sábado, mayo 26, 2012

M

M nunca se ha caracterizado por el apego a los libros. Desde que la conozco, hace veinticinco años, su preocupación siempre ha sido el cuidado de la belleza. Amante de los espejos, y también de los cosméticos, para ella la lectura sólo tiene sentido si revela las claves para moldear un cuerpo escultural.
Tras un tiempo sin hablar, M y yo acordamos por Facebook una suerte de reencuentro. Llegado el día, decidí esperarla en uno de los cafés ubicados en la terraza de un centro comercial. No tardé mucho en verla llegar con un tumbao que ya quisieran para sí muchas aspirantes a divas cinematográficas: traje beige ceñido, tacones de aguja y lentes oscuros. Casi diría que estaba «vestida para matar», sino fuese por un elemento extraño a la escenografía del deseo: M, mi entrañable bibliófoba, llevaba en su mano derecha una bolsa de librería…
Pedidas al mesonero las ensaladas de rigor ―M es una de esas expertas en convertir gramos a calorías―, me di a la tarea de conocer el título de la obra que se disponía a leer mi diosa de la adultez contemporánea. Sin rubor alguno, M me señaló que su manera de ser en nada había cambiado, que los libros jamás serían lo suyo y que prefería, por mucho, los ejercicios de «cardio» que hacía en el gimnasio. Lo que vendría después de estas palabras, aún no he podido olvidarlo. «Rafael», me comentó apenada, «tuve que comprarme este libro de comunicación corporal porque lo necesito para no quedarme desempleada. Trabajo en una empresa eléctrica nacionalizada y la mayoría de mis jefes y compañeros de gerencia son todos rojos-rojitos, al menos eso es lo que dicen. He tratado de hacerme la loca, pero la cara que pongo en las reuniones siempre me traiciona. No puedo controlarme y pongo cara de asombro cuando oigo propuestas políticas inviables en lugar de soluciones técnicas; lo mismo me pasa cuando escucho adulaciones y jaladeras de bola en vez de críticas y argumentos basados en el conocimiento del negocio eléctrico. A quienes asisten a esas reuniones no les importa la situación económica de la empresa ni la conveniencia de respetar los planes de inversión. A ellos lo único que les interesa dejar en claro es que están resteados con Chávez y la revolución bolivariana. Vivo en medio de la mentira y no veo una opción distinta a la de aprender a fingir. No soy una muchachita y me da miedo que me boten o me hagan la vida imposible. Ya estoy cansada de que me digan: “Y tú, chica, ¿no será que eres una contrarrevolucionaria?”. Pienso que si controlo mis gestos y comienzo a actuar quizás me dejen en paz. Sé que suena lamentable, pero si no trabajo no como...»”.
Hiela la sangre constatar como aquello que con horror hemos leído en los relatos y las memorias de escritores de la Europa del Este comienza a registrarse en la Venezuela de nuestros días. Hablar con M fue como haber hablado con uno de esos personajes medrosos, cínicos y desconfiados de Herta Müller, Ivan Klima, Danilo Kis, Aleksandar Tisma o Norman Manea. La izquierda militarista que nos prometió la felicidad únicamente nos ha traído engaño, resentimiento y decadencia. Con su testimonio, M le pone rostro a la vergüenza y al sufrimiento de millones de personas que sacrifican diariamente sus sueños y anhelos en el altar oprobioso del silencio y la simulación. M es apenas otro número más en la nómina del miedo.
Según declaraciones de las autoridades del Instituto Nacional de Estadísticas (INE), los resultados parciales del XIV Censo Nacional de Población y Vivienda, efectuado en el último trimestre del año pasado, revelan que Venezuela disfruta del llamado «bono demográfico», concepto técnico empleado cuando la mayoría de los habitantes de un país se encuentra en una edad económicamente activa. Sin embargo, no estamos necesariamente ante una buena noticia, porque en un contexto económico de depresión y falta de empleo el «bono demográfico» puede devenir fuente futura de frustración y exclusión social.
