martes, agosto 09, 2011

Otra serpiente que se muerde la cola

Para una persona que se inicia en cualquier campo del quehacer humano no existe un episodio más incómodo que el instante en el que debe participar a sus clientes el monto de los honorarios profesionales. No puede evitar sentirse como la prostituta que se apura a decir, con voz tenue, el costo de la tarifa. Sabe muy bien que cualquier precio establecido será cuestionado por oneroso («¿pero a ti quién te conoce?»). Y es que en la sociedad del espectáculo, lamentablemente, la falta de popularidad es un impuesto que los nuevos talentos deben cancelar. Ser güevón es un delito.
En muchos aspectos, la carencia de fama se asemeja al ouroboros, la mítica serpiente (o en otras culturas, dragón) que se muerde la cola: el novato no es contratado porque no lo conocen y no lo conocen porque nunca es contratado. En medio de su desesperación, el individuo llega entonces a renunciar a los derechos de autor, a las regalías y otras justas recompensas del esfuerzo artístico o intelectual, para regalar su trabajo en alguna de las redes sociales. Se encomienda así, con fe ciega, a la tecnología 2.0 y al poder multiplicador de Twitter, Facebook y YouTube.
Cuando por fin, con mucho esfuerzo, consigue que su perfil sea consultado por varios usuarios, que sus videos sean disfrutados por muchos visitantes y sus tweets sean retuiteados por una cantidad considerable de seguidores, el nuevo talento recala en un puerto ubicado a medio camino entre los océanos del prestigio social y los mares del desconocimiento público. Comienza, entonces, a pagar el precio de un dualismo siniestro que se expresa en un sujeto famoso pero sin prosperidad económica. Esto es, lo peor que le puede pasar a un pelabola (luego, por supuesto, de un alza en las tasas de interés): ver como su crisis monetaria adquiere resonancia mediática. ¡Ese tipo será muy famoso, pero se harta de choripanes en Calle El Hambre! ¡Qué fallo!
Muy mal anda un ídolo cuando le toca caminar entre sus seguidores. El pueblo sólo cabe como expresión vocinglera de la apoteosis, nunca como apiñado vecino en el vagón del metro o como curioso compañero en la sala de espera de un consultorio del seguro social. La proximidad física propicia una sensación de intimidad que casi nunca termina de modo favorable. El seguidor se anima, casi inevitablemente, a mudar su condición de sujeto contemplativo para convertirse en un espontáneo asesor de imagen, presto a recomendar «valiosos» consejos para reoxigenar una trayectoria que parece pasmada o en declive. Además están los compañeros de trabajo que retrepados en sus asientos preguntan sobre las posibles fechas de conciertos y presentaciones (Pero chico, ¿por qué no te presentas en Broadway, en la avenida Corrientes o en la Scala de Milán?); actos o eventos a los cuales, por supuesto, no tienen pensado ir, porque ellos sólo gastan su dinero en los grandes nombres.
Hace pocos años, la falta de fama y el anonimato eran una suerte de requisitos sine qua non para participar en los reality shows. Con el paso del tiempo, los gerentes televisivos descubrieron que el rating se incrementaba de manera exponencial cuando las acciones cotidianas eran acometidas por personas reconocidas; mujeres y hombres del espectáculo siempre dispuestos a bailar, cantar o comprometerse en matrimonio a cambio de una buena cantidad de dólares. La marginalidad también tiene su lado VIP…
La época dorada del anonimato persiste únicamente en los foros virtuales. Sólo en internet lo desconocido puede alzarse como una suerte de avatar, de personalidad agigantada —titán o semidiós—, que extiende al usuario una inagotable patente de corso para insultar, denigrar, declarar la guerra o simplemente ofrecer coñazos. En este sentido, la falta de ortografía y la saña hacia cualquier estructura sintáctica constituyen las señas de identidad del internauta y del tuitero anónimos. Con los seudónimos la dinámica varía ligeramente, dado que estos nombres falsos revelan la existencia de personas de espíritu lúdico, que aspiran encontrar a interlocutores capaces de adivinar las claves distintivas de una identidad oculta.
Son los famosos los únicos seres que entonan loas al anonimato, concentrados como están en maldecir el éxito que en mala hora los alejó de las calles, las plazas y los mercados. Sin embargo, conviene no llamarse a engaño, porque se trata de un falso parecer. Tan pronto las estrellas y los líderes de opinión son olvidados, comienzan un alocado juego de estira y encoge con los fotógrafos y reporteros de la prensa amarillista («El GPS es el paparazzi de los esposos infieles», un tweet que se me acaba de ocurrir). Y cuando esto sucede descubren complacidos que resulta mucho más fácil producir escándalos y desnudos «casuales» que libros, canciones o interpretaciones actorales.
Se trata de otra serpiente que se muerde la cola.

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