lunes, agosto 17, 2009

Reestructura y vencerás


A pesar de que los gerentes se empeñen en decir que un proceso de reestructuración consiste únicamente en el mejoramiento y optimización de las unidades funcionales de una organización, los empleados saben muy bien que en el fondo sólo se trata de una variante moderna del genocidio. Porque, desde la perspectiva mundana de los hombres y mujeres de quince y último, una reestructuración siempre significará una “botazón”.
Las empresas llegan a las reestructuraciones de la mano de los consultores y expertos asesores, una suerte de sicarios corporativos encargados de desarrollar y explicar el discurso racional-legitimador (Blanco Muñoz dixit) que brindará el soporte estratégico para la ejecución en masa del recurso humano (modesto estrato al que maquinalmente siempre se le ha calificado como el recurso más importante). Y es que como dijo el gran fabulista Esopo: “Cuando el lobo se empeña en tener razón, pobrecitos los corderos”.
Por lo general, la reestructuración consiste en que la empresa adopte el modelo organizacional que poseía justo antes del último rediseño del organigrama. Es decir, si la compañía sustituyó un modelo vertical de desempeño por un modelo matricial, el pomposo proceso de reestructuración centrará sus esfuerzos en revertir esta transformación y conseguir nuevamente que la empresa observe una resplandeciente estructura vertical. En este sentido, podemos apreciar como en nuestras organizaciones el pasado es siempre el futuro…
Existen dos tipos de reestructuración: la clásica y la terrorista. La primera de ellas se caracteriza porque luego de meses de análisis de partidas presupuestarias, de revisión de costos y ganancias, se termina echando a la calle a dos mensajeros, tres secretarias, dos porteros, cuatro trabajadores de almacén, seis periodistas (a los periodistas siempre los botan) y la nómina completa de pasantes. Finalmente, como recompensa a tan abnegada entrega al doloroso pero enriquecedor aprendizaje de introspección organizacional, queda autorizado para todos los directivos de la compañía un austero incremento de doscientos por ciento en la cláusula de paracaídas dorados y en el paquete de estímulos gerenciales.
Por su parte, la reestructuración terrorista es aquella que luego de intensivas y repetitivas campañas comunicacionales y de relaciones públicas, basadas en emotivos mensajes de estabilidad laboral y respeto profesional, termina por extirpar el cincuenta por ciento de las nóminas media y baja de la organización. Todos los caídos, al mejor estilo de niños McDonald’s, terminan por recibir su respectiva cajita feliz, pero sin los jugueticos de G.I.Joe y los peluches de las cobayas de Fuerza-G (¡Me encanta!).
La modalidad más diabólica de la reestructuración terrorista plantea la contratación, vía outsourcing o formación de cooperativa, de la mayoría de los trabajadores cesanteados. De suerte que se le restituye a cada uno de los empleados su patrimonio afectivo (se le devuelve su oficina y la presencia de sus compañeros de trabajo), pero se les sustrae definitivamente los beneficios sociales contenidos en las legislaciones laborales. En el caso de aquellos "esclavos del sueldo" cuyo regreso no esté planificado, la organización ofrece una participación gratuita en cursos de outplacement y preparación de currículos efectivos y ganadores. En cambio, para los ex trabajadores interesados en seguir los pasos de Bill Gates y Carlos Slim se dispone de talleres póstumos en finanzas personales y emprendimiento; aquellos interesados en los asuntos públicos y las luchas sociales son beneficiarios de cursos de oratoria y formación de consejos comunales.
Jefe que se respeta jamás rueda en una reestructuración. Aseveración tan verdadera, tan apodíctica, que si por casualidad algún jefe llegara a ser despedido sólo demostraría con este fracaso la falsedad de su ascendencia y cacicazgo. Y es que los jefes darwinianamente efectivos saben sembrar en sus respectivos entornos laborales la necesidad de una reestructuración organizacional que, lejos de truncar sus sueños de crecimiento profesional, posibilite la reconfiguración del sistema de mando de modo de obtener mayor poder.