La Confederación Venezolana de Industriales (Conindustria) contabiliza la desaparición de 4.024 empresas privadas entre los años 1998 y 2010, como consecuencia del acorralamiento jurídico consagrado en las leyes que favorecen la expansión del sector público, en detrimento del sector privado. En doce años, el número de personas que trabajan en las empresas del Estado prácticamente se duplicó, al pasar de 115.900 en el año 2000 a 223.300 en 2011, gracias, entre otros factores, a la política de expropiaciones. La cantidad de empleados públicos creció a una tasa anual de 4,6 por ciento (7,3 por ciento desde 2004) y pasó de poco más de 1.350.000 funcionarios en 1999 a cerca de 2.450.000 en el segundo semestre de 2011. La contratación de nueva burocracia se desplazó desde gobernaciones y alcaldías, cuya participación en el empleo estatal alcanzaba 36 por ciento en 1999 (24 por ciento en 2011), hacia los ministerios y entes adscritos, que actualmente representan el 67 por ciento del empleo estatal (55 por ciento en el año 2000).
La aniquilación de la empresa privada no es casual y, de hecho, forma parte de los lineamientos principales del «Segundo Plan Socialista de la Nación», documento en el que se promueve, de un modo explícito, la desaparición progresiva de las compañías capitalistas tradicionales, con el propósito de construir una economía basada en formas de organización y producción de carácter colectivista. Más allá de los enunciados ideológicos y tecnocráticos, se busca abolir la propiedad privada para hacer posible una sociedad de esclavos modernos, sedicentes titulares de derechos humanos pomposos pero irrealizables. Los empleados del sector privado tampoco escapan del dominio y control del Estado totalitario, porque sus datos personales son obtenidos (almacenados y cruzados por los organismos de inteligencia cubana) de las formas más rocambolescas posibles como, por ejemplo, el denominado «rutagrama» consagrado en la Ley Orgánica de Prevención, Condiciones y Medio Ambiente de Trabajo, que en la práctica se traduce en la obligación legal que tiene cada trabajador de dejar por escrito la vía que recorre hasta llegar al puesto de trabajo, así como también la descripción del itinerario de regreso. ¿Por qué debe un Estado conocer la ruta diaria de sus ciudadanos? ¿Qué fines se persigue con el manejo de esta información? ¿Por qué una persona debe especificar su nombre, cédula de identidad y dirección de domicilio al instante de cancelar cualquier producto o servicio gravado con el IVA? ¿Acaso los organismos de inteligencia del Estado venecubano están reconstruyendo la vida y costumbre de cada venezolano?
M no lo dice, pero está convencida de que más allá del Estado totalitario sólo existe una agonía «indigna de llamarse vida». Aquellos que desean sobrevivir a la muerte civil tienen que apelar a lo que el filósofo y economista mexicano Gabriel Zaid definió como la «inteligencia sin palabras»; esto es, la capacidad de desarrollar conocimientos y extraer aprendizajes a partir de la percepción, sin ruidos ni sonidos, de la vista, el oído, el tacto, el gusto y el olfato; una «inteligencia vegetativa» que le permita a las personas mimetizarse automáticamente con el medio ambiente donde se desenvuelven. Mi amiga M compró su ejemplar de El lenguaje corporal en el trabajo: un gesto vale más de mil palabras (Ediciones Oniros, 2002), de la especialista en comunicación no verbal Judi James, en un intento de encontrar, con la peculiar celeridad de los bibliófobos, un manual que pudiera descifrar las claves y los códigos sociales que determinan la «inteligencia vegetativa»; una destreza, entre histriónica y mental, que necesita el burócrata venezolano para mantener su estatus y su permanencia en el puesto de trabajo.
