívares «en la vida». En escasos segundos la situación de pobreza extrema se fundió con la atmósfera de terror y soledad propia de los camposantos y sus periferias. Todo aquello, además de profundamente marginal, era tenebroso. Juro por Dios que en ese momento hasta escuché un aullido. Temí la presencia de un licántropo en medio de la nada. No olviden, queridos lectores, que soy un humilde vampirito. Mi existencia peligraba y, por tanto, no podía darme el lujo de desaprovechar ninguna oportunidad de abandonar los predios del terror. Por eso, acicateado por un ancestral instinto de sobrevivencia, decidí resucitar, a casi quince años de su desaparición, el Código Maradona.
Gracias a Dios vislumbré la cercanía de un taxi. Hice más señas que un mimo para pararlo. Una vez detenido, le pregunté al conductor por cuánto me llevaría a los lejanos predios de La Candelaria. El tipo me contestó que por setenta mil bolívares. El monto se me antojó una fortuna. No pude evitar preguntarle al taxista si acaso pensaba llevarme cargado. El rostro patibulario del profesional del volante, muy a tono con el ambiente dantesco que rodea esta parte del relato, me hizo saber que no le había gustado mi ingenioso chascarrillo. Opté pues por no hacerme más el gracioso, y montarme ipso facto en el asiento de atrás del vehículo. Fue entonces cuando llamé a mi anciano padre, quien se encontraba arropado por las mullidas alas de Morfeo. Eran las tres de la madrugada, y yo, como reza el famoso vallenato, no había dormido nada.

-¡Aló papá! ¿Cómo está la vaina? El partido estuvo muy bueno…
-¿Pero que te pasa infeliz? ¿Te volviste loco piazo e’vago? No me digas que estás drogado…
-Negativo papá. Nada que ver. Te llamo para decirte que el Pelusa metió un gol.
- ¡Pero qué pelusa del carajo, muchacho del coño! ¿Pelusa? Las que tiene en los interiores, anormal. ¡Vente para acá inmediatamente para que duermas esa pea!
-Eso mismo es lo que yo quiero papá. Pero vuelvo y te repito que Maradona metió un gol.

A todas estas, el taxista se encontraba desconcertado por la rocambolesca conversación de la que era testigo. Era un hecho notorio y comunicacional que el popular Diego no sólo se había retirado del fútbol, sino que además no salía de un centro de desintoxicación. «Será acaso que este tipo es un drogadicto tratando de contactar a su dealer», seguramente se preguntó.

-¿Y cuánto es infeliz?
-Bueno papá, el gol fue en el minuto noventa.
-¡Coño noventa mil bolívares! ¿Te volviste loco Wilfrido? –Eran setenta mil bolívares, pero yo, en un rapto de envidiable rapidez mental, sumé a la cuenta veinte minutos más, perdón veinte mil bolívares más para cubrir el desayuno, ya que me encontraba seguro de que al día siguiente me quitarían el habla y me declararían persona non grata-. ¡Noventa mil bolívares! ¡No puede ser!
-Yes, dear father, ninety bolívares...
-Pero bien bueno pues, salió mi número con este borrachito bilingüe. ¿Y se puede saber dónde carajo estás tú? ¿En la Gran Sabana echándote palos con los yanomamis? ¿Ah, desgraciado?

Al final mi viejo aceptó desembolsar el monto del rescate. Yo, por mi parte, en el largo camino a casa, intenté convencer al taxista de que el gran Diego Maradona había vuelto a las canchas para jugar un partido benéfico. «Efectivamente maestro, qué raro que usted no se enteró. Lo anunciaron por toda partes: Maradona y sus amigos versus el resto del mundo», señalé con lengua trapajosa.
En veinticinco minutos llegué a Las Colinas de La Candelaria. Mi padre, con una bata de dormir mal anudada, me esperaba en la entrada del edificio. Al detenerse el automóvil, caminó hacia la puerta, extendió su mano por la ventana, me entregó el dinero y se dio la vuelta. Agradecí entonces al dios de los borrachos –o al santo bebedor de Joseph Roth- el que mi padre no le hubiese dado el efectivo directamente al taxista. «Se salvaron los pastelitos de jamón del desayuno. ¡Alabado sea el Señor!», musité casi en estado místico.
Ya en el ascensor, mientras pensaba en la necesidad de actualizar el salvífico lenguaje encriptado con otra denominación, por ejemplo el Código Messi o el Código CR9, detallé la mirada de profunda rabia de mi papá.
El pobre había olvidado, al igual que yo, que todo mal vuelve.

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2 Comments:

Blogger Inos said...

Uno de sus clásicos, amigo Vampiro... merecía ampliamente el ser puesto por escrito.

Saludos y ¡gol!

4:27 p.m.  
Blogger Ortega Brothers said...

que pea tan guena mi bro jajajajajaja

10:50 p.m.  

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