Nadie como la alta gerencia sabe que la reestructuración es un tiempo signado por el miedo. Wole Soyinka, premio Nobel de Literatura, nos recuerda: “El miedo es una estrategia. Y el gran poder de quienes la usan reside en infiltrar en la mente de los demás un clima de miedo”. Por eso, para ir calentando el ambiente, algunos jefes de temperamento maquiavélico gustan filtrar en medio de sus trabajadores listas oficiosas con los nombres de los hipotéticos despedidos. Se esparce de este modo el virus letal de la desconfianza. Mono no carga a su hijo, y nadie es amigo de nadie. Los sospechosos de ser cesanteados, precedidos en sus desplazamientos por un penetrante olor a formol, quedan aislados preventivamente por sus compañeros. Comen solos, hablan solos y, si ello fuese posible, hasta se reunirían solos. Todo miembro de la nómina media y baja se siente como un personaje brotado de la cruenta pluma de Stephen King: sabe que morirá pero no sabe ni cómo ni cuándo. Como diría pues Lázaro Candal, ese recordado maestro de la narración futbolística: “¡Qué nervios, qué angustia, qué desesperación!
Y es en este ambiente espeso e incierto donde se cumplen las palabras del filósofo Edmund Burke: “Las concesiones de los débiles son las concesiones del miedo”. Vemos entonces como este primitivo sentimiento consigue explicar el espontáneo y desbordado crecimiento del denominado «compromiso organizacional»; término de la neolengua corporativa (¿Orwell gurú gerencial?) que da cuenta de la habilidad y persistencia propias del trabajador que se queda en su oficina luego de cumplida la hora oficial de salida. Porque, como todos sabemos, a los ojos de un departamento de Recursos Humanos en tiempos de reestructuración las labores ejecutadas dentro del horario de oficina no agregan valor. El lema no puede ser otro que dime cuánto te quedas y te diré cuánto vales.
Sólo los suicidas, los sindicalistas y las mujeres embarazadas alargan en demasía la ceremonia del café mañanero en tiempos de reestructuración. Los cuerdos se abstienen de violentar su arresto domiciliario. Por ello, los otrora concurridos pasillos organizacionales se convierten en deshabitados y fantasmales espacios, donde no hay lugar para las risas y la corta y amena conversa. Muere de esta manera el famoso «modelaje gerencial», que en Harvard puede que signifique la actuación didáctica y ejemplarizante del jefe para con sus subordinados, pero que en países como Venezuela nos remite a la visión de gerentes dedicados a pasear incansablemente por los pasillos de la empresa como si de las pasarelas de Cibeles, París o Milán se tratase.
El despido por reestructuración es la versión organizacional del «no eres tú, soy yo»: “Discúlpame querido trabajador, tú eres muy bueno y me consta que le echas un cerro de bola, pero lamentablemente soy yo, la empresa, que soy una bicha y no te merezco. Por eso, te dejo ir. Para que puedas conseguir en otra empresa la felicidad que yo no te supe dar. No se te olvide, eso sí, que llevas contigo una tiernísima carta de recomendación, que es mi modo de decirte que nunca cambies, que siempre sigas siendo tú, que muchas gracias por existir”.
En fin, un triste final para aquel sujeto que se soñó en un auditorio, rodeado de las autoridades de la empresa, próximo a recibir el botón de reconocimiento por cuarenta años de antigüedad; el mismo sujeto que también imaginó una posterior celebración familiar en un modesto restaurante chino de lumpias calientes y cervezas frías. Ya lo dijo el escritor holandés Multatuli: “Las ilusiones perdidas son verdades encontradas”.

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2 Comments:

Blogger Valentina Guzmán Ramos said...

Como siempre, excelente post Rafael. Me gustó mucho. Yo viví una restructuración en FOGADE donde fuímos despedidos aproximadamente 150 personas para después meter en la nómina 200 chavistas...
Estamos en contacto!

4:28 p.m.  
Blogger Inos said...

Este texto es, desde ya, un clásico organizacional.

Sin duda.

3:08 p.m.  

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