En la sociedad de la mentira, la regla de oro de la supervivencia prescribe que  los individuos expresen con su voz y con sus gestos aquello que no sienten. Hay en esto, qué duda cabe, una suerte de prostitución (aunque privada de genitalidad), porque el sujeto entrega una parte de su cuerpo al poder. El poeta Václav Havel, en su artículo Dos mensajes para Kundera, escrito a propósito del escándalo causado por una supuesta delación cometida por el novelista checo Milan Kundera el 14 de marzo de 1950, comparte con los lectores el testimonio personal de sus años de oportunismo y simulación: «Yo también recuerdo esa época. Recuerdo el ambiente de entonces. Es difícil de explicar. Si miro al pasado, no lo comprendo y a veces hasta me asombro de mí mismo y me pongo colorado. ¿Cómo pude, por ejemplo, usar el término “literatura socialista”, si sabía que era una tontería, que no existía literatura socialista ni capitalista, ni puede existir? ¿Cómo pude decir en público cosas diferentes a las que pensaba?». El mismo Havel, en otro documento ―la Carta pública a Gustáv Husák― ensaya una respuesta a sus preguntas: «El régimen comunista gobernaba a través del miedo y se empeñaba en convertir a los ciudadanos en cómplices. Un monstruoso ecosistema conducía a la maestra a enseñarle a sus alumnos cosas en las que no creía; temiendo por su futuro, el alumno las repetía sin creer en ellas; por temor a no poder escalar en su trabajo, el empleado continuaba mintiendo (…
) El totalitarismo era como una telaraña invisible hecha de mil líneas de poder que se entretejían. Todos actuábamos bajo el pegajoso imperio de la intimidación y el soborno. Como moscas atrapadas en la red, sabíamos que en cualquier momento la araña podría tragarnos. Nadie podía moverse con naturalidad, sin miedo, con confianza. Arrastrándonos sobre el viscoso pegamento de la telaraña, vivíamos en una simulación permanente (…) El sistema le ofrecía una casa al hombre pero le exigía una renta altísima: su conciencia, su responsabilidad. No le bastaba con la obediencia: pedía muestras de entusiasmo, despliegues de respaldo, alardes de militancia. Y cuando el régimen advirtió su incapacidad para colonizar la conciencia, nos impuso a los ciudadanos la simulación. La apariencia de respaldo les resultaba suficiente. El postotalitarismo fue el régimen de la mentira». Václav Havel: otro número más en la nómina del miedo construida a pulso por el Estado socialista y su cínica ideología.
¿Qué puede un hombre contra un sistema obsesionado con anular la naturaleza humana, única e irrepetible? Poco o nada, a juzgar por las reflexiones de Tzvetan Todorov en el prólogo de su recopilación de ensayos La experiencia totalitaria: «En la sociedad de los países de la Europa del Este, la adhesión a la ideología comunista desempeña cada vez más el papel de un simple ritual. Todos las reivindican, pero nadie ―o casi nadie― creen en ella. Por otra parte es indispensable someterse incondicionalmente al jefe. El comunista medio no es un fanático, sino un arribista cínico que hace lo que hay que hacer para acceder a una posición privilegiada y asegurarse una vida de mejor calidad. El motor de la vida social no es la fe en un ideal, sino la voluntad de poder. Además, la seguridad del Estado no tiene nada de hueca. Su actividad es absolutamente indispensable para que funcione el régimen, que sin un aparato de represión se derrumbaría de la noche a la mañana. Su papel, pese a sus supuestas intenciones, no es luchar contra los enemigos o castigar a los culpables. Si los hubiera (cosa que la cruel represión de los primeros años del régimen ha hecho imposible), la justicia y la policía corrientes bastarían y sobrarían para reprimirlos. El objetivo de la Seguridad no son los culpables, sino los inocentes, a los que es preciso mantener todo el tiempo atemorizados para que colaboren con ella y la ayuden a alcanzar este otro ideal: una sociedad totalmente transparente, bajo continua vigilancia, en la que el aparato de control pueda disponer  de un conocimiento total sobre la población (…) Lo grave en esta historia es que en un régimen totalitario en realidad no es posible quedarse al margen. A este compromiso inevitable alude un libro que ha publicado hace poco Vesko Branev, un viejo amigo mío que se quedó en Bulgaria durante toda la dictadura