miércoles, noviembre 24, 2010

Compartir la lluvia

La lluvia nos trae el agua, pero a veces también la calamidad. Derrumbes e inundaciones siempre encabezan la lista de eventuales peligros. Sin embargo, poco se habla en los medios de comunicación de una amenaza creciente a la seguridad ciudadana: las hordas de enanos con paraguas.
Hiela la sangre observar como las personas de baja estatura hacen un uso homicida del paraguas. El inmenso peso del resentimiento les impide levantar la sombrilla, aunque sea algunos centímetros, para facilitar de este modo el caminar de sus vecinos. El transeúnte desprevenido siempre se encuentra a un tris de perder un ojo como resultado del puyazo artero de un liliputiense. De seguir las cosas de este modo, en un futuro no tan lejano seremos un país de cíclopes, con el detalle anecdótico de que el solitario ojo estará de lado y ya no en el centro (será nuestro aporte mestizo al bestiario mitológico)
Basta con padecer la hostilidad callejera que martiriza a nuestras ciudades para cobrar conciencia de la necesidad de ofrecer lecciones de urbanidad a los ensimismados caminantes con paraguas. Pienso, particularmente, en aquellos individuos que a pesar de estar protegidos por una amplia sombrilla se empeñan en transitar al amparo de aleros y techos, echando a la calle a las atribuladas personas que soñaban con guarecerse del aguacero.
Decía Mark Twain que el banquero es un señor que nos presta un paraguas cuando hace sol y nos lo quita cuando empieza a llover. Estas palabras nos resultan tan verdaderas porque, en el fondo, compartir un paraguas equivale a compartir una misma suerte: la indefensión. Esto es, la vulnerabilidad de la raza humana frente a la inclemencia del mundo físico. Siempre sentimos que la desgracia nos cae como lluvia: fuerte, pertinaz, atronadora. Y aunque nos avenimos a pensar que el infortunio se precipita como alud, como avalancha, nos cuesta imaginar la adversidad como nieve, como copos que se amontonan para luego jugar y divertirnos. No hay paraguas para cubrirse cuando llueve en el alma...
La sombrilla puede entenderse como prótesis, como extensión de la mano, una suerte de extremidad alargada que nos permite apoyarnos, separar objetos, dibujar en el aire figuras de esgrima. Pero gracias al fatalista articulado de la Ley de Murphy, el paraguas también nos sirve como talismán: mientras lo empuñe no lloverá. Un efecto contrario al conseguido con las sandalias, los pantalones blancos y los automóviles lavados: auténticos imanes de chubascos y tormentas.
El paraguas dice mucho de la personalidad de su dueño. Los discretos utilizan una sombrilla tan pequeña que parece tomada de un coctel o del envase de un postre especial. Mientras que los tímidos se ocultan en una suerte de toldo playero, en cuya sombra sólo faltan las sillas plegables y la cavita de cerveza. Los paranoicos gustan de los paraguas con botón disparador, especie de chuzo de punta roma y corto alcance. Los tacaños, que no entienden de inversiones sino de gastos, usan aquellos paraguas de tela desvaída y descosida, que dejan al desnudo unas varillas metálicas que a ratos asemejan las garras del mutante Wolverine.
Figuran también, por supuesto, esos paraguas que imitan una antena de Direct TV, porque cualquier ventarrón los voltea y aquello parece una parabólica: faltarían únicamente el decodificador y la señal de Playboy TV. Tampoco debemos pasar por alto las sombrillas de gotera, con las cuales las personas consiguen el milagro, nada desdeñable, de mojarse más adentro que afuera. Las mujeres casadas, por su parte, obsequian a sus maridos los paraguas de florecita, con la manifiesta intención de darles de baja en el mercado de la infidelidad —¿Quién sería la depravada capaz de acostarse con un figurante del show de Barney?—. Mientras que los cartones y periódicos son los ancestrales paraguas de la pobrecía. Finalmente, precisamos dar debida cuenta de los regios modelos Givenchy que, en un mundo signado por la vulgaridad y la hostilidad, traen a colación la augusta atmósfera de los antiguos caballeros.
Porque como bien señaló el escritor inglés Gilbert Keith Chesterton: «Todas las buenas maneras se fortalecen al compartir alguna cosa con sencillez. Dos hombres deben compartir un paraguas; pero si no tienen un paraguas, tendrán por lo menos que compartir la lluvia, con todas sus ricas posibilidades de humor y filosofía».