comunista: El hombre vigilado. Como el Estado ha pasado a ser el único que ofrece trabajo en el país, es preciso recurrir a él para sobrevivir. Su aparato de control es tentacular: policía corriente, organizaciones profesionales, organizaciones por edades, por barrios, por aficiones… Nadie escapa a la vigilancia. Tampoco nadie puede ser ya del todo dueño de su comportamiento, aunque se sepa vigilado. Es posible controlarse todo el tiempo ante algunas personas, o durante un tiempo ante todos, pero no todo el tiempo ante todo el mundo. Vivir es comunicar, pero toda comunicación supone asumir un riesgo (…) En una población así enmarcada se dibujan dos grandes tendencias. Por una parte, los astutos, los que se enorgullecen de haber aprendido rápidamente las reglas del juego, las aceptan sin escrúpulos y se apresuran a cumplir todos los ritos de paso para situarse entre los beneficiados por el régimen. Por la otra parte, la mayoría sumisa, que ha interiorizado el miedo y se limita a no moverse para evitar los golpes. Pero tanto los unos como los otros sufren los mismos daños internos. Se ven abocados a la hipocresía  hasta el punto de que olvidan sus aspiraciones de partida y ya no saben distinguir entre ser y parecer. Se les incita a observar a los que los rodean con desconfianza, a cultivar los celos, la envidia y la calumnia para perjudicar a sus vecinos o a sus posibles rivales. A fuerza de tener miedo, se vuelven indiferentes ante el sufrimiento de los demás e intolerantes con sus elecciones, huyen sistemáticamente de toda confrontación y se refugian en comportamientos estandarizados y en fórmulas estereotipadas. Su conciencia sufre daños irreparables, la enfermedad de su espíritu es incurable y su destino queda destrozado».
En la tarea de edificar su Estado neocomunista, Hugo Chávez Frías se ha cuidado muy bien de no reproducir los errores que yugularon a los primeros movimientos totalitarios. Su experiencia personal le hizo tomar conciencia de la inconveniencia histórica de fundar las bases de la dominación política en expedientes como la violencia revolucionaria y la asonada militar; la receta de los nuevos tiempos consiste en apelar interesadamente al poder originario de los pueblos para luego fabricar constituciones a la medida y proyectar de este modo un halo de legalidad sobre todas las tropelías oficiales. Chávez sabe que puede ejercer el poder con la saña demencial del déspota, sin por esto perder ni un ápice del prestigio internacional que le confiere su condición de mandatario de origen democrático. ¿Cómo es esto posible? Gracias a la sutileza que supone reemplazar la categoría sociopolítica de «masa» (una agrupación humana cuya dinámica colectiva brinda al sujeto múltiples beneficios psicológicos: suspensión temporal de los procesos mentales inhibitorios de la conducta, eliminación del sentimiento del culpabilidad gracias a la figura del anonimato, toma de decisiones de acuerdo con criterios afectivos, predisposición a la credulidad y sensación engañosa de poder) por la idea de «masa crítica» (la cantidad mínima de personas necesarias para garantizar que un fenómeno social crezca y se reproduzca por sí mismo); gracias a este cambio de paradigma el porcentaje necesario para obtener la legitimidad popular se reduce del cien por ciento de la población al cincuenta y uno por ciento de los asistentes a una votación (ni siquiera hace falta contar con la adhesión del cincuenta y uno por ciento de la población o con el cincuenta y uno por ciento del padrón electoral del país; de hecho, la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela fue aprobada con el voto positivo de apenas el 30 por ciento de los inscritos en el padrón electoral vigente en el año de 1999). En cuanto al desiderátum de la dominación continua, éste puede lograrse de un modo más pragmático con períodos de mando ficticiamente sucesivos, cada uno de ellos legitimado por una consulta electoral organizada, supervisada e informáticamente totalizada por un organismo comicial secuestrado por el Estado o los seguidores del líder (Chávez cuenta con la obsecuencia de cuatro de los cinco rectores del CNE). El ideal del «control total» puede reemplazarse por la noción pragmática del «control efectivo», mediante la aplicación de un principio básico de economía política: el principio de parquedad, también conocido como «la regla 80/20» de Pareto (traducción tropical: en el sistema político el 80 por ciento de los efectos reales del ejercicio del poder son producidos por el 20 por ciento de las instituciones públicas, lo que equivale a decir que el 80 por ciento de las instituciones públicas producen, en su conjunto, apenas el 20 por ciento de los efectos reales del ejercicio del poder); para consolidar su dictadura Chávez tan sólo precisó controlar el Consejo Nacional Electoral (un organismo que nunca se pronunció sobre el destino de un millón ochocientos sufragios emitidos en el referendo constitucional de 2 de diciembre de 2007, pero sí promovió una reforma legal que le permitió al chavismo, en los comicios de septiembre de 2010, obtener 32 diputados más que la oposición a pesar de haber sacado menos votos), la Fuerza Armada, Petróleos de Venezuela, el Poder Judicial (¡cómo olvidar las declaraciones del magistrado sicario Eladio Aponte Aponte!), Cadivi, el Banco Central, el Instituto Nacional de Estadísticas y el Sistema Nacional de Medios Públicos. Finalmente, el neototalitarismo también se puede ahorrar la mala prensa de los guetos y los campos de concentración. En este sentido, no hace falta contar con los consejos estéticos de Willy Schürholz —ese artista imaginario antologizado por Roberto Bolaño en La literatura nazi en América— para alcanzar la mayor eficiencia en la aniquilación del enemigo. Más que alambradas, galpones y hornos crematorios, los dictadores requieren de una metódica propaganda que asesine moral y simbólicamente a los adversarios, además de una «lista-tascón» con los nombres de los opositores del régimen para instaurar disimuladamente un apartheid político, que garantice la total fidelidad del aparato burocrático.
El silencio y la complicidad internacional pueden lograrse a billete limpio. Si no me cree, amigo lector, observe el caso de la oprobiosa dictadura neototalitaria del partido comunista chino, la cual para muchos analistas es un ejemplo de liberación progresiva de una sociedad (¿?). Menos mal que no todos los analistas pisan ese peine. Richard McGregor, del diario Financial Time, periodista especializado en la cobertura noticiosa de China, señala en su libro El Partido: Los secretos de los líderes chinos: «Si escarbamos un poco en el modelo chino veremos que es mucho más comunista de lo que parece a simple vista. Vladímir Lenin, quien diseñó el prototipo de gobierno para países comunistas de todo el mundo, lo reconocería de inmediato. La permanencia en el poder del Partido Comunista de China se basa en una sencilla fórmula que parece sacada del pensamiento de Lenin explicado a los niños. A pesar de todas las reformas de las últimas tres décadas, el Partido se ha asegurado de que conserva el control del Estado y de los tres pilares necesarios para la supervivencia de éste: el personal gubernamental, la propaganda y el Ejército de Liberación Popular (…) El Departamento de Organización Central (DOC) puede describirse como el brazo del partido que se ocupa de los recursos humanos. En los años treinta del siglo pasado Mao Zedong decidió que necesitaba un organismo que determinara la lealtad y fiabilidad política de sus partidarios, que acudían en masa a refugiarse en las montañas para unirse a la causa comunista (…) El DOC guarda expedientes sobre los altos funcionarios del sector público para llevar un registro de su solvencia política y su rendimiento en puestos pasados, algo indispensable para el control que el partido ejerce sobre el país y su vasto sector público (…) El DOC, en realidad, reprodujo lo que en la Unión Soviética se conoció como la nomenklatura: la “lista de nombres” de miembros del Partido que constituían la élite dirigente y eran candidatos a codiciados puestos en la administración, la industria y otros sectores.. Este sistema permite al Partido Comunista Chino controlar “los nombramientos, los traslados, los ascensos y los despidos de funcionarios de casi  todos los niveles. Todos los nombramientos, desde las distintas asociaciones de personas mayores o discapacitados al nombramiento de científicos y encargados de programas de ingeniería nacionales como el de la represa de las Tres Gargantas, han de pasar por el Departamento. El principal responsable de una organización que agrupa a varias empresas del