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domingo, noviembre 21, 2010

La verdadera casa

Fidel Castro tiene 51 años en el palacio de gobierno y Omar Bongo suma cuatro décadas al frente de sus regios aposentos; mientras, en Libia, el siempre revolucionario Muammar Gaddafi suma ya 39 años en los mismos espacios. Y yo, el más modesto de los soldados, acabo de cumplir, el pasado 6 de noviembre, 39 años de permanencia en mi cuarto; un cuarto que, visto bien, semeja una suerte de estado independiente enclavado en el apartamento de mis padres.
Durante parte de estos casi ocho lustros, debí sufrir la invasión de los espacios íntimos por parte de mis hermanas, quienes resignadas ante mi invariable presencia decidieron huir y abandonar el asedio. Ambas, en su desesperación, prefirieron casarse antes que seguir perdiendo el tiempo en infructuosos planes para sacarme de mi madriguera. Cuervo de Allan Poe, dinosaurio de Monterroso, el Vampiro Jiménez todavía continúa allí
La verdad es que si no abandoné mi cuarto cuando estaba repleto de catres y colchonetas, todo ello ambientado por una dudosa decoración de tono rosa, mucho menos lo haré hoy, que la habitación tiene una completa biblioteca de literatura contemporánea, un televisor plasma, una suscripción Direct TV Hig Definition, un DVD, un home teather, un WiFi, una conexión banda ancha, un fax, una impresora escáner y una cama King. Cuando repaso esta lista de artículos básicos de la canasta de consumo contemporánea, me siento como un damnificado de la quinta república. Un arrimado al sabor. No me hace falta, pues, que me lleven a otro lugar. Este cuarto es mi refugio, aunque no esté en mi casa sino en la de mis padres.
Por supuesto, que esto no significa que mi mamá sea mi cachifa. Yo contribuyo con las labores domésticas de la casa, y hago totalmente las tareas atinentes a mi persona (lavo, cocino, plancho, doblo ropa, pero eso sí, no tengo la letra bonita, porque hace dos meses comencé a escribir con la mano izquierda para evitar crecientes malentendidos). Cuando el día despunta celebro con mi papá conversaciones y debates diarios sobre temas de interés general. Y en las tardes, al volver del trabajo, meto la mano en el cuidado de mis sobrinos, quienes llegan a la casa luego de la escuela.
Al ser consultados sobre mi condición de hijo mayor que aún permanece en casa, mis padres oscilan entre el deseo de que me quede (cuando intuyen que estoy en condiciones de abandonar el hogar) o de que me vaya a otro sitio (cuando me oyen jactarme de la comodidad de mi cuarto). Ellos se angustian por mi estilo de vida, propio de una edad más joven. Me consideran un ser solitario que opina en la prensa. Quisieran más bien verme con pareja y un par de tripochos, en trance de comprar la lista de los útiles escolares.
En parte tienen razón, cultivo un instinto suicida, que me hace preocuparme más por cosas intelectuales que por asuntos materiales. Cuando empecé a trabajar me ocupé de cancelar deudas contraídas durante el tiempo inactivo, y destiné mi dinero a comprar libros, películas y tecnología para dar rienda suelta a mi vocación de escritor y humorista. No me obsesiona poseer una camioneta ni comprar una mansión. Me agrada la idea de alquilar un pequeño apartamento para usarlo como estudio. Todavía no he pensado en mudarme, pero sé que lo haré. No tengo vocación de invasor. Como buen liberal, creo en la propiedad privada.
Abunda quien «zamurea» los cincuenta metros cuadrados de mi cuarto. Son los entrometidos que ven en mi persona un problema de salud pública. No me causaría sorpresa que, un día de estos, tales sujetos se animen a fundar una ONG para recabar fondos que hagan viable mi desalojo.
Vivo mi vida bajo las directrices de un sencillo mandato: convertir en risa lo malo que me ocurre. Lo hago para sanar el espíritu, recobrar fuerzas y seguir adelante. En Venezuela, pero también en otras partes del mundo, algunas personas se van, pero otras se quedan, no digo ya en el país natal sino incluso en sus cuartos de infancia que luego lo fueron de adolescencia y hoy lo son de adultez temprana.
Siempre he creído que la verdadera casa son los afectos.

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