sector privado, la Federación Nacional de Industrias y Comercio de China, forma parte de la nomenklatura de élite, lo que convierte a este organismo en un pobre defensor de los negocios independientes. Además de la responsabilidad en los nombramientos, el Departamento actúa como una suerte de ministerio en miniatura que proporciona puestos dentro del gobierno a los miembros de alguna de las cincuenta y cinco minorías étnicas reconocidas del país que demuestren buen comportamiento: tibetanos, uygures de Xinjiang, hui musulmanes y otros obtienen, previa demostración de fidelidad al partido, nombramientos, en gran medida simbólicos, que dan al país un barniz de multiculturalismo. El Departamento también vigila que se cumplan las cuotas establecidas por el gobierno, la academia y otras instituciones para miembros de los cerca de ocho partidos políticos chinos llamados “democráticos”. Estos puestos de trabajo se consideran ―y no es una ironía― una recompensa a los partidos democráticos por acatar la hegemonía del Partido Comunista de China (…) El soborno, la corrupción, la traición y el egoísmo despiadado que caracterizan el “pagar por jugar” en China aparecen detallados con grandes dosis de sarcasmo en algunos documentos internos escritos en el Departamento de Organización de Jilin, otra provincia en el cinturón  industrial del sureste del país. Los documentos describen la competencia por los ascensos como “cuatro modalidades de carreras de distancia” que conspiran para subvertir las reglas internas del Departamento para profesionalizar los procesos de selección. En los sprints los funcionarios aprovechan cualquier cambio en el organigrama para presionar a sus superiores y conseguir el  ansiado ascenso. En “las carreras de larga distancia” “dan coba a sus superiores empleando todas las armas a su alcance y  recuren al chantaje emocional con las invitaciones, regalos u ofertas para ayudar en la resolución  de problemas”. La carrera “de relevos” requiere acumular “múltiples recomendaciones de familiares, amigos, compañeros de clase y gente del condado” que propicien un acercamiento a los líderes. En la carrera “de obstáculos” los funcionarios pasan por encima de sus superiores inmediatos, recurriendo a menudo a excargos ya retirados para que presionen en su nombre al Departamento de Organización Central».
En La muerte de Empédocles el poeta alemán Hölderlin afirma que sólo
«los que no vuelven dicen siempre la verdad». Frase contundente que tiene el poder de explicar porque los trabajadores pisoteados por el comunismo y el neototalitarismo, seres envilecidos que día tras día deben volver al sitio donde su humanidad es mutilada, se refugian en el silencio, la mentira, la simulación. Mi amiga M no se atreve a decir la verdad, porque aspira a sentarse el día siguiente en el escritorio de su oficina, allá en la empresa eléctrica nacionalizada, y asistir a otra más de esas reuniones donde ejecutivos esclavos manifiestan su servidumbre con propuestas rocambolescas, que desafían por igual al sentido común y a las leyes de la economía. Presos, todos ellos, que confunde sus días de encierro en la cárcel sin rejas del neototalitarismo con amenas tenidas de una secta iniciática: acto de cinismo que pretende hacerse ver como ingenuidad o simple fe de carbonario. Pero la mentira únicamente puede vencer en el corazón de quien decidió ser engañado. Hannah Arendt, una infatigable buscadora de la verdad, apunta la siguiente reflexión en su monumental obra Los orígenes del totalitarismo: «Una mezcla de credulidad y de cinismo era una característica  sobresaliente de la mentalidad del populacho antes de convertirse en fenómeno cotidiano de las masas. En un mundo siempre cambiante e incomprensible, las masas alcanzaron un punto en el que, al mismo tiempo, creían en todo y no creían en nada. Pensaban que todo era posible y que nada era cierto. En sí misma, la mezcla resultaba suficientemente notable porque significaba el final de la ilusión de que la credulidad fuese una debilidad de almas primitivas que nada sospechaban, y el cinismo, el vicio de mentes superiores y refinadas. La propaganda de masas descubrió que su audiencia siempre estaba dispuesta a creer lo peor, por absurdo que fuera, y que no se resistía especialmente a ser engañada, puesto que, de todas formas, consideraba cualquier declaración una mentira. Los jefes totalitarios de masas basaron su propaganda en la correcta suposición psicológica de que bajo semejantes condiciones, uno podía hacer un día creer a la gente las más fantásticas declaraciones y confirmar en que, si al día siguiente recibía la prueba irrefutable de su falsedad, esa misma gente se refugiaría en el cinismo. En lugar de abandonar a los líderes que le habían mentido, aseguraría que siempre había creído que tal declaración era una mentira, y admiraría a los líderes por su superior habilidad táctica. La que había sido una reacción demostrable de las audiencias de masas se convirtió en un importante principio jerárquico para las organizaciones de masas. Una mezcla de credulidad y de cinismo predomina en todos los escalones de los movimientos totalitarios, y cuanta más alta sea la categoría, más se impondrá el cinismo sobre la credulidad. La convicción esencial, compartida por todas las categorías desde la del compañero de viaje hasta la del jefe, es que la política es un juego de engaños y que el «primer mandamiento» del movimiento: «el Führer siempre tiene razón», es tan necesario para los fines de la política mundial, es decir, al engaño global, como las normas de la disciplina militar lo son para los fines de la guerra. La maquinaria que genera, organiza y difunde las monstruosas falsedades de los movimientos totalitarios depende también de la posición del jefe. A la afirmación propagandística de que todo lo que sucede es científicamente previsible según las leyes de la naturaleza o de la economía, la organización totalitaria añade la posición de un hombre que ha monopolizado este conocimiento y cuya cualidad principal es que él «tenía siempre razón y siempre tendrá razón». Para un miembro de un movimiento totalitario, este conocimiento nada tiene que ver con la verdad, y el tener razón nada tiene que ver con la objetiva veracidad de las declaraciones del jefe, que no pueden ser desmentidas por los hechos, sino sólo por sus futuros éxitos o fracasos. El jefe siempre tiene razón en sus acciones, y como éstas se hallan proyectadas para los próximos siglos, la prueba definitiva de lo que hace queda desplazada más allá de la experiencia de sus contemporáneos (…) Los miembros del partido nunca creen en las declaraciones públicas, ni se supone que han de creer en ellas pero se sienten halagados por la propaganda totalitaria como poseedores de una inteligencia superior que, aparentemente, les distingue del mundo exterior no totalitario, el cual, a su vez, sólo conoce la anormal credulidad de los simpatizantes. Sólo los simpatizantes de los nazis creyeron en Hitler cuando formuló su famoso juramento de legalidad ante el Tribunal Supremo de la República de Weimar; los miembros del movimiento sabían muy bien que mentía y confiaron en él más que antes porque, aparentemente, fue capaz de engañar a la opinión pública y a las autoridades. Cuando en años posteriores Hitler repitió su acción ante todo el mundo al jurar acerca de sus buenas intenciones, al tiempo que preparaba más abiertamente sus crímenes, la admiración de los afiliados nazis fue, naturalmente, ilimitada. De forma semejante, sólo los compañeros de viaje de los bolcheviques creyeron en la disolución de la Komintern y sólo las masas no organizadas del pueblo ruso y los compañeros de viaje del exterior dieron crédito a las declaraciones prodemocráticas de Stalin durante la guerra. A los miembros del partido bolchevique se les advirtió explícitamente que no se dejaran engañar por maniobras tácticas y se les pidió que admiraran la astucia de su jefe al traicionar a sus aliados».
M está sentada frente a mí. Cuando la veo me compadezco de su indefensión («Que frágil es la vida si la abandonan», diría Saramago) y la imagino en su escritorio totalmente enmudecida, o sentada en una moderna sala de reuniones, concentrada en que ningún ademán vaya a desnudar a alguna de sus convicciones más íntimas.
Veo a M, mi entrañable amiga bibliófoba, y no puedo evitar preguntarme, con George Steiner, cuáles son las «
últimas palabras» de quienes no pueden hablar.

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1 Comments:

Blogger Señorita Cometa said...

me dejas sin palabras Vampi...y triste, muy triste...

6:46 a.m.  

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